viernes, 1 de septiembre de 2006

“¿DÓNDE VAS, LEBREL?”


CONSIDERACIONES SOBRE EL GALGO ESPAÑOL

La Federación Canina Internacional asignó el número 285 a la raza del galgo español, definida en gran medida gracias a los esfuerzos realizados desde la década de 1970 por David Salamanca, que estudió numerosos ejemplares. La palabra “galgo” es de raíz celta y deriva del primitivo nombre romano de “canis gallicus”. El galgo español presenta numerosas coincidencias en su aspecto externo con el greyhound inglés. Ambas razas tienen un origen común y son las más empleadas en las carreras de lebreles. El greyhound es más rápido, lo que hizo que los criadores españoles recurriesen a cruces desde la década de 1920, buscando así una mayor velocidad. Con respecto al greyhound, de complexión más fuerte, el galgo español tiene a su favor una mayor resistencia y una mayor elasticidad que le permite reaccionar ágilmente a los quiebros y cambios de ritmo de las liebres. En los últimos años las carreras de galgos, estrechamente ligadas con las apuestas, han ido perdiendo aficionados en España, a la vez que se intensificaba el interés por recuperar el estándar de la raza autóctona.

En una primera impresión, el galgo español parece menos atlético y de rasgos menos aerodinámicos que el greyhound. Es ligeramente más pequeño, con una altura en la cruz que suele ir de los 60 a los 65 centímetros. Los machos adultos pesan normalmente entre 25 y 30 kilos, y las hembras entre 20 y 25. Su cabeza es más larga y estrecha que la del greyhound, con la depresión frontonasal suave y las orejas semierectas. Los ojos son oblicuos, almendrados y oscuros, de mirada atenta, tranquila y dulce. Los dientes son fuertes, blancos y sanos, con mordida en tijera. El cuello es esbelto y de sección ovalada. Su lomo es menos curvado que el del greyhound, las ancas están más elevadas, su tórax es profundo y alargado. Su pecho, menos ancho, nunca llega al codo. La grupa no es redondeada, sino en pupitre. Las patas son menos arqueadas, y la musculatura general no es tan prominente. Los pies (parte extrema de las patas) son largos y robustos, de liebre. Las almohadillas plantares son amplias y fuertes, disminuyendo así el riesgo de lesiones en terrenos difíciles. La cola, que puede llegar a ser muy larga, es flexible y en gancho. La escala cromática es amplia, variando del leonado al negro, del atigrado al blanco con manchas. Los ejemplares de tonos claros y uniformes suelen llevar una máscara negra poco extendida. El galgo español es el único lebrel que puede tener tanto un pelaje liso (más habitual) como duro, normalmente corto y lustroso. El costillar, los músculos y los tendones se perfilan claramente bajo su piel.

Hubo diversas épocas en que los lebreles estuvieron especialmente relacionados con las clases sociales altas, acompañando por ejemplo a los señores en sus actividades cinegéticas. Conformaban junto con el caballo la estampa característica de los nobles practicando la caza como divertimento en ausencia de guerras o como entrenamiento para las mismas. En la primera frase de “El Quijote” nos encontramos a un galgo entre los elementos utilizados para describir la idiosincrasia y las pertenencias del viejo hidalgo. En la cultura islámica los lebreles son aún los perros que gozan de un mayor prestigio, asociado al de sus propietarios, frente a otras razas que son casi despreciadas o consideradas impuras. En los países de cultura islámica son frecuentes varias razas de lebreles, como el afgano, caracterizado por su largo pelaje, el saluki persa, que es una de las razas caninas más antiguas, el llamado perro de los faraones, estandarizado por iniciativa maltesa y británica, el elegante azawahk de Mali, y el sloughi norteafricano, presente sobre todo en Marruecos. Durante los siglos de dominio árabe en la península ibérica llegaron a la misma acompañando a sus señores numerosos sloughi, los cuales fueron cruzados con los galgos autóctonos. Se trataba además de una selección dirigida, al estilo de la practicada con las palomas y los corceles, para conseguir canes más rápidos y ágiles. Pero en el territorio ibérico siempre hubo además lebreles con propietarios de peor condición socioeconómica, adscritos a los espacios rurales, donde la mezcla de ejemplares fue mucho más casual y no sólo orientada hacia la caza.

