Dedicamos la presente comunicación a una pieza antigua de carácter devocional, una medalla religiosa en la que aparecen Santa Quiteria y sus ocho hermanas. Es una medalla de latón de 37’3 milímetros de diámetro y 21’6 gramos de peso, fundida en Roma a fines del siglo XVIII. Entre los elementos indicativos de su antigüedad, y que pueden ser orientativos para fechar piezas similares, están la posición del asa, el tipo de relieve, el acusado desgaste y el gran módulo. Iremos describiendo estos aspectos. El asa, destinada a recibir la cadena que convertiría la medalla en colgante, se dispone transversalmente con respecto al plano principal de la pieza. En el siglo XX y hasta la actualidad el tipo de asa preferente en las medallas religiosas va en el mismo sentido que la superficie grabada, usándose a menudo además una argolla intermedia para conectar con la cadena. El relieve de la medalla que nos ocupa sobresale bastante con respecto al plano que sirve de fondo a la representación, frente a otras medallas y monedas más recientes en las que el relieve es mucho menos acentuado. Es precisamente este gran relieve el que favoreció el desgaste de la medalla, hasta el punto de no poder apreciarse ya los rasgos del rostro de la Santa. El intenso desgaste revela su prolongado uso, el hecho de que tuvo que ser un objeto de culto importante al menos para una persona, o tal vez para varias de distinta generación. Finalmente para la datación de la medalla es interesante valorar su gran módulo, el cual contrasta con el diámetro menor que se fue imponiendo luego en este tipo de muestras materiales de fe.
En cuanto al tratamiento iconográfico, Santa Quiteria aparece en el anverso de la medalla en posición bastante frontal, con la cabeza ligeramente ladeada, con nimbo y corona. Esta última alude a su origen principesco o a la recompensa divina. Lleva la cabellera larga y suelta. Sus ropas son anchas, mostrándose en la imagen algo menos de medio cuerpo. Con una mano sujeta la palma que indica su destino martirial, su sufrimiento en la tierra por causa de la fe, y con la otra un libro abierto, las Sagradas Escrituras. La inscripción latina que la rodea abrevia “Santa Quiteria, Virgen y Mártir”. Sus ocho hermanas están representadas en el reverso, rodeadas también de una inscripción en latín y con abreviaturas, alusiva a las “Santas Vírgenes y Mártires Hermanas de Santa Quiteria”. Cada una de las ocho muchachas porta una palma. Cinco están en primer plano, con vestidos largos que no impiden ver sus pies, y otras tres asoman por detrás. Sobre las ocho jóvenes nimbadas hay una paloma, cuya luz irradiada revela que no es una simple paloma, sino también signo de la presencia confortadora del Espíritu Santo. En el exergo, bajo una moldura, tanto en anverso como en reverso, está el nombre del taller emisor, la ciudad de Roma, la productora por antonomasia de medallas religiosas, al ser la sede del Papado. El borde interno de las dos representaciones tiene un resalte perimetral que sirve de marco circular.
Esta fría descripción se queda lejos del sentido religioso que pudo atribuir a la medalla su portador, el cual dotaría a la pieza de una serie de significados personales añadidos. Su conocimiento sobre las historias y leyendas vinculadas a Santa Quiteria sería mucho más limitado que el disponible ahora gracias a internet. Ello no impediría que se creara cierto vínculo entre la persona dueña de la medalla y la Santa a la que hacía referencia. Solemos pensar que esta clase de objetos era de uso más común entre las mujeres que entre los hombres, si bien había también casos de utilización masculina de tales medallas como elementos de protección espiritual. El catolicismo, a diferencia de otras ramas del cristianismo, es claramente partidario de la iconodulia, es decir, del empleo de imágenes para mover hacia la fe. La veneración de los santos a través de sus imágenes permite al fiel buscar una mayor conexión con la humanidad real de dichos santos. El creyente recurre a la labor de intermediación de los santos para conseguir favores de Dios, apoyándose en ocasiones en sus imágenes, sometidas a ciertos estándares, fruto de la tradición. En el caso de santos recientes, las fotografías se convierten en un elemento de evocación muy poderoso, al tenerse constancia fidedigna de la imagen real que tuvo la persona en vida.
