"De mil derrotas brota la victoria"
En el año 811, el enfrentamiento entre los búlgaros y el Imperio Bizantino alcanzó uno de sus momentos álgidos. El episodio anecdótico más recordado por las crónicas fue el hecho de que el jan búlgaro Krum celebrase su victoria bebiendo en el cráneo revestido de plata de su oponente caído: El emperador Nicéforo I. Al contrario de lo que pudiera parecer, dicha acción bárbara de marcado simbolismo no tiene precedentes claros en la historia del pueblo búlgaro (aunque sí entre los escitas), sino que fue en definitiva una ocurrencia de Krum. No se trata de una práctica recurrente, como por ejemplo sí lo fue entre los bizantinos el cegar a los adversarios políticos o a los enemigos capturados. Impresiona el analizar las decisiones circunstanciales que Nicéforo I fue tomando durante su reinado, sabiendo desde nuestra perspectiva privilegiada cómo iba a terminar el caparazón físico de sus ideas: Sirviendo de copa a otro soberano. Aunque lo lógico sea pensar que Krum bebió sustancias alcohólicas y enajenantes en el delirio de su triunfo, lo cierto es que hay dudas en ese punto, pues el jan había dictado severas normas contra el consumo de vino e incluso contra el cultivo de vides. Esta obsesión persecutoria pudo deberse a haber comprobado sobradamente los estragos que las borracheras causaban en las valiosas fuerzas de su incipiente nación. Krum conservó la macabra copa hasta su muerte, acontecida menos de tres años después que la de Nicéforo I. En los años finales de su reinado venció repetidamente a los bizantinos, gracias al excelente adiestramiento de los jinetes y arqueros de su ejército, avanzando territorialmente y plantándose ante las murallas de Constantinopla. Contribuiría a su desmesurado ardor el fetiche de su copa, en la que consideraría plasmada la debilidad bizantina y la opción de liquidar su Imperio. Era una especie de reliquia, pero no de un santo que pudiera conducir a acciones santas, sino de un rey que quizás llevaría a conquistar un reino.
Desde época prehistórica, los hombres han considerado la cabeza como la parte más significativa y simbólica del difunto, como la parte de su cuerpo que lógicamente revela quién fue, y que por así decirlo más conserva su esencia tras la muerte. En el monasterio de Santa Catalina, ubicado en la península egipcia del Sinaí, una sala alberga las calaveras de los monjes que allí vivieron y murieron, pudiendo verlas cuidadosamente amontonadas el visitante. Este hecho refleja la creencia de que es el cráneo la parte del esqueleto del difunto que más dice sobre él tras la muerte, y que más conserva la impronta de su personalidad. Las cabezas cortadas de los enemigos eran en ocasiones expuestas por los vencedores para regodearse malévolamente en la inmovilidad de los rasgos faciales, antes tan amenazantes. O eran enviadas a sus familiares para provocar su llanto y exigir su rendición. Al mismo Aníbal le presentaron la cabeza cortada de su hermano Asdrúbal tras la derrota de éste frente a los romanos en la batalla del río Metauro. La superstición llevó a algunos líderes de pueblos en estado de formación (etnogénesis) a pensar que teniendo la calavera de rivales importantes podrían ver incrementado su poder. Algo así debió imaginar el jan Krum, aunque existe también la posibilidad de que se tratara de un mero golpe de efecto para provocar pavor, sin ninguna creencia de fondo. El especial significado y fuerza emotiva de los cráneos de los difuntos se aprecia también en el ideario de algunos movimientos satánicos, masónicos o esnobistas de los últimos siglos, como la sociedad secreta “Skull and Bones” de la Universidad de Yale. El tratamiento impío de los cráneos todavía estremece, como si la burla o la humillación que se quisiera realizar al difunto fuera a atraer consecuencias negativas. Si bien, escépticamente, nada habría que temer.
El envase humano de la política imperial bizantina no le sirvió al jan Krum para tomar Constantinopla. La copa era sólo un símbolo, no un objeto mágico, y como tal no evitó la muerte temprana de Krum y el repliegue búlgaro. El engranaje del Imperio Bizantino era todavía demasiado elaborado como para resistir la amenaza de una superstición, a pesar de que ésta ponía a sus enemigos en un peligroso estado de trance guerrero. Imaginemos ahora, cambiando hacia un enfoque arqueológico, lo que supondría el improbabilísimo hallazgo de esa copa argéntea. Sería un gran descubrimiento que representaría por sí mismo el orgullo búlgaro de haber podido constituirse como pueblo en uno de los territorios del finiquitado Imperio Bizantino. A la larga, el caprichoso y difícil camino de las civilizaciones, condujo a Bulgaria a la supervivencia y resurgir, y a Bizancio a la desaparición ante el común enemigo turco.
El atrevidamente llamado “Santo Grial búlgaro” colea con su simbolismo hasta épocas muy recientes. Así, el rey búlgaro Boris III (1918-1943) puso en circulación monedas en cuyo anverso figura el jan Krum a caballo, representado como el jinete en relieve de Madara, sosteniendo con la mano derecha las riendas y con la izquierda su copa, dando caza en compañía de su perro a un león. De entre todos los janes que se podían haber escogido para la iconografía monetal, muchos de ellos con reinados más largos y estables, se optó por Krum (803-814), lo que da idea de la repercusión historicista de su gesto. Es preciso tener en cuenta que la figura de Krum fue icónicamente reivindicada en un momento en que Bulgaria andaba territorialmente inquieta, pues había perdido importantes posesiones con motivo de la Segunda Guerra Balcánica (1913) y la Primera Guerra Mundial, y tenía claras ansias revanchistas que afloraron luego en la segunda gran conflagración internacional. En la Bulgaria poscomunista se ha recuperado la imagen nacionalista del jinete de Madara en las monedas, aunque ya sin asociarla explícitamente al jan Krum y sin reivindicaciones territoriales de fondo. Dicho de paso, la pasión numismática de los búlgaros les ha llevado a ser actualmente muy buenos reproductores o falsificadores de las antiguas dracmas griegas de plata. La entrada de Bulgaria en la Unión Europea es una excelente ocasión para rememorar algunos aspectos históricos de su proceso formativo a través del emocionante y terrible duelo entre el jan Krum y Nicéforo I. La primacía de las fuentes bizantinas hace que sea mucho más comprensible su punto de vista que el de los búlgaros, lo que no nos debe llevar a malinterpretar los hechos.
El reinado del emperador bizantino Nicéforo I se extendió entre los años 802 y 811. Se hizo con el poder tras caer en desgracia la emperatriz Irene, tristemente célebre por haber apartado a su hijo del trono mediante el rito del cegamiento. Con su coronación, llegada cuando pasaba ya de los cincuenta años, vio premiada Nicéforo su larga carrera como funcionario, la cual le había llevado a la dirección de las finanzas del Estado. El motín inicial del estratega Bardanes pudo ser solventado sin apenas operaciones militares. Las ligeras tendencias iconófilas del nuevo emperador no evitaron una drástica reducción del gasto relacionado con la monumentalización y embellecimiento del culto y la corte. Nicéforo no quiso que las disputas religiosas entre facciones lastrasen su acción de gobierno, por lo que en la medida de lo posible intentó permanecer al margen de ellas, centrándose en la reforma del ejército, el saneamiento de la economía, los avances centralizadores y el intento de prestigiar su omnímodo poder de “basileus”.
