domingo, 1 de diciembre de 2002

EL SOL DE VERGINA


En 1977 el arqueólogo Manolis Andronikos descubrió en la ciudad de Vergina, situada en el Norte de Grecia, la sepultura del rey macedónico Filipo II, padre de Alejandro Magno. La tumba, intacta gracias al inmenso túmulo que la cubría, se integraba en el complejo cementerial que acogía a los miembros difuntos de la dinastía gobernante. El lugar del hallazgo, Vergina, se corresponde con la antigua Egas, ciudad que ostentó la capitalidad del reino macedónico, pero que ya en el 336 a.C., año en que fue asesinado Filipo II, era sólo una ciudad cortesana a la sombra de la nueva capital, Pella. En su rito funerario, los restos cremados del rey fueron envueltos en un tejido púrpura y depositados, junto con una corona áurea de hojas y de bellotas de roble, en un cofre de oro, en cuya tapa campea un sol de dieciséis puntas. Las cuatro caras laterales del cofre van decoradas con tres bandas superpuestas: la inferior de volutas y flores, la intermedia de rosetas de pasta vítrea azul, y la superior de flores de loto y palmetas. Se pudo confirmar que los restos correspondían a Filipo II porque su cráneo presentaba una herida cicatrizada encima de la órbita del ojo derecho, y es que las fuentes escritas indican que el rey había quedado tuerto en el 354 a.C. debido a una herida recibida durante el asedio de la ciudad de Metone. El cofre, cuyas patas comienzan en garras de león, fue introducido en un sarcófago cúbico de mármol. Cerca del mismo se colocó ordenadamente el ajuar funerario, del que formaban parte las lujosas armas del rey, una rica vajilla y pequeños retratos de marfil de los componentes de la familia real. La cámara fue decorada y sellada con cierta precipitación, tal vez por el hecho de que Alejandro quería dejar resuelto cuanto antes el asunto del entierro de su padre para así poder marchar a Pella a encargarse de sus nuevos cometidos al frente de la Hélade, entre los que estaba la necesidad de sofocar la insurrección tebana.

En la antecámara de la sepultura, más ricamente adornada, se halló otro sarcófago que contenía un cofre similar al ya descrito. Dentro del cofre, cuya tapa exhibe el mismo tipo de sol pero con sólo doce puntas, se encontraron los huesos cremados de una mujer joven, la cual pertenecería a la familia reinante. A su alrededor el suelo estaba lleno de pequeñas estrellas de oro de ocho puntas, tal vez desprendidas de un mueble cuya madera apareció descompuesta. Junto al sarcófago se encontró también una corona áurea decorada con hojas de mirto y flores. La puerta de la tumba, hecha en dos piezas de mármol, estaba flanqueada por dos medias columnas de orden dórico, por encima de las cuales quedaba un friso pintado con una escena de cacería, en la que el personaje barbado principal sería Filipo II abatiendo desde su caballo a un león. El simbolismo de este último animal, asociado al poder y preferentemente a la autoridad monárquica, se repite en la coraza de hierro del ajuar real, pues ésta presenta apliques áureos con forma de cabeza de león, destinados a sujetar las anillas por las que pasaban las tiras de cuero con las que se ceñían al cuerpo las placas articuladas de la coraza. El fresco muestra el perfil izquierdo del rey muerto, ocultando así la cicatriz del ojo derecho.

En 1991 se proclamó independiente de forma pacífica la República de Macedonia, la cual hasta entonces había formado parte de Yugoslavia. El nuevo Estado quiso adquirir como enseña nacional el sol que figura en el cofre funerario de Filipo II. Esta bandera consiste en un sol amarillo de dieciséis puntas sobre fondo rojo. Se trata de una bandera prohibida, pues Grecia impide a la República de Macedonia su utilización por ser el sol de Vergina un símbolo helénico aparecido en territorio griego. Grecia tampoco admite que el nuevo Estado se denomine Macedonia, pues Macedonia es también el nombre de una provincia griega. Además el nombre está cargado de incómodas alusiones historicistas, ya que Macedonia conquistó toda la Hélade en la segunda mitad del siglo IV a.C. Los griegos argumentaron que en la joven Constitución de la República de Macedonia aparecían vagas llamadas a la unidad de todos los macedonios independientemente del Estado al que pertenecieran, lo que fue interpretado por Grecia como una amenaza futura hacia su integridad territorial.

Buscando un reconocimiento internacional que no llegaba, angustiada por los embargos económicos de Grecia y por las tensas relaciones con sus vecinos albaneses, búlgaros y yugoslavos, la nación recién emancipada tuvo que cambiar de nombre y de bandera. Pasó a ser conocida como “Antigua República Yugoslava de Macedonia” o como “Ex-República Yugoslava de Macedonia”. En la elección de su nueva bandera, Macedonia hizo un giro astuto para evitar la censura griega. Escogió un sol de diseño distinto, con ocho rayos de anchura creciente que alcanzan los extremos de la tela. Es una enseña que inevitablemente recuerda la antigua bandera imperial japonesa, ilustrativa de los deseos expansionistas que tuvo esta nación oriental. La nueva bandera macedónica no sólo conserva y potencia las connotaciones imperiales del sol de Vergina, sino que además mantiene el significado dinástico de éste, pues se sabe que el antiguo símbolo de la casa real macedónica era un sol o una estrella cuyo número de puntas variaba según las representaciones, sin ser por tanto el número de rayos un elemento del todo definitorio. El sol fue utilizado en las monedas de Filipo II como un elemento iconográfico menor, ocupando en ocasiones un pequeño espacio entre las patas del caballo de los reversos. También se conocen algunas monedas macedónicas que presentan el Sol de Vergina como motivo central. La exhibición combinada de la bandera oficial y de la bandera clandestina en las manifestaciones populares de los macedonios refuerza su efecto propagandístico para desesperación del Estado griego.

El significado imperial del sol viene dado porque su luz afecta progresivamente a todo, extendiéndose por todas las tierras del planeta. Podemos aludir como comparación a la vieja frase de que en la España imperial del siglo XVI “no se ponía el sol”. No siempre el sol se usa iconográficamente con un significado imperial, pues por ejemplo cuando se representa en alborada los Estados pueden estar intentando aludir al advenimiento de un nuevo sistema, de un nuevo orden, o a la llegada de la Independencia, como en el caso del propio escudo macedónico actual.

Desde la proclamación de la República en Grecia en 1973, y hasta 1990, los griegos renunciaron prudentemente a la utilización icónica de Alejandro Magno en sus monedas y billetes. La nueva etapa republicana fue conmemorada en las monedas griegas de la época con un Ave Fénix renaciendo de sus cenizas bajo la leyenda “Democracia Helénica”, la cual se hizo omnipresente en las monedas posteriores hasta la llegada del Euro. En 1990, temiendo la futura apropiación de los símbolos monárquicos macedónicos por parte de un posible Estado macedónico independiente, Grecia volvió a utilizar en sus monedas la efigie de Alejandro Magno, polémica en cuanto a que no sólo alude a la expansión militar de la civilización griega, sino también a la opresión ejercida sobre las antiguas ciudades-estado helenas. Se optó por representar en los anversos de las monedas de 100 dracmas la cabeza de Alejandro, divinizado mediante los cuernos de carnero del dios Zeus Ammón. Y en los reversos se colocó el sol de Vergina, equilibrando su insidioso significado monárquico mediante el continuismo de la leyenda “Democracia Helénica”. En cambio Macedonia, conseguida su Independencia con respecto a Yugoslavia, sólo pudo utilizar en sus monedas y billetes un sol en alborada o abstracciones geométricas del sol y de sus rayos, sin poder exhibir en ningún caso representaciones alejandrinas.

¿Cuál de las dos naciones, Grecia o Macedonia, tiene mayores derechos para poder utilizar como vehículo de propaganda estatal el sol de Vergina? La respuesta es confusa por la fácil y dispar manipulación presentista del pasado histórico, y puede verse además ofuscada por las simpatías respectivas. En el conflicto reseñado, Macedonia tiene en su contra el hecho de que su base poblacional es fundamentalmente eslava, ajena por tanto a la tradición cultural griega, si bien debemos recordar que los antiguos griegos veían a los macedonios como bárbaros, despreciando su lengua y su cultura. La actual lengua macedónica, bastante próxima a la lengua búlgara, mana de tradiciones culturales eslavas cuyo arraigo en suelo balcánico es ya medieval, muy posterior por tanto al concepto étnico clásico de Macedonia. Los Estados de Grecia y Macedonia se componen de territorios que formaron parte del antiguo imperio macedónico, pero Grecia tiene a su favor en la disputa simbólica el hecho de que las antiguas capitales macedónicas están ahora en suelo helénico, que fue en definitiva donde se encontró la tumba de Filipo II.

