domingo, 1 de diciembre de 1996

EL IMPERIALISMO ROMANO EN LA REPÚBLICA TARDÍA


El imperialismo, sin ser tan antiguo como la especie humana, sí que es tan antiguo como su organización social. Roma supo desarrollar grandes impulsos imperialistas, recompensados con la gloria de las victorias. La política exterior romana estuvo en gran medida determinada por una oligarquía gobernante que alcanzó el cenit de su poder en el siglo II a.C. Durante la mayor parte de este siglo la política romana se caracterizó en cierto modo por un sofisticado sistema que quiso disimular su avidez por realizar anexiones territoriales. Esta actitud fue puesta en práctica tras las guerras victoriosas contra Cartago, Macedonia y Grecia. Tito Quinto Flaminio supo presentar a Roma como la liberadora de los griegos. El senado romano esperaba que los griegos pudiesen resolver dentro del orden sus propios asuntos. Pero ante las insistentes solicitudes de ayuda de las ciudades griegas, Roma fue incrementando su intervencionismo en las mismas para restaurar el orden y su prestigio.


De forma progresiva la interferencia romana en Asia y Europa se hizo más abierta e insistente con el fin de eliminar las convulsas ambiciones de todas las grandes potencias. Roma fue dispersando guarniciones militares por ámbitos políticos fragmentados que eran sometidos a una constante vigilancia. Todavía Roma no asumió el control directo de los estados a los que había vencido militarmente, sino que se limitó a salvaguardar su propia seguridad. Parece que la oligarquía sintió durante largo tiempo una aversión natural a ejercer el dominio sobre estados extranjeros, con los que intentó mantener una coexistencia tranquila que se ajustase en demasía a sus propios criterios. Roma mantuvo una actitud distinta frente a los estados considerados civilizados que frente a las regiones percibidas como bárbaras. En estas últimas el poder romano avanzó a través de dilatados procesos de conquista. El estado romano siempre aspiró a ejercer una clara hegemonía en los contextos políticos en los que se podía ver envuelto con otros estados. Su deseo de preeminencia existía incluso cuando se firmaban tratados de hipotética igualdad.

Se aprecian claras contradicciones en la política exterior romana. Los romanos deseaban implantar sus modelos de conquista a los territorios bárbaros antes que aplicarlos sobre los estados desarrollados, pues dudaban de sus capacidades para administrar todo lo anexionado. El tiránico comportamiento del que con frecuencia hacían gala los gobernadores provinciales truncaba los idealistas proyectos estatales de administración directa de un vasto imperio. Pero aun así parecía más productiva la impetuosa conquista que la cautelosa política de no anexión, pues esta última solía desembocar en la necesidad de realizar repetidas intervenciones militares en los mismos ámbitos. Los romanos decidieron desplegar en los territorios bárbaros una política brutal de conquista con la que obtener gloria que amedrentase a los otros estados civilizados mediterráneos. Roma pretendía así que dichos estados aceptasen las directrices de un hegemónico arbitraje. Por tanto en el esquema expansionista romano descubrimos claras concomitancias con las antiguas actitudes bélicas griegas, más propensas a la conmiseración con otros griegos que con los bárbaros.

Dentro de la aristocracia romana el concepto de virtud estaba enormemente arraigado. La virtud era la fuerza motora del general y del hombre de estado. Era un principio casi mágico que hacía que los aristócratas se sintiesen con seguridad llamados a un elevado destino. La virtud caracterizadora de los valores nobiliares impregnó a la sociedad romana, impulsando a la misma en su conjunto a afrontar sin temor la conquista de un amplísimo espacio vital. El prestigio del nombre de Roma encontró su principal soporte en el mantenimiento de los éxitos militares. El triunfo era un componente esencial para la vida política romana. Eran tradicionales en el mundo romano los prolíficos vínculos clientelares desplegados por la nobleza. Muchos de esos vínculos hacían que los aristócratas romanos mantuviesen una carismática superioridad con respecto a gentes que habitaban tanto la propia Roma como otras ciudades. En la nobleza romana se había desarrollado una instintiva tendencia al patronazgo que tuvo luego una traducción imperialista. En la mentalidad nobiliar romana la obediencia de los débiles a los fuertes era casi una eterna ley moral, más todavía si era a Roma a la que correspondía la digna ostentación de la fuerza.

Los estudios centrados en el imperialismo romano suelen descubrir en el mismo una serie de motivaciones económicas. Pero durante la República tardía tales motivaciones estaban subyugadas al rápido y a veces inesperado desarrollo de las circunstancias políticas y militares. Conforme progresaban sus conquistas, los romanos iban estableciendo impuestos en las regiones anexionadas. En los ámbitos conquistados existían recursos naturales que empezaron a ser explotados por los romanos de manera más efectiva y organizada de lo que lo hacían sus anteriores posesores. Los beneficios económicos que las guerras traían consigo eran bien acogidos por los romanos, pero no constituían la única motivación que suscitaba las acciones políticas y militares. Los territorios conquistados pronto se convertían en excelentes mercados en los que se desarrollaban activas operaciones comerciales que redundaban en provecho del estado romano. Badian considera que las motivaciones económicas de la política exterior romana de la República tardía han sido sobrestimadas por muchos historiadores, que las situaron por encima de las causas políticas e ideológicas.

A partir de las posibilidades económicas aportadas por las conquistas, Roma diseñó un amplio y complejo entramado financiero y comercial. Los romanos se percataron con cierto retraso de que la guerra era una provechosa fuente económica, o al menos en sus escritos pretendieron reflejar que lo que provocaba su ardor bélico era ideológicamente más sutil. Los recursos de los territorios anexionados permitían a Roma financiar la conquista de nuevos territorios. La movilización del ejército por sí misma acrecentaba las esperanzas de bonanza económica de los soldados, tanto por la paga y el botín como por el deseo de adquirir la propiedad de lejanas tierras. Los aristócratas proyectaron sus ansias de enriquecimiento en las nuevas adquisiciones territoriales romanas. Las conquistas permitieron que afluyesen al ámbito itálico productos agrícolas baratos que perjudicaron a los campesinos de Italia, pero que facilitaron a la plebe urbana la subsistencia.

El senado durante buena parte de la República tardía tuvo en sus manos el control de la política exterior romana. Muchas veces no aprovechaba las victorias militares para anexionarse ciertos territorios con tal de no adquirir molestas responsabilidades administrativas de dudoso provecho. Algunos nobles romanos obtenían principalmente beneficios económicos de los territorios foráneos incluso antes de que Roma impusiese a los mismos estructuras administrativas bien organizadas. Los políticos romanos se plantearon en ocasiones la conveniencia de detener temporalmente el proceso de engrandecimiento territorial para poner un poco de orden en los asuntos internos del estado. El senado se mostró con frecuencia reacio a entregar la administración de las provincias a individuos que en ellas parecían buscar la gloria y el enriquecimiento personal antes que el beneficio del estado.

Algunas campañas militares fueron impulsadas por personajes de gran prestigio que deseaban con sus victorias acrecentar su renombre con vistas al posible ejercicio de un poder de rasgos autoritarios. Incluso en los momentos de graves tensiones internas, el senado procuró no descuidar la dirección de las empresas expansionistas para de ese modo racionalizarlas, evitando así la adquisición de excesivos territorios que habrían sido materialmente inadministrables. Esta actitud senatorial no recibió apenas críticas populares ni siquiera cuando implicaba la renuncia temporal a la conquista de áreas agrícolamente ricas, como Egipto. Progresivamente los intereses ultramarinos de los senadores se acrecentaron, de modo que la política interna romana quedó definitivamente transida por las implicaciones mediterráneas. Pero hasta la época de la dictadura de Sila (81-80 a.C.), los objetivos de las distintas clases sociales romanas radicaban principalmente en elementos cercanos, espacialmente reducidos, pues la expansión territorial se concebía en cierta medida como una inevitabilidad histórica desencadenada por el elevado destino al que Roma estaba abocada.

El estudio de la República romana es en gran medida el estudio del proceso a través del cual su clase gobernante hizo presente su autoridad en una creciente cantidad de territorios. Mientras que la oligarquía se familiarizaba con el reciente imperio adquirido, individuos concretos de esa clase privilegiada se hicieron con posiciones políticas preeminentes, alimentando su indiscutible prestigio con empresas militares victoriosas. La guerra social y las guerras civiles por las que atravesó Roma durante la República tardía no pudieron detener el afán expansivo romano, ya casi mitificado por la sucesión de los éxitos. La expansión territorial generó en el seno de la sociedad itálica profundas transformaciones. A nivel individual hay que afirmar que los ciudadanos romanos, independientemente de su clase social, ampliaron sus horizontes vivenciales y pudieron dar a sus deseos mayores esperanzas de prosperidad.