En el año 806, a la muerte del patriarca Tarasio, Nicéforo respondió con el nombramiento como nuevo patriarca de un devoto personaje también llamado Nicéforo, el cual anteriormente había cambiado la administración imperial por la vida contemplativa. A pesar de que el recién proclamado patriarca estaba más cerca del bando iconódulo (defensor de que las imágenes religiosas no eran idólatras, sino que podían mover a una sincera piedad), muchos cronistas iconófilos del momento y posteriores criticaron duramente las decisiones políticas del emperador por el marcado deseo de éste de mantener sometida y dócil a la jerarquía eclesiástica. Incluso abusaron de su función de historiadores al presentar el desgraciado fin de Nicéforo como consecuencia de su desacertada acción religiosa. Desoyendo las llamadas a la reconciliación, los iconódulos más radicales, dirigidos por Teodoro de Estudio, se negaron a comulgar con el nuevo patriarca. El emperador optó por cerrar el principal monasterio estudita y desterró a sus monjes, los cuales desde el exilio siguieron trabajando contra él, indignados por ejemplo de la readmisión en el seno de la Iglesia bizantina de los sacerdotes que habían oficiado el matrimonio malabaresco de Teodata con Constantino VI (780-797), emperador que se había desecho de su primera esposa de forma poco ortodoxa por conveniencia política, siendo luego cegado por su madre Irene.
El examen detenido de los períodos iconófilos del Imperio Bizantino arroja un panorama bastante lamentable en comparación con las etapas políticas iconoclastas, pero ello no nos debe hacer considerar a las imágenes religiosas como culpables del declive imperial, a pesar de haber generado tanta conflictividad social; seguro que también en ellas muchos ciudadanos encontraron valor para defender su Estado, que logró resistir el avance turco hasta 1453. La presión de la pujante cultura islámica, eminentemente anicónica, en las fronteras orientales del Imperio Bizantino influyó en el deseo de parte de la población de prescindir de las representaciones religiosas para poder invertir los recursos en tareas más productivas.
El pasado militar del emperador Nicéforo había sido al parecer bastante brillante. Es probable que fuera él quien como estratega de Armenia tomase la fortaleza de Adata en el año 786. Era seguramente de origen armenio, y pretendía hacer descender su linaje de la dinastía árabe de los Gassánidas. Desde el comienzo de su mandato se mostró dispuesto a terminar con el soborno que el Califato y los eslavos ejercían sobre Bizancio para no atacar sus fronteras. Pero la situación política real y el miedo a un masivo ataque en Anatolia del califa Harun al-Rasid le obligó a pagar un fuerte tributo por la paz en el frente oriental. Nicéforo quiso que la estabilidad interna del Imperio se sostuviese en un ejército intensamente transformado. Para ello añadió a los tres “tagmata” (cuerpos profesionales encargados de guarnecer Constantinopla) uno más, el de los “hikanati”. Los “tagmata”, junto con las tropas especiales de la guardia imperial, se constituyeron en el núcleo del ejército bizantino. Las unidades provinciales, encargadas de la defensa de los “themas”, solían ser enormemente fieles a sus generales y gobernadores, los estrategas, y eran pagadas con concesiones de tierra, lo que hacía que se implicasen más en sus funciones, arraigando a sus familias en zonas de gran peligro de agresión. Cierto descontento popular cuajó cuando Nicéforo amplió los supuestos de la leva, extendiéndola a los ciudadanos pobres, teniendo que hacerse cargo sus vecinos del pago de los impuestos y del mantenimiento de estos nuevos soldados.
El emperador acometió una redefinición provincial, dividiendo el “thema” de la Hélade en dos: Uno para la Grecia Central y otro para el Peloponeso, de donde fueron expulsados los colonos eslavos. Los arcontados de Cefalonia y Tesalónica crecieron, adquiriendo el rango de provincias y reforzándose sus regimientos. La ciudad de Patras fue premiada por resistir un ataque combinado de árabes y eslavos, siendo elevada a la condición de metropolitana y reconstruyéndose sus iglesias. Mediante traslados y recolonizaciones Nicéforo buscó el equilibrio poblacional dentro del Imperio. Muchas familias tuvieron que marchar de Anatolia a Grecia para disminuir la presión interna de los eslavos. Otros colectivos menos afortunados se vieron obligados a instalarse en las mismísimas fronteras continentales, por lo que pocas noches dormirían tranquilos, tan expuestos a las expediciones externas de hostigamiento. El excelente blindaje diseñado por Nicéforo pronto se vendría abajo al sufrir frente a los búlgaros una derrota numéricamente escalofriante.
El título imperial de Nicéforo se avenía mal con el nombramiento que el pontífice romano había otorgado a Carlomagno, rey de los francos, coronándole como emperador y por tanto heredero de la misión de unificar Europa bajo una sólida soberanía de corte cristiano. Los imperios franco y bizantino entraron en una dinámica de choque propagandístico y religioso, lo que provocó incluso que Dalmacia y el Véneto se pasasen temporalmente al bando carolingio. Fue necesario que una flota bizantina alcanzase las provincias rebeldes para imponer allí nuevamente la autoridad de Nicéforo, si bien la fidelidad de estos territorios pronto se tambalearía otra vez.
El tesoro imperial se recuperó de su anterior carestía gracias a las rígidas medidas fiscales de Nicéforo, el cual puso fin a las exenciones impositivas de las que disfrutaban los comerciantes urbanos y las instituciones eclesiásticas, restableciendo además los gravámenes capitalinos y sobre la importación de esclavos. Se fijó con gran escrupulosidad la capacidad impositiva de los hombres libres, se corrigieron irregularidades y trampas fiscales, se confiscaron las tierras de los deudores y se forzó a los ricos armadores a invertir en las tierras abandonadas, sobre todo de Asia Menor. Las subidas de impuestos se combinaron con decretos retroactivos, de modo que los antes exentos tuvieron que pagar todo lo que les habría correspondido desde el primer año de reinado de Nicéforo. Se gravaron especialmente las donaciones y las fortunas de reciente adquisición. Esta orgía recaudatoria soliviantó a distintos sectores, como el monástico, donde se urdieron conspiraciones. El Estado era el único que por ley podía prestar dinero a interés, obligando además a los grandes comerciantes a adquirir préstamos innecesarios que revertían en la ampliación de sus negocios. De forma curiosa, las medidas fiscales de Nicéforo extendían prácticas cristianas entre la gente, tendiendo de manera rigorista a la igualación de la riqueza. La intromisión en las iniciativas económicas privadas supuso cierta nacionalización de los recursos con fines esencialmente militares. Aldeas y soldados quedaban detalladamente inscritos en los catastros, que sirvieron para vigilar el sistema de equiparación comunitaria de su nivel de vida.