El joven Estado macedónico percibe la realidad macedónica tanto griega como autóctona como algo históricamente deslindable de la reformulación actual que de la cultura helénica representa el Estado griego, pero no encarna ni quiere encarnar una alternativa capaz de cohesionar a los macedonios de ambos lados de la frontera, herederos de culturas e identidades distintas. Se conforma con redefinirse en torno a una imagen poderosa. Lo cierto es que tanto Yugoslavia como Grecia hicieron dormitar por razones políticas un símbolo asociado a la identidad real o a la identidad imaginada del pueblo macedónico, sin entender que así sólo lograrían dar más fuerza conceptual a dicho símbolo. Y, dentro de un proceso de reacción previsible, el sol se las ingenió para volver a lucir. Casi aislada hasta hace poco en el contexto internacional y con el problema interno del enfrentamiento civil con la minoría albanesa-kosovar, Macedonia, desde su pequeñez, presume de haber desafiado al mundo con la apropiación de un simple símbolo, gracias al cual tiene ahora poco más que dos banderas cargadas de efectismo.


Bibliografía:

- Ginouvès, René (Editor); “Macedonia. From Philip II to the Roman conquest”; Princeton; Nueva Jersey; 1994.

- Hammond, Nicholas; “Philip of Macedon”; Londres; 1994.

- Marín González, Gelu; “Atlas de Europa: La Europa de las lenguas, la Europa de las naciones”; Editorial Istmo; Madrid; 2000.

domingo, 1 de septiembre de 2002

LA CONTESTANIA: ENTIDAD ÉTNICA Y ORGANIZACIÓN DEL TERRITORIO


Trabajo de investigación presentado en Septiembre de 2002 en el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid para la obtención del Diploma de Estudios Avanzados. Fue elaborado con la supervisión tutorial de la profesora Lourdes Prados Torreira. El texto ha sido actualizado y enriquecido en el año 2020. Para la superación de los cursos previos del mismo programa de estudios realicé otros trabajos que están también recogidos en este blog: “Las estelas oikomorfas burebanas”, “Nueva tentativa tipológica de las puntas de lanza ibéricas”, “Las estatuillas de bronce sardas” y “Las ánforas prerromanas de la provincia de Alicante”. Otras entradas relacionadas con la etnia contestana de este blog son: 
“La falcata ibérica”, “La cerámica ibérica pintada de los estilos de Elche y Archena” y “Yacimientos contestanos”.


Para Celia

“El grifo, el “ángel de la muerte” de nuestros antepasados iberos, ser con cabeza y alas de ave y cuerpo de felino, fue una criatura de poder indulgente, un símbolo protector de los lugares sagrados y un intermediario entre el mundo de los vivos y el de los que viven debajo de la tierra. Su imagen fue propia de ultratumba pues, al igual que la esfinge, estaba vinculado al reino de los muertos. / El grifo fue esencialmente guardián y fiscal. Guardián tanto del difunto y de su ajuar en las tumbas como del tesoro en los templos; y fiscal en el juicio de las almas de los que ya no habitan sobre la tierra. [...] / El grifo, además, fue para los iberos un ser fantástico similar por sus funciones a los querubines bíblicos, con destino demoníaco y significado mágico, exterminador del mal, una personificación de los poderes de las divinidades de los muertos y la expresión de las fuerzas opuestas que los dioses desencadenaban en el mundo. Un ser cálido con valor profiláctico para los mortales que lo veneraban, pues era una potencia intercesora entre los seres supremos y los hombres, un ministro de las divinidades y un guardián del árbol de la vida”.

Rafael Ramos Fernández (1997, 172, 173 y 179)


INTRODUCCIÓN

Éste es un intento de sistematización de algunos de los elementos culturales más característicos de la entidad étnica ibérica de los contestanos, así como una aproximación a la estructura jerarquizada de su territorio. No es la cultura material el factor decisivo en la delimitación del territorio que es objeto de estudio, pues muchas de las piezas y de las manifestaciones iconográficas que circularon por la Contestania lo hicieron también por áreas étnicas vecinas, definidas principalmente en función de las descripciones geográficas de los autores antiguos. En estos recaería también gran parte de la responsabilidad de asignar carácter étnico a determinadas poblaciones ibéricas, tanto por los rasgos propios de su identidad como por su posible conciencia comunitaria, la cual rebasaría el estrecho marco de las subunidades regionales políticamente autónomas. La articulación del territorio a través de grandes poblados rectores en principio independientes de los que dependerían otros enclaves productivos y defensivos menores justifica el empleo de la expresión “entidad étnica”, entendiendo por tal la consideración unitaria de las diferentes poblaciones dispersas por el conjunto del territorio contestano. Incidiremos en la configuración interna del poblamiento de algunas comarcas contestanas, especialmente en las que quedan algo distanciadas de la costa, pues en ésta los estudios territoriales hasta ahora realizados han seguido criterios más generalistas. También describiremos los principales ejes viarios y algunos yacimientos representativos para entender mejor la función que ejercieron en la dinámica de la organización territorial.

Entre los asuntos habitualmente más controvertidos se hará referencia a la discusión sobre el hipotético desarrollo protoestatal y sobre los niveles de helenización alcanzados por la población indígena, dentro de la cual fueron las elites las que se mostraron culturalmente más permeables, como indican los monumentos escultóricos funerarios y los probables rituales simposiacos, rastreables en las importaciones cerámicas áticas y en los contextos cementeriales. Menos dudas ofrece la fuerte influencia cultural fenicio-púnica experimentada por el Sureste desde el establecimiento de los primeros colonos en las riberas de la antigua albufera del Segura, elemento caracterizador del paisaje contestano, con respecto al cual se han ganado a lo largo del desarrollo histórico posterior varios kilómetros cuadrados de tierra en las proximidades de la costa. El influjo púnico, aunque casi permanente, fue discontinuo en intensidad, reflejándose sobre todo en el tráfico comercial mantenido con Ibiza y con las colonias fenicio-púnicas andaluzas, así como en los avatares de la presencia militar bárquida. Las oscilaciones diacrónicas en la compartimentación política del espacio contestano fueron contemporáneas de los cambios experimentados por la cultura material, destacando entre las manifestaciones más tardías la producción de moneda y la cerámica decorada con motivos figurados. Esta última revela la existencia de varios talleres locales que a pesar de sus semejanzas estilísticas desarrollaron un lenguaje iconográfico propio, expresión final de un sentimiento étnico peculiar progresivamente diluido en las ventajas traídas por la civilización romana, con la cual se abandonó por ejemplo el típico armamento indígena, asociado a una conservadora mentalidad agonal. La pujanza e iniciativa cultural del ámbito contestano se habían manifestado en la utilización de diferentes sistemas de escritura relacionados con el comercio y la administración, uno de los cuales, el greco-ibérico, parece originario y casi exclusivo del territorio ahora analizado.

Uno de los aspectos más conflictivos del presente estudio es la acumulación de argumentaciones contrarias a la clásica bipolaridad defendida para la Contestania, surgida en parte de la perniciosa pretensión de aproximar los conceptos de etnia y protoestado, cuando en realidad la pluralidad político-territorial debió de ser bastante grande, aunque los lazos de clientela y los vínculos de fidelidad pudiesen llevar al conjunto de los contestanos a combatir ocasionalmente unidos. La reiterada cohesión, si existió, no vendría dada tanto por la dependencia con respecto a uno o dos enclaves fuertes de aspiraciones estatales como por la conciencia de consanguineidad y por el hecho de compartir toda una serie de elementos ideológicos, entre los cuales estaría cierta afición por las reyertas bélicas vecinales, más ruidosas, intimidatorias e iniciáticas que realmente destructivas. Este sentimiento comunitario se vería dañado o reforzado por las circunstancias concretas de las relaciones políticas entre los distintos “oppida”, y no sería exclusivo de la etnia, quizás sólo laxamente definida, sino extensivo a otras etnicidades próximas, como parece señalar la frecuentación pluriétnica de algunos santuarios limítrofes. Entre las imágenes que incluimos para complementar la exposición de las ideas se encuentran mapas de distribución de piezas y de localización de yacimientos. Renunciamos a tratar de profundizar en determinados elementos de análisis para que la visión de conjunto no quede oscurecida y así la información sea más ágil.


LA DELIMITACIÓN DEL TERRITORIO CONTESTANO

Al intentar delimitar el territorio englobado por la Contestania ibérica debemos tener en cuenta que bajo dicho término no se amparaba un sistema organizativo común, sino tan sólo un conjunto de poblaciones que en algunos casos habían alcanzado un estadio protourbano y que compartían una serie de rasgos culturales que llevaron a los autores de época romana a darles una misma denominación étnica. Parte de dichos enclaves sí que se integrarían en estructuras jerarquizadas del territorio, pero no en una misma para toda la Contestania, por lo que no se puede defender para ésta un carácter protoestatal, sino como mucho cierta tendencia hacia las ciudades-estado de tipo griego, cada una de las cuales controlaría un determinado territorio salpicado por enclaves productivos y defensivos menores y dependientes. El control administrativo que Roma impuso sobre la Contestania es probable que respetase algunos elementos de la configuración espacial precedente, si bien las transformaciones diacrónicas que en época ibérica experimentaría la organización del territorio hacen difícil la aplicación del término Contestania como una realidad monolítica a lo largo de todo el período ibérico (Soria y Díes, 1998, 426). A pesar del momento tardío en que se empieza a documentar el término, es lógico y recomendable el utilizarlo para aludir al mismo territorio en época anterior, aunque sólo desde la necesidad de designar una realidad cultural compartida, pues ni siquiera tenemos constancia de que los contestanos se conociesen a sí mismos por ese nombre ni sabemos cuál era el grado de su percepción como grupo étnico diferente a los de su entorno. Ya Llobregat (1972, 9-30) advirtió sobre el sentido artificial y pedagógico con el que podemos referirnos a la Contestania, a la vez que intentamos aproximarnos al significado del término tanto desde las escasas referencias escritas como desde los análisis de la cultura material característica de este territorio ibérico.