La carga de una imagen religiosa sería teóricamente mayor cuantas más personas la tuviesen como referencia en el culto, o cuanto más virtuoso fuese el comportamiento de sus devotos. Pero ello sin perder la perspectiva de que se trata de simples imágenes. Así, por ejemplo, si se cae y se rompe una figura de escayola que representa a un santo o a una santa, ello no debe ser una tragedia. Entre los últimos casos de destrucción casual de imágenes religiosas están la acción de los rayos sobre monumentos y la caída de pasos procesionales. A ello hay que añadir las azarosas reacciones que a lo largo de los siglos ha habido en diferentes culturas y países contra los cuadros y demás representaciones de Dios, la Virgen y los santos, al considerarse que alejaban de la verdadera fe o al identificarlas con el aparato ideológico diseñado por los opresores del pueblo. Y es cierto que la Iglesia, a través por ejemplo de los tribunales de la Inquisición, provocó gran sufrimiento desde fines de la Edad Media en varios niveles sociales, combatiendo con terrible celo, plagado además de errores, a supuestos herejes y falsos conversos. No habría sido del agrado de los mártires cristianos comprobar que siglos después de su tormento se utilizaba la fe cristiana para humillar, torturar y conducir a la muerte a los sospechosos de heterodoxia. El grado de calidad artística alcanzado en las representaciones religiosas tenía como objetivo hacer más patente la presencia de las fuerzas espirituales sobre el mundo, si bien muchos fieles consideraron que tales refinamientos podían ser hojarasca que dificultase la profesión de una fe sencilla y verdadera. Las distintas corrientes del cristianismo reflejan las diferentes actitudes mantenidas hacia los iconos, mostrando algunas de estas tendencias más escrúpulos para evitar caer en la idolatría.
En un pueblo de la provincia de Zaragoza participé hace años en el vaciado interior, dispuesto por el Ayuntamiento, de una vivienda que iba a ser derruida por encontrarse en malas condiciones. Sus moradores habían sido un matrimonio mayor fallecido algún tiempo antes. El lugar impresionaba mucho por el hecho de que sus pertenencias estaban tal cual las dejaron antes de morir. Era como si fueran a entrar en cualquier momento por la puerta. Sus armarios estaban llenos, como el de cualquier familia en el curso normal de su existencia. La documentación indicaba que el hombre había sido legionario en el Sáhara. A lo largo de las operaciones desplegadas aparecieron por distintos sitios de la casa bastantes medallas religiosas, algunas de ellas de gran módulo y antigüedad. Fui juntándolas y al terminar se las pedí al alcalde, al maravillarme todo este tipo de objetos. Me indicó que no podía dármelas, ya que se había comprometido a entregar a las monjas los objetos religiosos que encontrásemos. A cambio me dio un transistor para poder escuchar el fútbol. En aquel momento me supuso bastante fastidio el no poder quedarme esas piezas, pero a la larga me alegro, ya que el modo de adquirirlas no habría sido del todo respetuoso y digno; no era una compra en un mercadillo, sino más bien el escrutinio de despojos.
Otro hecho que me extrañó vivamente, esta vez en el Pirineo oscense, es que las ermitas estuviesen en muchos casos abiertas, incluso en parajes desolados, llenas de objetos de culto, sin que nadie osase llevárselos. Esa despreocupación por los bienes dice mucho en favor de la gente del lugar. Ni se les pasa por la cabeza que alguien vaya a pretender robar en un espacio sagrado, como si ello implicara el castigo de la locura. Lo digo por una leyenda de Bécquer, “La ajorca de oro”, en que un joven enloquece al intentar robarle una joya a una imagen de la Virgen en la catedral de Toledo, con idea de dársela a su amada, que se había encaprichado de ella. Al valorar los objetos devocionales, como las medallas religiosas antiguas, una consideración podría ser si dichas piezas conservan o no algo inmaterial, intangible, de los que fueron sus dueños, de los que creyeron en la fuerza inspiradora de tales elementos. El poder de determinados objetos es en mi opinión indirecto, viene de la carga de su simbolismo, no es un poder directo, al no revestir carácter mágico. Un objeto religioso basaría en este sentido su fuerza en que puede suscitar en el fiel una serie de reacciones positivas, a nivel interior y relacional. Lo mismo se podría aplicar a otro tipo de objetos que, sin tener un origen espiritual, sí que son capaces de transmitir paz, alegría, sosiego, ímpetu, calma, capacidad de acción… por las connotaciones que tienen por sí o que han ido adquiriendo para nosotros. El regalo acertado que nos hace una persona querida podría tener este tipo de efectos positivos, de poder indirecto, llegando en algunos casos este simbolismo a ser enormemente motivador.
