El Archivo General Militar de Madrid
guarda abundante documentación relacionada con las actividades desplegadas por
el ejército español en la isla de Cuba durante el período colonial. El
expediente que ahora estudiamos, perteneciente al fondo de Ingenieros de la
Comandancia General, se encuentra dentro de dicho archivo en la caja 2783 /
(L), carpeta 10, correspondiente al legajo 1-P. Se trata de un informe de
temática poliorcética, pero rico a la vez en consideraciones de tipo social que
ayudan a acercarse a las difíciles circunstancias por las que atravesó la
ciudad de Camagüey durante el conflicto independentista. El expediente incluye
un interesante croquis con las fortificaciones propuestas para la defensa de un
extenso espacio de carácter hexagonal, que quedaría así militarmente blindado
para garantizar el aprovisionamiento de la urbe mediante la explotación de los
recursos agrícolas y ganaderos de su entorno inmediato, aminorando en lo
posible el daño causado por las incursiones de los mambises. Este croquis
proporciona una ingente información toponímica de dicho entorno, mostrando
además de manera aproximada las principales arterias viarias, la ubicación de
la primitiva línea férrea y el recorrido que seguían los cursos fluviales. No
podemos definirlo estrictamente como un mapa o plano, al detectarse en él
imprecisiones en las distancias reales de unos puntos con respecto a otros.
En el informe se hace referencia a la penosa situación por la que atravesaba la ciudad de Camagüey en la fase final de la Guerra de los Diez Años (1868-1878), librada entre España y los patriotas independentistas cubanos. Se cita hacia el final del texto que por entonces el Gobernador Civil de Puerto Príncipe era Federico Esponda y Morell, cargo que ostentó desde el 25 de enero de 1876 hasta abril de 1877, compatibilizándolo con el mando de la Segunda División y con la Comandancia General del Centro de la isla. En cambio las fechas que aparecen al principio del expediente nos remiten a inicios del año 1896, cuando la guerra que conducirá a la definitiva Independencia de Cuba (1895-1898) ya llevaba casi un año de transcurso. Por tanto estamos ante un informe reaprovechado algo menos de dos décadas después de su redacción. El motivo de este tardío interés era valorar la posible creación de un perímetro que garantizase tanto la seguridad de Puerto Príncipe como de sus tierras aledañas, de modo que no quedase paralizada en ellas la actividad agropecuaria. En 1896 el Teniente Coronel Jefe de Estado Mayor, Francisco Larrea, difunde entre sus subordinados las órdenes previas recibidas desde la Capitanía General, relativas a la protección necesaria de las personas y los bienes de los habitantes de Camagüey. En este caso el destinatario de las órdenes es el Capitán de la Compañía que se encontraba destacada en la población camagüeyana de Las Minas. En la búsqueda de una mayor seguridad para los ciudadanos aún leales a la Corona se adoptarían las medidas necesarias para el robustecimiento de las defensas de las urbes y de las áreas de cultivo próximas a las mismas. La ciudad cubana de Camagüey era conocida en el momento en que se redactó el informe como Puerto Príncipe, y contaba con una población estimada de unas 40.000 personas. Actualmente Camagüey tiene algo más de 300.000 habitantes, siendo por tanto la tercera ciudad más poblada de Cuba, sólo por detrás de La Habana y Santiago. Ocupa una posición interior, relativamente alejada del mar, en el Centro-Este de la isla.
Ofrecemos al final de nuestro artículo la transcripción del informe mencionado por si alguien quiere adentrarse con más detalle en la complicada situación de alarma social por la que atravesó Camagüey durante la guerra. Se trata también de una manera de entender mejor la mentalidad que tenía el cronista, representativa de la de un sector del ejército español, al que apremiaba la necesidad de conseguir robustecer los complejos defensivos de las ciudades controladas. En la transcripción del documento hemos corregido algunos errores o arcaísmos ortográficos, así como otros de carácter sintáctico o gramatical, como faltas de concordancia en género y número, sin pretender en ningún momento alterar el sentido de las expresiones emitidas por el ingeniero que elaboró el escrito. Es una constante en el texto el uso de frases demasiado largas en que las comas con frecuencia no ocupan el lugar debido, lo que nos ha llevado en algún caso a variar la posición de éstas para facilitar así la comprensión del informe, introduciendo en otros momentos nuevos signos de puntuación con el mismo fin. En unos pocos casos, para desenredar el contenido, hemos añadido entre corchetes alguna palabra, principalmente conjunciones o preposiciones. Se aprecia que el autor quiso evitar los tachones, de modo que, detectado un error, prefería continuar la frase aun a costa de hacerla demasiado enrevesada.
Hasta en tres ocasiones aparece en el texto la expresión "bien estar", concepto que nos parece bastante moderno para describir el estado que toda sociedad desea alcanzar y mantener. En este caso el autor se lamenta de que se está muy lejos de lograr la tranquilidad necesaria para el correcto desarrollo de las potencialidades de la comarca, rica en recursos de por sí, pero sometida a las incertidumbres y penalidades ocasionadas por el largo conflicto armado. La guerra ha puesto a la ciudad en una situación muy apurada, pasando muchos de sus habitantes hambre, lo que hace urgente actuar, tomar medidas humanitarias, crear las condiciones necesarias para que el campo vuelva a producir, las fincas salgan de su abandono y el ganado deje de estar en estado casi salvaje. El autor indica que es la necesidad, la falta de perspectivas de subsistencia, la que hace que muchos de los honrados ciudadanos de Puerto Príncipe mediten acerca de la posibilidad de emigrar y pasarse al bando rebelde, por ver si entre los insurrectos mejora su situación y la de sus familias. Ello engrosaría las filas del enemigo y desalentaría a los que aún se mantienen leales a la causa española.
Para intentar poner remedio a tantos males el autor, ingeniero militar de profesión, propone la creación de una zona de cultivo próxima a la ciudad, bien protegida, en la que puedan revitalizarse las explotaciones agrícolas y en la que quede nuevamente estabulado el ganado que vaga disperso por la comarca. Si el plan fructificase se daría ocupación a buena parte de los camagüeyanos, evitando así que se involucrasen en aventuras guerreras contrarias a los intereses de España, contribuyendo en cambio a generar riqueza y a reactivar el comercio, tan decaído por la guerra. El autor alude a que tanto en Puerto Príncipe como en otras ciudades bajo el control del ejército español muy pocos son los que osan abandonar la protección de los muros para cultivar las tierras circundantes, exponiendo éstos no sólo su seguridad personal, sino también su buen nombre, al ser considerados con frecuencia espías y mensajeros de los insurgentes. Si en cambio quedase bien delimitada y defendida una amplia zona de carácter agropecuario alrededor de la ciudad de Puerto Príncipe, sus habitantes saldrían sin miedo a trabajar en ese entorno, pudiendo cubrir en poco tiempo las necesidades alimenticias más primarias.