El primer testimonio sobre la Contestania nos lo proporciona en el siglo I de nuestra era Plinio “el Viejo” en su Historia Natural (III, 19-20). Este autor latino señala que tras la Bastetania se encuentra la Contestania, iniciada en Cartagho Nova, y dentro de la cual se integran el río Tader, que es quizás el Segura, y las ciudades de Ilici, Lucentum, Dianium y Sucro. Esta última ciudad es homónima del río que según Plinio separa la Contestania de la Edetania, es decir, el Júcar. La ciudad de Ilici (La Alcudia de Elche) es citada en el texto pliniano como colonia inmune, Lucentum (Tossal de Manises, Alicante) aparece como una ciudad de derecho latino, y Dianium (Denia) como ciudad estipendiaria. Plinio indica también que los Icositani, tal vez identificables con los agostenses, están adscritos a la Contestania. En el siglo II el escritor griego Ptolomeo mencionó a la Contestania en sus Tablas Geográficas (II, 6), remarcando su carácter costero y su vecindad con la Bastetania, citando además sin seguir un orden estricto, aunque pretendiéndolo, sus ríos y ciudades, tanto portuarias como interiores. Ptolomeo incluye Karchedón Nea (Cartagena) entre las ciudades contestanas y sitúa por error Loukénton al Sur de Cartagena, puede que guiado por el hecho de que la fundación bárquida de Akra Leuké (quizás la misma ciudad de Loukénton o Lucentum) fue cuatro años anterior a la de Cartagena. Otras ciudades contestanas citadas por Ptolomeo y que parecen de fácil identificación son Ilikiás (La Alcudia de Elche), el puerto Illikitátos (Santa Pola), Saitabís (Játiva) e Iaspís (en el entorno de Aspe). En cuanto al puerto de Alonaí, relacionado con el comercio griego, sigue siendo de localización imprecisa, habiendo ganado fuerza en las últimas décadas de investigación la propuesta del entorno de Villajoyosa. Es de suponer que las ciudades citadas por Plinio y Ptolomeo eran o habían sido las principales ciudades de la Contestania, algo que debe ser valorado en el estudio de la jerarquización de su territorio.

La Ora Marítima (422-469) de Avieno, obra literaria del siglo IV que describe las costas mediterráneas desde Marsella hasta Cádiz utilizando fuentes muy antiguas, hace referencia a los habitantes del Sureste peninsular antes de que esta región pasase a ser conocida como la Contestania. Avieno sitúa a la tribu de los gimnetas entre los ríos Teodoro y Sicano, que probablemente se corresponden con el Segura y el Júcar de forma respectiva. El río Teodoro, cerca del cual estuvo la ciudad de Herna, es para Avieno el antiguo límite de los tartesios. Esta afirmación se corresponde con los vínculos culturales de signo orientalizante detectados en el registro material entre el ámbito propiamente tartésico y el área suralicantina, hasta el punto de haberse propuesto la identificación de la ciudad de Herna con el enclave de fuerte carácter fenicio de la Peña Negra de Crevillente (González Prats, 1992, 150). En otros autores, como Estrabón y Plinio, el término Gimnesias se aplicó a las islas de Mallorca y Menorca, y el de gimnetes a sus habitantes. El término “gimnetas” significa en griego “desnudos”, por lo que es fácil que los escritores antiguos lo aplicasen a diferentes pueblos indígenas cuyas gentes fuesen por lo general escasamente vestidas, de forma acorde con las circunstancias climáticas benignas de su territorio. Con el término “gimnetas” se conocía también en el ámbito helénico a los soldados armados a la ligera, sólo con armas ofensivas; combatían desde lejos, y comprendían arqueros, lanzadores de jabalina y honderos. Esto explica el que el término se utilizase para aludir a los habitantes de las islas de Mallorca y Menorca, donde el uso de la honda era tradicional.

La Ora Marítima dibuja para las costas del Sureste un trazado diferente al actual, refiriéndose tanto a la existencia de varias islas como a la inmensa marisma del río Teodoro, es decir, la antigua albufera en que desembocaban los ríos Segura y Vinalopó, en cuya entrada había un islote o península con importantes asentamientos ibéricos. El periplo de Avieno cita también la ciudad de Hemeroskopeion, que Estrabón (III, 4) describe como una de las tres fundaciones massaliotas, situándola donde el mismo Dianion (Artemision), aunque su posible identificación con Denia no tiene sustento arqueológico.

Avieno alude a los mastienos y a su ciudad de Mastia, “de altas murallas”. Esta importante ciudad, citada con frecuencia por las fuentes más antiguas, aparece como el límite occidental de las navegaciones romanas en el tratado romano-cartaginés del 348 a.C., recogido por Polibio (III, 24), el cual alude a ella como Mastia Tarséion, incluyéndola en el interior de los límites tartésicos. Su presencia en el tratado condujo a identificarla con el poblado indígena que precedió a la ciudad de Cartagena, si bien esta suposición no cuenta de momento con confirmación arqueológica. Polibio (III, 33) señaló también que los mastienos estaban entre los pueblos que Aníbal hizo pasar desde Iberia a África con el fin de asegurarse su lealtad (Huss, 1993, 199). En la Ora Marítima se hace referencia a que entre Menaca (quizás Málaga) y Mastia el litoral estaba despoblado y era poco fértil. Ello, si se confirmase la asociación conceptual entre Mastia y Cartagena, favorecería la consideración de su carácter limítrofe, mencionado por autores más tardíos. También Pomponio Mela (II, 94), al hablar de la costa que sigue a Cartagena hacia el Sur, comenta que esta región tiene sólo ciudades de escasa importancia, de modo que no cita ninguna de ellas hasta llegar a Urci.

En el siglo I a.C. el geógrafo griego Estrabón no mencionó la existencia de los contestanos, tal vez atribuyendo sus territorios a la parte sur de la Edetania, que de este modo limitaría directamente con la Bastetania. Quizás Estrabón dio sólo una visión simplificada del panorama étnico peninsular, del que no tenía un conocimiento exhaustivo, ya que su contemporáneo Livio (Frag. Lib., 91) ya alude a los contestanos al narrar cómo Sertorio en el año 76 a.C. trató de alejar a Pompeyo de la Ilercavonia y de la Contestania, pueblos costeros que eran aliados (Abad, 1992, 157). Plinio, que era un buen conocedor de la geografía ibérica puesto que había sido “procurator” de la Hispania Citerior en el año 73, señaló que la Contestania comenzaba en Carthago Nova. Describe esta ciudad como capital de un “conventus iuridicus” extenso al que pertenecían ciudades meseteñas, andaluzas, murcianas, alicantinas y valencianas. En cuanto a la enumeración de las ciudades contestanas efectuada ya en el siglo II por Ptolomeo, se advierten algunos errores, como la inclusión de Valentia y la exclusión de Dianium, que este autor asigna a los edetanos. Los ríos citados por Ptolomeo son el Térebos (Segura), el Saitábios (quizás el actual Serpis) y el Soukron (Júcar), de entre los cuales sólo el último adquiere un carácter fronterizo, separando a los edetanos de los contestanos.

Llobregat (1972, 18-20) estableció el límite septentrional de la Contestania en el Júcar, que al discurrir encajado durante un buen tramo se convierte en una frontera natural. Este río parece que se corresponde con el Sicano de las fuentes más antiguas, al Norte del cual habitaba la etnia del mismo nombre. Su carácter fronterizo debió mantenerse por tanto durante un largo período, abarcando tal vez toda la época ibérica. Ya en época romana, el Júcar mantuvo vigente su rango de frontera administrativa, separando los conventos jurídicos “Cartaginensis” y “Tarraconensis” (Uroz, 1981a, 25). El Bajo Segura, defendido por Llobregat (1972, 20-21) como límite meridional de la Contestania en función de elementos históricos y geográficos, como su carácter pantanoso y casi desértico, no presenta para Plinio y Ptolomeo carácter limítrofe, e incluso se puede afirmar por el registro arqueológico que el río Segura actuó en su tramo medio y final como articulador de las relaciones mantenidas por los asentamientos ibéricos del Sur de la Contestania. Todo ello invita a situar los límites costeros de la Contestania entre el río Júcar y el área de Cartagena.