La existencia de lebreles en la península ibérica está atestiguada ya para el Neolítico, como indican las pinturas rupestres de Alpera (Albacete). Desde su adopción como animales domésticos, los hombres se valieron de los galgos en la caza menor, para atrapar presas tales como liebres y zorros, así como en las tareas de localización y asedio de presas mayores, como ciervos, osos y jabalíes. En una época tan antigua, en la que el aprovisionamiento de comida no siempre sería una tarea fácil, la incansable compañía de los galgos en las salidas para cazar crearía importantes vínculos afectivos con sus propietarios. La generalización de las prácticas agrícolas y ganaderas durante el Neolítico favoreció la aceptación en las comunidades aldeanas de otros tipos de perros no tan especializados en la caza. El hecho de que gran parte de las representaciones primitivas de lebreles provenga del ámbito del Próximo y Medio Oriente y de Egipto no prueba el que los lebreles sean originarios de dicho espacio, aunque quizás fue allí donde antes se produjo su domesticación. Sería más lógico hablar de una dilatada existencia de los lebreles en Eurasia y en el Norte del continente africano, atribuyendo a la vez a las pujantes culturas civilizadoras de Mesopotamia, Próximo Oriente y Egipto la principal responsabilidad en los inicios de su domesticación y en la extensión por el Mediterráneo de dichas prácticas de acompañamiento.

Entre las representaciones más antiguas de lebreles se pueden citar las pinturas rupestres con cacerías de Çatal Hüyük (Turquía) y los montes Tassili (Argelia). También los lebreles comenzaron a ser representados en los objetos de uso cotidiano, como cerámicas, cilindros-sellos y tablas de maquillaje. En el arte egipcio destacan los relieves y pinturas murales que muestran a lebreles de orejas tiesas y cola enroscada participando en la caza de especies autóctonas. Su nombre egipcio era “tesem”, y su aspecto pervive en distintos tipos de lebreles y podencos extendidos especialmente por el Mediterráneo y también de forma curiosa en las Canarias, cuyo poblamiento originario se realizó a partir de tribus provenientes del continente africano. En Egipto momias de estos perros acompañaban a las de sus amos, y estaba prohibido matarlos, lo que supone una avanzada legislación proteccionista. En la extensión por el Mediterráneo de las variantes de lebrel próximo-orientales desempeñarían una función destacada los comerciantes fenicios, aunque no conviene exagerar las aportaciones difusionistas a ellos asignadas.

Los movimientos migratorios realizados por los pueblos indoeuropeos y célticos se tradujeron en la mezcla de los lebreles ya existentes en Europa Occidental con otras variantes, exigentemente probadas en las largas y constantes cabalgadas de sus amos. Dentro de los actuales lebreles de la Europa Oriental se pueden citar el borzoi o galgo ruso, de pelaje rizado similar a una capa real, y el robusto magyar agar húngaro. Las razas más pequeñas de lebrel son el whippet británico y el piccolo levriero italiano. También en el ámbito británico, además del prototípico y velocísimo greyhound, nos encontramos con el deerhound escocés, de imponente envergadura y pelaje duro. Similar y aún más grande es el Irish wolfhound, presente en la lírica irlandesa como fiel defensor de sus aguerridos señores. Al estudiar las razas de lebreles y su dispersión podemos reparar en cierto determinismo climático, como la presencia de mayor cantidad de pelo en las variantes sometidas a largas épocas estacionales de frío intenso, circunstancia que no siempre se cumple. El terreno y los tipos de caza practicados en los diferentes ámbitos también fueron condicionando otros aspectos de los lebreles, matizando distintos tamaños, colores, detalles anatómicos y temperamentos. No hay que olvidar que los lebreles por lo general resisten bien la sed y son capaces de importantes esfuerzos en situaciones difíciles, haciendo gala de una gran adaptabilidad. La existencia de los lebreles en las islas de Britania e Irlanda, segura ya al menos para el siglo IV a.C., está relacionada con gentes de estirpe céltica aficionadas a la caza. Allí algunos lebreles fueron cruzados con otras razas de perros, como pastores y molosos.