Las derrotas inferidas de manera progresiva a los cartagineses, macedonios, seléucidas y griegos no fueron utilizadas por los romanos solamente para adquirir nuevos territorios, sino también para sentar las bases de una futura dominancia administrativamente más madura. En cambio otras regiones más bárbaras sirvieron de campo de experimentación al devastador imperialismo romano. Liguria, Iliria, la península Ibérica y las Galias sucumbieron de manera irrefrenable a las armas romanas, integrando en ocasiones fronteras móviles. Tras las guerras yugurtianas del Norte de África, Mario tuvo que defender las fronteras septentrionales del imperio frente a las incursiones de los teutones y los cimbrios. El reino del Ponto, Armenia y Partia desafiaron con diversa fortuna al poder romano. La Cirenaica y Egipto contribuyeron a ir definiendo el espacio de actuación del estado romano, de ambiciones necesariamente autolimitadas por la precocidad administrativa y por la necesidad de romanizar lo ya anexionado antes de emprender nuevas campañas de conquista.


BIBLIOGRAFÍA:

- Badian, E.; “Roman imperialism in the late Republic”; New York; 1968.

viernes, 1 de noviembre de 1996

LA FALCATA IBÉRICA

“O ferro da minha faca é feito do valor do meu povo”

El escritor romano Pompeyo Trogo nos dice que los iberos amaban más sus armas que su propia vida. En diversas situaciones históricas, ejércitos celtibéricos se negaron a rendirse al exigirles los romanos abandonar sus armas, de modo que prefirieron morir aniquilados. No es que los celtíberos desearan conservar sus armas para emplearlas nuevamente en circunstancias más favorables, sino que se sentían caracterizados por ellas, pues eran además atributos de su libertad. La entrega de las armas suponía una humillación definitiva e inaceptable, equiparable a la vergüenza que se siente al quedar desnudo ante ojos extraños. Los iberos no sólo interpretaban las armas como instrumentos de poder, sino también como elementos vinculados estrechamente a su propio espíritu. Muchos celtíberos preferían morir luchando antes que convertirse en siervos privados de armas. Los pueblos ibéricos y las autoridades romanas con frecuencia cortaban a sus enemigos las manos, para que ya no pudieran manejar sus armas. Eso suponía un castigo humillante. Algunos celtíberos desarmados en 195 a.C. por orden del cónsul romano Catón se suicidaron convencidos de que sin armas nada valía la vida. Los romanos se sorprenden ante estas reacciones, lo que indica que para ellos no existía la inquebrantable asociación entre arma y honor personal que caracterizaba a los celtíberos. Este sentimiento fue considerado por los autores romanos como una costumbre propia de pueblos incivilizados. Los romanos recurrieron al regalo de hermosas armas para atraerse el favor de los iberos. Las armas tenían para los iberos, al igual que entre otros pueblos de la Antigüedad, un fuerte contenido simbólico.

La falcata es una espada de ancha hoja curva, con una peculiar empuñadura que presenta forma de cabeza animal. Pronto la falcata fue considerada por los investigadores como el arma característica de los guerreros iberos. A ello contribuyeron su forma inconfundible, su abundancia y el gran hallazgo realizado por Luis Maraver en 1867 en la necrópolis cordobesa de Almedinilla. Este autor interpretó las curiosas espadas halladas como romanas. Nuevas excavaciones y el interés de investigadores extranjeros contribuyeron a descubrir el carácter prerromano de las falcatas. La falcata presenta una longitud media de unos 60 centímetros, de los cuales 11 pertenecen a la empuñadura. Se caracteriza por una hoja ancha asimétrica, con un filo principal y otro secundario, de modo que tiene el aspecto de un sable corto. La hoja está surcada por profundas acanaladuras, a veces decoradas con damasquinados en plata. La empuñadura se curva para abrazar la mano, y puede presentar forma de cabeza de caballo o de ave. Se conocen también algunas piezas cuya empuñadura tiene forma de cabeza de león o leona, que engulle en algunos casos una cabeza humana. Estas falcatas con empuñadura de felino se fabricaron probablemente en la Contestania, desde donde se exportarían como regalos de lujo. Entre las falcatas completas de que tenemos constancia, abundan especialmente las que nos remiten al siglo IV a.C. Una de las piezas más antiguas, de fines del siglo VI a.C., procede de una tumba de Galera (Granada).


La hoja de la falcata se distingue por su curvatura, marcada por su asimetría y distinta anchura entre la base y la punta. La hoja suele estar formada por tres láminas de metal forjado soldadas entre sí a la calda, siendo la central más ancha y las laterales más delgadas. La lámina central de la hoja se prolonga formando el alma metálica de la empuñadura. Ello permite robustecer el punto más frágil de cualquier espada, la unión entre puño y hoja, lugar que soporta la mayor tensión cuando se descarga un golpe de filo. La parte metálica de la empuñadura, al ser más delgada que la de la hoja, sufre una mayor corrosión por el paso del tiempo, por lo que la encontramos en peor estado de conservación que el resto de la espada. El tamaño de la falcata permite calificarla como espada corta, poco apropiada para ser utilizada como sable de caballería. Como media, la anchura máxima de la hoja alcanza los 6 centímetros, y la mínima 3,75. Las proporciones de los elementos de la hoja oscilan significativamente de unas piezas a otras, lo que permite hablar más de una producción artesanal que de un canon de proporciones. Los herreros ibéricos de cada región peninsular tenían un modelo formal de falcata en su mente, sobre el que aplicaban variaciones de tamaño, peso y proporciones, quizá incluso en función del comprador. La variación formal de la falcata no parece deberse a la evolución de las tradiciones regionales, puesto que aparecen piezas de distintos tamaños pertenecientes a la misma época. En cambio sí que se puede establecer una distinción por regiones, pues las falcatas andaluzas y meseteñas son más pequeñas que las murcianas y alicantinas. El peso medio de las falcatas, difícil de precisar, estaría en torno a los 800 gramos. La concentración de los hallazgos señala una mayor utilización de las falcatas en el Sureste peninsular, territorio adscribible a contestanos y bastetanos.

La hoja de las falcatas presenta una combinación de filo principal y contrafilo dorsal. El filo principal tiene un estilizado perfil en S invertida, con una parte cóncava en la región más próxima a la empuñadura y otra convexa hacia la punta. Esta forma característica permite optimizar la potencia del golpe sin recargar en exceso el conjunto del arma y sin desequilibrarla. En oposición a las espadas rectas, la falcata tiene filo completo en un solo lado de la hoja. Presenta además filo en el tercio dorsal de la hoja más próximo a la punta, lo que la capacita para dar golpes de punta y golpes de revés, además del normal golpe cortante. La falcata posee normalmente un dorso suavemente curvado, de un grosor que oscila en torno a los 0,8 centímetros. El dorso no presenta un nervio resaltado a diferencia de otros sables antiguos mediterráneos, lo que facilita un forjado y templado homogéneos. Aunque el dorso de la falcata suele tener una curvatura suave y constante, algunas piezas presentan un marcado ángulo en el punto en que comienza el filo dorsal. Las acanaladuras en la hoja son un elemento habitual en la casi totalidad de las falcatas ibéricas. En general se trata de una serie de acanaladuras sensiblemente paralelas (aunque no siempre) unas a otras y al dorso de la hoja, en número variable. Arrancan desde la base de la empuñadura y no llegan nunca hasta la punta de la hoja, extinguiéndose a unos 10 o 15 centímetros de la misma. A menudo son bastante profundas y están realizadas con una precisión asombrosa. Tienen un notable valor estético y aligeran el peso de la hoja sin disminuir su resistencia. No parece que se hiciesen con idea de favorecer la entrada de aire en las heridas causadas, aumentando así el daño.