Desde que el hombre es hombre, éste siempre ha sobrevalorado los objetos, su capacidad para aportar dicha. Siempre los ha envuelto y confundido con su comprensión incompleta del mundo. Los objetos se multiplican ya a un ritmo exponencial, amenazan con inundar cada paisaje. Metáfora de ello son los plásticos, tan útiles para todo, pero cuyos componentes acaban terriblemente imbricados con la tierra y los océanos. La importancia de los objetos para el hombre primitivo se aprecia por ejemplo en la existencia de los ajuares funerarios, en su deseo de ser acompañado en el tránsito de la muerte por determinados elementos que fueron para él importantes en vida o que ilustraban su estatus o el aprecio de sus allegados. En el cristianismo inicial se intentó fomentar el desapego hacia los objetos materiales, que dejaron de formar parte también de los enterramientos. Los objetos han sido con frecuencia usados para interrelacionar generaciones, ayudando a no olvidar a los familiares fallecidos o a los personajes ilustres. Al interactuar con los objetos, no debe perderse nunca la perspectiva humana, no deben colocarse las cosas por encima de las personas, por si acaso a la conciencia le diera por interpelarnos. Las treinta monedas de plata que cobró Judas por entregar a Cristo enseguida se le volvieron en las manos algo odioso, enseguida el apóstol quiso deshacer lo hecho.
Los problemas personales que generan las acumulaciones de objetos han sido recientemente tratados por programas televisivos, y están en la base de un libro de gran éxito, “La magia del orden”, en el que su autora, la japonesa Marie Kondo, traza una especie de relación entre la vida plena y la compañía de pocos objetos, supervivientes de duras cribas y colocados de modo armónico. No comparto con ella la eliminación tan radical de numerosos objetos, estando mi postura más del lado de los coleccionistas. Pero sí que suscribo lo que ella indica con respecto al orden y su efecto psicológico beneficioso. Me sorprendió el hecho de que antes de tirar un objeto ella se despide agradecida de él por los servicios prestados. Me recordó que yo hacía algo parecido cada vez que tiraba mis botas destrozadas de fútbol-sala. Parece que en la tradición japonesa se da cierto diálogo entre los objetos y su propietario, lo que enlaza en cierta medida con las atribuciones de las que venimos hablando en el presente texto, y que convertirían a los objetos en distribuidores de buenas o malas sensaciones, en función principalmente de las connotaciones que nosotros mismos les añadimos. En la mentalidad japonesa tradicional se considera que muchos objetos están dotados de cierta ánima, especialmente los muñecos, a los que se les hace incluso despedidas rituales. También es frecuente en muchas culturas, más ligadas a la naturaleza que la nuestra, antes o después de alimentarse de un animal, agradecer al mismo la aportación de su vigor.
No es una coincidencia que las medidas tan extremas, ahora muy popularizadas, de tirar a la basura tantos objetos innecesarios para poder ser más feliz provengan de Japón, ya que allí el espacio es un problema de gran importancia, al tratarse de un país superpoblado. El exagerar a la hora de querer tirar cosas puede hacer que se pierdan irremediablemente elementos de gran valor sentimental, de cierto valor económico, de carácter histórico, de interés documental… En países menos desarrollados la gente se piensa mucho más eso de tirar los objetos, al no poder suplirlos en caso necesario con tanta facilidad. Un fenómeno curioso fueron las llamadas hogueras de las vanidades, esporádicamente organizadas en las ciudades italianas del siglo XV dentro de un movimiento espiritual renovador y rigorista, el cual provocó que fueran consumidos por el fuego instrumentos musicales, obras de arte, vestidos caros, piezas refinadas y otros muchos objetos, considerados como exaltaciones de lo mundano. La más célebre de estas hogueras fue la impulsada por Savonarola en Florencia durante el carnaval de 1497. En cambio lo que se quema aún hoy en día en las hogueras de la noche de San Juan son muebles y trastos viejos para representar el deseo de renovación vital. Precisamente este santo, San Juan Bautista, es paradigma del desapego hacia las cosas y de la frugalidad, al haber pasado bastante tiempo en parajes semidesérticos, alimentándose de miel e insectos.