En el ámbito griego prosperó durante el I milenio a.C. el lebrel de tipo laconio, que recibe su nombre de su abundante presencia en la región espartana. No es casual la asociación entre los lebreles y los “aristoi” espartanos, término clasista alusivo a “los mejores”. El lebrel es el tipo de perro más representado en las monedas de las antiguas ciudades griegas y cartaginesas. En cambio la presencia de los molosos casi se reduce a las monedas acuñadas por la tribu del mismo nombre, que habitaba en el Epiro (Noroeste de Grecia). En las monedas los lebreles eran representados en distintas actitudes, como por ejemplo erguidos, sentados, saltando, con la cabeza vuelta hacia atrás, olisqueando, rastreando, devorando la cabeza de un ciervo, amamantando a un niño, acompañando a la diosa de la caza Ártemis o acompañando a algún otro cazador. Casi siempre los ejemplares representados tienen las orejas tiesas, lo que los relaciona con el tipo de can propio de la iconografía egipcia. Entre las ciudades que se valieron de los lebreles como elementos simbólicos en sus monedas, sobre todo en las argénteas, destacan varias urbes cartaginesas del Oeste de la isla de Sicilia: Eryx, Motya, Panormo y Segesta. Para los cartagineses, cuya sociedad era fuertemente clasista, tanto el lebrel como el caballo, ambos muy empleados en sus monedas, eran sinónimos de nobleza. Segesta, ya antes de caer en poder cartaginés en el año 409 a.C., acuñó como colonia griega monedas de gran belleza con el motivo del lebrel. Las ciudades étnicamente griegas que más utilizaron el lebrel como motivo iconográfico en sus monedas fueron, además de Segesta, Siracusa (en la isla de Sicilia), Nuceria Alfaterna (en el Sur de Italia, cerca de Nápoles), Madytos (en Tracia, en el estrecho de los Dardanelos), Kidonia y Phaistos (en la isla de Creta), y Same (en la isla de Cefalonia). Resulta curioso el carácter insular o al menos costero de las urbes mencionadas, lo que podría señalar que la expansión colonial griega y cartaginesa por el Mediterráneo fue beneficiosa para la difusión de los lebreles metropolitanos y para la domesticación de los lebreles de los territorios indígenas explorados. Mercenarios del ámbito ibérico y balear actuaron desde el siglo V a.C. al servicio de los poderes imperialistas enfrentados en la isla de Sicilia, pudiendo traerse consigo a su regreso algunos ejemplares de lebreles.

Escritores griegos, como Platón y Jenofonte, no dejaron de citar a los lebreles en algunas de sus referencias cinegéticas. También está presente el lebrel en las variadas manifestaciones del arte grecorromano, apreciándose en ellas un claro regodeo en su marcada esbeltez. Dicha estilización se plasmó por ejemplo en los mosaicos romanos que adornaban los suelos de las estancias de las villas, como el tunecino de El Djem, que muestra a los lebreles participando junto con otros tipos de perros en una cacería de liebres. Es la persecución de las liebres el hecho preciso y repetido que hizo surgir la palabra lebrel. El historiador grecolatino Flavio Arriano escribió en el siglo II una obra sobre la caza en la que puede leerse la recomendación de soltar tras la liebre sólo dos galgos, con lo cual se disfrutaría más de la belleza de la carrera y el acorralamiento de la pieza. Él diferenció por vez primera el lebrel de pelo corto (“Vertragus”) del lebrel de pelo duro (“Segusin”). Los lebreles aparecen representados en denarios romanos de la gens Postumia (74-73 a.C.) y de la gens Hosidia (69-64 a.C.). En el primer caso el lebrel es representado corriendo, con collar y junto a una lanza, mientras que en el segundo aparece enganchando con sus mandíbulas a un jabalí, lo que quizás sea una exageración mítica de la valentía del animal.

Desde el período bajomedieval podemos considerar ya configurado en sus rasgos morfológicos básicos el tipo del galgo español, producto de la mezcla de los lebreles existentes en época romana con otros traídos desde la Galia por los bárbaros, y sobre todo con los traídos de África por la invasión islámica. Pareja al gusto andalusí por el galgo cruzado selectivamente fue la admiración que en los reinos cristianos despertaban en las monterías los ejemplares más hábiles. El galgo se adaptó brillantemente a la aridez del campo hispano y a su clima extremo, esquivando con agilidad los peligros naturales. La posesión y el mantenimiento de los galgos quedaban asociados casi siempre a la hidalguía, tanto a la real como a la teatralizada. Es decir, aunque alguien no fuese noble, el tener galgos ayudaba a parecerlo. En el caso de la incipiente Castilla del siglo IX, cualquiera que pudiera costearse un caballo y el armamento ya era considerado caballero, lo que escandalizaba a la nobleza tradicional, más parapetada en los argumentos de la sangre que en el ejercicio de la “virtus”. Los nuevos caballeros castellanos se hicieron con la compañía de galgos, queriendo reforzar así su porte noble. El paradigma idealizado de caballero de Castilla, el Cid, es presentado en algunos relatos y romances cuidando de sus galgos.