Los límites interiores de la Contestania, más difíciles de precisar por los datos escasos y confusos de las fuentes escritas, fueron ubicados por Llobregat (1972, 21-22) en los valles de Montesa y del Vinalopó, y ya más al Sur en las sierras de Orihuela, Callosa y Crevillente. Esta línea interior parece que no actuó como un límite real, pues muchos de los elementos propios de la cultura material contestana se encuentran representados ampliamente a ambos lados de la divisoria propuesta por Lobregat. Para intentar delimitar las fronteras interiores de la Contestania debemos entender primero su carácter laxo y de índole cultural, valorando además las casi seguras oscilaciones en función de la pujanza de las manifestaciones culturales tanto contestanas como de las etnias vecinas. Indirectamente podemos acercarnos a las fronteras interiores de la Contestania refiriéndonos a algunas ciudades bastetanas citadas por Ptolomeo que están próximas a estos límites (Abad, 1992, 159-160). Estas ciudades son la murciana de Asso (probablemente el santuario de La Encarnación, en el municipio de Caravaca de la Cruz), la de Ilunum (que quizás se corresponde con el Tolmo de Minateda, cerca de la actual Hellín) y la albaceteña de Saltigi (Chinchilla). Estas ciudades distan bastante de las que conocemos como ciudades más interiores de la Contestania, que son Ilici e Iaspis, en el curso del Vinalopó, y Saetabi, cerca ya del Júcar. Por tanto la frontera étnicocultural entre contestanos y bastetanos tuvo que estar en el espacio existente entre las respectivas ciudades citadas. Mientras que los testimonios arqueológicos referidos a la cultura material abogan por una importante extensión de la Contestania, hasta alcanzar casi las ciudades bastetanas mencionadas, las fuentes escritas, al no citar ciudades contestanas que con seguridad podamos ubicar más al interior, invitan a mostrarse prudentes en la asignación de territorios. Y es que tres de las ciudades interiores contestanas citadas por Ptolomeo son de localización imprecisa: Menlária, Oualentía y Saitabíkoula, si bien esta última pudo estar cerca o al menos relacionada con Saetabi. Se manejan últimamente los conceptos de "Contestania estricta" y "Contestania extensa", circunscribiéndose la primera a las informaciones geográficas de las fuentes escritas antiguas y la segunda al alcance de las pulsiones culturales detectadas por los estudios arqueológicos. El límite Suroccidental de la Contestania, entendida en este sentido étnicocultural, atravesaría Sierra Espuña, girando luego en dirección Norte, manteniéndose fuera de la misma los territorios controlados por los importantes enclaves bastetanos de Asso, Begastri e Ilunum.

La identificación de la ciudad ibérica de El Castellar de Meca (Ayora, Valencia) como un destacado núcleo bastetano es de inestimable valor para establecer los límites noroccidentales de la Contestania. Se trata de un yacimiento con abundantes pozos excavados en la roca, tanto aljibes para el agua como depósitos para el grano, a los que hay que añadir una amplia red de caminos, también practicados en la roca y dotados de rebajes laterales para facilitar la circulación de los carros (Broncano, 1990). La destacada entidad del poblado viene confirmada por sus 15 hectáreas de extensión, las cuales han llevado a calcular que su población estaría entre los 5.000 y los 15.000 habitantes. Resulta extraño que un enclave de estas características no fuese citado en la Antigüedad por las fuentes escritas más interesadas en la consignación de las principales poblaciones ibéricas. Nos decantamos por la adscripción de todo el territorio dependiente del poblado de El Castellar de Meca a la Bastetania. El transpaís administrado por este "oppidum" ibérico, situado en el espolón septentrional del macizo del Mugrón, muy cerca del límite actual entre las provincias de Valencia y Albacete, sería de considerable extensión, abarcando tanto el valle de Ayora como la comarca de Almansa, actuando en ésta como núcleo defensivo menor el Cerro del Águila.

Los límites del territorio adscrito al Castellar de Meca son para nosotros de especial interés porque en sus sectores meridional y oriental nos encontraríamos ya con el tránsito hacia la Contestania, aunque siempre valorando las posibles oscilaciones diacrónicas de estos límites. Ello dejaría a la Contestania casi sin territorios en la provincia de Albacete, reduciéndose éstos al municipio de Caudete, al Sur de la Sierra de Oliva. El santuario de frecuentación pluriétnica del Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo), pudo servir prolongadamente como límite laxo entre la Contestania y la Bastetania, idea sustentada por los estudios epigráficos. Curiosamente el camino de Aníbal escogió entre Montealegre y Caudete (Blánquez, 1990) un trazado meridional que evitaba el tener que atravesar la comarca de Almansa, es decir, optaba por adentrarse ya directamente en territorio contestano. Otras tierras albaceteñas más meridionales y próximas también a la Contestania quedaban adscritas al Tolmo de Minateda (Soria y Dies, 1998, 430). El Cerro Fortaleza (Fuente-Álamo) y el Castellón (Albatana) desarrollaron ya desde época ibérica claras funciones defensivas que podríamos poner en relación con el control de algunas de las arterias que permitían franquear la Bastetania. El límite Noroccidental de la Contestania proponemos situarlo a unos 4 kilómetros al Este de la confluencia del río Júcar con su afluente Cabriel, en el área en que abunda el topónimo de Sácaras. La población de Confluentum (Cofrentes) quedaría bajo adscripción bastetana, como parece señalar el cercano yacimiento ibérico del Cerro de Basta. Este espacio de confluencia fluvial lo sería también de interactuación étnica, quedando aquí muy próximos los dominios de contestanos, bastetanos y edetanos. Estos últimos controlarían la orilla Norte del Río Cabriel, cuyas hoces y barrancos servirían de excelente delimitador defensivo. Las inscripciones ibéricas de la vajilla del tesoro de Abengibre (Albacete) señalan que la presencia bastetana pudo rebasar moderadamente el río Júcar hacia el Norte, produciéndose poco después el contacto con los celtíberos, siendo Iniesta (Cuenca), la posible ceca de Ikalesken, uno de los enclaves celtibéricos más meridionales. Ikalesken, vinculada con bastante seguridad a la antigua etnia olcade, empleó en sus acuñaciones la escritura ibérica meridional, actuando por tanto como nexo geográfico y cultural entre iberos y celtíberos.

Tuvo que existir una colaboración estrecha entre contestanos y edetanos para ejercer el control de los pasos que permitían atravesar el río Júcar en su curso final. El mejor vado lo constituía la ciudad de Sucro, emplazada en el cruce de la vía Heraklea con el río, más o menos equidistante entre Cartago Nova y el Ebro. Ya junto a la desembocadura estaba el Portum Sucrone (Cullera), que contaba con altozanos de excelente visibilidad, y que probablemente dependía de Sucro. Ambos enclaves, adjudicados tradicionalmente a la Contestania, es posible que estuviesen en la orilla Norte del Júcar o a caballo de ambas orillas, lo que exigiría por tanto la autorización edetana para hacer efectivo el tráfico de personas y mercancías, materializado mediante un sistema de barcazas. Sucro se corresponde seguramente con la Sicana de las fuentes griegas. Su emplazamiento es inseguro, si bien va cobrando cada vez más valor la hipótesis del meandro de Albalat de la Ribera. La homonimia de río y ciudad revela que era el primero el que daba sentido estratégico a la segunda. Ecos de su importancia militar son la revuelta de los soldados romanos allí acantonados hacia el final de la Segunda Guerra Púnica (206 a.C.) y la batalla librada entre sertorianos y senatoriales durante la Guerra Civil Romana (75 a.C.). Esta última conllevó numerosas bajas en ambos bandos, quedando el lugar enormemente devastado. La pacificación de la Península Ibérica y la integración en el sistema administrativo romano restaron a Sucro gran parte de su influencia en favor de otros núcleos poblacionales próximos.

Blánquez (1990a, 109-111) propuso la prolongación de los límites interiores de la Contestania definidos por Llobregat hacia el área albaceteña, al menos desde mediados del siglo VI hasta mediados del siglo IV a.C., pues los pasos naturales existentes entre el Sureste de la Meseta y la región alicantina, así como los materiales arqueológicos de ambos ámbitos, sugieren la existencia de importantes y dilatadas relaciones. En opinión de Blánquez, es posible que el territorio inicialmente adscrito a los contestanos fuese disminuyendo en épocas posteriores, si bien incluso durante la romanización los materiales arqueológicos propios del Sureste meseteño y del área alicantina presentan destacadas similitudes. Entre estos materiales están las cerámicas pintadas de varios yacimientos del Este de la provincia de Albacete, como el Tolmo de Minateda, la Piedra de Peñarrubia (Elche de la Sierra) y la necrópolis de la Hoya de Santa Ana (Chinchilla). Estas piezas, hechas en uno o varios talleres locales, tienen una decoración similar a la de las cerámicas contestanas, incluyendo representaciones humanas y de aves, caballos y “carnassiers”, aunque concediendo un mayor valor icónico al ciervo, símbolo de la perfección natural, de lo que es habitual en las cerámicas de estilo Elche. Para Abad y Sanz Gamo (1995, 81-83) es probable que quienes produjeron y decoraron estas cerámicas, utilizadas en ocasiones como urnas funerarias, participasen de la misma religiosidad y cultura espiritual que los contestanos, reflexión que les lleva a proponer la inclusión en la Contestania de buena parte de los enclaves ibéricos del Este de Albacete. Este planteamiento se distancia un poco de lo que parece derivarse de la interpretación de las fuentes geográficas escritas. Y es que aunque la cultura material sea útil para definir áreas étnicoculturales, los límites proporcionados por ella no son exactos, sino aproximativos, de modo que es lógico que pueblos situados a ambos lados de una misma frontera étnica compartan muchos elementos definitorios. En este sentido es significativo el hecho de que el típico armamento ibérico se distribuya principalmente por las áreas contestana y bastetana, lo que, si no contásemos con otros elementos de análisis, podría llevarnos a pensar que estamos ante el mismo grupo étnicocultural.