Desde mediados del siglo VII, contingentes de ascendencia turcomana penetraron por las fronteras nororientales del Imperio, estableciéndose al Sur del Danubio tras rechazar las acometidas bizantinas. Se trataba de los búlgaros, tribus progresivamente eslavizadas que se convirtieron en la pesadilla balcánica del poder grecorromano. Su eslavización y mezcla con otros pueblos fue paralela a la pérdida o atenuación de algunos de sus rasgos físicos característicos, como los ojos rasgados. Los búlgaros se fueron haciendo con el control de extensas áreas rurales, llegando a configurarse bajo el jan Tervel (701-718) como un Estado bien cohesionado, rival o aliado esporádico de los bizantinos. Tervel ayudó al emperador bizantino Justiniano II a recuperar su trono en el año 705, haciéndose así acreedor de grandes honores, como el título de César. El tratado suscrito en el año 716 entre bizantinos y búlgaros permitió a estos últimos recibir un tributo anual y ocupar fértiles tierras cerealísticas en el Este de Tracia. El respeto mutuo duró hasta el año 756, momento en que el emperador bizantino Constantino V (741-775) reforzó las fronteras con prisioneros armenios y sirios para evitar el lento pero constante avance colonizador búlgaro. Constantino V emprendió frecuentes campañas militares para frenar la expansión eslava. Consiguió buenos resultados, pero murió finalmente en una incursión de los búlgaros, a quienes fue preciso comprar la paz. Los caóticos reinados iconódulos posteriores dieron aire a los enemigos del Imperio, árabes y búlgaros, los cuales fueron minando la resistencia bizantina en distintos puntos fronterizos.
Llegado el año 809, el Imperio Bizantino comenzó a preparar una colosal campaña para intentar quebrar la tranquilidad búlgara y recuperar el control sobre la línea danubiana. A las primeras expediciones punitivas respondió enérgicamente el jan Krum, el cual consiguió derrotar a algunas tropas imperiales cerca del río Strimon. Avanzó después hasta Sérdica (la actual capital búlgara de Sofía), ciudad que saqueó y a la que dejó sin fortificaciones útiles. Las fuerzas de Nicéforo devolvieron el golpe al atacar con éxito Pliska, que por entonces era el principal centro político y administrativo búlgaro. Los soldados bizantinos se mostraron indisciplinados al negarse a reconstruir las murallas de Sérdica. No quisieron hacer de operarios, dando ya un aviso de su escasa implicación en los altisonantes proyectos de restauración física y anímica del Imperio.
A mediados del año 811, un numeroso ejército bizantino se concentró en las proximidades de la ciudad fronteriza de Markellai, exhibiendo su poderío. Los espías búlgaros llevaron la noticia al jan Krum, que solicitó inmediatamente la paz, dispuesto a realizar multitud de concesiones. Pero Nicéforo, en posición favorable, se negó a negociar. Lanzó varias acometidas de distracción con pequeños contingentes. Más tarde el total del ejército se dividió en dos cuerpos, que avanzaron separadamente, uno cerca de la costa y otro por el interior, para encontrarse en Pliska. Allí barrieron a la guarnición búlgara, cometiendo toda clase de desmanes sobre la ciudad. Otro destacamento búlgaro enviado por Krum para auxiliar a su capital fue igualmente vencido. Durante una semana Pliska ardió, incluyendo el palacio real y las casas de los boyardos. Los soldados acumularon un buen botín personal. Las numerosas personalidades ilustres que acompañaban a Nicéforo le felicitaron repetidamente por su victoria, sin presagiar que pronto morirían con su emperador. Krum envió una nueva misiva solicitando la paz, pero no obtuvo respuesta.
Saciada de sangre, la comitiva militar bizantina, en la que se integraban tanto fuerzas profesionales como voluntarios de baja extracción social, inició una lenta marcha hacia Sérdica. Alcanzó la cordillera balcánica, introduciéndose en un valle cuyos angostos accesos fueron cerrados con grandes empalizadas por los búlgaros. Al descubrir el engaño, Estauracio, el hijo del emperador Nicéforo, así como otros generales, propusieron asaltar cuanto antes las defensas que taponaban el valle. Pero el “basileus” se mantuvo frío, sin valorar la gravedad de la situación, y decidió acampar. Los soldados bizantinos apenas fueron informados de la trampa en que estaban inmersos, para intentar así mantener su calma. Minusvaloraron el griterío que al caer la noche escucharon proceder de las laderas que los rodeaban. Antes de amanecer, el 26 de julio, la caballería búlgara atacó directamente al grupo de tiendas en que dormían el emperador y sus cortesanos. Nicéforo y su guardia personal debieron de perecer en los primeros instantes de la batalla, dejando a su ejército sin timón. Es seguramente falso que el “basileus” yaciese aquella noche con sus supuestos amantes masculinos como si nada ocurriese. Es más bien un bulo historiográfico difundido por sus detractores para intentar hacer más humillante su derrota. El cuerpo de Nicéforo fue guardado cuidadosamente para ofrecérselo a Krum tras la batalla.
Las tropas bizantinas, desperdigadas en varios campamentos, no tuvieron capacidad para organizarse. Tanto las fuerzas de la capital como las provinciales se dispersaron desordenadamente, intentando eludir el choque con los enemigos. Las zonas pantanosas ralentizaron la huída, lo que permitió a los perseguidores búlgaros dar muerte a muchos rezagados. Una de las empalizadas que cerraba la salida del valle pudo ser incendiada por los soldados bizantinos, pero en el proceso las bajas fueron numerosas, tanto por el acoso de los arqueros búlgaros como por la dificultad de salvar el foso que había sido excavado tras los maderos. Entre los que consiguieron escapar, dirigiéndose con desesperada premura a Adrianópolis, estaba el hijo de Nicéforo, Estauracio, si bien con una severa herida medular que le paralizó las extremidades inferiores y provocó meses después su muerte.
Dos tercios del ejército bizantino, cuyos efectivos desplazados totales ascendían a unos 80.000 hombres, resultaron neutralizados en aquella batalla entre muertos, heridos y prisioneros, incluyendo altos dignatarios, ministros, generales y funcionarios. Los soldados búlgaros presentaron el cadáver de Nicéforo al jan Krum, el cual ordenó su empalamiento. Tras permanecer así varios días expuesto para su oprobio, al cuerpo se le segó la cabeza, elaborándose con su cráneo una copa bañada en plata. Ésta fue la llamada copa de Krum, con la que el jan bebió en momentos alegres o solemnes hasta el final de sus días, no muy lejano. Los pocos patricios bizantinos huidos nombraron emperador a Estauracio. Pero al estar lisiado encontró muchos problemas para hacer efectivo su poder. Tuvo que retirarse a un monasterio, donde murió al poco tiempo. Como nuevo “basileus” fue elegido el yerno de Nicéforo, que estaba casado con su única hija, Procopia. Se trataba de un funcionario palatino llamado Miguel Rangabé, que pasó a reinar como Miguel I (811-813).