La empuñadura de la falcata presenta una curvatura extraña en el mundo antiguo, a veces prolongada con una cadenita o barra maciza hasta la base, favoreciendo una mayor fijación y protección de la mano. La lámina metálica de la empuñadura es la misma que la lámina central de la hoja, y aparece cubierta con cachas fijadas mediante un pequeño número de remaches, uno de los cuales puede servir de ojo decorativo para la cabeza de caballo o de ave propia de la empuñadura. Las cachas debían de ser de materiales orgánicos, como madera y hueso, si bien las más ricas presentarían parcialmente una estructura metálica. Las empuñaduras con forma de cabeza de ave y de caballo se dieron simultáneamente y en las mismas regiones, si bien en las fases más tardías terminó predominando la forma de cabeza de caballo. Otro tipo de empuñadura presenta forma rectangular, a veces con los ángulos curvados. Podría tratarse de piezas descuidadas en lo decorativo y reforzadas en lo verdaderamente funcional, puesto que la barra de unión pasa a ser una protección maciza. La empuñadura suele presentar en su base una cazoleta para proteger la mano, a veces ricamente decorada. Las tipologías de estas guardas basales han sido profundamente estudiadas por Emeterio Cuadrado. El espacio libre de las empuñaduras de las falcatas ibéricas es de corta longitud para asegurar su sujeción, estando en torno a los 8 centímetros. Ello no parece prueba de la pequeñez de las manos de los iberos, y consecuentemente no nos permitiría hablar de que fueran gentes de pequeña estatura.

Las falcatas presentan distinto grado de curvatura. Cuanto más curva es la falcata, más apta es para el golpe tajante en perjuicio del punzante. Se ha observado que cuanto más corta es la falcata menor es su curvatura. La evidencia arqueológica parece indicar que la mayoría de las falcatas tenían una vaina de cuero, con cuatro refuerzos horizontales de hierro. Los dos refuerzos centrales permitirían sujetar también un cuchillo. El extremo de la vaina podía estar rematado en una bola. La espada se colgaba del hombro mediante un tahalí de cuero que cruzaba el pecho. La fase formativa de la falcata debe de ubicarse hacia el siglo VI o principios del V a.C. Aunque aún es pronto para asegurarlo, parece que la falcata apenas evolucionó formalmente durante su larga vida.

La falcata es un arma muy representada en distintos soportes, hasta el punto de alcanzar un carácter emblemático. Muchas de las esculturas ibéricas fueron erigidas en forma de monumentos para honrar a miembros destacados de la sociedad. El hecho de que en ellas aparezcan guerreros y armas es un rasgo indicativo de la mentalidad y gustos de la elite dirigente. Al mismo tiempo indicaría que la autoridad le vendría dada a los jefes principalmente por su capacidad militar. Destaca el conjunto escultórico de Porcuna, en el que se representa un combate idealizado, con una base real o mítica. La contraposición de guerreros completamente armados y otros presentados sin armamento defensivo puede tener una función narrativa que divide a los combatientes en dos bandos, uno de ellos vencedor, sin que ello refleje necesariamente un acontecimiento real. La representación de las armas portadas por las figuras sería un reflejo de los ideales aristocráticos de la época. Las esculturas de Porcuna permiten remontar la antigüedad de la falcata al menos a la primera mitad del siglo V a.C., si bien en las tumbas apenas se han hallado ejemplares tan antiguos. El torso de guerrero procedente de La Alcudia de Elche presenta un lujoso pectoral adornado con una cabeza de lobo, de carácter protector y quizá funerario. Por tanto las representaciones de guerreros y de sus armas tienen además de un carácter descriptivo un rico valor simbólico. Las armas son representadas con fiabilidad y detallismo. En una de las caras del cipo funerario de Jumilla un jinete protegido con casco lleva lo que pudiera ser una falcata levantada por encima del hombro en posición de acometida. Del santuario del Cerro de los Santos proceden dos esculturas que portan bajo un manto sendas falcatas envainadas. Es curioso observar cómo en la Andalucía más occidental aparecen representaciones escultóricas y monetales de falcatas, cuando en realidad en esta región no abundan los hallazgos de falcatas. En uno de los relieves de Osuna aparece una de las falcatas mejor representadas, con acanaladuras y empuñadura de cabeza de caballo. Este conjunto escultórico, fechado hacia el siglo II a.C., nos muestra una de las posibles formas en que se combatía con la falcata, por bajo, dándole un uso punzante. Algunas espadas representadas en arcos romanos del Sur de Francia han sido interpretadas como posibles falcatas, si bien este tipo de arma no abundaba en la región, por lo que sólo tendrían un valor iconográfico indicativo de la barbarie atribuida por los romanos a los vencidos.

Figuras de hombres armados aparecen representadas en cerámicas pintadas. Estas piezas cerámicas hay que inscribirlas en un contexto aristocrático y ritual, pueden presentar anacronismos e inducen fácilmente a errores interpretativos. El esquematismo de las figuras que aparecen en las cerámicas pintadas se ve compensado por la mayor libertad para narrar escenas. La cronología de las piezas cerámicas en que aparecen falcatas es en general muy tardía, y algunas de estas cerámicas proceden de zonas en que no fue muy frecuente el uso de la falcata. Destacan las representaciones que aparecen en las cerámicas de Liria. En general, la falcata es más representada como arma de infantes que de jinetes, y aparece más veces envainada que desenvainada, puesto que en su lugar figura la lanza como arma principal. Ello podría indicar la subordinación táctica de la falcata a las armas arrojadizas. Algunos pequeños exvotos ibéricos de bronce portan armas, reflejadas con poco detallismo. Estos exvotos ofrecen información acerca del modo en que se llevaba la falcata, envainada, cruzada casi horizontalmente a la altura de la cintura y al lado izquierdo del cuerpo, suspendida de un tahalí que pasaba sobre el hombro derecho. La falcata figura individualizada, junto con la caetra y alguna otra arma, en tres series monetales de época romana. Se trata de las monedas de Turirecina, una moneda acuñada en Cartago Nova, y algunos denarios emeritenses acuñados en torno al 23 a.C. por el legado Carisio para conmemorar la conquista de Galicia.

El término “falcata” no aparece en las fuentes literarias antiguas como sustantivo, sino que fue adoptado por eruditos de fines del siglo XIX para designar a un tipo característico de arma ibérica prerromana. El término procede de la palabra latina “falx”, hoz. En la bibliografía actual lo más frecuente es suponer que la falcata tuvo su origen en un arma supuestamente griega llamada “machaira” o “kopis”. Pero hay que tener en cuenta que ambos términos podían designar multitud de instrumentos metálicos cortantes caracterizados por presentar un solo filo. A ello hay que añadir la imprecisión de que hicieron gala los autores grecolatinos para designar los distintos tipos de armas. La única referencia literaria precisa a la falcata es una de Séneca, tomada a su vez probablemente del autor Asinio Polión, que luchó en Hispania en el siglo I a.C.

La gran mayoría de los restos de falcatas que se conservan han aparecido en las provincias de Alicante y Murcia, en el Este de la provincia de Albacete y en el Alto Guadalquivir. Estas zonas, tradicionalmente bien interconectadas, estuvieron pobladas en época prerromana por dos grupos étnicos principales, el de los contestanos y el de los bastetanos. La falcata es por tanto un arma esencialmente bastetano-contestana. Las falcatas halladas en regiones del interior, Portugal, Sur de Francia y resto del Mediterráneo español corresponden en muchos casos a un momento tardío, no anterior a fines del siglo III a.C. Extraña la abundancia de falcatas encontradas en el enclave portugués de Alcácer do Sal (la antigua ciudad de Salacia), donde se han hallado también materiales arqueológicos de procedencias dispares. La explicación podría estar en que dicho lugar, próximo al estuario del río Sado, actuó como punto al que acudían los guerreros susceptibles de ser contratados como mercenarios por las potencias imperialistas litigantes. Otros probables emporios abiertos al comercio y leva de mercenarios procedentes de toda la península fueron Villaricos (Almería), la ciudad de Cádiz y Cástulo (Linares; Jaén). Quizá las falcatas alcanzaron una mayor difusión peninsular durante las convulsiones provocadas por el dominio militar de los Barca. Desde mediados del siglo III a.C. en las necrópolis parece observarse una reducción significativa del número de falcatas, lo que podría indicar una mayor necesidad de utilización bélica de las mismas que no permitiría apenas su uso funerario. O tal vez el escaso conocimiento de las tumbas de esa época ha impedido encontrar más ejemplares. Estrabón recoge una referencia de Posidonio en la que se incluye la “kopis” como arma típica de los lusitanos, si bien los testimonios arqueológicos no son generosos al respecto en cuanto al número de hallazgos. La estatua dedicada en la localidad portuguesa de Viseu a Viriato optó por representarle con falcata y caetra, pero ambas de tamaño quizás excesivamente pequeño. Ya con la romanización sí que es claro el retroceso del uso de la falcata.