La zona de cultivo debería tener a juicio del ingeniero un radio de al menos tres leguas (unos 12,72 kilómetros), configurando en su conjunto un hexágono de tres leguas de lado. Este perímetro de dieciocho leguas (unos 76,32 kilómetros) quedaría protegido por la existencia de doce fuertes y doce fortines intermedios, dotados estos últimos de una elevada torre. Los fuertes se colocarían en los vértices del hexágono y en el punto medio de cada uno de sus lados, mientras que los fortines se intercalarían de manera regular entre los fuertes, buscando en lo posible la intercomunicación visual. Cada uno de los fuertes tendría capacidad para cobijar a cien soldados, siendo en cambio los fortines de bastante menor entidad, al servir para albergar tan sólo a ocho soldados y un sargento, procedentes en cada caso del fuerte situado inmediatamente a su izquierda. En cada fuerte habría una pieza giratoria de artillería de unos 1.500 metros de alcance. El texto alude a que el enemigo no cuenta con artillería, lo cual no es del todo preciso, al haberse registrado episodios durante la guerra en que los insurgentes cubanos pudieron disponer de cañones capturados a sus contrarios. La dotación de hombres de los distintos fuertes y fortines no debía aminorar en exceso el número de soldados y la fuerza de la División encargada de las operaciones externas. Los fuertes se construirían de piedra o ladrillo, quedando su parte inferior reservada para almacenar vituallas, municiones y armas (incluyendo granadas de mano), mientras que en su cuerpo superior descansarían los soldados. Una escalera móvil evitaría el tener que construir fosos defensivos, cuyas aguas estancadas podrían hacer enfermar a los soldados, ya de por sí con frecuencia sometidos a las perjudiciales condiciones de los terrenos húmedos.
Se alude de pasada al poderío militar alemán, exhibido unos años atrás en la guerra franco-prusiana (1870-1871). El contenido del texto revela que el autor pudo formarse en una academia militar, tanto por sus conocimientos poliorcéticos como por las valoraciones históricas con las que adorna su informe. Comenta acertadamente tanto la importancia del factor anímico de las poblaciones urbanas en una guerra de tanto desgaste como la necesidad de revertir las crónicas periodísticas con éxitos militares inmediatos, a los que se llegaría sin duda mediante la adopción de medidas de control sobre los potenciales recursos del territorio. Menciona también el autor la perspectiva de recibir nuevos refuerzos de la metrópoli, que como sabemos llegaban sin apenas motivación (no podía haberla al combatir por un régimen aún semiesclavista), estaban mal equipados (sus uniformes parecían pijamas) y tenían que combatir en un medio que les resultaba desconocido (tan letal como los disparos de los mambises). Su sueldo, exiguo, era completado con adelantos, de modo que al morir esos ingresos extras quedaban consignados como deudas a cubrir por sus familias.
Además de los 1.200 hombres encargados de la defensa de los fuertes y fortines, harían falta según el autor para garantizar la completa seguridad del perímetro columnas volantes de 300 soldados en cada lado del hexágono, divididas a su vez en dos columnas, las cuales recorrerían a diario esas tres leguas al menos dos veces al día, deteniéndose para comer en los puntos intermedios situados entre los fuertes y los fortines. Estas fuerzas móviles realizarían sus recorridos en horas variables, pernoctarían juntas en lo referido a cada lado del hexágono, y establecerían emboscadas durante la noche, especialmente en las áreas más vulnerables. Llegarían así a conocer de forma excelente el terreno, andando lentamente para evitar el cansancio de cara a un posible ataque. Además en Puerto Príncipe habría siempre disponible una fuerza de 200 jinetes para acudir con premura a cualquier punto del perímetro o del interior de la zona de cultivo que se viese atacado. Para el relevo de la guardia de cada fortín (compuesta por ocho soldados y un sargento), 40 hombres y dos oficiales partirían cada día del fuerte situado inmediatamente a su izquierda, evitando así que una pequeña fracción de soldados quedase aislada en el camino.
Gran parte del perímetro quedaría delimitada por una estacada de suficiente altura y resistencia, si bien en las zonas de más densa vegetación podría recurrirse sólo a cortar las palmeras y demás árboles, constituyendo éstos ya de por sí un obstáculo para el enemigo a caballo, evitando además la fuga de las reses. En lo alto de cada fortín habría siempre dos soldados, uno con un anteojo de campaña y otro con el arma preparada. Igualmente cada fuerte debería disponer de uno de estos anteojos para comprobar durante el día si el enemigo inspecciona el perímetro con idea de cruzarlo por sorpresa durante la noche. Los doce fuertes principales estarían en comunicación telegráfica directa con la Comandancia General del Centro, radicada en Puerto Príncipe, lo que facilitaría el que ésta diese las órdenes más acertadas en función de las noticias recibidas de los distintos acuartelamientos del perímetro. Tantas medidas evitarían en muchos casos el que los rebeldes emprendiesen acciones para entablar contacto con los habitantes de la urbe, al ser tan complicado el entrar o salir del perímetro de seguridad. El autor considera con exceso de optimismo que los trabajadores que volvieran a llenar el campo circundante de Camagüey se convertirían en delatores de las posibles incursiones de insurgentes, al querer mantener a toda costa el nuevo y provechoso orden establecido. El alentar a la población a acusar ante las autoridades a los vecinos sospechosos de conspiración es algo típico del clima enrarecido impuesto por los regímenes autoritarios, principalmente en medio del desarrollo de los conflictos civiles. Para dar rápido aviso de cualquier ataque convendría que en todos los fuertes y fortines del perímetro hubiese un depósito de cohetes, susceptibles de ser lanzados con trayectoria ascendente, y fácilmente visibles desde lejos.
El cómputo total de hombres necesarios para poner en funcionamiento con éxito este plan asciende a 3.000 infantes, fuerzas que para el ingeniero autor del informe no son excesivas si se tienen en cuenta los beneficios productivos a corto y medio plazo. La superficie total de la zona de cultivo fortificada sería de 23,38 leguas cuadradas. Se hace aquí conveniente desentrañar la equivalencia de esta superficie con respecto a las medidas de referencia actuales. La legua tradicional en Cuba equivalía a una distancia aproximada de 4,24 kilómetros. Por tanto las 18 leguas del perímetro de seguridad serían unos 76,32 kilómetros, englobando así una superficie de 420,36 kilómetros cuadrados, es decir, 42.036 hectáreas. Ciertamente este terreno, adecuadamente aprovechado, habría servido con creces para alimentar al conjunto de los ciudadanos de Puerto Príncipe. En el expediente aparece también la propuesta de convertir cuatro de los fuertes del perímetro, concretamente los situados en los cuatro puntos cardinales, como bases para el racionamiento de las tropas. El interior de la ciudad quedaría así menos militarizado, y los soldados no tendrían que realizar a diario desplazamientos tan largos para abastecerse. Por otro croquis de la zona de cultivo de Puerto Príncipe, fechado en 1873 y conservado en el Archivo Nacional de la República de Cuba, sabemos que 13 fuertes rodeaban por entonces el núcleo urbano, pero describiendo un perímetro defensivo mucho menor del propuesto en el informe ahora estudiado.
Una de las medidas más necesarias e interesantes a nivel social consistiría en el reparto proporcional de los terrenos de cultivo en el interior de la zona fortificada, poniendo así en valor las fincas embargadas por causa de la guerra. Una vez puesto en marcha el sistema productivo, se exigiría a cada familia beneficiaria una contribución al maltrecho Tesoro Nacional. Terminada la guerra, levantados los embargos de las fincas, se estudiarían tanto las reparaciones a los legítimos propietarios como las recompensas a los colonos usufructuarios. A lo largo de todo el texto el autor mantiene una gran deferencia hacia la institución militar, confiando plenamente en la capacidad de los altos mandos y de los oficiales de ingenieros que podrían encargarse de llevar a cabo el plan propuesto. Insistiendo en este estilo, halaga abiertamente por su buen juicio y generosidad al Gobernador de Puerto Príncipe, el Brigadier Esponda, al ser éste probablemente una de las figuras determinantes en la viabilidad inicial del proyecto. El expediente incorpora una curiosa hojita con varios datos sueltos tenidos en cuenta por el autor en la redacción de su informe, relacionados con las características que debían tener las torres y los fuertes, la infraestructura telegráfica, la superficie de la zona de cultivo protegida y el número aproximado de habitantes de la ciudad. Esta hojita lleva el sello de la Comandancia de Ingenieros de Puerto Príncipe, al ser en este organismo donde se gestó el informe.