En cuanto a la ampliación de la Contestania hacia el curso medio del Segura, ya en la región murciana, viene avalada tanto por las fuentes escritas como por la extensión del estilo cerámico ilicitano, el cual afectó incluso a la misma ciudad de Cartagena (Ros, 1989). Santos Velasco (1994, 109-117), al estudiar el territorio que pudo jerarquizarse desde Ilici, incide en la distribución de diversos elementos de cultura material por el área suralicantina y el Norte de Murcia, los cuales refuerzan la impresión de la existencia de una unidad cultural en estas regiones. Entre los elementos aludidos se encuentran las esculturas animalísticas de carácter apotropaico y funerario, los kalathoi de estilo ilicitano de los tipos del Cabecico del Tesoro, las arracadas en creciente de El Cigarralejo y La Albufereta, los plomos ibéricos escritos en alfabeto jonio, los pebeteros de cabeza femenina y las monedas altoimperiales de la ceca de Ilici. El criterio numismático, aunque nos remite a fechas tardías, es también manejado por Abad y Sanz Gamo (1995, 82-83) para defender la vinculación del Este de la provincia de Albacete con la Contestania, en cuanto a que allí abundan las piezas acuñadas en Cartagena y Elche, mientras que las tierras occidentales de Albacete dependieron más de las monedas procedentes de Cástulo y de las otras cecas de la región minera de la Alta Andalucía. La epigrafía romana del Este de Albacete también muestra una clara relación con las elites de las ciudades litorales comprendidas entre Tarragona y Cartagena, situación que podría haber sido parcialmente heredada de una trayectoria anterior de nexos económicos entre regiones. De la ampliación casi generalmente aceptada de la Contestania se deriva de forma aún más probable su compartimentación en áreas con centros rectores diferentes, pero partícipes de una similar superestructura ideológica.

En ediciones antiguas de la Historia Natural de Plinio "el Viejo" aparecía la región de la Deitania, mencionada entre la Bastetania y la Contestania. Ulrichs en 1853 y Detflesen en 1873 corrigieron el pasaje pliniano al considerar que se trataba de una confusión con la Edetania, que es un poco después citada en el mismo texto. Su criterio fue aceptado por Mayhoff y por Rackham, haciendo prácticamente desaparecer la región de la Deitania de las fuentes. El probable error pliniano tendría su origen en Estrabón, que mencionaba a bastetanos y dittanos (transcritos posteriormente como edetanos) de manera consecutiva, haciéndolos habitantes de la Oróspeda junto a los oretanos, y omitiendo la existencia de los contestanos. Juan Cabré mantuvo la idea de la posible realidad étnica de los deitanos. Vallejo (1947), aun inclinándose por el probable error de lectura, cuestionó la radicalidad de la eliminación efectuada por los críticos del Siglo XIX. Silgo (2012) reabre el tema con todas sus aristas para evitar que los posibles deitanos sean obviados a la ligera simplemente por parecerse su nombre al de los edetanos y no aparecer en otras fuentes. Lo que se entendía en época de la monarquía visigoda por Oróspeda era un territorio interior que actuaba como colchón entre sus dominios directos y las posesiones costeras bizantinas, lo que sería un argumento favorable a la existencia de los deitanos como una población diferenciada de los edetanos, cuyas tierras quedaban mucho más al Noreste, rodeando la albufera valenciana. Fernández-Guerra (1879), en su trabajo sobre la identificación de la sede episcopal de Begastri (Cehegín), incluye un mapa de la Deitania y sus pueblos circunvecinos, realizado con la ayuda del ilustre cartógrafo militar Francisco Coello. Su plasmación de la toponimia clásica sobre la geografía actual del Sureste peninsular presenta destacados aciertos, buenas intuiciones y también errores aclarados por la investigación posterior, permaneciendo además hoy en día bastantes ubicaciones por esclarecer. El territorio adjudicado en dicho mapa a la hipotética y dudosa Deitania se corresponde con lo que ha venido últimamente considerándose, siguiendo a Ptolomeo, el Este de la Bastetania y algunas zonas occidentales de la Contestania, eje defensivo salpicado de importantes hallazgos de armas.


EL TESORO DE VILLENA Y SU CONTEXTO SOCIOECONÓMICO EN EL BRONCE FINAL DEL SURESTE

Ya en el Bronce Final el Sureste ibérico se integró en las redes de intercambio que conectaban el Atlántico con el Mediterráneo, lo que supuso la apertura a nuevos y activos mercados. El mayor grado de complejidad de la estructura económica favorecería la consolidación de una estructura social más diversificada. En este contexto socioeconómico, el tesoro de Villena ha sido interpretado tanto por Perea (1991) como por Ruiz-Gálvez (1995, 32) como una posesión personal, una gran acumulación de oro que garantizaba la situación privilegiada de su dueño. La fuerte capacidad de ostentación que denota este conjunto no viene sólo dada por el valor intrínseco del metal, sino también por el uso de técnicas orfebres nuevas y complicadas. Así, las técnicas de la cera perdida y del torno, empleadas en los brazaletes, requieren un aprendizaje directo y largo por parte del artesano (Perea, 1994, 9). En cambio el batido o martilleado indirecto de las láminas de oro de la vajilla es una técnica más sencilla, constatada desde el Calcolítico (Mederos , 1999, 118). El tesoro de Villena ilustra las nuevas formas de organización social de la producción surgidas en el Bronce Final, pero sin que pueda determinarse la función socioeconómica precisa del artesanado especializado a tiempo parcial o completo. El tesoro de Villena, conjunto sin precedentes en la región y de valor intrínseco similar al de las acumulaciones funerarias micénicas de objetos de oro, es signo de una economía que genera importantes excedentes que se desvían hacia el consumo suntuario y hacia la acaparación de hermosos bienes por algunos individuos o grupos familiares (Santos, 1998, 400).

La presencia de estas piezas de orfebrería en los contextos indígenas se explica tal vez por la vigencia del sistema del “don”. Se trata de un sistema utilizado por las sociedades arcaicas como forma de reconocimiento personal que favorece además el establecimiento e inicio de intercambios comerciales entre dos comunidades. El lugar de hallazgo del tesoro, un destacado nudo de comunicaciones en contacto con comarcas tanto interiores como litorales, sólo se entiende dentro de un proceso de enriquecimiento por parte de familias vinculadas al control de la explotación intensiva del medio y de las redes de comercialización de las materias primas. En la misma comarca, y en concreto en el yacimiento del Cabezo Redondo (Soler, 1987), aparecieron otros objetos suntuarios de metal precioso o ámbar adscribibles a la misma época, y por tanto relacionados con la dinámica socioeconómica descrita.

La metalurgia experimentó un gran auge durante el Bronce Final gracias a la potenciación de los sistemas de suministro e intercambio de las materias primas, favorecidos por las alianzas entre las elites locales de una sociedad en pleno proceso de expansión política y económica (Ruiz-Gálvez, 1987). Entre estas redes comerciales se encontraba el eje del Vinalopó, que fue en diversas épocas vía de penetración desde la costa al interior meseteño y viceversa. En el Norte de la cuenca del Vinalopó se halla el yacimiento del Cabezo Redondo de Villena, cuya posición estratégica viene dada en gran medida por la confluencia de varias rutas comerciales. A unos kilómetros del mismo, en un lugar que probablemente estaba deshabitado, se produjo la ocultación del tesoro de Villena, interpretado como el reflejo de un proceso de mercantilización dentro de la sociedad del Bronce Final. Su deposición pudo realizarse con la idea de recuperarlo en circunstancias seguras y convenientes, lo que finalmente no se produjo (Poveda, 1998, 414).

Las piezas que componen el tesoro, cuya polémica datación está a caballo del II y el I milenio a.C., serían concebidas como elementos indicativos de poder y prestigio, pasando a ser ya en el momento de su ocultación, tal vez acaecida en el siglo VIII a.C., bienes susceptibles de ser nuevamente comercializados o refundidos. La mayoría de estas piezas habrían viajado desde el Atlántico hasta el Sureste, quizás pasando por la Meseta, recalando finalmente en la comarca villenense antes o después de que la presencia comercial fenicia se comenzase a registrar en la desembocadura del río Segura. La colonia fenicia allí emplazada, conocida por la investigación como La Fonteta o La Rábita, tenía entre sus tareas especializadas la fundición metalúrgica y la comercialización de los objetos metálicos y orfebres resultantes del trabajo artesanal. La presencia final de las piezas del tesoro en el Sureste puede interpretarse como indicio de la transformación de su significado de prestigio en otro más pragmático y mercantil. La ocultación del tesoro estaría quizás relacionada con los desajustes socioeconómicos provocados por la irrupción comercial fenicia en el Sureste y en otras áreas costeras del Sur ibérico. Los núcleos indígenas del alto Vinalopó se vieron afectados por la cultura, el comercio y la actividad metalúrgica de los fenicios, conociendo así una fase orientalizante, bien representada en los yacimientos eldenses de Camara y El Monastil. Justo el inicio de este período orientalizante sería el momento que haría más inteligible el hecho de que se decidiese esconder semejante tesoro, si es que su deposición no fue meramente ritual. Si la ocultación del tesoro respondió sólo a motivaciones religiosas, lo que parece improbable, entonces estaríamos ante una extrema devoción, dado el inmenso valor del conjunto.