A los guerreros les gustaba tener armas elegantes y bellas. La decoración de las armas suponía una expresión de riqueza y posición social. El ornato recargado o sencillo del armamento hacía que el soldado brillara entre los demás ciudadanos. Puede que las decoraciones en el armamento aúnen varios significados, de carácter estético, mágico, identificativo y social. La decoración está presente en una amplia gama de armas, y alcanza en las falcatas gran complejidad y desarrollo. Especial maestría revela la técnica del damasquinado, que realza las acanaladuras y ocupa principalmente las zonas de la hoja más próximas a la empuñadura. Los prótomos de aves y caballos que configuran las empuñaduras pudieron tener un significado protector para el guerrero. La cabeza de caballo en la empuñadura es casi exclusiva del mundo ibérico, y es que entre los iberos el caballo alcanzó un fuerte valor simbólico indicativo de prestigio, bravura y protección divina. En los motivos decorativos de las falcatas se aprecia el gusto por las espirales, las curvas, la vegetación y los animales, si bien no faltan tampoco los trazos rectilíneos. Muchos de estos elementos no tendrían un simple valor artístico, sino también importantes connotaciones de carácter subjetivo y significados comúnmente aceptados. Así, la hoja de hiedra, frecuente en las falcatas, estaría asociada a la inmortalidad. Muchos de estos motivos decorativos proceden del mundo griego, y fueron readaptados por los iberos de forma más fiel con respecto a los modelos originales de lo que lo hicieron los celtas peninsulares.

Quesada considera que la falcata tuvo su origen en el Sur de Albania y Norte de Grecia a fines del siglo VII o principios del VI a.C. Los griegos consideraban la falcata como propia de bárbaros aficionados a las matanzas sin tregua ni compasión. Parece tener también connotaciones relacionadas con los ritos sacrificiales, debido a su similitud formal con el cuchillo curvo del sacrificador. Durante la segunda mitad del siglo VI a.C., la falcata cruzaría el Adriático y llegaría a Etruria, desde donde marcharía a Córcega en el tránsito del siglo VI al siglo V a.C. Pocos años después algunos ejemplares itálicos llegarían a Iberia. Los iberos la adaptarían introduciendo algunas modificaciones formales. La acortaron. Mejoraron la ligereza y resistencia de la hoja. Eliminaron el nervio dorsal. Aumentaron el número y la profundidad de las acanaladuras. Añadieron un filo dorsal dotándola así de capacidad punzante. La vía de llegada de la falcata a nuestra península pudo ser el comercio griego, el expansionismo púnico o el regreso de mercenarios ibéricos tras sus campañas mediterráneas. La adopción de la falcata por parte de los iberos y el esfuerzo empleado en su transformación pudo deberse no únicamente a su capacidad bélica, sino además a su atractiva procedencia de una cultura superior y a su apropiado empleo como elemento funerario. Por tanto parece que la falcata estuvo dotada de un fuerte simbolismo. No era sólo un rasgo distintivo de poder y riqueza, sino también un elemento relacionado con el mundo de ultratumba. Algo lógico si consideramos que podía arrebatar la vida, llevar a otra vida. Su llegada a Iberia se daría a través del Sureste peninsular, que ha aportado la mayoría de los ejemplares más antiguos. En este sentido destaca la “machaira” encontrada en Elche, precedente tipológico de la falcata, de tamaño mayor que ésta.

La mayor parte de las falcatas ha sido hallada en las tumbas formando parte de los ajuares. Dentro de los ajuares funerarios, las armas suelen estar colocadas con gran cuidado junto a la urna. Seguramente fueron depositadas siguiendo patrones precisos. Las armas pueden aparecer apiladas unas sobre otras, cruzadas en ángulo recto o en aspa… con un significado desconocido. Las armas ofensivas pueden colocarse sobre el escudo, y las falcatas están normalmente orientadas en dirección Este-Oeste. Otras veces las armas aparecen hincadas junto a la urna o dentro de ella. En otros casos las armas fueron depositadas sobre la sepultura, quizá porque no eran consideradas simples objetos de ajuar. Es habitual que las armas aparezcan quemadas, lo que indica que fueron arrojadas o depositadas en la pira junto con el cadáver, y también dobladas. Las falcatas presentan el filo mellado intencionalmente. Estas inutilizaciones permitían sellar eternamente el vínculo personal existente entre el guerrero y sus armas, las cuales le defenderían simbólicamente en el Más Allá. Nadie más podría volver a usarlas en la tierra. La falcata no presenta una posición preeminente en los ajuares con respecto a otras armas, pero sí que es destacable el hecho de que su número es similar al de las lanzas, las cuales eran más utilizadas en la guerra por los iberos que las falcatas. Ello confirma el especial valor funerario de la falcata. Algunas armas han aparecido en santuarios, lo que indica que pudieron ser empleadas también como ofrendas rituales. La existencia de exvotos en miniatura en forma de falcata corrobora el carácter simbólico de esta arma.

Los iberos optimizaron la capacidad para matar de la falcata. Era un arma eficaz, si bien algo corta en ciertos casos. Algunas de las piezas más hermosas pudieron ser empleadas sólo como elementos de lujo, de parada o funerarios, y no en combate. Ello no nos ha de llevar a considerar que cuanto más bella es una falcata menos probable es que fuera utilizada en la guerra. Paradójicamente, la falcata ibérica es más práctica empleada como arma punzante que como arma tajante. La anchura creciente de su hoja causa heridas anchas y graves. En las representaciones predomina más el golpe recto que el golpe de arriba a abajo. La escasa longitud de la falcata obligaba al guerrero que la empuñaba a acercarse mucho al enemigo, lo cual resultaba arriesgado. La falcata destaca por su multifuncionalidad. Es más apta para ser empleada por infantes que por jinetes. Sus sablazos podían ser devastadores, llegando a hendir casco y cráneo. La insistencia secular en su uso por parte de los pueblos ibéricos a pesar de sus limitaciones prácticas pudo deberse en gran medida a que había adquirido un carácter identitario.


Bibliografía:

-Quesada Sanz, Fernando; “Arma y Símbolo: La Falcata Ibérica”; Instituto de Cultura Juan Gil-Albert; Alicante; 1992.

martes, 1 de octubre de 1996

EL COMERCIO MICÉNICO


LA ASUNCIÓN DEL RELEVO COMERCIAL MINOICO

Desde los inicios del Heládico Reciente, ya algo avanzado el siglo XVI a.C., las gentes micénicas se aficionaron a la navegación y al comercio ultramarino. En los períodos heládicos anteriores, los pobladores del continente griego se mostraron más bien reacios a la participación en empresas marítimas. Incluso la pesca tenía entre ellos un desarrollo limitado. La influencia sociocultural minoica, llegada a la Grecia continental gracias en parte a los comerciantes, hizo que los micénicos perdiesen progresivamente su respeto al mar. Individuos micénicos se involucraron en las empresas comerciales desplegadas por los cretenses en las costas del Mediterráneo Oriental. Quizás los micénicos fueron inicialmente acogidos en los barcos cretenses en calidad de soldados, de modo que se encargarían de proteger los productos transportados y de cooperar en eventuales razzias y operaciones militares de castigo. La participación de los micénicos en las empresas comerciales minoicas, que no se reduciría a la colaboración militar, les permitió conocer rutas y mercados. Cuando el mundo minoico de los segundos palacios se fue disolviendo a lo largo del siglo XV a.C., los micénicos se aprestaron a asumir el relevo de la proyección comercial ultramarina cretense. Serían bien acogidos en la mayor parte de los mercados, pero no en todos. Prolongarían ciertas rutas y abrirían otras. Los mercados externos que primeramente cubrieron los comerciantes micénicos fueron las Cícladas, el Dodecaneso y la costa suranatólica, así como la misma Creta.


CONTROL PALACIAL E INICIATIVA PRIVADA EN EL COMERCIO MICÉNICO

La economía micénica, como las del mundo antiguo en general, se basaba en las actividades agrícolas y ganaderas. Las pobres condiciones naturales del continente griego tuvieron que ser sin duda un acicate para el comercio. Los archivos micénicos transmiten la impresión de que las actividades económicas estaban fuertemente estatalizadas. Parece que los palacios controlaban los resortes necesarios para la fabricación de ciertos artículos destinados parcialmente a la comercialización. El sistema palacial micénico recuerda mucho a los sistemas desarrollados desde épocas remotas en el Oriente Próximo, tanto por su capacidad para organizar las producciones especializadas como por su capacidad para almacenar y redistribuir los productos. Mientras que Chadwick cree que el comercio micénico tendía a ser un monopolio estatal, Darcque por el contrario piensa que no se debe asimilar la actividad económica palacial descrita por las tablillas con la de la sociedad en su conjunto. Darcque admite que cuando un centro palacial funciona, su poder económico aparece relativamente fuerte y centralizador en un marco regional. López Melero señala que es muy posible que los talleres palaciales trabajaran esencialmente para la exportación, y no para cubrir las necesidades de la población del principado en general dentro de un marco económico redistributivo. Para ella, muchas actividades artesanales se debieron de seguir desarrollando como en épocas anteriores en ámbitos domésticos y reducidos con vistas a la satisfacción de la demanda propia y con vistas al intercambio por otros productos. Parece que en el mundo económico micénico había tanto iniciativa pública como privada. La redistribución de los productos sería organizada y estimulada por el palacio, a pesar de que éste no controlaba toda la producción. Una parte de lo producido por los trabajadores libres llegaría al palacio por vías fiscales.