El autor del escrito manifiesta humildemente que su proyecto es simplemente una idea, si bien absolutamente aplicable en el caso de contar con el beneplácito de la oficialidad. No sabemos hasta qué punto este proyecto se quedó sólo en eso o pudo tener cierto desarrollo real. Lo cierto es que sería redactado entre 1876 y 1877, al mencionarse en el informe el hecho de que por entonces el Comandante General del Centro de la isla y Gobernador de Puerto Príncipe era Federico Esponda y Morell. Con el término de la guerra en 1878 el informe sería probablemente archivado sin más, rescatándose en 1896 para estudiar de nuevo su posible aplicación práctica con motivo de la reanudación de la guerra contra los independentistas cubanos. Por entonces el Teniente Coronel Jefe de Estado Mayor, Francisco Larrea, lo difundió entre sus subordinados militares desplegados en el área de Camagüey, con la advertencia de que las fuerzas del ejército español debían aparecer en todo momento como garantes de la seguridad de los ingenios azucareros y de las plantaciones del entorno, actuando por tanto como firmes protectoras de la propiedad. Quedaba implícita en esta advertencia el que las propiedades agropecuarias de los camagüeyanos debían quedar salvaguardadas tanto de la acción de los rebeldes como de los posibles abusos cometidos por los soldados españoles, cuyas pésimas condiciones les inducirían en ocasiones a saltarse estas normas.
La gran figura camagüeyana de la Guerra de los Diez Años fue Ignacio Agramonte y Loynaz, versado en leyes, tenaz defensor de la causa independentista. Vivió solamente 31 años (1841-1873), al haber arriesgado de forma reiterada su vida en numerosos combates. Su familia tenía una larga tradición de servicio público. Un tío abuelo suyo había sido alcalde de Camagüey, impulsando la construcción de la línea férrea hasta Nuevitas. Agramonte estudió varios años en Barcelona siendo adolescente, pasando luego a formarse en La Habana, donde realizó la carrera de Derecho. Su inquietud intelectual le llevó a participar pronto en diversos movimientos contrarios al dominio español sobre la isla, integrándose por ejemplo en la logia masónica designada con el hidrónimo Tínima. Consciente de que la Independencia cubana sólo se alcanzaría por el camino de las armas, se volvió diestro en su manejo, convirtiéndose además en gran jinete. Carlos Manuel de Céspedes inició en 1868 el levantamiento contra los españoles en su ingenio azucarero de La Demajagua, en Manzanillo. Algunos camagüeyanos se unieron a la rebelión 25 días después, sublevándose en Las Clavellinas, si bien ellos habrían preferido retrasar el inicio de la contienda hasta el año siguiente, después de la zafra (cosecha de la caña y elaboración del azúcar).
Frente a la línea de excepcional poder militar centralizado propuesta por Céspedes, Agramonte defendía el recurso constante a las nuevas instituciones republicanas de que se fuese dotando el país. Esta vía asamblearia se fue imponiendo, desembocando en el proceso constitucional de Guáimaro. Agramonte tuvo una labor muy relevante en la redacción de esta primera Constitución de emergencia. Fue nombrado Mayor General y jefe de las operaciones militares en el área de Camagüey. Destacó en este sentido como reorganizador de las fuerzas de caballería, tarea en la que fue ayudado por el norteamericano Henry Reeve. Se componía la caballería cubana de Agramonte de pequeñas escuadras, cuyos mambises vivían en la misma zona, pudiendo ser rápidamente convocados por mensajeros a caballo, formando su conjunto un cuerpo bien adiestrado, que reaccionaba hábilmente a las instrucciones del clarín, y que cargaba con furia manejando los temidos machetes. Entre las múltiples acciones militares emprendidas por Agramonte es muestra de su impetuoso carácter el rescate de su amigo el Brigadier Sanguily, realizado mediante una brillante carga de caballería en inferioridad numérica. Agramonte murió en 1873 en Jimaguayú, alcanzado en la cabeza por un disparo. Su cadáver fue quemado por los españoles en Puerto Príncipe, tratamiento que por entonces era considerado deshonroso. A su mujer, Amalia, se le permitió abandonar la isla rumbo a Estados Unidos, en compañía de su hijo Ernesto y embarazada de una niña, bautizada luego como Herminia. Las propiedades de Agramonte en Puerto Príncipe habían sido confiscadas por las autoridades españolas, que vieron cómo la muerte del líder enemigo debilitaba temporalmente el movimiento insurreccional. La conducta heroica de Agramonte sirvió de ejemplo en las filas rebeldes, aunque se retrasase aún un cuarto de siglo la consecución de la Independencia. En la actualidad el término agramontino se emplea como gentilicio para referirse a la gente de Camagüey. Y la imagen de este libertador aparece en los nuevos billetes cubanos de 500 pesos.
Daremos también algunas pinceladas biográficas de Federico Esponda y Morell (1828-1894), que en la época en que se redactó el informe ahora analizado era el Gobernador Civil de Puerto Príncipe, cargo que ejerció durante algo más de un año, entre 1876 y 1877. El perfil de este militar quedó descrito póstumamente en la biografía ensalzadora que sobre él publicó en 1895 José Ibáñez Marín. En este pequeño libro se menciona, al igual que en la parte final del informe, que el Gobernador repartía gran parte de su salario entre los más desfavorecidos de Camagüey. En cuanto a su capacidad militar, viene resumida por el saludo que le dispensó en Madrid en 1878 el líder independentista Calixto García, desterrado por entonces en España: "[...] tengo mucho honor en estrechar la mano del que fue nuestro terror [...]". Y es que Esponda participó activamente como oficial en muchas refriegas durante prácticamente toda la guerra de los Diez Años (1868-1878), llevando la iniciativa en buena parte de las acciones de combate y operaciones estratégicas. Antes de llegar a Cuba en 1864, Esponda había estado en la expedición de Méjico (1861-1862), injerencia europea para intentar colocar allí un monarca afín, con la excusa de la elevada deuda e inestabilidad del país. A continuación, desde 1863, le tocó vivir de cerca las luchas que pusieron fin a otra anacrónica experiencia, el breve regreso de Santo Domingo a la soberanía española. Ya en Cuba, por méritos propios, dada su constante implicación en los combates, fue adquiriendo puestos de mayor responsabilidad en la dirección de las operaciones. Durante el tiempo que estuvo al frente de la Comandancia General del Centro de la isla y la Gobernación Civil de Puerto Príncipe no sólo se distinguió en acciones de guerra, sino que además promovió la restauración y puesta en uso de edificaciones, especialmente hospitales, hospicios e iglesias. En esta labor contó con la eficaz colaboración del ingeniero militar Ripollés, si bien no hay nada que nos haga poder atribuir la autoría del informe que ahora manejamos a este ingeniero. Tras pasar un lustro en España, Esponda volvió a Cuba en 1883, haciéndose cargo durante tres años de la Comandancia General de Las Villas y la Gobernación Civil de Santa Clara. En esa época, aunque oficialmente no se estaba en guerra, aún proliferaban las partidas que, confundiéndose con la práctica del simple bandidaje, intentaban desestabilizar los mecanismos institucionales. En los últimos años de su vida, de nuevo en la metrópoli, Esponda recibió diversos reconocimientos, nombrándosele en 1891 Teniente General. Ostentó luego las Capitanías Generales de Extremadura y Canarias. Falleció en 1894 en Madrid, la ciudad en que había nacido. Hay una calle llamada en su honor General Ezponda (con z en vez de con s) en la ciudad de Cáceres, cerca de la Plaza Mayor.