La batalla contada anteriormente pasó a la historia como la batalla de Pliska, englobando por tanto sus distintas fases, desde que los bizantinos tomaron la capital búlgara hasta su estrepitosa derrota final. Sería más correcto denominar a su última fase con el topónimo del lugar en que acaeció, pero es que el enclave exacto no se ha podido determinar. Hay quien ha propuesto el nombre de “Paso de Varbitsa”, al tratarse de un valle de angostos accesos. El lugar estaría próximo a las montañas de Stara Planina. Francisco Aguado, que estudió y narró el combate de forma excelente, piensa que pudo tratarse del valle del río Tica, o de otro de los ríos próximos, en las estribaciones de los Balcanes. La victoria de Krum fue uno de los momentos claves de la historia búlgara, pues la entidad de su incipiente Estado quedaba apuntalada, tanto territorialmente como a nivel de prestigio. Frente al exterminio o absorción propuestos por el Imperio, Bulgaria replicaba militarmente con su presencia real como territorio danubiano autónomo.
El jan búlgaro manejó para la paz unas condiciones inaceptables por los bizantinos, lo que hizo que la guerra prosiguiese. Los monjes estuditas presionaron para que no se firmase una paz deshonrosa. En la siguiente primavera, en el año 812, Krum conquistó la ciudad pontoeuxina de Develtos, ordenando la deportación de todos sus habitantes. En noviembre tomó tras su asedio la ciudad de Mesembria (Nessebar), donde se hizo con metales preciosos y con arsenales de fuego griego. Ya a mediados del año 813, consiguió vencer nuevamente a las tropas bizantinas en Versinicia, lugar en que se produjo la deserción del contingente anatolio mandado por el ya pronto emperador León V (813-820). El supersticioso pueblo bizantino, soliviantado además por el alto precio del trigo, interpretó la derrota como un castigo a las directrices políticas empleadas, por lo que reclamó la vuelta a la iconoclastia. Un motín militar otorgó el poder al traidor de Versinicia, León V, que vio así colmadas sus ansias. El depuesto emperador Miguel I y su esposa Procopia fueron enviados a un monasterio, mientras que sus hijos pagaron su estirpe real con la castración, cortándose así su dinastía.
Pocos días después, el ejército búlgaro llegó ante el triple recinto amurallado de Constantinopla. Viendo la imposibilidad de conquistar la urbe, Krum pidió sin éxito un acuerdo. Logró escapar con vida de una treta consistente en un falso combate singular entre él y el nuevo “basileus”. Con ello evitó quizás verse también él convertido en copa, o ser objeto de uno de los refinados castigos griegos. Enfurecido por la asechanza, destruyó todos los barrios extramuros de Constantinopla, tomó las ciudades de Hebdomon y Selymbria, y mandó a los habitantes de Adrianópolis más allá del Danubio. Los bizantinos lograron una victoria de alivio cerca de Mesembria, pero ambos bandos preparaban aún la batalla decisiva. Krum en el año 814 se lanzó otra vez sobre la ciudad del “Cuerno de Oro”, encontrándose con una muerte repentina. El tratado posterior firmado entre León V y el nuevo jan búlgaro Omurtag (814-831), hijo de Krum, preveía una paz de treinta años. La paz fue necesaria para que Omurtag consolidase su poder frente a otros pretendientes al trono.
La amenaza búlgara encarnada por Krum no había hecho peligrar la pervivencia del Imperio Bizantino, pero supuso un serio revés en su política de integración étnica tras previo semiexterminio, teniendo que reconocer la existencia de un sólido pueblo autónomo y culturalmente extraño dentro de lo que habían sido sus fronteras. El título de jan, término de origen turco-mongol alusivo al máximo gobernante búlgaro, y en ocasiones pospuesto al nombre del soberano, tendría todavía muchos detentadores, pero quedaría también vacante en largos períodos de ocupación exterior. En las alternativas por el poder en la región las armas favorecieron en diversas ocasiones a los bizantinos, como en el año 1014, cuando a consecuencia de la batalla de Kleidion, unos 14.000 prisioneros búlgaros y macedonios fueron cegados, dejándose sólo tuertos a unos 140 para que sirviesen de guías a tan terrible procesión en el regreso a su hogar. Pero los hijos de los ciegos ven, y escuchan las historias de sus padres, y no olvidan.
Con la muerte de Krum, el cual había reinado once años, se pierde el rastro historiográfico del fetiche de su siniestra copa, símbolo bárbaro y primigenio del deseo búlgaro de Independencia. Además de conseguir importantes victorias sobre los bizantinos, el jan logró derrotar a los ávaros, pueblo nómada que en gran parte se mezcló con los búlgaros. Krum no es sólo recordado por su actividad militar, sino también por leyes beneficiosas relacionadas con la protección social de los sectores poblacionales más débiles. Dictó además normas estrictas contra la mentira, el robo, la embriaguez y las violaciones. Los castigos podían consistir en la pérdida de propiedades, la amputación de extremidades o incluso la muerte. Su intrincada personalidad, salvaje y noble a la vez, inspiró a diversos escritores europeos posteriores, principalmente de los siglos XVI y XVII, que le hicieron intervenir con su propio nombre u otros inventados en sus novelas. Encontramos a Krum como personaje de ficción en obras de Montaigne, Rabelais, Corneille, Shakespeare y Gryphius. En la saga narrativa actual de Harry Potter, salida de la imaginación de la escitora J. K. Rowling, aparece también un joven búlgaro de impetuoso carácter llamado Viktor Krum, lo que revela fácilmente la procedencia de la inspiración.
Quizás no es la mejor de las formas de dar la bienvenida a Bulgaria a la Unión Europea el rememorar uno de sus primeros episodios de lucha por la supervivencia, pero está en todo caso claro el atractivo histórico de aquellos sucesos que marcaron sus inicios como pueblo libremente constituido, salpicado de largas intermitencias de opresión. Así como en ocasiones puntuales la barbarie rompe la convivencia en las naciones modernas, paralelamente la violencia organizada de las antiguas civilizaciones o de los pueblos emergentes es fácilmente idealizada. Sobre todo si aquellos pueblos lograron pervivir como Estados, convirtiéndose su antigua lucha en catecismo escolar. Igual de roja ha sido siempre la sangre. Tanto vale nuestra vida como valió la de cualquier ser humano de cualquier época. Lo mismo valían la vida de Nicéforo I, cuyo nombre paradójicamente significa “el que lleva la victoria”, y la del jan Krum. El primero luchó por un Estado que ya no existe, como lo hizo hasta el último de sus ciudadanos y emperadores. El segundo tiene aún una nación que le considera héroe, y cuyos niños aprenden sus hazañas: Bulgaria.
BIBLIOGRAFÍA:
-Aguado; “La batalla de Pliska” (En Internet).
-Cabrera; “Historia de Bizancio”; 1998.
-Maier, Beckedorf, Hartel, Hecht, Herrin, Nicol; “Bizancio”; 1974.