Revisemos rápidamente las circunstancias de la aparición del tesoro de Villena, para lo cual tenemos que remontarnos al año 1963. Soler fue informado del hallazgo casual de algunos brazaletes, por lo que se desplazó al lugar del descubrimiento, iniciando así unas excavaciones que sacaron a la luz una vasija cerámica repleta de piezas de oro y plata. La comarca en que apareció el tesoro era una zona tradicional de paso, dotada quizás de neutralidad política, o en todo caso con un ambiente de confianza propicio para la realización de transacciones (Perea y Aranegui, 2000, 9). El tesoro ilustra los intercambios económicos efectuados entre el ámbito atlántico y el mediterráneo, pues por ejemplo sus brazaletes, similares a los de Estremoz, son de un tipo conocido sobre todo en Galicia, Portugal y algunos puntos de la Meseta. Además parece que en Peña Negra (Crevillente) trabajaba un artesanado extranjero produciendo armas de tipo atlántico, lo que da idea de la existencia de este tipo de contactos comerciales a larga distancia.

El tesoro arrojó un peso de 9.112 gramos de oro puro. Contenía también 3 frascos de plata, unos trozitos de hierro y un pequeño fragmento de ámbar. El hierro y el ámbar, este último procedente de fuera de la península Ibérica, han servido a algunos autores para rebajar la fecha de ocultación del tesoro. Entre las piezas de oro, hay 11 cuencos semiesféricos de cuerpo estampado geométricamente con punzones diversos. En su factura se distinguen varias calidades y manos. Pudieron ser recipientes rituales para bebida. También de oro son los 28 brazaletes cilíndricos, macizos, con diferentes decoraciones de molduras, púas y calados. Presentan todos un corte limpio, realizado por abrasión después de su factura, para que cupiesen en el brazo, y tienen además huellas de desgaste ocasionadas por su uso. Los 3 frascos de plata y otros 2 de oro presentan la misma forma, lisa con nervaduras, aunque distinto tamaño. Se utilizarían también para contener líquidos. Los otros objetos de oro del tesoro son apliques o revestimientos de varios utensilios, como quizás restos de las guarniciones de distintas armas. Menos probable es que se trate de apliques de un cetro. La diversidad funcional y técnica de las piezas del tesoro permite calificar el conjunto como heterogéneo. La tecnología necesaria para fabricar algunas de las piezas, como los brazaletes, exigía un dominio orfebre que en el Bronce Final de la península Ibérica sólo se atestigua en la vertiente atlántica.

Los brazaletes pudieron ser dotes matrimoniales de mujeres importantes de la época (Ruiz-Gálvez, 1992), exponentes de un nuevo concepto de pacto matrimonial entre distintas sociedades. También se ha interpretado el tesoro como “chatarra” de lujo para la exportación, o como la acumulación de regalos políticos de extranjeros que deseaban sellar alianzas comerciales. De modo que pudo ser el peaje cobrado por el hecho de que un jefe local dejase a los comerciantes atravesar su territorio. El carácter único del hallazgo ha provocado una ingente bibliografía y numerosas explicaciones, sin que haya acuerdo ni siquiera en lo relativo a su fecha de producción y fecha de deposición.

Mederos (1999) suscitó una considerable polémica tanto por elevar la cronología del tesoro de Villena hasta mediados del II milenio a.C. como por intentar desmontar muchas de las conclusiones a las que habían llegado los investigadores que mejor conocen las piezas del hallazgo. Consideró que el oro acumulado en Villena tenía su probable origen en el área gallega, identificada con las Casitérides o islas del estaño. Su llegada al Sureste se inscribiría en las relaciones comerciales establecidas entre el Atlántico y el Mediterráneo, de modo que el estaño del Noroeste sería intercambiado por la sal alicantina de lagunas como las de La Mata y Torrevieja. La sal fue sin duda uno de los principales productos exportados por el Sureste desde al menos el Bronce Final y hasta nuestros días. Es un producto necesario en la dieta humana y animal, siendo precisa su adición para compensar su insuficiente presencia en los alimentos, sirviendo además para la conservación de la carne y del pescado, para la preparación de queso, manteca y pan, y como condimento en la alimentación para dar sabor y disimular el mal estado de algunas comidas que empiezan a descomponerse (Mederos, 1999, 126). A cambio de su sal, el Sureste se abriría comercialmente a los interesantes mercados atlánticos, vinculándose con este tráfico el aumento del uso del bronce y de la cría de caballos en el área alicantina, donde aparecieron además nuevos poblados costeros durante el Bronce Final, reemplazando así en importancia al anteriormente pujante foco cultural argárico.

La concentración poblacional registrada por entonces en el ámbito alicantino tuvo como mayor exponente el esplendor y crecimiento experimentado por los poblados del Cabezo Redondo y el Portitxol (Monforte del Cid), situados en puntos desde los que controlar fácilmente la ruta del Vinalopó. Otro enclave destacado era el de las Laderas del Castillo (Callosa del Segura), enclave próximo a la antigua albufera. Mederos (1999, 124) calculó a partir de datos del siglo XIX tomados del río Sil que para conseguir el oro aluvial con el que seguramente se realizó el tesoro de Villena era preciso el trabajo de bateo de arenas auríferas a tiempo completo de 130 a 152 personas durante 15 meses. Es decir, para acumular tanto oro era preciso disponer de un gran poder socioeconómico. En relación con el tesoro, Mederos (1999, 130) hipotetiza acerca de la existencia en el Cabezo Redondo en algún momento del Bronce Final de un líder político cuya riqueza le permitiría disponer de una vajilla áurea, y cuya mujer e hijas lucirían brazaletes de oro como símbolo de distinción social.

Los apliques áureos de función indeterminada presentes en el tesoro sirvieron a Lucas (1998) para proponer la reconstrucción parcial de tres modelos de empuñaduras. Se trataría de los revestimientos suntuarios de las empuñaduras de espadas o armas de parada susceptibles de ser utilizadas en ceremonias simbólicas de carácter político. En función de las características morfológicas, técnicas y estilísticas de las piezas del tesoro, y teniendo además en cuenta los paralelos europeos, los otros hallazgos del Cabezo Redondo y el valor suntuario atribuido al hierro, Lucas (1998, 187-189) sitúa el conjunto de Villena en una banda cronológica comprendida entre el 1250 y el 1150 a.C. Esta autora relaciona el tesoro con la representación material y simbólica de unas colectividades indígenas políticamente organizadas e integradas en un dinámico sistema económico de intercambio y circulación de bienes. Es decir, tal vez el tesoro no fuese exponente de la riqueza de un solo individuo o una sola familia, sino que pudo pertenecer a una comunidad que aglutinase distintos poblados y territorios. Lucas (1998, 190) considera que estaríamos ante un tesoro sagrado más que áulico, encomendado a los encargados de detentar el poder sociopolítico.

El tesoro apunta por sus características hacia una economía estable, diversificada, sostenida y de base agropecuaria capaz de garantizar los mecanismos sociales de cohesión y los presupuestos políticos legitimadores del poder de las elites. Es posible que las piezas del tesoro se utilizasen en ritos sacros periódicos en que la ingestión de bebidas estimulantes favoreciese la confraternización de los aristócratas de una comunidad o de varias comunidades. La ocultación del tesoro respondería, más que a motivaciones religiosas, al deseo de preservar una valiosa mercancía hasta el momento en que fuese más recomendable su reaprovechamiento comercial. El hecho de que no fuese desenterrado por entonces sugiere que las circunstancias de la época de la ocultación y del período inmediato serían conflictivas y traerían aparejadas importantes transformaciones sociopolíticas y económicas en la comarca.