Dentro de un sistema que imagina rígidamente controlado por el palacio, Chadwick encuentra dificultades para reconocer la existencia de las actividades comerciales independientes desplegadas por individuos particulares. Es probable el establecimiento de mercados locales dentro de las distintas ciudades micénicas. López Melero considera que el que la arqueología no haya descubierto grandes plazas en las ciudades micénicas no es un argumento suficiente para descartar los mercados locales. Pequeños comerciantes itinerantes montarían periódicamente sus tenderetes en lugares consabidos sin dejar huellas arqueológicas de su actividad. Llevarían un control particular de sus propios negocios sin recurrir a tablillas de barro. Estos pequeños comerciantes podrían ser los “praktewones” que mencionan las tablillas palaciales. Para Chadwick, los mercados locales intraurbanos servirían principalmente para que cambiasen de manos los excedentes productivos, no para el modesto enriquecimiento de mercaderes ambulantes. Este autor opta por calificar como discutible la presencia de comerciantes libres y regulares en el mundo micénico.


EL COMERCIO ENTRE LOS PROPIOS PRINCIPADOS MICÉNICOS

El palacio almacena una gran cantidad de productos procedentes tanto de sus propios talleres y tierras como de los ámbitos sobre los cuales ejerce un control impositivo. Algunos de estos artículos se redistribuyen a una población más o menos dependiente en forma de raciones alimentarias, materias primas o productos terminados. No se redistribuye el total porque el palacio debe separar un excedente intercambiable por los productos de los que carece. Ya Chadwick había observado que la capacidad productiva de ciertas industrias palaciales, como la broncista y la textil de Pilo, rebosaba las necesidades intracomunitarias. Ello nos lleva a hablar de los intercambios establecidos por cada principado con otros principados y con ámbitos no micénicos. Determinados productos, como cerámicas, tejidos y aceite, eran elaborados por el palacio ya con conciencia de destinarlos a la exportación. Los distintos principados micénicos se intercambiarían artículos para librarse de sus excedentes y cubrir sus carencias. Ruipérez y Melena indican que la homogeneidad bioproductiva de todo el continente griego hacía insuficientes los intercambios regionales, convirtiendo en casi una necesidad el comercio a mayor escala con ámbitos foráneos. El espíritu aventurero de los griegos micénicos suplió la pobreza con que la naturaleza había dotado a sus tierras y les lanzó a un activo comercio exterior. Aun así es exagerado asegurar que los micénicos cimentaron su prosperidad sobre el comercio. Tenemos escasas pruebas de los intercambios intracontinentales. Una de las pocas pruebas escritas de este tipo de transacciones es una tablilla de Micenas que menciona el envío de tejidos a Tebas. El comercio de cada principado con otros principados sería distinto al comercio mantenido por el centro palacial con otros ámbitos griegos no sometidos a la autoridad de ningún principado. Pero estas diferencias nos resultan bastante desconocidas.


LA APERTURA DE RELACIONES COMERCIALES CON PODERES FORÁNEOS

¿Se hacían expediciones diplomáticas puras para establecer relaciones comerciales u otras más chabacanas acompañadas de atractivas y convincentes baratijas? Probablemente las dos, según el carácter de los interlocutores. Parece que el establecimiento de contactos comerciales con otros pueblos lejanos no sólo se debía a la iniciativa palacial. Ésta correspondería más bien a las relaciones mercantiles que se deseasen propiciar con poderosos estados o con ciudades comerciales de primer nivel. La iniciativa palacial también se haría patente en la búsqueda de productos especialmente necesarios, bien directamente a través de funcionarios estatales o bien por medio de particulares. Es lógico suponer la existencia de navegantes que guiados por un afán de enriquecimiento comercial proporcionaban a sus centros principescos de poder los artículos adquiridos tras muchas peripecias en lugares lejanos. Por tanto habría un interesado entendimiento entre el palacio y comerciantes parcialmente independientes. El comercio exterior micénico sería probablemente más ventajoso cuanto menos desarrollados estuviesen los sistemas socioeconómicos de los pueblos con los que se contactaba. Algunas de las naves comerciales micénicas serían enviadas por el palacio bajo la responsabilidad de funcionarios encargados de abrir y controlar ciertos mercados.

Chadwick señala la indistinción arqueológica de los lugares y estructuras frecuentados por funcionarios mercantiles palaciales y por supuestos comerciantes independientes. El mítico príncipe tebano Cadmo aparece en las fuentes con el apelativo de fenicio, lo que posiblemente aluda a su habilidad mercantil. Este dato es una muestra de la importante iniciativa palacial en lo referente al comercio exterior. El palacio es posible que dirigiese o regulase buena parte de los contactos mercantiles establecidos con ámbitos foráneos. López Melero cree que el intercambio de productos por el sistema del don y el contradón no puede haber sido un instrumento adecuado para la importante proyección comercial exterior de los reinos micénicos. Cabe imaginarlo más bien como una acción diplomática destinada a abrir y garantizar unas relaciones comerciales amistosas entre las partes. Otro factor a tener en cuenta en las exploraciones comerciales micénicas sería la práctica ocasional de la piratería y el saqueo, cuando las circunstancias fuesen propicias y no importase manchar el buen nombre del principado del que se procedía o al que se representaba. Los navegantes que en el mundo antiguo realizaban viajes de carácter comercial no solían descartar las acciones piráticas puntuales. Éstas podían consistir en el asalto de una nave perteneciente a un pueblo o estado no amigo. Otras veces la piratería se cebaba con enclaves costeros mal protegidos frente a inesperadas agresiones foráneas. Parte del botín capturado podía servir a los navegantes como elemento de intercambio en ámbitos en los que adoptaban una actitud amistosa. Lo restante del botín y las adquisiciones comerciales acompañarían a los marineros en el viaje de regreso a sus casas.


COMERCIO PREMONETARIO

Para la época micénica, muy anterior a la invención de la moneda, Ruipérez y Melena consideran que no debemos pensar en un comercio de simple trueque. Tal procedimiento impone una fuerte limitación, pues requiere la coincidencia de dos personas interesadas cada una en el artículo que ofrece la otra. Quizás había funcionarios estatales encargados de redistribuir los géneros que previamente se habían intercambiado globalmente. El intenso comercio micénico invita a pensar en el establecimiento de unos valores relativos. Los convencionalismos de valores no se podían implantar así como así a los pueblos foráneos con los que se comerciaba, por lo que en el comercio interestatal las relaciones de valor serían sólo indicativas, y variables según las áreas. En la Grecia primitiva el precio de un objeto se podía fijar aludiendo a un determinado número de cabezas de ganado. Así Homero fija en bueyes el precio de una armadura. Los lingotes de bronce que aparecen en contextos micénicos pudieron ser una forma de moneda premonetaria. Incluso algunos presentan intrigantes marcas. Tienen forma de piel de buey, la unidad primitiva de equivalencia destinada a facilitar los intercambios comerciales. Sus dimensiones varían entre 22 por 34 centímetros y 72 por 42 centímetros. Una mayoría de los mismos se agrupa en torno a los 28 kilogramos de peso, lo que nos lleva a acordarnos del talento. Otros autores piensan que estos lingotes de bronce eran simples bloques cuya forma estaba ideada sólo para su mejor manejo y transporte.