-Norwich; “Breve Historia de Bizancio”; 2000.
-Ostrogorsky; “Historia del Estado Bizantino”; 1984.
-Patlagean, Ducellier, Asdracha, Mantran; “Historia de Bizancio”; 2001.
-Treadgold; “Breve Historia de Bizancio”; 2001.
En el año 811, el enfrentamiento entre los búlgaros y el Imperio Bizantino alcanzó uno de sus momentos álgidos. El episodio anecdótico más recordado por las crónicas fue el hecho de que el jan búlgaro Krum celebrase su victoria bebiendo en el cráneo revestido de plata de su oponente caído: El emperador Nicéforo I. Al contrario de lo que pudiera parecer, dicha acción bárbara de marcado simbolismo no tiene precedentes claros en la historia del pueblo búlgaro (aunque sí entre los escitas), sino que fue en definitiva una ocurrencia de Krum. No se trata de una práctica recurrente, como por ejemplo sí lo fue entre los bizantinos el cegar a los adversarios políticos o a los enemigos capturados. Impresiona el analizar las decisiones circunstanciales que Nicéforo I fue tomando durante su reinado, sabiendo desde nuestra perspectiva privilegiada cómo iba a terminar el caparazón físico de sus ideas: Sirviendo de copa a otro soberano. Aunque lo lógico sea pensar que Krum bebió sustancias alcohólicas y enajenantes en el delirio de su triunfo, lo cierto es que hay dudas en ese punto, pues el jan había dictado severas normas contra el consumo de vino e incluso contra el cultivo de vides. Esta obsesión persecutoria pudo deberse a haber comprobado sobradamente los estragos que las borracheras causaban en las valiosas fuerzas de su incipiente nación. Krum conservó la macabra copa hasta su muerte, acontecida menos de tres años después que la de Nicéforo I. En los años finales de su reinado venció repetidamente a los bizantinos, gracias al excelente adiestramiento de los jinetes y arqueros de su ejército, avanzando territorialmente y plantándose ante las murallas de Constantinopla. Contribuiría a su desmesurado ardor el fetiche de su copa, en la que consideraría plasmada la debilidad bizantina y la opción de liquidar su Imperio. Era una especie de reliquia, pero no de un santo que pudiera conducir a acciones santas, sino de un rey que quizás llevaría a conquistar un reino.
Desde época prehistórica, los hombres han considerado la cabeza como la parte más significativa y simbólica del difunto, como la parte de su cuerpo que lógicamente revela quién fue, y que por así decirlo más conserva su esencia tras la muerte. En el monasterio de Santa Catalina, ubicado en la península egipcia del Sinaí, una sala alberga las calaveras de los monjes que allí vivieron y murieron, pudiendo verlas cuidadosamente amontonadas el visitante. Este hecho refleja la creencia de que es el cráneo la parte del esqueleto del difunto que más dice sobre él tras la muerte, y que más conserva la impronta de su personalidad. Las cabezas cortadas de los enemigos eran en ocasiones expuestas por los vencedores para regodearse malévolamente en la inmovilidad de los rasgos faciales, antes tan amenazantes. O eran enviadas a sus familiares para provocar su llanto y exigir su rendición. Al mismo Aníbal le presentaron la cabeza cortada de su hermano Asdrúbal tras la derrota de éste frente a los romanos en la batalla del río Metauro. La superstición llevó a algunos líderes de pueblos en estado de formación (etnogénesis) a pensar que teniendo la calavera de rivales importantes podrían ver incrementado su poder. Algo así debió imaginar el jan Krum, aunque existe también la posibilidad de que se tratara de un mero golpe de efecto para provocar pavor, sin ninguna creencia de fondo. El especial significado y fuerza emotiva de los cráneos de los difuntos se aprecia también en el ideario de algunos movimientos satánicos, masónicos o esnobistas de los últimos siglos, como la sociedad secreta “Skull and Bones” de la Universidad de Yale. El tratamiento impío de los cráneos todavía estremece, como si la burla o la humillación que se quisiera realizar al difunto fuera a atraer consecuencias negativas. Si bien, escépticamente, nada habría que temer.
El envase humano de la política imperial bizantina no le sirvió al jan Krum para tomar Constantinopla. La copa era sólo un símbolo, no un objeto mágico, y como tal no evitó la muerte temprana de Krum y el repliegue búlgaro. El engranaje del Imperio Bizantino era todavía demasiado elaborado como para resistir la amenaza de una superstición, a pesar de que ésta ponía a sus enemigos en un peligroso estado de trance guerrero. Imaginemos ahora, cambiando hacia un enfoque arqueológico, lo que supondría el improbabilísimo hallazgo de esa copa argéntea. Sería un gran descubrimiento que representaría por sí mismo el orgullo búlgaro de haber podido constituirse como pueblo en uno de los territorios del finiquitado Imperio Bizantino. A la larga, el caprichoso y difícil camino de las civilizaciones, condujo a Bulgaria a la supervivencia y resurgir, y a Bizancio a la desaparición ante el común enemigo turco.
El atrevidamente llamado “Santo Grial búlgaro” colea con su simbolismo hasta épocas muy recientes. Así, el rey búlgaro Boris III (1918-1943) puso en circulación monedas en cuyo anverso figura el jan Krum a caballo, representado como el jinete en relieve de Madara, sosteniendo con la mano derecha las riendas y con la izquierda su copa, dando caza en compañía de su perro a un león. De entre todos los janes que se podían haber escogido para la iconografía monetal, muchos de ellos con reinados más largos y estables, se optó por Krum (803-814), lo que da idea de la repercusión historicista de su gesto. Es preciso tener en cuenta que la figura de Krum fue icónicamente reivindicada en un momento en que Bulgaria andaba territorialmente inquieta, pues había perdido importantes posesiones con motivo de la Segunda Guerra Balcánica (1913) y la Primera Guerra Mundial, y tenía claras ansias revanchistas que afloraron luego en la segunda gran conflagración internacional. En la Bulgaria poscomunista se ha recuperado la imagen nacionalista del jinete de Madara en las monedas, aunque ya sin asociarla explícitamente al jan Krum y sin reivindicaciones territoriales de fondo. Dicho de paso, la pasión numismática de los búlgaros les ha llevado a ser actualmente muy buenos reproductores o falsificadores de las antiguas dracmas griegas de plata. La entrada de Bulgaria en la Unión Europea es una excelente ocasión para rememorar algunos aspectos históricos de su proceso formativo a través del emocionante y terrible duelo entre el jan Krum y Nicéforo I. La primacía de las fuentes bizantinas hace que sea mucho más comprensible su punto de vista que el de los búlgaros, lo que no nos debe llevar a malinterpretar los hechos.