LA PRESENCIA FENICIA EN EL SURESTE DURANTE EL PERÍODO ORIENTALIZANTE

El influjo cultural ejercido por los colonos fenicios sobre el Sureste peninsular se hizo especialmente efectivo a través de su puerto comercial de La Fonteta (Guardamar) y del pequeño enclave subordinado del Cabeçó del’Estany. Es también rastreable en los contextos orientalizantes de los yacimientos de Los Saladares (Orihuela) y Peña Negra (Crevillente). En todos estos casos se trata de establecimientos próximos a la antigua albufera del Segura, ámbito que actuó durante la fase orientalizante como el gran foco difusor de los nuevos adelantos tecnológicos y culturales que afectaron de manera progresiva a las comunidades indígenas del Sureste. El yacimiento oriolano de Los Saladares se mostró a través de su registro arqueológico como un poblado indígena del Bronce Final tartésico que a partir de fines del siglo VIII a.C. recibió los primeros productos cerámicos de importación y que ya en el siglo VII a.C. entró en una facies cultural nueva en la que las cerámicas a torno eran algo habitual y en la que empezaron a usarse objetos de hierro. Este lento proceso de aculturación condujo a mediados del siglo VI a.C. al desarrollo, tanto en Los Saladares como en otros centros poblacionales del Sureste, de complejos materiales ya calificables como ibéricos (González Prats, 1991, 111). El yacimiento crevillentino de Peña Negra, quizás identificable con la Herna de las fuentes escritas, ha aportado cuantiosa información sobre la presencia e influencia de los comerciantes fenicios en el Sureste peninsular. En él se vienen realizando campañas arqueológicas desde 1976, las cuales han documentado un primer horizonte del Bronce Final datado entre mediados del siglo IX y fines del VIII a.C., y una floreciente fase del Hierro Antiguo de notable aspecto orientalizante, fechada en el siglo VII y primera mitad del siglo VI a.C. De momento el enclave de Peña Negra no ha proporcionado elementos que ilustren el enlace con el período ibérico, pues su vida parece que terminó justo en los albores de la civilización ibérica.

Entre los primeros elementos foráneos aparecidos en Peña Negra, los cuales nos remiten a la segunda mitad del siglo IX a.C., se encuentran las fíbulas de codo, una fíbula de doble resorte, brazaletes de marfil y cuentas de collar de fayenza y de pasta vítrea. Se trata de objetos de adorno utilizados por los agentes fenicios para entablar un contacto amistoso con las comunidades indígenas. Además de los objetos referidos, en la necrópolis de cremación del yacimiento, denominada Les Moreres, se recuperaron urnas arcaicas de tipo Cruz del Negro y un plato de barniz rojo de inicios del siglo VIII a.C. La interacción humana y comercial con el mundo fenicio fue incrementándose, de modo que Peña Negra, partícipe de la corriente orientalizante, experimentó en el siglo VII a.C. una formidable expansión urbanística. El asentamiento adquirió un perímetro amurallado y experimentó obras públicas y de aterrazamiento, alcanzando unas 30 hectáreas de extensión (González Prats, 1991, 112-113). Junto a la cerámica a mano local encontramos en Peña Negra cerámicas a torno de imitación e ingentes cantidades de cerámicas importadas, lo que nos lleva a hablar de la presencia estable de gentes fenicias. Estas gentes configurarían un barrio colonial especializado en tareas mercantiles y artesanales. La tumba de uno de estos artesanos apareció en el Camí de Catral; en su ajuar había una matriz de bronce ornada con motivos iconográficos de estilo oriental para la elaboración de medallones ovales huecos con decoración repujada.

Entre el material islámico de la Rábita califal situada en las dunas de Guardamar comenzó a aparecer un conjunto de cerámicas de tipo protohistórico y oriental que llevó finalmente a la localización de una verdadera colonia fenicia, conocida como La Fonteta, la cual estaría ya en funcionamiento en el siglo VIII a.C. Entre los materiales cerámicos aludidos están las ánforas odriformes, los platos de barniz rojo, los cuencos-trípodes, los frascos de asas realzadas, la cerámica gris y las tinajas de varias asas de doble y triple tendón. Otros objetos de clara adscripción fenicia recuperados en La Fonteta son los fragmentos de huevos de avestruz, brazaletes o soportes de mármol y diversas joyas de oro. El puerto comercial fenicio de La Fonteta sería el encargado de redistribuir por el Sureste multitud de productos mediterráneos, en muchos casos procedentes de las colonias fenicias andaluzas. Mantenía además una rápida y fácil conexión con los enclaves fenicios de la isla de Ibiza, hecho constatado por los significativos hallazgos anfóricos y de otros elementos ibicencos realizados en las costas alicantinas desde las zonas de Jávea y Denia hasta el área del Bajo Segura. La influencia cultural de la colonia de La Fonteta sobre las poblaciones indígenas de la antigua albufera del Segura sería determinante en la aceleración y cambio de sus procesos de estratificación social e intensificación productiva. Tanto La Fonteta como los colonos fenicios asentados en Peña Negra desarrollarían una febril actividad comercial en el marco de una próspera explotación agropecuaria y metalúrgica del entorno, realizada a través de los intermediarios indígenas.

Peña Negra actuó como un centro metalúrgico de primera magnitud, pues en sus talleres se fabricaban hachas de apéndices laterales, puntas de lanza de alerones romboidales, espadas de filos rectos de lengüeta calada y de empuñadura maciza, hoces, brazaletes y jarros broncíneos, broches de cinturón, agujas de variados tipos y otras piezas difícilmente identificables. Se trata de útiles y armas del más puro estilo atlántico, signo de la participación del Sureste en redes comerciales de amplio alcance. Los talleres de Peña Negra, cuyos productos llegaron periódicamente hasta el ámbito sardo, son, junto con los de Fort Harrouard en el Norte de Francia, unos de los mejor documentados de este tipo de metalurgia de carácter atlántico. El impacto comercial fenicio en el Sureste provocó además la instauración de un patrón premonetal para las transacciones en forma de barras planas, las cuales conservan su cono de fundición (González Prats, 1991, 114). Estas barras se elaboraban con un cobre muy depurado, en bronce y en plomo. Responderían a un determinado sistema metrológico que nos resulta desconocido. Su área de dispersión afecta a la mitad meridional de la provincia de Alicante y a la isla de Formentera.

Uno de los talleres metalúrgicos documentados en Peña Negra incluía la vivienda, el horno y una escombrera con más de cuatrocientos fragmentos de moldes, sobre todo de arcilla, exponentes de una alta y sofisticada tecnología, en donde se obtenían piezas típicas de los horizontes culturales de la Ría de Huelva, Vénat, Ronda y Sa Idda (González Prats, 1992, 144). En la escombrera, junto a varios kilos de escorias de cobre y bronce, apareció un fragmento de una pieza de hierro, que sería un objeto importado. Mientras que el Sureste participaba del desarrollo de la metalurgia atlántica y mediterránea, el resto del País Valenciano permanecía imbuido por una metalurgia de tipo continental. La influencia fenicia experimentada por los yacimientos de Peña Negra y Los Saladares se aprecia también en la aparición de nuevos tipos de viviendas desde el siglo IX a.C. Las cabañas tradicionales de planta oval o circular, a veces semiexcavadas en el suelo y realizadas con materiales perecederos, vieron cómo a su lado se edificaban otras angulares con zócalos de piedra y otras de planta circular levantadas a base de tapial y adobe, con paredes de barro rojo enlucidas de blanco o amarillo. En cuanto a los enterramientos, se observa en la necrópolis de cremación de Les Moreres, fechada entre el siglo IX y mediados del siglo VI a.C., la extensión de prácticas y construcciones funerarias de tipo meridional, como los túmulos planos, los círculos de piedras hincadas y las plataformas ovales y cuadradas. Estas últimas son el precedente de las tumbas de empedrado que se generalizarán en la Contestania durante el período ibérico (González Prats, 1992, 143). Se trata de construcciones funerarias nuevas que dan idea de las transformaciones culturales experimentadas por el Sureste en su contacto con los agentes comerciales fenicios. Antes de la llegada de los colonos fenicios, Peña Negra presentaba algunos elementos próximos al horizonte cultural meseteño de Cogotas I, como las cerámicas de incrustación y de retícula bruñida o las viviendas circulares de barro.

González Prats (1992, 145) considera que durante el Hierro Antiguo el Sureste formó parte del ámbito orientalizante tartésico, fenómeno cultural ya más diluido al Norte del río Vinalopó, el cual pudo actuar por entonces como frontera entre grupos poblacionales con tradiciones diferentes. Las revisiones de materiales efectuadas en yacimientos interiores del País Valenciano han servido para identificar la presencia de algunas cerámicas fenicias durante el Hierro Antiguo, fenómeno atestiguado por ejemplo en El Castellar de Meca (Ayora) y el área alcoyana. En el Alt de Benimaquia (Denia) se desarrolló en la primera mitad del siglo VI a.C. una destacada producción vitivinícola, la cual sería impulsada por las elites indígenas a partir de los conocimientos proporcionados por los comerciantes fenicios, que frecuentaban la región en busca de hierro (Gómez Bellard y Guerín, 1995). Los lagares localizados en el yacimiento se insertaban en un complejo fortificado que tenía como objetivo proteger y prestigiar el sistema productivo desarrollado, y que además estaba en consonancia con el alto valor estratégico del lugar en que se emplazaba, pues desde allí se divisan las costas ibicencas y las embarcaciones provenientes de las mismas. El tráfico comercial entre Ibiza y las costas del Sureste peninsular sería intenso desde al menos el siglo VIII a.C., momento en que ya estaba en funcionamiento el puerto colonial fenicio de La Fonteta. Santos Velasco (1998, 401) considera que durante el siglo VI a.C. algunos linajes aristocráticos se segregaron del resto de la comunidad, ocupando “ex novo” sus propios asentamientos como residencia y centros de actividad económica. Éste sería el caso de los lagares fortificados del Alt de Benimaquia.