En el mundo antiguo coexistieron múltiples sistemas métricos patrocinados por entidades diferenciadas. Darcque piensa que los pocos pesos encontrados en Vafio, Micenas, Atenas y Perati no permiten aún reconstruir un sistema de medidas. Ese autor cree que los elementos de balanzas hallados en las tumbas de los lugares citados no tenían seguramente ya ninguna utilidad práctica por sí mismos. López Melero considera que quizás los micénicos practicaban el tipo de intercambio comercial que estaba vigente en los distintos centros que frecuentaban, es decir, una compraventa con pago en especie dentro de un régimen de precios fluctuantes. En esta actividad cabrían prácticas elementales como el trueque y la subasta según las circunstancias. Se establecerían en ocasiones compromisos de intercambio o suministro de productos en unos términos fijados previamente de mutuo acuerdo. Materiales no perecederos, de amplia demanda y cotización tendente al alza, pudieron ser considerados como una forma de pago siempre aceptada, y por tanto serían atesorados con fruición. Es el caso del cobre, que además podía ser utilizado en momentos de necesidad para la fabricación de armas. Parte del cobre estatal procedente de impuestos se guardaría en los templos junto al de las ofrendas. Las actividades comerciales internas recurrirían según López Melero al pago en especie, parcialmente regulado en base a un patrón determinado, como unidades de grano y animales domésticos. Chadwick considera que el precio de un bien se podía expresar a través de un peso dado de metal precioso, pero todavía la investigación tiene que clarificar cuáles eran los patrones micénicos que regulaban las transacciones.


LA ESCASA INFORMACIÓN COMERCIAL DE LAS TABLILLAS

Las tablillas palaciales aportan escasa información acerca de las actividades comerciales micénicas. Esta ausencia de datos es sobrevalorada por Chadwick, como si ella convirtiera en improbable la existencia de mercaderes libres. En opinión de Darcque, las palabras “mercader” y “precio” no parecen constar en las tablillas, lo mismo que el verbo “comprar”, excepto en lo relativo a la adquisición de esclavos. Por tanto a partir de los archivos palaciales es de momento imposible deducir la existencia de comerciantes profesionales en el mundo micénico. Chadwick piensa que, en el caso de que hubiera mercaderes independientes, la inexistencia de moneda limitaría mucho sus posibilidades de enriquecimiento. Discrepa de Darcque en cuanto a que cree que la palabra “o-no” de las tablillas podría significar “precio”. Los textos en que aparece la palabra “o-no” parecen aludir según Chadwick a algún tipo de trueque. Estaríamos por tanto ante textos comerciales de difícil interpretación. El silencio que guardan las tablillas sobre las actividades mercantiles micénicas es poco tenido en cuenta por López Melero, que considera absurdo el determinar a partir de la ausencia de datos escritos la inexistencia de la compraventa, la noción de precio y los mercados. Para ella, la amplia dispersión mediterránea de los productos micénicos es la mejor prueba de los avanzados criterios y mecanismos comerciales de las gentes micénicas.


LOS TRANSPORTES

Los reinos micénicos contaban con una red de caminos interiores que facilitaban el tránsito de las caravanas y los desplazamientos de efectivos militares. Son pocos los restos arqueológicos que se conservan de calzadas. Puestos de vigilancia situados a cada tramo controlaban los caminos para intentar hacerlos más seguros. Es posible que la utilización frecuente de los caminos implicase el pago de un peaje. Los caminos articularían sólo una pequeña parte del comercio interior del continente griego, pues la navegación era más utilizada por sus ventajas de todo tipo y por las características del territorio egeo, lleno de costas recortadas y de islas. Las dificultades propias del transporte terrestre limitaban el comercio, pues sólo los artículos de poco peso y mucho valor merecían el esfuerzo de ser llevados a regiones interiores. Esta apreciación explica el por qué en regiones foráneas los restos arqueológicos de productos micénicos abundan más en las costas que en el transpaís continental de las mismas.

Los barcos permitían un transporte voluminoso y barato. Las representaciones figurativas de barcos que se incluyen en los frescos multicolores de las construcciones de la isla de Thera aportan información sobre los medios de navegación propios de la época del tránsito de los comerciantes minoicos a los micénicos. Se trata de barcos con quilla aplanada, lo que permitía arribar a puertos de poco calado y vararlos en las playas. Tenían elevada proa y espolón en popa, el cual servía como palanca para moverlos en tierra. Contaban con remos dispuestos en fila, cabina para pasajeros y una única vela. Un gran remo situado en la popa servía como timón. Las anclas solían ser grandes piedras de forma regular con una o más perforaciones. Darcque difiere de Ruipérez y Melena en cuanto a que considera que las escasas representaciones figuradas y los escasos modelos reducidos impiden hacerse una idea clara de cómo eran las naves micénicas. Ruipérez y Melena señalan que las embarcaciones, bastante frágiles, seguían preferentemente rutas costeras. Los marinos preferirían no estar mucho tiempo sin avistar tierra. Las navegaciones por alta mar serían minoritarias. Parece que en ocasiones los barcos se dejaban arrastrar por las corrientes marinas, pues el trazado de algunas de ellas engloba los enclaves costeros en que hicieron acto de presencia los comerciantes micénicos.

Los dos conjuntos de pecios encontrados en las costas suranatólicas, cerca de los cabos de Ulu Burun y Gelidonia, proporcionan indicaciones importantes sobre los intercambios realizados en época micénica. El pecio de Gelidonia es de fines del siglo XIII a.C., mientras que el de Ulu Burun es del siglo anterior. Ambos transportaban esencialmente lingotes de cobre con forma de piel de buey. El barco hallado en el cabo Gelidonia llevaba además herramientas, cestos, cerámica para uso doméstico, algunos objetos preciosos y pescado, que pudo servir como alimento a la tripulación. El pecio de Ulu Burun contenía vasos sirios, chipriotas y micénicos. La multiplicidad de orígenes de los productos transportados por ambos barcos impide conocer la “nacionalidad” de éstos, pero al menos se sabe que en el momento de hundirse seguían una ruta de Oriente a Occidente. Como el estaño y ciertos instrumentos están presentes en los barcos hundidos, Darcque piensa que la fabricación y reparación de objetos broncíneos podrían realizarse en el interior de las naves durante las escalas.


¿QUÉ SIGNIFICA HALLAR CERÁMICA MICÉNICA FUERA DEL MUNDO MICÉNICO?

Darcque considera que los habitantes del continente griego no siempre acompañaron a las cerámicas encontradas fuera de éste. La cerámica micénica implica la existencia de un contacto con la cultura micénica, pero quizás sólo indirecto. Su significado parece variar mucho de una región a otra, en función de la cantidad y la tipología de los materiales. Evaluar la difusión de la civilización micénica a partir de la dispersión de la cerámica sería una incoherencia. Darcque señala que teorías exageradamente difusionistas han dado paso a otras que determinan que objetos muy similares pueden ser fabricados en regiones alejadas por influencias culturales que no siempre implican migración de gentes. Este autor alude al fracaso de quienes, a partir del estudio de la composición de las materias primas importadas por los micénicos, han pretendido dilucidar los ámbitos frecuentados por los mismos. Las investigaciones que sólo tienen en cuenta las producciones utilitarias únicamente permiten establecer la existencia de intercambios de un punto a otro o revelar eventuales influencias de orden cultural. Si se quiere señalar la presencia real de micénicos en una región foránea debe recurrirse a vestigios arqueológicos dotados de un significado sociocultural más profundo que el de los objetos utilitarios. El estudio de las construcciones, las costumbres y el mobiliario funerario no señalan la prolongada presencia micénica en muchos de los lugares donde hay cerámica micénica. Ello nos obliga a revisar viejas tesis partidarias de un masivo colonialismo micénico, a la vez que nos invita a pensar en la rápida transformación de la cultura de los micénicos emigrados.

Los ámbitos no griegos en que han aparecido figuritas micénicas y sellos micénicos son más susceptibles de haber conocido una presencia de gentes llegadas del continente griego que aquellos ámbitos en los que sólo hay cerámica micénica. Darcque señala la aparente contradicción que existe entre la amplia difusión de la cerámica micénica y la limitada difusión de elementos probatorios de la presencia de gentes micénicas. Esta contradicción quizás revela que los micénicos mantuvieron constantes relaciones comerciales con los otros pueblos de la ribera mediterránea sin necesidad de instalar factorías o colonias. La ocupación efectiva de los lugares con los que comerciaban los micénicos sería por parte de éstos minoritaria. Es reseñable el hecho de que regiones muy cercanas al mundo micénico, como Macedonia y Tracia, recibieron ínfimas cantidades de material micénico, mientras que otras más alejadas importaban cantidades considerables. La difusión de artículos micénicos en el mundo mediterráneo enseña más sobre la dirección tomada por los intercambios que sobre su naturaleza.