En las representaciones medievales de los galgos se aprecia el hecho de que llevan collares, lo que revela su sujeción a los intereses del propietario, preferentemente relacionados con la caza y la autodefensa. Destaca el fresco soriano de la ermita mozárabe de San Baudilio, fechado hacia 1130, que muestra tres galgos cazando liebres. El sitio de los galgos estaba tanto en el hogar como en las cuadras, tanto acompañando al señor como entre sus caballos. Si un señor mataba a otro señor y pretendía quedarse con sus galgos, éstos solían mostrarse fieros y rencorosos, no aceptando el cambio de dueño. Los pintores renacentistas italianos y flamencos se valieron de los lebreles, especialmente de los greyhound, para añadir belleza a los retratos de los nobles, bien en posados o bien en situaciones de movimiento.

Hasta la década de 1920 el galgo español conservó sin problemas su estándar, dentro de una cierta variedad reflejada por ejemplo en la admisión de dos tipos de pelaje. Desde entonces y debido a la popularización de las carreras de campo y pista, su cruce con los greyhound fue intenso. Ello no nos debe hacer pensar en un empobrecimiento natural, pues tan bella y digna es esa mezcla como el mantenimiento del estándar. Pero sí que sería una pena que no quedara ni un galgo español prototípico. De ahí que sea necesaria la revitalización del patrón tradicional, tarea que se lleva acometiendo con éxito en los últimos años. Dentro de una sencilla clasificación de los lebreles, realizada por los tipos de orejas, el galgo español estaría entre los de orejas semierectas o semicaídas en rosa, grupo mayoritario en Europa. Los de orejas caídas son más característicos de Asia y el Norte de África. El último grupo, que es el más exiguo, es el de orejas tiesas, propio de las antiguas representaciones egipcias, al que pertenecen algunos lebreles y podencos del ámbito mediterráneo y canario.

En general, y teniendo en cuenta las diferencias entre los distintos ejemplares, los galgos españoles tienen un carácter serio y retraído. Son perros altivos que muestran gran confianza en sí mismos. Profesan hacia su propietario una fidelidad completa, mientras que tratan a los demás de manera algo desdeñosa. Establecen con su amo un casi ciego vínculo vasallático, identificando el comportamiento del dueño con lo correcto. Tienen un importante componente agresivo, que es encauzado por los criadores hacia la caza o la competición. En el caso de las carreras, se selecciona desde cachorros a los ejemplares de carácter más equilibrado y a la vez más persistentes en la persecución de las piezas. Los criadores intentan controlar el temperamento del galgo, excitándolo antes de las carreras para que los músculos rindan al máximo. La felicidad del galgo, dadas sus innatas características atléticas, implica casi siempre la posibilidad de pasear y correr a diario en espacios abiertos. Su secular educación para la caza provoca también en el galgo una mala convivencia con otros animales, como aves de corral, ratas y gatos, con los que puede mostrarse fiero. Incluso no siempre tolera bien la compañía de otros perros, como si se tuviese a sí mismo en demasiada alta estima. En cierto modo, recordando el dicho popular de que el carácter del perro es a menudo como el carácter de su amo, los galgos españoles parecen réplicas caninas de los orgullosos y levantiscos nobles del Medievo. Las madres son tremendamente protectoras con sus cachorros, no permitiendo a casi nadie que se acerque.