El reinado del emperador bizantino Nicéforo I se extendió entre los años 802 y 811. Se hizo con el poder tras caer en desgracia la emperatriz Irene, tristemente célebre por haber apartado a su hijo del trono mediante el rito del cegamiento. Con su coronación, llegada cuando pasaba ya de los cincuenta años, vio premiada Nicéforo su larga carrera como funcionario, la cual le había llevado a la dirección de las finanzas del Estado. El motín inicial del estratega Bardanes pudo ser solventado sin apenas operaciones militares. Las ligeras tendencias iconófilas del nuevo emperador no evitaron una drástica reducción del gasto relacionado con la monumentalización y embellecimiento del culto y la corte. Nicéforo no quiso que las disputas religiosas entre facciones lastrasen su acción de gobierno, por lo que en la medida de lo posible intentó permanecer al margen de ellas, centrándose en la reforma del ejército, el saneamiento de la economía, los avances centralizadores y el intento de prestigiar su omnímodo poder de “basileus”.
En el año 806, a la muerte del patriarca Tarasio, Nicéforo respondió con el nombramiento como nuevo patriarca de un devoto personaje también llamado Nicéforo, el cual anteriormente había cambiado la administración imperial por la vida contemplativa. A pesar de que el recién proclamado patriarca estaba más cerca del bando iconódulo (defensor de que las imágenes religiosas no eran idólatras, sino que podían mover a una sincera piedad), muchos cronistas iconófilos del momento y posteriores criticaron duramente las decisiones políticas del emperador por el marcado deseo de éste de mantener sometida y dócil a la jerarquía eclesiástica. Incluso abusaron de su función de historiadores al presentar el desgraciado fin de Nicéforo como consecuencia de su desacertada acción religiosa. Desoyendo las llamadas a la reconciliación, los iconódulos más radicales, dirigidos por Teodoro de Estudio, se negaron a comulgar con el nuevo patriarca. El emperador optó por cerrar el principal monasterio estudita y desterró a sus monjes, los cuales desde el exilio siguieron trabajando contra él, indignados por ejemplo de la readmisión en el seno de la Iglesia bizantina de los sacerdotes que habían oficiado el matrimonio malabaresco de Teodata con Constantino VI (780-797), emperador que se había desecho de su primera esposa de forma poco ortodoxa por conveniencia política, siendo luego cegado por su madre Irene.
El examen detenido de los períodos iconófilos del Imperio Bizantino arroja un panorama bastante lamentable en comparación con las etapas políticas iconoclastas, pero ello no nos debe hacer considerar a las imágenes religiosas como culpables del declive imperial, a pesar de haber generado tanta conflictividad social; seguro que también en ellas muchos ciudadanos encontraron valor para defender su Estado, que logró resistir el avance turco hasta 1453. La presión de la pujante cultura islámica, eminentemente anicónica, en las fronteras orientales del Imperio Bizantino influyó en el deseo de parte de la población de prescindir de las representaciones religiosas para poder invertir los recursos en tareas más productivas.
El pasado militar del emperador Nicéforo había sido al parecer bastante brillante. Es probable que fuera él quien como estratega de Armenia tomase la fortaleza de Adata en el año 786. Era seguramente de origen armenio, y pretendía hacer descender su linaje de la dinastía árabe de los Gassánidas. Desde el comienzo de su mandato se mostró dispuesto a terminar con el soborno que el Califato y los eslavos ejercían sobre Bizancio para no atacar sus fronteras. Pero la situación política real y el miedo a un masivo ataque en Anatolia del califa Harun al-Rasid le obligó a pagar un fuerte tributo por la paz en el frente oriental. Nicéforo quiso que la estabilidad interna del Imperio se sostuviese en un ejército intensamente transformado. Para ello añadió a los tres “tagmata” (cuerpos profesionales encargados de guarnecer Constantinopla) uno más, el de los “hikanati”. Los “tagmata”, junto con las tropas especiales de la guardia imperial, se constituyeron en el núcleo del ejército bizantino. Las unidades provinciales, encargadas de la defensa de los “themas”, solían ser enormemente fieles a sus generales y gobernadores, los estrategas, y eran pagadas con concesiones de tierra, lo que hacía que se implicasen más en sus funciones, arraigando a sus familias en zonas de gran peligro de agresión. Cierto descontento popular cuajó cuando Nicéforo amplió los supuestos de la leva, extendiéndola a los ciudadanos pobres, teniendo que hacerse cargo sus vecinos del pago de los impuestos y del mantenimiento de estos nuevos soldados.
El emperador acometió una redefinición provincial, dividiendo el “thema” de la Hélade en dos: Uno para la Grecia Central y otro para el Peloponeso, de donde fueron expulsados los colonos eslavos. Los arcontados de Cefalonia y Tesalónica crecieron, adquiriendo el rango de provincias y reforzándose sus regimientos. La ciudad de Patras fue premiada por resistir un ataque combinado de árabes y eslavos, siendo elevada a la condición de metropolitana y reconstruyéndose sus iglesias. Mediante traslados y recolonizaciones Nicéforo buscó el equilibrio poblacional dentro del Imperio. Muchas familias tuvieron que marchar de Anatolia a Grecia para disminuir la presión interna de los eslavos. Otros colectivos menos afortunados se vieron obligados a instalarse en las mismísimas fronteras continentales, por lo que pocas noches dormirían tranquilos, tan expuestos a las expediciones externas de hostigamiento. El excelente blindaje diseñado por Nicéforo pronto se vendría abajo al sufrir frente a los búlgaros una derrota numéricamente escalofriante.
El título imperial de Nicéforo se avenía mal con el nombramiento que el pontífice romano había otorgado a Carlomagno, rey de los francos, coronándole como emperador y por tanto heredero de la misión de unificar Europa bajo una sólida soberanía de corte cristiano. Los imperios franco y bizantino entraron en una dinámica de choque propagandístico y religioso, lo que provocó incluso que Dalmacia y el Véneto se pasasen temporalmente al bando carolingio. Fue necesario que una flota bizantina alcanzase las provincias rebeldes para imponer allí nuevamente la autoridad de Nicéforo, si bien la fidelidad de estos territorios pronto se tambalearía otra vez.
El tesoro imperial se recuperó de su anterior carestía gracias a las rígidas medidas fiscales de Nicéforo, el cual puso fin a las exenciones impositivas de las que disfrutaban los comerciantes urbanos y las instituciones eclesiásticas, restableciendo además los gravámenes capitalinos y sobre la importación de esclavos. Se fijó con gran escrupulosidad la capacidad impositiva de los hombres libres, se corrigieron irregularidades y trampas fiscales, se confiscaron las tierras de los deudores y se forzó a los ricos armadores a invertir en las tierras abandonadas, sobre todo de Asia Menor. Las subidas de impuestos se combinaron con decretos retroactivos, de modo que los antes exentos tuvieron que pagar todo lo que les habría correspondido desde el primer año de reinado de Nicéforo. Se gravaron especialmente las donaciones y las fortunas de reciente adquisición. Esta orgía recaudatoria soliviantó a distintos sectores, como el monástico, donde se urdieron conspiraciones. El Estado era el único que por ley podía prestar dinero a interés, obligando además a los grandes comerciantes a adquirir préstamos innecesarios que revertían en la ampliación de sus negocios. De forma curiosa, las medidas fiscales de Nicéforo extendían prácticas cristianas entre la gente, tendiendo de manera rigorista a la igualación de la riqueza. La intromisión en las iniciativas económicas privadas supuso cierta nacionalización de los recursos con fines esencialmente militares. Aldeas y soldados quedaban detalladamente inscritos en los catastros, que sirvieron para vigilar el sistema de equiparación comunitaria de su nivel de vida.