INDICACIONES ARQUEOLÓGICAS SOBRE EL COMERCIO EXTERIOR MICÉNICO

Los datos de que disponemos para conocer el comercio exterior micénico son principalmente restos arqueológicos. Del comercio de los productos perecederos apenas quedan huellas arqueológicas. En cuanto a los objetos de metal, fueron en su mayoría refundidos en épocas posteriores para su nueva utilización. Los tejidos y otras sustancias orgánicas se descompusieron inevitablemente antes de llegar hasta nosotros. Es sin duda la cerámica la gran protagonista de los indicios arqueológicos del comercio micénico. Las más numerosas huellas cerámicas del comercio micénico corresponden al Heládico Reciente III B, período comprendido entre 1300 y 1190 a.C. aproximadamente. El hecho de que encontremos en el mundo micénico pocos objetos procedentes de otras áreas indica que la balanza comercial era ampliamente favorable a los micénicos, si bien parte de los productos importados es irrastreable por su carácter efímero. El comercio exterior micénico fue sin duda expansivo y vigoroso. Alcanzó un volumen nada despreciable. Recurriría a intermediarios para llegar a regiones excesivamente lejanas. A su vez los micénicos actuaban como intermediarios comerciales entre regiones distanciadas. Los micénicos obtenían importantes cantidades de materias primas a cambio de productos manufacturados de escaso valor intrínseco. Algunas de las materias primas importadas a bajo coste eran transformadas en productos lujosos susceptibles de una ventajosa exportación.


IMPORTACIONES

Entre las importaciones efectuadas por los comerciantes micénicos podemos incluir en primer lugar ciertos metales, como el cobre, el estaño y el oro. Como el cobre balcánico era escaso, los micénicos tenían que recurrir al foráneo, procedente en su mayor parte de Chipre. El propio nombre de esta isla deriva del término griego que servía para designar al cobre: “Kypros”. El oro era cicládico y nubio. Este último lo obtenían los micénicos empleando como intermediarios comerciales a los egipcios. El nombre griego de oro, “Khrysos”, es un préstamo semítico, cuya introducción en el mundo micénico sólo puede atribuirse al comercio. La procedencia del estaño importado por los micénicos ha dado lugar a discusiones. Quizás el primer estaño era de origen oriental, como defiende Darcque. Más tarde los micénicos abrirían rutas hacia Occidente para abastecerse de este metal, que entraba en un diez por ciento aproximadamente en la aleación del bronce antiguo. Chadwick considera que los micénicos buscaron alumbre, que encontraron fundamentalmente en Chipre. El alumbre servía para que los tejidos asumieran por más tiempo y con más viveza los colores de los tintes.

En los yacimientos micénicos nos encontramos con objetos de marfil, materia que evidentemente no se daba en el continente griego. Las técnicas de manufacturación del marfil revelan que éste procedía principalmente del ámbito sirio, donde desde el 1600 a.C. está atestiguada la presencia de elefantes, llevados por los egipcios. Un porcentaje menor del marfil importado era de origen africano. Los artesanos micénicos tallaban primorosamente el marfil, con el que ornamentaban cofres y piezas de mobiliario. De las orillas del Báltico llegaba el ámbar, resina fósil apreciada por su color, su brillo, sus inclusiones y sus sorprendentes propiedades eléctricas. Era utilizado para realizar cuentas de collares y amuletos. El ámbar llegaba por rutas centroeuropeas hasta el Adriático, donde era adquirido por los navegantes micénicos. La mayor concentración arqueológica de ámbar se da en las tumbas de la costa Oeste del Peloponeso. A inicios del Heládico Reciente III, hacia 1400 a.C., las importaciones de ámbar, que tan considerables habían sido durante los dos siglos precedentes, disminuyeron de forma notable. Y es que quizás se encareció su obtención o se pasó de moda. El ámbar, aunque más escaso, pasó a estar más disperso. Con piedras preciosas importadas los micénicos realizaban objetos suntuarios que luego parcialmente exportaban. Entre estas piedras preciosas estaba el lapislázuli. En las islas Lípari y en la isla cicládica de Melos los comerciantes micénicos se abastecían de obsidiana, vidrio oscuro de origen volcánico que se fractura con aristas muy vivas. La obsidiana servía para hacer puntas de flecha, hojas de cuchillo y otros utensilios cortantes. Su utilización fue mayor cuando escaseaban los metales.

Entre los productos fungibles importados por los micénicos destacaba probablemente el trigo, que servía para paliar el casi permanente déficit del mismo del que adolecía el continente griego. Del marco ugarítico y próximo-oriental se traían ciertas especias, como el comino y el sésamo. Se pretendía así hacer más agradables al paladar los alimentos. Las palabras griegas que aluden a ambos productos son préstamos semíticos. Y es que a veces los micénicos optaban por importar no sólo artículos, sino también sus nombres, ligeramente modificados. Aunque en el continente griego había bastantes bosques, los micénicos importaban de Oriente algunas maderas preciosas, como el ébano y el cedro, destinadas en parte a su reexportación. Los “doero”, esclavos, fueron objeto de comercio en el mundo antiguo. Entre los micénicos parece que el número de esclavos no fue grande. El status de los mismos no está muy claro en la información aportada por los archivos palaciales. Tanto el comercio como la piratería servirían a los micénicos para hacerse con esclavos. No sabemos si los micénicos actuaron como intermediarios en el comercio de esclavos. Ruipérez y Melena indican que la calidad artística de ciertas producciones micénicas de los siglos XVI y XV a.C. hace pensar en la llegada de artesanos procedentes de Creta. Por lo tanto es posible que los micénicos de los períodos Heládico Reciente I y II se hiciesen con los servicios de artesanos foráneos para aprender de ellos complejas técnicas manufactureras. Algunas veces emplearían la amable persuasión y otras la violencia para llevarse a estos artesanos al continente griego.


EXPORTACIONES

Hay muestras de cerámica micénica diseminadas por buena parte de las costas mediterráneas. Y es que la cerámica era uno de los principales artículos exportados por los micénicos. El éxito mediterráneo de la cerámica micénica se debió en gran medida a que ésta resultaba atractiva a los clientes potenciales. En general, este atractivo le venía dado por la calidad de su barro, la técnica de cocción a altas temperaturas, la perfección de sus formas y la belleza de su decoración. Junto a los vasos y ánforas hay que aludir a los jarrones con asa en forma de estribo. La cerámica micénica era adquirida por otros pueblos mediterráneos tanto por sí misma como por servir de contenedor de los productos exportados por los micénicos. Sólo una pequeña parte de la cerámica exportada era de producción palacial. Las cerámicas hechas en los talleres palaciales eran las más valoradas por los mercados foráneos, pues su carácter suntuario hacía que fuesen utilizadas por los compradores como elementos de ostentación social. Los palacios también asumían la producción de vestidos y objetos metálicos, que estaban destinados parcialmente a su comercialización en mercados exteriores. Armas y herramientas cupríferas y broncíneas proclamaban en los mercados mediterráneos el poderío y esplendor económico micénico. En líneas generales, las producciones de los palacios eran más refinadas que las de los artesanos particulares. Objetos importados eran trabajados con preciosismo para su posterior reexportación. Por tanto los micénicos abastecían de arte los mercados tras tallar y modelar las materias primas adquiridas en los mismos.

Los micénicos actuaban como intermediarios en el comercio de algunos artículos. Así, canalizaban hacia Egipto el ámbar. Los micénicos también suministraban a los egipcios madera, tanto la de sus propios bosques como la obtenida en mercados próximo-orientales. Los egipcios denominaban a los comerciantes micénicos “tinai”. Éstos reemplazaron a los “keftiu”, comerciantes minoicos que en las representaciones egipcias aparecen portando ofrendas destinadas al faraón. Y es que los egipcios tendían a ver como inferiores a todas las gentes llegadas desde fuera de su territorio. El comercio egipcio-minoico había estado acompañado de una especial diplomacia del regalo. Con los micénicos las relaciones comerciales fueron quizás más expeditivas y menos ceremoniales. Parece que fue durante el reinado de Amenhotep III (1391 – 1353 a.C.) cuando se produjo el paso de los “keftiu” a los “tinai”. La producción textil de la Creta palacial micénica estaría orientada en gran medida hacia los mercados egipcios. La dispersión que se produjo por entonces de cuentas de pasta vítrea por la cuenca mediterránea se debió seguramente en gran parte a los comerciantes micénicos. Entre los productos fungibles exportados por los micénicos estaban el vino y el aceite. En opinión de López Melero, los compradores de aceite daban a éste varios usos entre los cuales el alimentario era marginal. También los micénicos exportaban óleos perfumados. Entre los metales que abundaban en la Grecia continental estaban la plata y el plomo, que serían posiblemente artículos de exportación.