El pecho profundo y amplio del galgo permite una excelente oxigenación de la sangre en los esfuerzos máximos. Las costillas quedan enmarcadas por unas imponentes masas musculares, como si se tratase de un estudio anatómico en movimiento. El cuello largo y elegante le sirve a la vez cuando corre como contrapeso e impulsor. La velocidad no está relacionada con el color, pero éste es tenido muy en cuenta por los que van a elegir un cachorro y por los apostantes en las carreras, tanto por el efecto visual del color al galope como por supersticiones personales. En los cruces selectivos que buscan grandes velocistas no se valoran las tonalidades de la piel, sino el historial o las aptitudes deportivas de sus progenitores. Como se suele decir, “de casta le viene al galgo”. El galgo español es el segundo lebrel más rápido, llegando a alcanzar los 60 kilómetros por hora, sólo superado por el greyhound inglés. En los canódromos, tras la liebre mecánica, este último no tiene rival, pero en las carreras de campo el galgo español desarrolla una mayor destreza en el seguimiento de las liebres vivas, pudiendo resistir varias horas hasta atraparlas. En ocasiones se realizan carreras con otros tipos de lebreles a pesar de su menor velocidad. Es sobre todo un incentivo estético utilizado por los canódromos estadounidenses. Otra variedad de competición es el seguimiento a caballo de la collera tras la liebre, ejercicio con claras reminiscencias cinegéticas historicistas, rastreable incluso en época grecorromana.

La alimentación del galgo ha de ser ajustada a su condición atlética, más por motivos de salud que en aras de su posible trayectoria en competición. Los huevos constituyen el eje de su alimentación, hasta el punto de ser recomendable la ingesta de un huevo diario. Además de los copos o trozos de la comida prefabricada, conviene incluir en la dieta alimentos naturales en adecuada proporción, como leche, requesón, fruta, aceite vegetal, miel, carne cruda, pan integral, mantequilla, arroz y verdura al vapor, así como sustancias dulces en muy pequeña medida. Las proteínas ayudarán al galgo en la formación y conservación de los tejidos, como músculos, huesos y órganos internos. Las grasas aumentarán sus reservas energéticas, favorecerán la asimilación de ciertas vitaminas, le protegerán contra el frío, preservarán sus órganos más sensibles, le proporcionarán un pelaje sano e incrementarán la intensidad de los sabores. Los hidratos de carbono le aportarán fibras y energías para esfuerzos inmediatos. Los minerales regularán sus fluidos corporales y favorecerán el desarrollo de huesos, dientes y pelaje. Y las vitaminas equilibrarán su metabolismo y le harán más resistente. Siendo cachorro, el galgo debe ser alimentado unas cuatro veces al día, mientras que más adelante se puede suprimir alguno de estos turnos. A los galgos les gusta participar del ambiente familiar y permanecer junto al amo el mayor tiempo posible. Su inquietud casi permanente y sus ansias de campo y cielo les llevan a sentirse más integrados en espacios naturales o en grandes parques. Prefieren hacer sus necesidades al aire libre. Como lecho les vale casi cualquier superficie mullida, pero siempre dentro de un espacio habitacional que no les agobie.

Poco después de haber cumplido su primer año, el galgo está preparado para recibir intensos entrenamientos, si es que su futuro está en las carreras. En esta clase de vida aprenderá a convivir con otros lebreles, entrando por así decirlo en sociedad. Los lugares de entrenamiento han de tener grandes extensiones llanas, pero también ligeras pendientes. En ellos se ha de evitar que el galgo se meta en huecos, toperas y galerías subterráneas, donde podría lesionarse fácilmente. Lo normal es que correr sea la principal pasión de los galgos, pero si algún ejemplar no quiere hacerlo, entonces no se le debe obligar. En muchas fases del galope se puede ver al galgo totalmente suspendido en el aire, o apoyando tan sólo una de sus patas de manera alternativa e increíblemente bien coordinada. Un estudio detenido de sus movimientos en carrera permite entender la velocidad alcanzada. La carrera se convierte en una especie de sucesión de saltos dada la amplitud de cada zancada. Si el galgo nos sale marrullero y poco deportivo será seguramente descalificado en carreras de grupo, pero podrá ser inscrito en pruebas individuales por tiempos.

Las carreras de lebreles tuvieron gran acogida desde el período bajomedieval en Gran Bretaña. Se sabe que en el siglo XIV el Duque de Harfolk hacía cumplir las normas de Arriano en las cacerías de liebres con galgos. En el siglo XVI el Duque de Norfolk contribuyó al perfeccionamiento de la normativa. Desde fines del siglo XVIII se cercaron para las carreras extensiones despejadas de terreno con gateras que pudieran servir de refugio a las liebres. En el año 1836 se corrió en Gran Bretaña por vez primera la Copa Watterloo, competición que dura hasta la actualidad. También allí a finales del siglo XIX proliferaron los clubes de propietarios de lebreles y los reglamentos de carreras. En la década de 1920 comenzó la implantación de las pistas ovaladas con liebre mecánica, idea estadounidense que pronto triunfó en Europa, y que implicaba la sucesión racional de varias carreras con lebreles distintos. En España la popularización de los canódromos fue algo más tardía, pues en 1930 lo que surge es el campeonato nacional en campo abierto. Dicho campeonato sigue celebrándose hoy en día, superándose últimamente el número de 5.000 galgos españoles inscritos. Buena parte de estos galgos presenta un componente de greyhound, pero aminorado año tras año por los nuevos cruces y por la selección natural impuesta por el tipo de terreno, ya que en él se lesionan menos los ejemplares de estirpe autóctona.