Desde mediados del siglo VII, contingentes de ascendencia turcomana penetraron por las fronteras nororientales del Imperio, estableciéndose al Sur del Danubio tras rechazar las acometidas bizantinas. Se trataba de los búlgaros, tribus progresivamente eslavizadas que se convirtieron en la pesadilla balcánica del poder grecorromano. Su eslavización y mezcla con otros pueblos fue paralela a la pérdida o atenuación de algunos de sus rasgos físicos característicos, como los ojos rasgados. Los búlgaros se fueron haciendo con el control de extensas áreas rurales, llegando a configurarse bajo el jan Tervel (701-718) como un Estado bien cohesionado, rival o aliado esporádico de los bizantinos. Tervel ayudó al emperador bizantino Justiniano II a recuperar su trono en el año 705, haciéndose así acreedor de grandes honores, como el título de César. El tratado suscrito en el año 716 entre bizantinos y búlgaros permitió a estos últimos recibir un tributo anual y ocupar fértiles tierras cerealísticas en el Este de Tracia. El respeto mutuo duró hasta el año 756, momento en que el emperador bizantino Constantino V (741-775) reforzó las fronteras con prisioneros armenios y sirios para evitar el lento pero constante avance colonizador búlgaro. Constantino V emprendió frecuentes campañas militares para frenar la expansión eslava. Consiguió buenos resultados, pero murió finalmente en una incursión de los búlgaros, a quienes fue preciso comprar la paz. Los caóticos reinados iconódulos posteriores dieron aire a los enemigos del Imperio, árabes y búlgaros, los cuales fueron minando la resistencia bizantina en distintos puntos fronterizos.
Llegado el año 809, el Imperio Bizantino comenzó a preparar una colosal campaña para intentar quebrar la tranquilidad búlgara y recuperar el control sobre la línea danubiana. A las primeras expediciones punitivas respondió enérgicamente el jan Krum, el cual consiguió derrotar a algunas tropas imperiales cerca del río Strimon. Avanzó después hasta Sérdica (la actual capital búlgara de Sofía), ciudad que saqueó y a la que dejó sin fortificaciones útiles. Las fuerzas de Nicéforo devolvieron el golpe al atacar con éxito Pliska, que por entonces era el principal centro político y administrativo búlgaro. Los soldados bizantinos se mostraron indisciplinados al negarse a reconstruir las murallas de Sérdica. No quisieron hacer de operarios, dando ya un aviso de su escasa implicación en los altisonantes proyectos de restauración física y anímica del Imperio.
A mediados del año 811, un numeroso ejército bizantino se concentró en las proximidades de la ciudad fronteriza de Markellai, exhibiendo su poderío. Los espías búlgaros llevaron la noticia al jan Krum, que solicitó inmediatamente la paz, dispuesto a realizar multitud de concesiones. Pero Nicéforo, en posición favorable, se negó a negociar. Lanzó varias acometidas de distracción con pequeños contingentes. Más tarde el total del ejército se dividió en dos cuerpos, que avanzaron separadamente, uno cerca de la costa y otro por el interior, para encontrarse en Pliska. Allí barrieron a la guarnición búlgara, cometiendo toda clase de desmanes sobre la ciudad. Otro destacamento búlgaro enviado por Krum para auxiliar a su capital fue igualmente vencido. Durante una semana Pliska ardió, incluyendo el palacio real y las casas de los boyardos. Los soldados acumularon un buen botín personal. Las numerosas personalidades ilustres que acompañaban a Nicéforo le felicitaron repetidamente por su victoria, sin presagiar que pronto morirían con su emperador. Krum envió una nueva misiva solicitando la paz, pero no obtuvo respuesta.
Saciada de sangre, la comitiva militar bizantina, en la que se integraban tanto fuerzas profesionales como voluntarios de baja extracción social, inició una lenta marcha hacia Sérdica. Alcanzó la cordillera balcánica, introduciéndose en un valle cuyos angostos accesos fueron cerrados con grandes empalizadas por los búlgaros. Al descubrir el engaño, Estauracio, el hijo del emperador Nicéforo, así como otros generales, propusieron asaltar cuanto antes las defensas que taponaban el valle. Pero el “basileus” se mantuvo frío, sin valorar la gravedad de la situación, y decidió acampar. Los soldados bizantinos apenas fueron informados de la trampa en que estaban inmersos, para intentar así mantener su calma. Minusvaloraron el griterío que al caer la noche escucharon proceder de las laderas que los rodeaban. Antes de amanecer, el 26 de julio, la caballería búlgara atacó directamente al grupo de tiendas en que dormían el emperador y sus cortesanos. Nicéforo y su guardia personal debieron de perecer en los primeros instantes de la batalla, dejando a su ejército sin timón. Es seguramente falso que el “basileus” yaciese aquella noche con sus supuestos amantes masculinos como si nada ocurriese. Es más bien un bulo historiográfico difundido por sus detractores para intentar hacer más humillante su derrota. El cuerpo de Nicéforo fue guardado cuidadosamente para ofrecérselo a Krum tras la batalla.
Las tropas bizantinas, desperdigadas en varios campamentos, no tuvieron capacidad para organizarse. Tanto las fuerzas de la capital como las provinciales se dispersaron desordenadamente, intentando eludir el choque con los enemigos. Las zonas pantanosas ralentizaron la huída, lo que permitió a los perseguidores búlgaros dar muerte a muchos rezagados. Una de las empalizadas que cerraba la salida del valle pudo ser incendiada por los soldados bizantinos, pero en el proceso las bajas fueron numerosas, tanto por el acoso de los arqueros búlgaros como por la dificultad de salvar el foso que había sido excavado tras los maderos. Entre los que consiguieron escapar, dirigiéndose con desesperada premura a Adrianópolis, estaba el hijo de Nicéforo, Estauracio, si bien con una severa herida medular que le paralizó las extremidades inferiores y provocó meses después su muerte.
Dos tercios del ejército bizantino, cuyos efectivos desplazados totales ascendían a unos 80.000 hombres, resultaron neutralizados en aquella batalla entre muertos, heridos y prisioneros, incluyendo altos dignatarios, ministros, generales y funcionarios. Los soldados búlgaros presentaron el cadáver de Nicéforo al jan Krum, el cual ordenó su empalamiento. Tras permanecer así varios días expuesto para su oprobio, al cuerpo se le segó la cabeza, elaborándose con su cráneo una copa bañada en plata. Ésta fue la llamada copa de Krum, con la que el jan bebió en momentos alegres o solemnes hasta el final de sus días, no muy lejano. Los pocos patricios bizantinos huidos nombraron emperador a Estauracio. Pero al estar lisiado encontró muchos problemas para hacer efectivo su poder. Tuvo que retirarse a un monasterio, donde murió al poco tiempo. Como nuevo “basileus” fue elegido el yerno de Nicéforo, que estaba casado con su única hija, Procopia. Se trataba de un funcionario palatino llamado Miguel Rangabé, que pasó a reinar como Miguel I (811-813).