Dentro de las fuerzas militares que en Cuba le correspondió dirigir, Esponda creó tres cuerpos especiales, tanto con fines motivadores como por la necesidad de emprender acciones más arriesgadas. Estos cuerpos, duramente entrenados, eran conocidos como "los murciélagos", "los jíbaros" y "los doce apóstoles". Sus componentes estaban bien considerados y tenían mejores ingresos, pero a cambio realizaban misiones de gran peligro o dificultad. "Los murciélagos" eran soldados a los que se les encomendaba la vigilancia nocturna de los pueblos y las ciudades controlados por los españoles, de modo que a los rebeldes separatistas les fuese más complicado el acometer operaciones de castigo o saqueo durante la noche. Estos soldados dormían durante el día, permaneciendo despiertos toda la noche en torres, entradas y puntos estratégicos, desde los que poder dar la voz de alarma ante un intento enemigo de penetración. Fueron determinantes en el mantenimiento de la seguridad de Puerto Príncipe durante la etapa final de la guerra de los Diez Años (1868-1878). La sección de "los jíbaros", que llegó a estar dotada de hasta cien hombres, apareció en 1871 en Guáimaro, localidad en que los independentistas cubanos habían aprobado su primera Constitución. Su nombre alude tanto a la mezcla de distintos grupos étnicos como a su carácter montaraz. Sus miembros se desenvolvían con gran soltura en la manigua, aportando mayor flexibilidad al encorsetado ejército español. Eran diestros en el combate cuerpo a cuerpo, supersticiosos y arrebatados. "Los doce apóstoles" eran doce soldados elegidos por sus muestras previas de valor. Encabezaban cargas de caballería, ataques por sorpresa, emboscadas, golpes de mano... anteponiendo el cumplimiento de estas misiones a la conservación de su vida. Disponían de los mejores caballos, incluso en propiedad. Fueron muy odiados por el enemigo, sobre todo a raíz de los desmanes que cometieron con la población refugiada en las propiedades de los empresarios partidarios de la causa independentista.
Al principio del expediente analizado aparece el nombre del Teniente Coronel Jefe de Estado Mayor, Francisco Larrea Liso (1855-1913), del que haremos una breve semblanza. Este militar pamplonés, aventajado en los estudios y de brillante carrera, estuvo en realidad mucho más vinculado a Puerto Rico que a Cuba. Con 18 años era ya Alférez en las Milicias Disciplinarias de Puerto Rico. De regreso a España participó en algunas acciones de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). Entre 1878 y 1887 permaneció en Puerto Rico con el grado de Comandante de Estado Mayor. Muy interesado en cuestiones cartográficas, participó en el levantamiento del plano militar de la isla, denunciando repetidamente al Gobierno Central la ausencia de construcciones defensivas en ella, con la excepción de la bien fortificada capital, San Juan. En una nueva etapa española, desarrollada entre 1887 y 1894, se dedicó, entre otras tareas, a la confección de mapas militares de la península, exponiendo además en sus obras escritas algunas ideas sobre las defensas pirenaicas y la organización militar del país. De nuevo en Puerto Rico, al estallar la Guerra de Independencia de Cuba (1895-1898), se encargó de dirigir en Ponce el embarque del Batallón Cazadores de Valladolid hacia Cuba. En esta última isla, como Teniente Coronel Jefe de Estado Mayor, permaneció sólo de 1895 hasta mediados de 1896, entablando combates principalmente en el área de Camagüey. Es justo en esta etapa de su vida cuando hay que ubicar el reaprovechamiento militar del informe ahora estudiado. La fase siguiente de la guerra, hasta la entrada de Estados Unidos en el conflicto, Larrea estuvo en Puerto Rico al frente de la Sección Topográfica de la Capitanía General. Testimonialmente se le nombró luego Jefe de las fuerzas que debían oponerse en el Centro de la isla al avance norteamericano. Perdidas fulgurantemente las últimas colonias, Larrea desempeñó nuevos servicios en Canarias y la península, alcanzando el grado de Coronel de Estado Mayor. Escribió varias obras insertas en el ambiente regeneracionista de la época, entre las cuales destaca "El desastre nacional y los vicios de nuestras instituciones militares". Desde 1906 pasó a ocupar importantes cargos en el ámbito norteafricano, hacia donde habían girado las miras del país. Durante seis años repelió numerosos ataques de los rebeldes locales en el entorno de Melilla. Se le considera una pieza clave en el impulso y aparición de las Fuerzas Regulares, las cuales estaban compuestas por indígenas. Murió en Ceuta en 1913, menos de un mes después de ser nombrado Comandante General de dicha ciudad.
TRANSCRIPCIÓN
DEL INFORME
Comandancia
General del Camagüey. Estado Mayor. Puerto Príncipe. Sección Campañas.
Al
Capitán actual de la Compañía destacada en las Minas.
Por
la Capitanía General se dice al Excelentísimo Comandante General del Camagüey
lo siguiente.
=
Traslado = Lo que traslado a Usted para su conocimiento y efectos que se
previenen.
Día
Fecha 3 Febrero 1896.
El
Excelentísimo Señor Capitán General dice a este Centro con fecha 22 del mes
anterior lo que sigue:
=
"Excelentísimo Señor = Sírvase Vuestra Excelencia dictar las más severas
órdenes, a fin de que por todas las fuerzas del Ejército y auxiliares se guarde
el más escrupuloso respeto a las plantaciones de los ingenios y fincas,
poniendo especial esmero en aparecer siempre como decididos protectores de la
propiedad, circulando al efecto las órdenes convenientes a los Jefes de
columnas, Comandantes de Armas y Comandantes de destacamentos; en la
inteligencia de que exigiré la más estrecha responsabilidad por cualquiera
queja formulada referente al asunto". =
Lo
traslado a Usted para su conocimiento y efectos que se previenen.
Dios
guarde a Usted muchos años.
Puerto
Príncipe. 1º Febrero 1896.
De
Orden de su Excelencia.
El
Teniente Coronel Jefe de Estado Mayor.
Francisco
Larrea.
Señor
Comandante de Ingenieros de esta plaza.
La urgente necesidad de poner
inmediato remedio a la aflictiva situación por que atraviesa hoy Puerto
Príncipe, obliga aun a los más indiferentes y despreocupados a fijar la
atención en este asunto tan importante a la vez que trascendental y
humanitario. Para formar una idea aproximada de los errores de que son víctimas
los habitantes de aquella rica comarca, basta leer los diarios de aquella
ciudad, cuyo contenido ha sido también reproducido en la prensa de esta
capital.
"Una limosna por amor de
Dios" termina diciendo "El Fanal", ilustrado periódico de
aquella localidad, en el artículo de fondo de uno de sus últimos números.
Cuando la prensa sensata de un país se hace eco de sus principales necesidades,
expresándose de un modo tan gráfico y explícito, es necesario convenir no solo
en la gravedad del mal, sí que también en las fatales consecuencias que aquella
crisis incomparable puede ocasionarnos así material como políticamente
considerada.
Si bien es verdad que todo gobierno
debe velar por la tranquilidad y bien estar del país que le está confiado, así
como por su seguridad, orden público, cumplimiento en las leyes, mejoramiento
de su hacienda, fomento y desarrollo de su industria, artes y comercio,
etcétera, no es tampoco menos ineludible el deber de remediar con mano
protectora y eficaz los males materiales que le afligen, por consecuencia
lógica de las anormales circunstancias por que hoy atravesamos.