La colocación equilibrada de los objetos cotidianos en el espacio familiar disponible para que genere formas de vida más saludables es uno de los aspectos tratados desde hace siglos por el feng shui, disciplina surgida en China. Sus técnicas pretenden atraer la buena fortuna. Los coleccionistas, para poder disfrutar más de los objetos que han ido acumulando con el tiempo, deben intentar resolver bien el reto de clasificar y ordenar adecuadamente todo ese material, disponiéndolo de forma que cualquier pieza buscada sea fácilmente accesible. A la vez, la libre circulación por la casa, convertida casi en museo, no debe quedar menoscabada, para lo cual se hacen imprescindibles las estanterías, las cajoneras, las vitrinas, los planeros… Uno de los aspectos más interesantes de coleccionar objetos antiguos de pequeño tamaño y gran durabilidad es el viaje temporal que se realiza al examinarlos, fechándolos, contextualizándolos, limpiándolos… La pequeña pieza se convierte en nexo de unión entre el ciudadano actual y la generación que la creó y puso en circulación. Imaginemos por ejemplo las peripecias de una moneda tardorromana, las distintas personas de esa época que la tuvieron en sus manos, hasta que un día una de esas personas vio con sus propios ojos llegar a los jinetes de los pueblos bárbaros, que siguieron admitiendo este tipo de piezas en sus transacciones. Las convulsiones generadas en los estamentos del poder hicieron menos sistemáticas las recogidas del viejo numerario para los procesos de reacuñación, gracias a lo cual muchas de esas monedas bajoimperiales pudieron seguir existiendo, llegando en bastantes casos hasta la actualidad. Si es cierto que puede establecerse un diálogo entre los objetos y las personas, entonces las cosas antiguas tienen más que contarnos, puesto que ha sido más dilatada su existencia, y tal vez, y ahí está lo emocionante, pueden decirnos más sobre otras personas que vivieron hace mucho. Imaginemos una carta de amor dentro del correo interceptado en la guerra de Independencia, guardada en un archivo, sin que jamás llegase a su destino. Se trata de un caso real. Esa carta puede ser ahora leída. Podemos saber lo que sintió con todo detalle la persona que escribió la misiva.
Al estar esperando hace unos días en la puerta de una administración de lotería madrileña me percaté de que el logotipo del sitio consistía en una chulapa sosteniendo un objeto encarnado. Al fijarme más detenidamente me di cuenta de que se trataba de una fíbula de caballito, es decir, un broche para la vestimenta usado por los celtíberos y otras etnias del Norte peninsular en los siglos III y II a.C. Es un tipo de objeto bien documentado por ejemplo en las tumbas de Numancia, de cuya caída en poder romano se cumplen ahora 2150 años. El representarlo en rojo, a pesar de ser un objeto de bronce, en el cristal de la administración parece querer llamar la atención sobre el mismo. Cavilando, y con el peligro subsiguiente de caer en el error de la sobreinterpretación, imaginé que el dueño del establecimiento consideraba dicho objeto como una especie de pieza extraordinaria, capaz, por su antigüedad, belleza orfebre y fuerte simbolismo, de atraer la suerte. Esto nos permite enlazar nuevamente con la discusión de si los objetos, prescindiendo de la función concreta con la que fueron diseñados, pueden tener algún tipo de poder indirecto, relacionado precisamente con los estímulos, positivos o negativos, que nos despiertan su uso, custodia o contemplación. Dentro de las tendencias decorativas minimalistas, hay quien opta por quedarse o dejar a la vista simplemente aquellas piezas que le transmiten alegría, buenas vibraciones, desechando o guardando en cajas las que no le aportan dicha energía. Científicamente lo lógico sería pensar que la energía no viene de esos objetos, sino que radica en uno mismo, que es quien en definitiva divide en categorías sus pertenencias, adjudicando a éstas lugares de mayor o menor relevancia en el hogar.
Pongámonos ahora en otro caso. El poeta toledano Garcilaso de la Vega, fallecido en 1536, alude en su égloga primera, de sustrato autobiográfico, a dos pastores, Salicio y Nemoroso. El primero de ellos se lamenta por haber sido rechazado por Galatea, mientras que el segundo llora la pronta muerte de su amada Elisa. En un determinado momento Nemoroso dice: “Tengo una parte aquí de tus cabellos, / Elisa, envueltos en un blanco paño, / que nunca de mi seno se m’apartan; / descójolos, y de un dolor tamaño / enternecer me siento que sobre’llos / nunca mis ojos de llorar se hartan”. El pastor guarda recogidos mediante un cordón algunos cabellos de su amada. Esos cabellos le sirven para hacerla más presente, para poder dirigirse a ella como si aún de alguna manera existiese. No se trata de un simple objeto inanimado, sino que es materia orgánica, con indicaciones genéticas de la mujer amada. Su capacidad para hacer recordar de manera vívida a la persona ausente es muy grande. Los cabellos cortados, carentes por tanto de raíz, llevan solo un tipo de ADN, el mitocondrial, el cual permite hoy en día saber quién es la madre de la persona referida. Para la averiguación del padre es necesario que el pelo lleve raíz o bulbo, donde hay ADN nuclear. A pesar de tratarse de objetos de especial fuerza emotiva, no hay que caer en la exageración a la hora de valorar su poder evocador por el hecho de presentar materia orgánica, restos de organismos que están o estuvieron vivos. Uno de los atractivos de coleccionar fósiles es precisamente contactar con la vida extinta o con la impronta de seres que poblaron el planeta en tiempos pretéritos.