La batalla contada anteriormente pasó a la historia como la batalla de Pliska, englobando por tanto sus distintas fases, desde que los bizantinos tomaron la capital búlgara hasta su estrepitosa derrota final. Sería más correcto denominar a su última fase con el topónimo del lugar en que acaeció, pero es que el enclave exacto no se ha podido determinar. Hay quien ha propuesto el nombre de “Paso de Varbitsa”, al tratarse de un valle de angostos accesos. El lugar estaría próximo a las montañas de Stara Planina. Francisco Aguado, que estudió y narró el combate de forma excelente, piensa que pudo tratarse del valle del río Tica, o de otro de los ríos próximos, en las estribaciones de los Balcanes. La victoria de Krum fue uno de los momentos claves de la historia búlgara, pues la entidad de su incipiente Estado quedaba apuntalada, tanto territorialmente como a nivel de prestigio. Frente al exterminio o absorción propuestos por el Imperio, Bulgaria replicaba militarmente con su presencia real como territorio danubiano autónomo.
El jan búlgaro manejó para la paz unas condiciones inaceptables por los bizantinos, lo que hizo que la guerra prosiguiese. Los monjes estuditas presionaron para que no se firmase una paz deshonrosa. En la siguiente primavera, en el año 812, Krum conquistó la ciudad pontoeuxina de Develtos, ordenando la deportación de todos sus habitantes. En noviembre tomó tras su asedio la ciudad de Mesembria (Nessebar), donde se hizo con metales preciosos y con arsenales de fuego griego. Ya a mediados del año 813, consiguió vencer nuevamente a las tropas bizantinas en Versinicia, lugar en que se produjo la deserción del contingente anatolio mandado por el ya pronto emperador León V (813-820). El supersticioso pueblo bizantino, soliviantado además por el alto precio del trigo, interpretó la derrota como un castigo a las directrices políticas empleadas, por lo que reclamó la vuelta a la iconoclastia. Un motín militar otorgó el poder al traidor de Versinicia, León V, que vio así colmadas sus ansias. El depuesto emperador Miguel I y su esposa Procopia fueron enviados a un monasterio, mientras que sus hijos pagaron su estirpe real con la castración, cortándose así su dinastía.
Pocos días después, el ejército búlgaro llegó ante el triple recinto amurallado de Constantinopla. Viendo la imposibilidad de conquistar la urbe, Krum pidió sin éxito un acuerdo. Logró escapar con vida de una treta consistente en un falso combate singular entre él y el nuevo “basileus”. Con ello evitó quizás verse también él convertido en copa, o ser objeto de uno de los refinados castigos griegos. Enfurecido por la asechanza, destruyó todos los barrios extramuros de Constantinopla, tomó las ciudades de Hebdomon y Selymbria, y mandó a los habitantes de Adrianópolis más allá del Danubio. Los bizantinos lograron una victoria de alivio cerca de Mesembria, pero ambos bandos preparaban aún la batalla decisiva. Krum en el año 814 se lanzó otra vez sobre la ciudad del “Cuerno de Oro”, encontrándose con una muerte repentina. El tratado posterior firmado entre León V y el nuevo jan búlgaro Omurtag (814-831), hijo de Krum, preveía una paz de treinta años. La paz fue necesaria para que Omurtag consolidase su poder frente a otros pretendientes al trono.
La amenaza búlgara encarnada por Krum no había hecho peligrar la pervivencia del Imperio Bizantino, pero supuso un serio revés en su política de integración étnica tras previo semiexterminio, teniendo que reconocer la existencia de un sólido pueblo autónomo y culturalmente extraño dentro de lo que habían sido sus fronteras. El título de jan, término de origen turco-mongol alusivo al máximo gobernante búlgaro, y en ocasiones pospuesto al nombre del soberano, tendría todavía muchos detentadores, pero quedaría también vacante en largos períodos de ocupación exterior. En las alternativas por el poder en la región las armas favorecieron en diversas ocasiones a los bizantinos, como en el año 1014, cuando a consecuencia de la batalla de Kleidion, unos 14.000 prisioneros búlgaros y macedonios fueron cegados, dejándose sólo tuertos a unos 140 para que sirviesen de guías a tan terrible procesión en el regreso a su hogar. Pero los hijos de los ciegos ven, y escuchan las historias de sus padres, y no olvidan.
Con la muerte de Krum, el cual había reinado once años, se pierde el rastro historiográfico del fetiche de su siniestra copa, símbolo bárbaro y primigenio del deseo búlgaro de Independencia. Además de conseguir importantes victorias sobre los bizantinos, el jan logró derrotar a los ávaros, pueblo nómada que en gran parte se mezcló con los búlgaros. Krum no es sólo recordado por su actividad militar, sino también por leyes beneficiosas relacionadas con la protección social de los sectores poblacionales más débiles. Dictó además normas estrictas contra la mentira, el robo, la embriaguez y las violaciones. Los castigos podían consistir en la pérdida de propiedades, la amputación de extremidades o incluso la muerte. Su intrincada personalidad, salvaje y noble a la vez, inspiró a diversos escritores europeos posteriores, principalmente de los siglos XVI y XVII, que le hicieron intervenir con su propio nombre u otros inventados en sus novelas. Encontramos a Krum como personaje de ficción en obras de Montaigne, Rabelais, Corneille, Shakespeare y Gryphius. En la saga narrativa actual de Harry Potter, salida de la imaginación de la escitora J. K. Rowling, aparece también un joven búlgaro de impetuoso carácter llamado Viktor Krum, lo que revela fácilmente la procedencia de la inspiración.
Quizás no es la mejor de las formas de dar la bienvenida a Bulgaria a la Unión Europea el rememorar uno de sus primeros episodios de lucha por la supervivencia, pero está en todo caso claro el atractivo histórico de aquellos sucesos que marcaron sus inicios como pueblo libremente constituido, salpicado de largas intermitencias de opresión. Así como en ocasiones puntuales la barbarie rompe la convivencia en las naciones modernas, paralelamente la violencia organizada de las antiguas civilizaciones o de los pueblos emergentes es fácilmente idealizada. Sobre todo si aquellos pueblos lograron pervivir como Estados, convirtiéndose su antigua lucha en catecismo escolar. Igual de roja ha sido siempre la sangre. Tanto vale nuestra vida como valió la de cualquier ser humano de cualquier época. Lo mismo valían la vida de Nicéforo I, cuyo nombre paradójicamente significa “el que lleva la victoria”, y la del jan Krum. El primero luchó por un Estado que ya no existe, como lo hizo hasta el último de sus ciudadanos y emperadores. El segundo tiene aún una nación que le considera héroe, y cuyos niños aprenden sus hazañas: Bulgaria.
BIBLIOGRAFÍA:
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