LA EXPANSIÓN MICÉNICA

El estudio del comercio micénico nos lleva con facilidad a hablar de la expansión colonial micénica por el Mediterráneo. Ya sabemos las dificultades que existen para distinguir, a partir del hallazgo de objetos micénicos, un comercio indirecto, una presencia real, un enclave con producción “in situ” y una auténtica colonia. En Creta fueron fundados asentamientos de colonos micénicos que desarrollaron su vida a la par de los poblados minoicos. El proceso de helenización no afectó por igual a todas las regiones de la isla, si bien se aprecia una distribución bastante homogénea de los poblados y necrópolis micénicos. Uno de los principales y más antiguos enclaves micénicos de Creta fue Cidonia. En los alrededores de los destruidos palacios minoicos surgieron edificaciones micénicas que actuaron como centros de poder. López Melero no cree que la cultura tradicional minoica resurgiera al eclipsarse el mundo micénico. En las Cícladas se aprecia la progresiva sustitución de la influencia minoica por la influencia micénica. A veces la ruptura cultural parece más rápida, pero Darcque no la atribuye a un naciente imperialismo micénico. Este autor distingue tres fases en las relaciones mantenidas por el continente y las Cícladas desde mediados del siglo XV a.C. hasta mediados del siglo XI a.C. Hasta 1250 a.C. los micénicos ejercieron un control notable sobre emplazamientos cicládicos concretos, entre los que destaca Filakopi. Durante el turbulento período posterior se aprecia la fortificación aislacionista de muchos asentamientos cicládicos, que no sufrieron en general importantes destrucciones. Y ya en el siglo XII a.C. se experimenta en las Cícladas un período de relativa prosperidad que favoreció la reanudación de las relaciones con el continente, de cuya degeneración se contagiaron a lo largo del siglo XI a.C.

En el Dodecaneso en un principio los comerciantes micénicos establecieron contactos con los lugares frecuentados antes por los minoicos. Y a partir de estos enclaves extendieron su red de relaciones. López Melero ve la isla de Rodas como el centro micénico más importante fuera de la Grecia continental. A pesar de la presencia en Ialysos de tumbas de cámara de tipo micénico y de piezas micénicas realizadas “in situ”, Darcque cree que los micénicos aparecieron en Rodas no para colonizar la isla, sino para controlar mejor las redes de intercambio que conectaban con ámbitos más orientales. En la isla de Kos y en la Caria anatólica no hubo para Darcque una presencia micénica muy fuerte, si bien estas regiones cuentan también con tumbas de características similares a las del continente griego. Este autor reduce a contactos esporádicos la presencia micénica en el resto del Dodecaneso, en Cilicia y en el Noroeste anatólico, al menos hasta la diáspora causada por la caída de los principados. El principal enclave anatólico de los micénicos era Mileto, que contaba con poderosas estructuras defensivas. Éstas se nos presentan quizás como una prueba de las dificultades que encontraron los comerciantes micénicos para penetrar en mercados anatólicos. Incluso se ha llegado a hablar de un bloqueo hitita al comercio micénico como explicación de la falta de restos arqueológicos que indiquen contactos entre ambos mundos. Los textos hititas hacen referencia a un reino llamado “Ahhiyawa”, término que quizás revela la prolongada presencia aquea en un contexto anatólico. La abundancia de cerámicas micénicas en la Tróade nos invita a pensar en los intereses que las gentes de la Grecia continental tenían en esta región, estratégica para el control económico y militar del Helesponto (Estrecho de los Dardanelos). López Melero concede más crédito histórico a la guerra troyana relatada por Homero que Darcque, el cual tiende a desbaratar las viejas tesis que veían micénicos en todas partes.

La presencia económica micénica fue constante y fuerte en Chipre desde inicios del siglo XIV a.C. Parece que las gentes de la isla asumieron inicialmente para los micénicos el papel de intermediarios en el comercio con Oriente. Chadwick indica cómo en tablillas micénicas de diferentes palacios alusivas a transacciones aparece la palabra “kuprius”, que podría significar “el chipriota”. La confirmación de este dato probaría la función de enlace comercial ejercida por los chipriotas. Además, cerámicas chipriotas acompañan constantemente a las micénicas en los yacimientos del Levante mediterráneo. Parece que Chipre pudo permanecer neutro a las ambiciones de hititas y egipcios, lo que le permitiría desplegar activas operaciones comerciales con el patrocinio micénico. Los signos de presencia micénica aumentaron progresivamente en la isla. La arqueología ha documentado un período de destrucciones tras el cual la isla adquiere un mayor carácter griego. Y es que posiblemente las turbulencias de los principados micénicos motivaron el establecimiento masivo de colonos griegos en Chipre.

En el Levante mediterráneo, de Amman a Karkemish, hay más de ochenta establecimientos en los que se ha hallado cerámica micénica. Se trata principalmente de enclaves costeros que en ocasiones canalizaron objetos micénicos hacia regiones interiores. Ugarit (Siria), establecimiento favorecedor del comercio internacional, parece que contó con un barrio de comerciantes egeos. López Melero indica que Ugarit fue una vía fundamental para la interrelación cultural, religiosa y literaria de los mundos semita y micénico. Tarso, Biblos y Alalakh son otros enclaves próximo-orientales con importantes restos indicativos del comercio micénico. López Melero piensa que los micénicos no tuvieron gran éxito en sus intentos de cubrir los mercados egipcios abandonados por los minoicos. Darcque también señala que la presencia de comerciantes micénicos en Egipto fue precoz pero limitada. El mayor depósito de cerámica micénica en territorio egipcio es el de Tell el Amarna, y parece corresponder a mediados del siglo XIV a.C., durante el reinado de Akhenatón (1353 – 1336 a.C.). López Melero considera que la fortaleza de los estados hitita y egipcio impidió a los micénicos hacer más intensa su presencia en el Levante mediterráneo. Algunos de los pueblos del mar que hacia el 1200 a.C. conmocionaron el Mediterráneo Oriental fueron probablemente micénicos. En este sentido son reveladoras las características micénicas de la cerámica filistea. La leyenda de Jasón y los argonautas, que llegaron hasta la Cólquide en busca del vellocino de oro, parece conservar el recuerdo mítico de viajes micénicos a las costas del Mar Negro en busca de lana y otros productos.

A partir de fines del siglo XIII a.C., los lazos entre la metalurgia micénica y la de otras regiones europeas se estrecharon. Armas, alfileres y fíbulas adquieren tipologías similares en amplias zonas del Sureste europeo. Están atestiguados los contactos comerciales esporádicos entre los micénicos y los ilirios. En el Mediterráneo Central la presencia micénica no deja de fascinar a los estudiosos. Dentro de la península Itálica, los materiales micénicos están presentes en Apulia, el golfo de Tarento y Posidonia. Causan cierta admiración los testimonios micénicos hallados en un enclave interior de Etruria: Luni sul Mignone. Ischia y las Lípari ofrecen abundantes pruebas de la presencia comercial micénica. En Sicilia los navegantes micénicos prefirieron las costas Surorientales, si bien hay también restos suyos en puntos tan interiores como Pantálica y Morgantina. En el Sur de Cerdeña destacan los materiales micénicos hallados en el yacimiento de Sarrok. En general se tiende a pensar en nuestros días que la influencia micénica sobre el Mediterráneo Occidental fue más bien leve y de orden cultural, fruto de interacciones discontinuas, que casi nunca implicaron la llegada real de gentes griegas. Darcque incluso prefiere hablar más de influencia oriental que de influencia propiamente micénica. Las ansias que los micénicos mostraron por la adquisición de metal no se correspondían seguramente con una capacidad real para explorar de forma reiterada las costas ibéricas y atlánticas. En el yacimiento del Llanete de los Moros, en Montoro (Córdoba), excavado por Martín de la Cruz, se encontraron en 1985 dos pequeños fragmentos de cerámica micénica. Estos fragmentos no prueban la presencia de comerciantes micénicos en la península Ibérica, pero sí la conexión del enclave con rutas comerciales que alcanzaban el Mediterráneo Oriental.


BIBLIOGRAFÍA:

-Chadwick, John; “El mundo micénico”; Alianza Editorial; Madrid; 1977.
-Blázquez, José María; López Melero, Raquel; Sayas, Juan José; “Historia de Grecia Antigua”; Editorial Cátedra; Madrid; 1989.
-Treuil, R., Darcque, P., Poursat, J. C., Touchais, G.; “Las civilizaciones egeas. Del Neolítico a la Edad del Bronce”; Editorial Labor – Nueva Clío; Barcelona; 1992.
-Ruipérez, M. S. y Melena, J. L.; “Los griegos micénicos”; Biblioteca Historia 16; Número 26; Madrid; 1990.