Al principio, al valorar la posibilidad de redactar un artículo sobre la medalla de Santa Quiteria ya descrita, me desmotivaba el hecho de que no se trata de una santa con una historia clara, bien contextualizada históricamente, sino que convergen en su figura varias historias, leyendas y tradiciones, siendo muy difícil extraer un perfil único. En mi opinión, son más dados a provocar conmoción, reacciones destacadas en el ánimo, aquellos sucesos de los que hay certeza. No hay más que recordar la tristeza que nos invade cada vez que escuchamos en las noticias sucesos luctuosos o barbaridades varias. El leer las actas de los mártires impresiona bastante cuando se parte de la base de que se trata de hechos verdaderos, pero si en una historia concreta se mezclan elementos sospechosos, el relato a mi entender pierde fuerza, capacidad para empatizar con la persona que atravesó por esos terribles trances por causa de sus creencias. A la vez, todos esos aspectos legendarios no deben hacernos minusvalorar al santo o santa que hay detrás y que inspiró tales derivaciones fantasiosas. Son múltiples las circunstancias que pueden llevar a un fiel a la devoción concreta por un santo, como el arraigo en una región, la transmisión por vía familiar, el haber leído sus escritos, el conocer su biografía, el haber quedado impactado por una imagen concreta, la fama de milagrero, el compartir profesión, el llevar su nombre… Las partidas de bautismo antiguas atestiguan que al nuevo niño con frecuencia se le ponía bajo la protección de uno o varios santos concretos. Los escasos avances de la medicina de esos períodos se traslucían en que había muchas partidas de defunción de niños, anotándose en los márgenes de las páginas de los libros sacramentales su condición de párvulos.
Los hechos de su vida o la tradición iban vinculando a cada santo o santa con una determinada iconografía, así como con una serie de especialidades a la hora de poder supuestamente actuar en beneficio de los creyentes. En el caso de Santa Quiteria, la representación que se fue imponiendo en los últimos siglos incluía uno o varios perros, atados y en actitud sumisa, al considerarse que ella podía sanar a enfermos de rabia. En siglos anteriores el perro era mostrado en actitud mucho más alterada, afectado precisamente por dicho mal. En imágenes renacentistas quien va cautivo es el enfermo de rabia o locura, presentado así a la mujer para que lo cure, y no pueda ya hacer daño a nadie más. Otras veces sostiene un corazón, lo que se ha vinculado a la creencia en su capacidad para aliviar el espíritu, para evitar el progreso de dolencias próximas a las enfermedades mentales. Algunos cuadros muestran a Santa Quiteria como cefalófora, es decir, llevando su propia cabeza tras ser decapitada, manera en definitiva de expresar la esperanza de la resurrección. En cambio en otras imágenes el corte del cuello es tan solo sugerido mediante una señal sangrienta, mucho menos efectista. Otros objetos que Quiteria porta en las imágenes hechas para el culto son la palma y la espada (referencias al martirio), las Sagradas Escrituras y la cruz (para indicar su fe y la proveniencia de su poder curativo), y las flores (relacionadas con la belleza y la fugacidad de la vida terrena). Cuando estas flores son blancas el trasunto referido es su huida para evitar la boda dispuesta por su padre. La corona de flores también alude a su virginidad.