Los canódromos suelen presentar una pista ovalada, de forma similar a los antiguos circos romanos, que estaban destinados principalmente a las carreras de bigas y cuádrigas. Hay también circuitos redondos o en forma de W. La pista puede ser de césped o de arena. En el caso de las pistas de césped, se echa arena en la salida, en la meta y en las curvas para que sufran menos las patas de los lebreles. Las pistas normales tienen una longitud comprendida entre los 400 y los 480 metros. En el primer caso la pista es métricamente casi una reproducción de una pista de atletismo. Las carreras se hacen por lo regular sobre distancias establecidas entre los 300 y los 960 metros. Es decir, o bien se suprime una curva o se dan una o dos vueltas al circuito. En cada prueba no suelen competir más de seis perros, los cuales afrontan la salida desde unos cajones individuales. Una vez sueltos persiguen una liebre mecánica recubierta de piel o fibra, y que va a unos 20 metros del perro más adelantado. En la meta se paran los cronómetros y se define el orden de llegada, recurriendo a fotos, vídeos o microchips en caso de dudas. Los vencedores de cada carrera en ocasiones disputan semifinales y finales, hasta obtenerse al gran campeón. Éste, si es a la vez sereno, es con frecuencia también galardonado en las exposiciones caninas, pues el deporte le ayuda a cumplir con los cánones estéticos prefijados.

Las apuestas en las carreras de galgos son un fenómeno que se da sobre todo en los países anglosajones, como Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia. En otros países las apuestas son minoritarias o incluso están prohibidas. Además de las carreras profesionales, se dan otras de aficionados o de iniciados en el asunto. La popularización de las carreras de galgos tiene efectos beneficiosos y perjudiciales para los perros, pues por un lado se incentiva su cría, pero por otro lado se la supedita a la competición, pudiéndose incurrir en excesos tan dañinos como el dopaje. El rostro desencajado de los atletas en las pruebas de velocidad, con los músculos faciales temblando y los ojos desorbitados guarda similitudes con la expresión de los galgos en carrera. En las carreras más comerciales prácticamente sólo participan greyhounds, pero en otras de índole más tradicional y desenfadada pueden participar otras razas. Si queremos ver a un galgo español ganando a un greyhound inglés en un canódromo, cosa difícil, la carrera ha de ser en pista de hierba y a dos vueltas. Y aun así es más probable que venza el greyhound. Normalmente en el canódromo los perros corren con bozal. A cada galgo se le asigna un número mediante un dorsal, ligero o reforzado según haga calor o frío. Pueden correr juntos machos y hembras, así como ejemplares de distinta edad, recomendándose la comprendida entre los 2 y 8 años. Las primeras veces conviene que el futuro atleta corra solo y sin bozal tras la liebre mecánica, habituándole más tarde a las reglas precisas de la competición. Tras la carrera el galgo debe seguir moviéndose hasta que su respiración se normalice, recibiendo agua con miel o algún otro pequeño premio reconstituyente.

Los grupos ecologistas y defensores de los derechos de los animales han denunciado repetidamente los abusos que se cometen en el entorno de las carreras de galgos, sobre todo en los canódromos relacionados con las apuestas. Entre ellos está el tráfico internacional de greyhounds en malas condiciones de transporte; el hacinamiento de los perros en pequeñas jaulas; el abandono o asesinato tras lesiones o al término de la vida deportiva; y el contagio de filaria u otras enfermedades por las malas atenciones higiénicas. Todas estas situaciones deben ser eliminadas mediante la aplicación rigurosa de las leyes, incluso llegando cuando sea preciso al cierre de los canódromos. Pero a la vez ha de preservarse la existencia de las carreras de galgos, realizadas en condiciones vitales dignas para estos animales, pues suponen un enriquecimiento cultural. En España aún subsiste la bárbara costumbre, enraizada en el período medieval, de ahorcar en los árboles a los galgos ya mayores o inservibles tras la temporada de caza. Pero afortunadamente dicha práctica está en franco retroceso, existiendo ya albergues para los galgos veteranos abandonados. Y por supuesto lo mejor sería que el amo cuidase de su galgo hasta el fin no violento de sus días. En nuestro país los galgos españoles gozan de una especial protección por parte de las instituciones, pero los greyhounds importados para las carreras y luego desechados son víctimas de terribles situaciones, lo que se hace necesario resolver.