Si para conservar incólumes las
leyes orgánicas y sociales de un país, se apela a grandes medidas, medidas que
suelen llamarse, por que lo son en verdad, salvadoras, no es tampoco menos
importante la necesidad de apelar a ellas hoy cuando tienen por laudable objeto
salvar del abismo de la miseria y de los horrores del hambre a un pueblo de
40.000 almas que carecen de toda subsistencia y aun de medios de adquirirla.
Considerado pues este asunto humanitariamente, es indispensable, se hace
necesaria, toda la atención de nuestra celosa autoridad, para poner término a
tan angustiosa situación.
No serán ciertamente menores las
desventajas que a nuestra vista se presentan considerando políticamente el
extremo que nos ocupa, pues fácilmente pueden deducirse las consecuencias que
ha de reportar aquel triste estado de cosas.
El hombre que carece de todo
recurso, el que después de largos años de acreditada honradez ha regado con su
propio sudor el modesto fruto de su trabajo, y que con ejemplar conducta ha
podido satisfacer las primeras necesidades de sus familias, el que aun en medio
de las turbulencias revolucionarias ha sido vecino tranquilo y fiel dedicándose
exclusivamente al trabajo, a la familia y a la observancia de la ley, en fin,
al hombre modelo de virtudes, ¿qué recurso le queda, al ver a su madre o a su
propia mujer enferma, débil y macilenta, o a sus hijos que le piden pan? ¿Cuál
no será su tormento y desesperación al ver que a pesar de sus propias fuerzas y
de su aptitud para el trabajo, no puede saciar ni siquiera en parte el hambre
que devora a los seres más queridos de su corazón?... Esta situación es
terrible y precipita al crimen al hombre más sensato y pensador. Pues bien,
este hombre que hoy carece de toda clase de trabajo, que por grande que sea su
voluntad en nada puede ocuparse porque están paralizadas en Puerto Príncipe las
artes, la industria, el comercio y la agricultura; este hombre para vivir, para
no perecer de hambre, para salvar a su familia de la espantosa miseria que
demacra sus semblantes, piensa la emigración de Puerto Príncipe, acaricia y
halaga esta idea por algún tiempo, y por fin la lleva a cabo arrastrando tras
de sí no solo a su familia, a quien trata de salvar, sí que también por egoísmo
al mayor número posible de sus conocidos y allegados.
No puede tampoco pensar en
trasladarse a La Habana, donde probablemente encontraría el trabajo que desea,
porque carece de recursos pecuniarios para realizarlo, y como su mala situación
aumenta, y se hace de cada día peor y más aflictiva, cree que protegido por las
hordas insurrectas podrá sembrar y comer; y aunque es vano error, sin ver más
allá, ni detenerse en consideraciones filosóficas, desaparece al fin de aquella
ciudad; no por convicción, ni porque tenga ideas separatistas, ni aun por
simpatías hacia ellas, se va por comer solo para vivir. Pero sea por lo que
quiera el motivo que le induce a tomar esta determinación, se va a engrosar las
filas de la insurrección con grave perjuicio para nosotros. A éste le siguen
otro y otros, porque el mal, lejos de desaparecer, se hace cada día más crónico
y sensible, y si en esa peligrosa pendiente nos detenemos a comparar estos
resultados, probablemente veríamos por desgracia que es mayor el número de
emigrados por esta causa en un período de tiempo dado que el número de bajas
que en combates y encuentros parciales hacen nuestras tropas al enemigo.
Esta misma emigración no solo
origina el perjuicio a nuestra causa del número de los que por las anteriores
consideraciones pasan a fomentar la insurrección, sino que éstos, una vez allá,
desaniman con descripciones exageradas y poco favorables a los que tal vez en
su interior abrigarán la idea de presentarse y someterse en primera oportunidad
al gobierno de nuestra Nación.
Por estas consideraciones y otras
muchas que fácilmente podrían relacionarse no debe quedarnos la menor duda de
los considerables perjuicios que este asunto puede ocasionarnos políticamente,
considerada razón que exige igualmente la poderosa y más eficaz iniciativa por
parte de nuestra ilustrada autoridad. Para precaver tantos males y a fin de
poner pronto remedio a las innumerables calamidades que la prolongación de
aquella crítica situación podría seguramente acarrearnos, se nos ocurre el
medio, a nuestro juicio más eficaz y provechoso, no solo a mejorar el estado
hambriento de aquellos infelices, sí que también a contribuir a la prosperidad
y riqueza de este país, tan importante en aquel Departamento.
Para llenar ambos objetos a la vez
existe solo un camino que debe comprenderse con toda la fe y resolución que las
circunstancias exigen; este camino salvador consiste, en nuestro concepto, en
el mayor ensanche posible y una bien organizada Zona de cultivo, así como su
inmediato fomento y reconstrucción, cuyos beneficios se dejarían sentir dentro
de un brevísimo plazo, si se tiene en cuenta la fertilidad de aquel terreno, el
considerable número de valiosas fincas que, aunque muy inmediatas a la
población, hoy yacen abandonadas y sin producción alguna por falta de seguridad
personal, y el no menos considerable número de ganado que de todas clases aún
vaga en abundancia por las cercanías de aquella ciudad que fue tan rica. Todos
estos elementos, reunidos e impulsados con afán y mano hábil, ya por la
necesidad, ya también por el convencimiento y general deseo de trabajar, darían
en breve y con excesos el satisfactorio resultado que anteriormente dejamos
indicado. Esto supuesto, y teniendo en consideración el respetable número de
habitantes que hoy pueblan a Puerto Príncipe, cuya cifra se eleva según hemos
dicho aproximadamente a 40.000 almas, teniendo también en cuenta las
probabilidades de que este número se aumente no solo por la natural inmigración
que sobrevendría, sí que también con la próxima afluencia de tropas en aquel
punto como base de operaciones del Departamento, el día no lejano en que la
guerra se localice por la fuerza de las armas en los vastos terrenos del
Camagüey; se necesita pues por esta razón, cuando menos una Zona de cultivo
cuya superficie sea suficiente a responder con su producción a todas las
necesidades que puedan surgir, siquiera sean las más apremiantes. Para
responder debidamente a esta imprescindible exigencia, es necesario que a
partir de la ciudad, y con un radio lo menos de tres leguas de longitud, se dé
a dicha Zona la extensión de terreno que este radio describe. Este perímetro,
que comprendería poco más de 18 leguas, es muy suficiente, bien guardadas y
protegidas (como explicaremos más adelante) para producir lo que el consumo
diario reclama aun después de aumentada su población en una tercera parte de
habitantes. Este producto principal y ventajosamente alimenticio, ayudado del
que independientemente pudiera importarse de esta capital y del litoral de la
Isla, constituiría el bien estar general de aquella ciudad, y cambiaría
necesariamente la faz de la situación en aquellas comarcas hoy abatidas, dando
así vida a la agricultura, al comercio y los demás ramos de riqueza, tan
tristemente decaídos hoy, por la fuerza de las circunstancias.
Si es verdad, según Napoleón, que
Dios puso el trabajo de centinela de la virtud, demos pues trabajo, aun a costa
de algún sacrificio, a 18 o 20.000 hombres que hoy existen ociosos y
desocupados contra su voluntad; en la convicción de que por este camino
obtendremos dos grandes resultados, a la vez que de incomparable valor: 1º la
riqueza y bien estar de que hoy carecen, y 2º la seguridad también ventajosa de
que [con] este mismo trabajo, [con] el cansancio material que consiguientemente
produce, y con la satisfacción natural que experimenta el hombre cuando ha llenado
cumplidamente todos sus deberes, no tendría ni aun tiempo de distraer su
imaginación, pensando algunos por sí y otros por inducción en aventuras
guerreras, tan descabelladas como perjudiciales para nosotros.