Los artistas que representaron a Santa Quiteria se inspiraron en las leyendas que acerca de su vida recogía el “Flos sanctorum”, recopilación de hagiografías iniciada en el siglo XIII, e incesantemente incrementada en momentos posteriores. La fecha de celebración de la festividad de Santa Quiteria, coincidente con el día de su muerte, es el 22 de mayo. El problema radica en la disparidad cronológica que apuntan las tradiciones, pues algunas sitúan el fallecimiento en la década que va del año 130 al 139, y otras lo llevan al año 477. En el primer caso la Santa brillaría oponiéndose al paganismo, mientras que en el segundo su lucha sería más bien contra el mensaje arriano. Acerca de las regiones en que se desarrolló su vida hay también varias hipótesis, destacando sus vínculos con Gascuña y con la provincia romana de Gallaecia. El centro principal de culto, donde se encuentra su más probable sepulcro, es la ciudad francesa de Aire-sur-l’Adour. En la extensión de su culto durante el siglo XI por la mitad Este de la Península Ibérica pudo desempeñar una función destacada el eclesiástico aquitano Bernardo de Agén, líder militar de la reconquista de Sigüenza (Guadalajara) y primer obispo de su diócesis. El avance cristiano por territorio manchego favoreció el que la veneración a Santa Quiteria se implantase en diversas poblaciones, recuperándose o desarrollándose la idea de que el lugar de su martirio pudo ser Marjaliza (Toledo). Igualmente tardía, del siglo XII, es la información que la hace natural de Balcagia, nombre tradicionalmente asociado a Bayona (Pontevedra).
Expondremos ahora un resumen de la vida de Santa Quiteria, con muchos sucesos extraordinarios que hacen que el relato parezca más bien un cúmulo de leyendas. Una convergencia que se da en bastantes relatos hagiográficos es el origen nobiliar o incluso principesco de la mujer martirizada, como ocurre con Santa Quiteria. Su padre, Lucio Catelo, antiguo cónsul, era gobernador de la Gallaecia, mientras que su madre, Calsia, tenía también ascendencia patricia. Ambos profesaban la religión del Imperio, que daba cabida a muchos dioses. Calsia, en un parto portentoso, tuvo nueve hijas, entre las cuales estaba Quiteria. Sus otras hermanas eran Librada, Ginebra, Victoria, Marina, Basilisa, Germana, Eufemia y Marciana. Algunos de estos nombres varían según las fuentes. En general se considera que se trataría en realidad de santas con distintas coordenadas espaciales y temporales, a las que se quiso hacer hermanas en el ámbito galaico para apuntalar allí su culto. Temiendo las represalias de su esposo y viendo en el alumbramiento malos vaticinios, Calsia pidió a una mujer mayor de su confianza, Sila, que ahogase a las niñas. Sila, siendo cristiana, no ejecutó dicha acción, sino que entregó a las niñas a distintas familias, también cristianas, las cuales las bautizaron y educaron. Años más tarde se produjo la reconciliación con sus padres, que optaron por reconocerlas y proporcionarles una vida con más comodidades.
A los trece años, animada por un ángel, Quiteria se retiró a la montaña Oria, dedicándose algún tiempo a la oración y la contemplación. Después regresó junto a sus padres, que andaban angustiados por la ausencia de su hija. Algo más crecida, éstos decidieron casarla con un joven pagano y rico, llamado Germano. Para evitar este destino, y aconsejada nuevamente por un ángel, Quiteria huyó a Anfragia, en compañía de treinta doncellas y ocho servidores. En Anfragia gobernaba Sentia, soberano apóstata que había esquilmado las iglesias de su reino. Guardaba el tesoro acumulado en el río Alfia, circunstancia que sacó a la luz Quiteria. Sentia ordenó inicialmente el encarcelamiento de la joven, pero siendo testigo de los prodigios que realizaba optó por liberarla y convertirse, acompañándole en esta decisión gran parte de sus súbditos. Quiteria, junto con otros cristianos, se retiró a una iglesia de la montaña Columbana, donde proporcionaba auxilio a los desamparados. Germano, fingiéndose enamorado, el padre de Quiteria, enfurecido por la testarudez de su hija, y otro potentado idólatra, llamado Adrián, emprendieron su captura. Una vez encontrada, su decapitación se encomendó a Dámaso o Domiciano, que cumplió la orden. Ante el estupor de todos, Quiteria recogió su cabeza, milagrosamente coronada de flores, y andó hasta el lugar donde debía ser sepultada. Adrián subió después a la montaña Columbana, dando allí muerte a Sentia y numerosos cristianos. Las hermanas de Quiteria, dispersas por distintos lugares, murieron también mártires por no querer renunciar a su fe y virginidad. Germano y Lucio Catelo, ante la observación de nuevos milagros, optaron por convertirse.