El único canódromo fijo que existía en España era el “Canódromo Meridiana” de Barcelona. Ocasionalmente se montan canódromos en otras ciudades o en áreas rurales, destacando en este sentido el ámbito extremeño. Ha sido una lástima la desaparición del canódromo barcelonés, ligado a las apuestas, y cuyo ambiente recordaba el furor que causó en pasadas décadas la competición galguera en diversas ciudades españolas. En el momento de la publicación de este artículo se nos comunicó el cese de sus actividades. Fue inaugurado en 1964 y organizaba carreras diarias de lebreles. Las apuestas consistían en una especie de quiniela en la que había que acertar los dos o tres primeros perros clasificados.

En Madrid, sobre el viejo canódromo de Carabanchel, pesaba algo así como una maldición. A su largo abandono y deterioro hay que sumar el recuerdo de que fue el lugar en que la organización terrorista GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre), cometió su primer atentado en 1975, matando a un guardia civil. Desde entonces los GRAPO han matado a 87 personas, la última de ellas también en Carabanchel en el año 2000. Muchos de los dueños de los galgos de aquella época que competían en el canódromo madrileño eran de etnia gitana, socialmente favorecidos por su éxito en las apuestas, ya que conocían los diversos factores que podían decantar las carreras a favor de uno u otro lebrel. Años después de su uso como canódromo, se aprovecharon las instalaciones para hacer un velódromo que apenas fue utilizado. La pista de madera del velódromo ha sido trasladada en el año 2005 al nuevo velódromo de la villa olímpica. El viejo recinto de Carabanchel, dotado de un excelente graderío, sirvió temporalmente como albergue para vagabundos, y en la actualidad ha sido reconvertido en una moderna instalación deportiva que podría contribuir a reactivar el barrio. El prolongado aire caduco y marginal del canódromo de Madrid, en cuyos muros se celebró hace no mucho un certamen de grafiteros, no impide recordar e imaginar el estruendo de las gradas con la vista fija en los lebreles. De aquéllos, ninguno queda. La progresiva desaparición de los canódromos en España tuvo como efecto positivo el interés por la recuperación del estándar del galgo español y su reconocimiento oficial como raza. Se disipó así el miedo de que nuestro último galgo fuese el de la silueta de la famosa marca de folios.

Para titular y finalizar la presente exposición de ideas escogimos la expresión popular “¿Dónde vas, lebrel?”, alusiva al buen mozo que escapa de la actitud cariñosa y receptiva de la muchacha. La aplicamos en este caso al futuro de los lebreles y de sus carreras en España. El galgo español presenta unas excelentes perspectivas de futuro, situándose en posición ventajosa con respecto a otros tipos de lebreles importados, que hasta ahora gozaban de las preferencias de los criadores. Mientras que en cambio las carreras afrontan un incierto porvenir, tendiéndose a la supresión de los canódromos en favor de la competición en campo abierto. La figura alargada del galgo, enraizada en nuestro territorio, incorpora algo nostálgico, convirtiéndose, dada la abundante documentación a él referida, en un trozo de historia en movimiento, en fanfarronería hidalga galopando.


Bibliografía:

-Gallarza, José; “El galgo y su vida”; Prensa Española; 1966.

-Jara, José; Mingo, Manuel; “El galgo en el deporte”.

-Przezdziecki, Xavier; “Les lévriers”; París; 1975.

-Salamanca, Francisco; “Galgos españoles. Corredores de sueños. Orígenes e historia y momento actual de la raza”. En Internet.

-Sear, David R.; “Greek coins and their values”; Bath; 1978.

-Schritt, Ingeborg y Eckhard; “Los lebreles. Manual de consulta para los propietarios de estas razas”; Barcelona; 1993.