Esto sentado, vamos a indicar las
condiciones de defensa que deben establecerse en la Zona de cultivo de Puerto
Príncipe para que su seguridad sea positiva, es decir, para que sea una
seguridad de hecho real y verdadera, con el menor número de elementos posibles,
pero que siempre garantice a todos sus habitantes el poder transitar, cultivar,
y aun pasear por distracción o recreo dentro del perímetro de la Zona con la
misma confianza personal con la que hoy salen desde sus domicilios a la plaza
de armas.
Generalmente hablando sucede casi en
todas las Zonas de cultivo que solo salen de la población para ejercer la
labranza algunos, muy pocos hijos del país, que desgraciadamente, con razón o
sin ella, son los designados por la opinión pública de ser los mensajeros del
enemigo, y espías, por consiguiente nuestros propios espías.
Difícilmente se encuentran
peninsulares ni gran número de insulares que se atrevan a salir más allá del
recinto de las murallas, o de los puestos de la población; y no sucede esto
ciertamente por falta de deseos, ni porque no tengan éstos propiedades que
cultivar, en las inmediaciones o dentro de la Zona. Nuestro carácter es
suficientemente emprendedor para no mirar con indiferencia las ventajas que
produce la agricultura en este fértil terreno; pero la inercia que en este ramo
se observa es debida exclusivamente a la falta de seguridad personal y [a] la
desconfianza que se tiene en la defensa que generalmente rige en todas las Zonas.
A nuestros intereses conviene muy
mucho extirpar uno y otro mal, 1º porque si verdaderamente los pocos que salen
hoy de las poblaciones con el pretexto del cultivo son los portadores de
noticias y de efectos al enemigo, sus manejos y su conducta son los más
criminales, a la vez que perjudiciales, a nuestros planes y a nuestras
operaciones militares, y 2º [porque] la falta de seguridad afecta directamente
a la riqueza pública de un modo notable y lastimoso, pues muchos capitales hoy
paralizados se invertirían en la reconstrucción de las fincas, si contaran con
la garantía necesaria para aquel trabajo.
En este concepto, y persuadidos de
la necesidad de que el radio que debe darse a la Zona de cultivo de Puerto
Príncipe es cuando menos de una longitud de tres leguas para que la superficie
de esta circunferencia sea bastante capaz a producir en abundancia si quiera
los que se llaman artículos de 1ª necesidad, dada la población que hoy encierra
y aumentos eventuales que pueden fácilmente ocurrir, nos ocuparemos ahora de la
Defensa de la Zona.
Considerando inscrito un hexágono
regular en la circunferencia, cuyo radio hemos indicado, claro es que esto
tendría seis leguas de diámetro, este polígono tres leguas también de lado, y
su perímetro comprendería 18 leguas de extensión.
Ahora bien, dada la importancia del
objeto que estas 18 leguas están llamadas a representar, así como la
conveniencia absoluta de conservarlas con toda la seguridad posible,
considerado por las razones expuestas bajo los puntos de vista moral, material,
humanitario, económico y político, el primer problema que a nuestra vista se
ofrece es el determinar el número de defensores que indispensablemente se
necesitan cuando es conocida la estimación de atrincheramiento que deben
guardar.
La solución que pudiéramos encontrar
en los textos de fortificación, valiéndonos de las fórmulas que aquellos
tratados determinan, si bien sería exacta, no tendría en este caso aplicación
directa, en razón a que no debemos perder de vista la necesidad de emplear para
esta defensa el menor número de las tropas posibles que constituyen el ejército
de aquella División.
Bajo estas bases impuestas por la
necesidad, si bien más adelante podremos contar con mayor número de refuerzos
de los que en breve se esperan de la península, creemos pues que el hexágono
guarnecido y vigilado convenientemente daría el resultado apetecido. En efecto
establézcase en todos los vértices de todos los ángulos del hexágono, o sea en
los salientes del polígono, un fuerte atrincheramiento de campaña que podría
ser un reducto cerrado con frentes bastionados, capaz para contener 100
defensores y una pieza giratoria de 8 centímetros de largo, con su dotación
situada barbeta en una de las diagonales de la obra; según se marcan en el
plano final, o bien un reducto circular de dos cuerpos o pisos aspillerados con
escalera manuable de madera, cuya entrada se verificaría por el 2º de ellos.
Estos fuertes tienen la ventaja de
ser inaccesibles para el enemigo, una vez retirada la escalera no necesitan del
foso, que siempre es perjudicial a la higiene del soldado, mayormente en este
país, donde las miasmas que producen las aguas estancadas o terrenos húmedos
infestan de calenturas a los Destacamentos, que aún los usan como medio de
mayor defensa.
Estos reductos construidos de piedra
o ladrillo bajo la dirección de nuestros inteligentes Oficiales de Ingenieros
contienen como hemos dicho dos grandes cuerpos, uno bajo y otro principal,
quedando la explanada de la parte inferior con las condiciones necesarias para
contener una pieza giratoria que tendría, siendo la que dejamos indicada de
1.500 metros de alcance. Dos escaleras interiores comunican con el cuerpo bajo
y explanada. El primero sirve de depósito a las provisiones de boca y guerra, y
el principal de dormitorio a las fuerzas que lo guarnecen.
Aunque por su elevado volumen
presentaría esta obra mayor blanco al enemigo no es atendible este
inconveniente en razón a que el nuestro no dispone de Artillería.
El ejército Alemán, que hoy se halla
en la cabeza del mundo militar, ha dotado como más convenientes las
fortificaciones circulares, fundándose en que aun cuando este sistema envuelve
un número infinito de sectores privados de fuego, son sin embargo menos
temibles sus efectos que los que se observan en los sectores también privados
de fuego de las obras angulares, por más que se achaflanen sus ángulos
salientes; y en efecto todo enemigo dirige como puntos objetivos de ataque
estos notables sectores por cuyos puntos tienen la seguridad de ser menos
molestados por el fuego de los defensores. Con este sistema tendríamos en el
perímetro de tres en tres leguas establecidos seis grandes fuertes y en
condiciones cada uno de resistir con ventaja cualquier ataque que el enemigo
intentara por los puntos expresados, aun cuando lo verificasen con número muy
superior. En los intermedios o puntos equidistantes de estos fuertes
establézcanse otros de iguales dimensiones y defensas y tendremos en todo el
límite de la Zona doce grandes puntos de apoyo separados entre sí solo por
legua y media de distancia y todos ellos suficientes a poner la más segura resistencia;
ahora entre cada dos fuertes consecutivos constrúyase un fortín con elevada
torre para guarnecer ocho hombres.
Éstas son en resumen las obras a
nuestro juicio indispensables para la verdadera defensa y seguridad de la Zona;
pasaremos a indicar el número de defensores de estas obras y de la Zona, así
como el servicio que cada una de estas fuerzas debe desempeñar. Estableciendo
100 hombres de Infantería en los doce fuertes principales y la dotación
correspondiente a una pieza, puede cada uno de estos fuertes cubrir la
guarnición del fortín inmediato por su derecha, que debe constar de ocho
hombres y un Sargento.