En la narración anterior, que es tan solo una de las variantes existentes de la vida de Quiteria, es fácil descubrir los excesos fantásticos, lo que envuelve en una espesa niebla la figura de la Santa. A pesar de las invenciones acumuladas en el período medieval, sería demasiado radical negar la existencia de Quiteria. Y más si tenemos en cuenta que ya en el siglo VI el obispo Gregorio de Tours se hizo eco de los testimonios escritos que había sobre ella, aludiendo a su virginidad, pero sin mencionar el martirio. La vinculación de las nueve muchachas no sería por haber nacido a la vez, sino por compartir la fe en momentos difíciles, tal vez sin llegar nunca a conocerse. En las distintas tradiciones hay una clara mezcla de elementos pertenecientes al siglo II, época en que el cristianismo tenía aún pocos seguidores, con otros que parecen describir circunstancias mucho más comunes en el Bajo Imperio, como las fluctuaciones en la fe de los soberanos y la atomización del poder generada por la llegada de los pueblos bárbaros. La convulsa caída del Imperio Romano de Occidente se produjo a principios de septiembre del año 476, unos ocho meses y medio antes de la fecha que para la muerte de Santa Quiteria recogen en Alemania las Crónicas de Böddeken y las Actas de la Cartuja de Coblenza.
En la década de 1960 se produjo en la Iglesia una reforma litúrgica que supuso el que se quitasen del calendario oficial algunas celebraciones de santos, sin que pueda hablarse por ello de su descanonización. Se trataba principalmente de santos sobre los que había muy poca información que no fuese claramente legendaria. Estos cambios no afectaron a Santa Quiteria, que sigue apareciendo en dicho calendario el 22 de mayo, pero sí a una de sus supuestas hermanas, Santa Librada, que antes aparecía en la hoja del día 20 de julio. El culto de Santa Librada fue declarado en 1969 por la Iglesia como opcional. Es decir, no se le quitó su condición de Santa, pero perdió fuerza su mención oficial, y ello a pesar de su presencia iconográfica en bastantes santuarios y de la continuidad popular de su veneración. En definitiva, aunque la información sobre determinados santos sea tan dudosa y confusa, se les sigue considerando santos, al valorar que tras los desarrollos fantasiosos de épocas posteriores a su vida siguen estando ellos, con una humanidad tenuemente reproducida por sus imágenes religiosas.
Una forma sencilla de comprobar la implantación histórica del culto a un determinado santo o santa en un país cualquiera de tradición cristiana es la consulta de los nombres de los templos, los nombres de las calles de las ciudades y los nombres que llevan las personas, lo que sirve para saber además cuáles son las regiones en que ese culto tuvo o tiene más fuerza. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en España, a fecha 1 de Enero de 2016, el nombre de Quiteria lo llevaban 963 mujeres, con una media de edad de 66’8 años. El nombre compuesto de María Quiteria lo tenían en esa misma fecha 89 mujeres, con una media de edad de 54’5 años. Es por tanto un nombre en claro retroceso. En la década que va de 1990 a 1999 solo recibieron el nombre de Quiteria en España 7 niñas, y en la década que va de 2000 a 2009 solo otras 7. En cuanto a su distribución por regiones, destaca claramente su presencia en Aragón, el ámbito manchego, Murcia y Andalucía Oriental. Por provincia de nacimiento, la frecuencia del nombre de Quiteria tiene cierta relevancia en: Jaén, con 136 mujeres; Murcia, con 124; Albacete, con 111; Ciudad Real, con 61; Teruel, con 54; Almería, con 49; y Zaragoza, con 47.
Los nombres de iglesias, parroquias, ermitas y santuarios con la advocación de Santa Quiteria remiten principalmente a 13 provincias españolas. El mapa de dispersión de dichos templos parece apoyar la tesis de la propagación del culto de la Santa desde el espacio aquitano, siguiendo luego un claro eje Norte-Sur, parejo a los avances territoriales suscitados por la Reconquista. Hemos conseguido rastrear la existencia de al menos 32 de estos lugares sagrados. Mencionamos a continuación las localidades en donde se encuentran. En la provincia de Huesca: Bolea, Peñalba, Sena, Tardienta y Viacamp. En la provincia de Zaragoza: Bubierca, Cetina, La Almolda y Vistabella. En la provincia de Teruel: Argente, Samper de Calanda y Torrevelilla. En la provincia de Navarra: Bigüezal, Grez y Tudela. En la provincia de Vizcaya: Alonsotegi. En la provincia de Lleida: Corbins. En la provincia de Barcelona: Vilanova del Vallés. En la provincia de Castellón: Almassora, Todolella y Torás. En la provincia de Valencia: Calles. En la provincia de Madrid: Alpedrete. En la provincia de Cuenca: Campillo de Altobuey, Puebla del Salvador, Tarancón y Tébar. En la provincia de Albacete: Casas de Ves y Elche de la Sierra. Y en la provincia de Ciudad Real: Alcázar de San Juan, Fuente el Fresno y La Solana.