Dos Batallones de 600 plazas cada
uno, o sea 1.200 hombres, es la fuerza necesaria para guarnecer debidamente las
obras de guarnición que dejamos indicadas. Sin embargo, estos elementos de
defensa no serían aún por sí solos suficientes para dar a dicha Zona toda la
seguridad que su importancia reclama. Se hace también necesario que en cada
lado del hexágono se establezca una pequeña columna volante compuesta de 300
hombres de Infantería, con la exclusiva misión de recorrer con pequeña
velocidad y sin cansancio el trayecto que media entre tres fuertes
consecutivos, o sea la distancia de tres leguas, con la obligación de recorrer
dicha línea cuando menos dos veces al día, es decir, una al ir de un punto a
otro y otra de regreso, verificándolo siempre a distintas horas, procurando el
jefe que mande respectivamente cada una de estas columnas acampar para hacer
los ranchos en los puntos intermedios del fuerte principal y del fortín, cuyo
igual proceder observarían para los descansos necesarios de su tropa, así como
también para pernoctar.
Estas seis columnas en constante
movimiento y teniendo a su cargo tan reducida extensión, ejercerían una gran
vigilancia en dichos trayectos; cuyos terrenos llegarían a serles perfectamente
conocidos, concluyendo por ser todos los mejores prácticos de aquellas
cercanías.
No es ni aun probable que el enemigo
tratara de detener el paso de estas columnas, en primer lugar porque el número
de éstas es suficiente no solo a defenderse con ventaja, sino también capaz
para tomar la ofensiva en todos los casos que generalmente pueden presentarse;
además estas columnas, aun suponiendo fuese atacada una de ellas por fuerzas
considerables, tienen a su inmediación puntos de protección y de apoyo, y
fuerzas que pronto acudirían en su auxilio, si las extraordinarias
circunstancias del caso así lo exigieran. Las columnas contiguas de su línea
podrían afluir al lugar del combate si esto fuera preciso. Además en la Ciudad
de Puerto Príncipe, como cuartel general de la base de operaciones, debe
procurarse haya siempre disponible para un momento dado 200 hombres de fuerza
montada para acudir en el acto al punto de la Zona que en vista de avisos
oficiales se sepa que está amenazado o atacado.
Además de la vigilancia que como
hemos dicho ejercerían dentro de cada lado del hexágono dichas columnas
volantes, y a fin de que esto fuera mayor, podría también salir de cada uno de
los fuertes principales un destacamento de 40 hombres con dos Oficiales hasta
llegar al fortín inmediato por su derecha, o sea el suyo respectivo, en cuya
operación relevaría diariamente al destacamento del mismo, marchando
acompañados los entrantes y salientes de aquel servicio por los expresados 40
hombres; evitando de este modo el aislamiento de una pequeña fracción.
La columna de 300 hombres que hemos
indicado en cada lado del hexágono se fraccionaría en dos columnas de a 150
cada una, siempre que no se tuviese noticia cierta de que el enemigo estuviera
reunido en gran número en su respectivo trayecto.
Entonces éste quedaría a 3/4 de
legua, cuya mínima distancia podrían recorrer dichos 150 hombres cuatro o cinco
veces al día; ejerciendo como es consiguiente por este medio mucha mayor
vigilancia, pero siempre con la precisa obligación de pernoctar reunidos los
300 hombres que corresponden a cada lado de dicho hexágono. Estas columnas
establecerían durante la noche emboscadas en sus inmediaciones y en los puntos
que se considerasen de más fácil acceso del límite del perímetro, retirándose
al ser de día, lo cual verificaría también en la proporción que corresponde la
fuerza que cubra los 12 fuertes principales.
Para el complemento de seguridad de
la Zona se establecerá también una estacada entre cada fuerte principal y
fortín, de suficiente altura y resistencia, que construirán ambas fuerzas bajo
la dirección del Jefe de ellas, excepto en los puntos de monte espeso, [donde]
se limitarán a cortar por su pie los árboles que entran en la línea con el
nombre de "Tumba y deja". Éste es un ventajoso obstáculo para el
enemigo, a la vez que impediría la salida de reses y demás ganado en las fincas
limítrofes de la Zona. Los fortines de referencia, una vez dotados de la elevada
torre que dejamos consignada, mantendrían en la parte más elevada un centinela
y un vigilante, proveyéndose además dichas torres, así como los fuertes
principales, de un anteojo de campaña que tuviese las buenas condiciones que su
servicio requiere; pues aun cuando el enemigo siempre que intente penetrar en
la Zona lo verificará probablemente de noche o de madrugada, horas que más se
prestan a las sorpresas, y a las cuales no tiene aplicación el expresado
anteojo, sin embargo es casi seguro que antes de intentar llevar a cabo esta
empresa explore de día los puntos más accesibles por donde intente verificarlo,
pues difícilmente podrá ni conocer la situación distinta de las columnas ni
sabrá tampoco el enemigo si por los puntos por donde piensa pasar y que no
poniendo tal vez francos estén las columnas ya pernoctando o acampando; por
esta razón necesita, como hemos dicho antes, explorar de día y aun verificarlo
muy a menudo, para cuyo objeto lleva el anteojo de campaña una ventajosa
misión.
Es principio fundamental del arte de
la guerra que cuanto mayor sea la celeridad de las vías de comunicación de que
disponga una base de operaciones más rápidos serán los movimientos tácticos del
Ejército que la ocupa y por consiguiente más breves y satisfactorios los
resultados de las combinaciones estratégicas que conciba el General o Jefe de
Estado Mayor de un Ejército en campaña.
En este concepto sería pues muy
conveniente que los 12 fuertes principales estuviesen unidos respectivamente
con la Ciudad de Puerto Príncipe por medio de un hilo telegráfico que pusiera
en inmediato conocimiento del Comandante General no solo todas las novedades
que pudieran tener lugar en el perímetro de la Zona a fin de que tomara en el
momento las medidas que su talento militar le aconsejara, sí que también sería
este hilo telegráfico de provechosa utilidad para comunicar órdenes y recibir
noticias de los Jefes de las columnas que operan fuera de la Zona y que como
diremos más adelante se racionarían en los cuatro fuertes que determinan los
cuatro puntos cardinales de aquella población.
Se nos puede hacer observar a pesar
de todo lo dicho que si bien el enemigo no empuñaría combate formal con los
fuertes y columnas persuadido o escarmentado de su importancia ante la mutua y
eficaz defensa que unos y otros pueden en un momento dado prestarse, procuraría
sin embargo introducir en la Zona cuatro o seis hombres con objeto de causar
daño eligiendo para ello los puntos de más fácil acceso del hexágono. Pero
nosotros desde luego podríamos asegurar y lo demostraríamos que esto es tan
difícil que suceda como difícil es también penetrar en un edificio en que no se
conoce ni el número de sus defensores ni el de los medios de defensa con que
aquéllos cuentan o disponen.
En primer lugar, careciendo el
enemigo de toda comunicación o aviso con los habitantes del interior del
perímetro, lo cual se puede positivamente conseguir (por más que algunos dicen
que no), no es de suponer que cuatro ni seis hombres aislados traten de
penetrar en la Zona, burlando con sumo riesgo y trabajo la constante vigilancia
de las columnas, fuertes, fortines, destacamentos y emboscadas; porque éstos no
solo debieran de tener en cuenta los medios de entrar, sino que se presentarían
seguramente y a su vista más difíciles y peligrosos los puntos de segura
retirada, y esta circunstancia les obligaría a discurrir que no compensan para
ellos las ventajas que les reportaría mandar una "instancia" o
desjarretar algunas yuntas de bueyes ante la necesidad de introducirse para
ello en una red de tan difícil como peligrosa salida. Sin embargo, a fin de
precaver todos los casos, aun dado el improbable de que esto pudiese suceder (y
aun cuando estas observaciones competen el buen celo del Jefe de la Zona), debe
prevenirse a todos los trabajadores y dueños de fincas de ellas que
inmediatamente que en sus respectivas propiedades vieran o supieran que existe
algún enemigo o persona sospechosa están en el deber de dar inmediato aviso al
fuerte, columna o destacamento que a su paso hallaren o estuviera más próximo,
o bien al Comandante General o Jefe de la Zona, si esto fuese más breve.