También aportan una excelente información sobre las líneas de expansión del culto a Santa Quiteria las localidades que tienen dedicado a ella algún tipo de vía, calle, camino, paseo, avenida, plaza… elevándose en este caso el número a 21 provincias. En Huesca: Almudévar, Fraga, Peñalba y Sena. En Zaragoza: la propia capital, Alhama de Aragón, Biel, Caspe, Cetina, Codos, La Almolda, Lacorvilla, Marracos y Santa Eulalia de Gállego. En Teruel: Alcotas, Cedrillas, Celadas, Gúdar, Orihuela del Tremedal, Samper de Calanda y Torrevelilla. En Navarra: Burlada y Tudela. En Lleida: Corbins. En Barcelona: La Roca del Vallés, Vallromanes y Vilanova del Vallés. En Tarragona: Bonastre, Montblanc y Xerta. En Soria: Arcos de Jalón y Somaén. En Segovia: El Espinar. En Castellón: Almassora, Arañuel, Castellfort, La Torre d’en Doménec y Vila-real. En Valencia: Albalat dels Sorells y Calles. En Madrid: Alpedrete. En Badajoz: La Nava de Santiago y Olivenza. En Toledo: Lillo y Sonseca. En Cuenca: Belmonte, Huete, La Langa, Palomares del Campo, Rozalén del Monte, San Clemente, Tarancón y Villarejo de Fuentes. En Albacete: la propia capital, Barrax, Casas de Ves, Elche de la Sierra, Higueruela y Yeste. En Ciudad Real: Alcázar de San Juan, Cabezarados, Fuente el Fresno, La Solana, Los Pozuelos de Calatrava, Malagón, Puebla de Don Rodrigo y Tomelloso. En Murcia: la propia capital, Lorca y Santomera. En Jaén: Siles y Sorihuela del Guadalimar. En Almería: María. Y en Santa Cruz de Tenerife: Arona. Muestra de la fijación del culto a Santa Quiteria en Castilla-La Mancha son también tres núcleos que llevan su nombre: Minas de Santa Quiteria, en Sevilleja de la Jara (Toledo); Mora de Santa Quiteria, en Tobarra (Albacete); y una urbanización en Alcoba de los Montes (Ciudad Real).
Hay una especie de planta, de aspecto peloso y nombre científico “Mercurialis tomentosa” que tiene entre sus muchos nombres comunes el de “Yerba de Santa Quiteria”, quizás relacionado con algunas de sus propiedades medicinales, si bien puede ser también tóxica. Otra planta, “Lobelia laxiflora”, nativa de México, tiene entre sus nombres populares el de “Santa Quiteria”, ya que se aconsejaba tomar una infusión de la misma a los que hubiesen sido mordidos por un animal rabioso. Sus flores pueden combinar los colores rojo, amarillo, naranja y rosa. En las festividades de Santa Quiteria de algunos pueblos se elige entre las muchachas a una reina y ocho damas de honor, en recuerdo de Quiteria y sus ocho hermanas. El número de damas a veces es menor por cuestiones logísticas o por olvido de la tradición. La talla de la Santa recorre en cada caso las calles del pueblo, o se realiza una romería hasta su ermita. También es costumbre con motivo de dichas fiestas escribir himnos, poemas, mayos, loas, gozos… dedicados a Quiteria. Algunas de estas composiciones, sobre todo las que han adquirido con los años más arraigo, son cantadas por los participantes en los festejos. El estribillo del himno de Santa Quiteria de la localidad de Higueruela (Albacete), surgido en 1984, dice: “Allá en lo alto está mi amor, / Santa Quiteria bendita. / Allá en lo alto está mi amor, / virgen de nuestra alegría. / Allá en lo alto está mi amor, / Santa Quiteria bendita, / virgen de nuestra alegría / y mártir de nuestro dolor”. Son diversos los mecanismos de exaltación utilizados para intentar conectar con la Quiteria histórica, entendida como una mujer real, por poco que se sepa con certeza de ella.
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