Haciendo observar puntualmente esta
obligación, considerando que la Zona estaría entonces siempre frecuentada y
teniendo en cuenta de que por el temor que otro de los vecinos diera antes
aviso de la presencia de los pocos que pudieran penetrar, y descubrirse por
consiguiente la complicidad, dado caso que alguno de los morosos pudiese
tenerla, es probable también que esta circunstancia [impulsase] a los menos y a
los más adictos a dar noticia instantánea de lo que ocurriese, tanto por conservar
sus propiedades y riquezas cuanto por no sufrir las consecuencias de la Ley,
concluyendo aunque de un modo indirecto por vigilarse mutuamente los mismos
habitantes y trabajadores entre sí. Además tanto para prevenir a éstos cuanto
para que las columnas adyacentes de cada fuerte y fortín tengan aviso de noche
de la proximidad [del] enemigo [sería conveniente que] existiera en cada
reducto un depósito de 50 cohetes que se inflaman dándoles una dirección
vertical a la superficie del terreno con los intervalos que determine el
Comandante del fuerte. Así mismo debe existir otro pequeño depósito de granadas
de mano.
Por lo que dejamos expuesto y a fin
de conservar la Zona del cultivo con la debida necesidad, [y con la] seguridad
que permita trabajar con confianza a toda clase de habitantes de aquella
población, se necesitan según hemos demostrado tres mil hombres de Infantería y
la dotación correspondiente a doce piezas.
En concepto de alguno podrá parecer
exagerado el número de estas fuerzas, pero si se detiene a considerar los
importantes beneficios que estas mismas fuerzas nos repartirían, caso de
llevarse a cabo este proyecto, convendría seguramente con nosotros [en] la
necesidad y conveniencia de no disminuirlas. ¿Quién no comprende hoy la ventaja
de disponer en Puerto Príncipe de tan considerable terreno cultivado y en
floreciente producción, capaz por sí solo a dar de comer a todos sus
habitantes?...
Parece natural citemos la superficie
que debe comprender esta Zona, pero mudando de nuestro modesto proyecto y de la
aceptación que se le puede dispensar, no hemos juzgado de absoluta petición el consignarlo
con datos matemáticos, toda vez que siempre podría más efectuarlo [si] nuestra
idea fuese acogida con benevolencia y sancionada por el ilustrado criterio de
nuestra superior autoridad. Por otra parte tampoco hemos hecho gran esfuerzo
por determinar dicha superficie, comprendida la facilidad de obtenerla, y que
no puede ocultársele al que menos conocimientos geométricos posea; te bastaría
para ello multiplicar el perímetro del polígono hexagonal de referencia por la
mitad de su apotema.
Si es verdad que [a] grandes males
corresponden grandes remedios creemos sin temor de equivocarnos que es mayor el
daño que por todos conceptos nos hace la situación actual de Puerto Príncipe
que el perjuicio que podría irrogarnos el emplear para evitarlo las fuerzas que
hemos designado.
Además puede darse un doble objeto a
los fuertes principales que ocupan los cuatro puntos cardinales de aquella
localidad; estos fuertes podrían con gran utilidad ser cuatro grandes puntos de
racionamiento para las columnas de operaciones en [el] interior de la Zona,
cuyas columnas podrían racionarse en cualquiera de ellos sin necesidad de
llegar a la ciudad, con lo que se conseguiría, además de la brevedad en esta
operación, para emprender nuevas operaciones evitar el cansancio de las 6
leguas que existen desde uno de los fuertes a la población considerada en su
venida y regreso. Los convoyes que proveerían estos fuertes solo tendrían que
marchar por el interior de la Zona y podrían verificarlo sin necesidad de
escolta y protección.
Las columnas que frecuentemente se
racionarían en estos puntos imprimirían también mayor seguridad y confianza al
objeto que nos proponemos.
Desígnese después un Jefe activo
como prudente e ilustrado, que con hábil tacto y dotado de una política
conciliadora y de atracción se haga cargo de aquella Zona: a fin de que
dictando medidas bienhechoras y de general conveniencia llegue a ser el primer
protector de los intereses que allá afluyan, en la seguridad que por estos
medios conseguirá no solo el afecto y respeto de todos, sí que también la
satisfacción de haber prestado a su patria uno de los más importantes y útiles
servicios.
Una vez establecida la Zona en esta
forma y dotada por consiguiente de la seguridad que traerían consigo las
medidas que para ello dejamos indicadas queda al elevado juicio de nuestra dignísima
autoridad resolver otro de los problemas [que] inmortalizarían una vez más su
nombre, llevándose tras de sí la bendición y máxime agradecimiento de todo un
pueblo. Nos referimos a las fincas, caseríos y demás terrenos hoy embargados y
que quedarán después dentro del perímetro de la Zona.
Estas fincas, divididas en lotes
proporcionales, podrían adjudicarse por lo pronto gratuitamente a los pobres
[y] demás familias que carecen de propiedades y recursos para arrendarlas, no
solo con el fin [de] que las cultivaran y reconstruyeran, sí que también para
que les sirviera de elemento para crearse un humilde porvenir, aun cuando
después de puestas por ellos en producción se les exigiera un pequeño censo
anual, que fácilmente podrían entonces satisfacer para ayudar de este modo y en
la proporción que todos debemos a las obligaciones de nuestro Tesoro Nacional.
Una ley especial determinaría en este caso las bases a que quedarían sujetos
los dueños de fincas el día que por la Junta clasificadora se levantara el
embargo de las mismas, teniendo esta ley en cuenta como principio de equidad
los sacrificios y mejoras llevadas a cabo por los colonos en aquellas
propiedades.
No terminaremos este modesto escrito
sin antes dedicar una página de admiración y gratitud a la filantrópica y
elevada conducta del que es hoy Excelentísimo Señor Comandante General de aquel
Departamento, Don Federico Esponda y Morell.
Este distinguido Oficial General,
guiado de un sentimiento que tanto honra y enaltece a nuestras autoridades, y
penetrado de la crítica situación por [la que] atraviesan sus gobernados, y
haciendo tal vez un sacrificio irreparable, distribuye con mano pródiga a los
más necesitados de aquella localidad no solo las raciones que como limosna pide
para ellos, sí que también nos consta reparte casi todo su sueldo entre los
pobres, para de este modo aliviar en parte las necesidades de aquellos
desgraciados.
Decía también Napoleón que la
verdadera recompensa de los caudillos es la opinión de sus
"conciudadanos". La nuestra como militares, y la del pueblo que tan
dignamente gobierna, no puede ser otra que la más favorable para el Brigadier
Esponda; acepte pues esta ligera muestra de consideración y respeto no solo
[en] nuestro nombre, sí que también en el de los habitantes de Puerto Príncipe,
los cuales no dude desean ardientemente una propicia ocasión en que probar a su
gobernador toda la extensión de su gratitud y reconocimiento. Fin.
Hojita
anexa con anotaciones:
-Torre
de 16 metros de diámetro; tiene 201,062 metros cuadrados de superficie, a razón
de 2 metros cuadrados por hombre y faltan Oficiales.
-Fuerte.
Tomemos el tipo de San Jerónimo, con cubierta de teja y paredes de forma en
tabla.
-Telégrafo.
12 telegrafistas y material para igual número de estaciones. Unos 150
kilómetros de línea telegráfica.
-Superficie
de la zona. Unas 24 leguas cuadradas.
-Calcula
al Príncipe con 40.000 almas.
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