Es significativo el que tanto La Fonteta como otros centros en que la presencia comercial fenicia fue habitual estén amurallados, indicio de la existencia de un proceso de acumulación de bienes que exigía medidas de seguridad disuasorias ante las posibles ambiciones de las comunidades indígenas del entorno. También presenta murallas el pequeño enclave fenicio del Cabeçó del’Estany (Guardamar), punto adelantado en el acceso a la ruta comercial del Segura. La influencia cultural fenicia favoreció en el Sureste durante el Hierro Antiguo la regularización urbanística de algunos núcleos poblacionales mediante obras de aterrazamiento y mediante la introducción de viviendas angulares, más amplias y duraderas que las de la tradición constructiva indígena. Cada vez se hicieron más frecuentes las viviendas con bancos adosados y esmerados enlucidos. En Verdolay, el poblado de Santa Catalina del Monte tuvo ya a fines del Hierro Antiguo casas con zócalos de piedra y alzado de adobes rojos o anaranjados enlucidos de amarillo. Y en Peña Negra se documentó una amplia vivienda con banco adosado interno cuyas paredes estaban revestidas con estucos pintados con motivos lineales. Estos nuevos procedimientos constructivos y decorativos fueron ya comunes durante el período ibérico.

La Fonteta generalizó diferentes productos, principalmente cerámicas torneadas, en el hinterland de la Vega Baja del Segura y del Bajo Vinalopó, mientras que los artesanos fenicios instalados en Peña Negra suscitaron una destacada producción alfarera cuyas piezas sirvieron para abastecer a otros yacimientos más interiores, como El Monastil (Poveda, 2000). El carácter y la tipología de los hallazgos cerámicos y metálicos del horizonte orientalizante del Sureste lleva a González Prats (1992, 148) a remarcar que tan tartésico es éste como el foco de la Baja Andalucía, pues el aspecto oriental de la nueva cultura material impulsada en la Península por los agentes fenicios va, como un ancho arco, desde el área alicantina hasta el Algarve portugués. El influjo orientalizante se debilita en otras regiones más septentrionales del País Valenciano, donde los productos cerámicos fenicios, como la vajilla de barniz rojo y la gris o los típicos envases anfóricos, están mucho menos presentes, signo de que sus mercados indígenas participaron escasamente durante el Hierro Antiguo de las actividades comerciales desplegadas por los fenicios desde sus enclaves ibicencos y del Bajo Segura. La homogeneidad de las pastas de las cerámicas fenicias redistribuidas durante la fase orientalizante por el Levante peninsular nos remite siempre a Ibiza y a la presencia colonial en la antigua albufera del Segura. El panorama económico apunta a que la extracción del hierro era uno de los principales objetivos del mundo fenicio occidental, lo que explica la presencia de material cerámico fenicio en diversos núcleos mineros castellonenses del Maestrazgo y de la Vall de Uxó.

En el Sureste hay también datos sobre las actividades metalúrgicas locales en el Hierro Antiguo. Así, en el poblado de Santa Catalina del Monte se documentó un horno metalúrgico con su escombrera, en donde, junto a los mayoritarios elementos de bronce, aparecía también mineral de hierro. En la Punta de los Gavilanes de Mazarrón se localizó una “casa de fundidores de mineral”. Y en el yacimiento también murciano del Castellar de Librilla aparecieron varios hornos, cerca de uno de los cuales había dos cuchillos afalcatados de hierro, escorias de mineral de hierro y agujas de bronce (Ros Sala, 1987, 291, 293 y 411). La nueva tecnología del trabajo del hierro comenzaría a desarrollarse en los núcleos indígenas del Sureste en el siglo VII a.C. Los objetos de hierro de cronología algo anterior sólo llegaron a unos pocos poblados del Sureste, y lo hicieron de forma muy esporádica, por lo que se trataría de bienes importados. Fue en el siglo VII a.C. cuando algunos núcleos valencianos herederos de la cultura de los Campos de Urnas recibieron los primeros objetos fenicios de hierro, principalmente cuchillos. En los centros coloniales fenicios andaluces y en La Fonteta la metalurgia del hierro se daría desde momentos cercanos a su fundación. Desde allí los conocimientos técnicos relacionados con el trabajo del hierro irradiarían hacia los poblados indígenas. Los resortes utilizados por los comerciantes extranjeros en la explotación de los recursos minerales del Sureste, más ricos en el área murciana que en la alicantina, están estrechamente vinculados con el proceso de aculturación suscitado en el mundo indígena, cuyo mejor exponente es el mestizaje cultural detectado en Peña Negra. Junto a los recursos mineros, la sal, el esparto y los productos agropecuarios del Sureste figurarían también entre los bienes dignos del interés comercial de los colonos fenicios.

Los artesanos fenicios, locales o itinerantes, ofrecieron productos de lujo a las aristocracias indígenas, como la diadema de Crevillente, joya áurea con decoración repujada, influída por los gustos de la orfebrería etrusca. La orfebrería de la etapa orientalizante, conocida como tartésica, presenta unas características morfológicas, técnicas y funcionales muy diferentes con respecto a las de la orfebrería del Bronce Final, representada en el Sureste sobre todo por el tesoro de Villena. Los fenicios se trajeron un tipo mediterráneo de orfebrería basada técnicamente en la terna “soldadura-filigrana-granulado”. A lo largo de la presencia colonial fenicia en el Sureste fue cambiando el concepto de joya, pasándose de lo pesado y macizo a lo ligero y hueco, de lo liso y geométrico a lo relivario y figurativo (Perea y Aranegui, 2000, 12-13). Se enriqueció simbólicamente la iconografía local con motivos orientales, como las rosetas, las flores de loto, las palmetas, los árboles de la vida, los animales exóticos o fantásticos y los elementos astrales, todo ello en constante alusión a la fecundidad y al ciclo vital, simbolismo que se perpetuará en las manifestaciones artísticas de época ibérica.


LA ESCRITURA EN LA CONTESTANIA

Uno de los elementos que nos ayudan a definir el área cultural contestana es la escritura. La Contestania es en este sentido un espacio privilegiado en cuanto a que en ella convergieron los tres tipos de escritura en que se vertió la lengua ibérica, signo de la confluencia de diferentes tradiciones comerciales y culturales. Los tres tipos de escritura mencionados son la escritura meridional, la ibérica propiamente dicha y la greco-ibérica. La meridional es una escritura andaluza idéntica o al menos directamente derivada de la tartésica y que, aunque fue adaptada para escribir la lengua ibérica, parece que no fue originariamente concebida para tal fin (Hoz, 1993, 15). Este tipo de escritura revela la antigüedad de los contactos mantenidos entre la Alta Andalucía y las regiones alicantinas, si bien la influencia tartésica llegaría no sólo por vía terrestre, sino también gracias a la amplitud y vitalidad de los intercambios marítimos propiciados por los comerciantes foráneos. Las inscripciones ibéricas documentadas en escritura meridional son pocas, y en el caso del área alicantina parecen desaparecer a partir del siglo III a.C. El empleo por parte de los iberos de la escritura meridional, atestiguado con seguridad para el siglo IV a.C., tuvo que tener en realidad un origen bastante anterior. La escritura ibérica propiamente dicha está genéticamente relacionada con la meridional, con la que comparte rasgos esenciales como el semisilabismo, y aporta un número alto y creciente de inscripciones mediterráneas desde el río Herault hasta el Segura, penetrando además de forma significativa en el valle del Ebro (Hoz, 1993, 16). Este tipo de escritura, cuya vigencia se prolongó desde fines del siglo V a.C. hasta la romanización, señala la participación de la Contestania en fenómenos comerciales y culturales propios de las regiones ibéricas septentrionales. La escritura greco-ibérica, surgida quizás en el siglo V a.C. gracias a la adaptación del alfabeto jonio para consignar la lengua ibérica, es conocida a través de unas pocas inscripciones alicantinas y murcianas. Los ejemplos murcianos son sólo dos láminas de plomo procedentes del Cigarralejo y de Coimbra del Barranco Ancho. Estos yacimientos no estarían incluidos en la Contestania definida por Llobregat (1972), pero sí en una Contestania más extensa, propuesta por Abad (1992, 159-160) y Santos Velasco (1994, 109-117). Por tanto la escritura greco-ibérica es probablemente una manifestación cultural genuinamente contestana.

En las láminas de plomo, que fueron el soporte de escritura más característico del mundo ibérico, están representadas las tres variedades de escritura, aunque se da un predominio de la ibérica propiamente dicha. Se trata de pequeñas láminas escritas por una o ambas caras, y que en algunos casos parecen haber sido reutilizadas o recortadas. El uso del plomo como soporte de escritura por parte de las sociedades ibéricas tiene sus precedentes en los ámbitos neohitita y griego, atestiguándose sobre todo en regiones afectadas por la colonización griega, como Sicilia y el Mar Negro, desde época arcaica hasta época helenística avanzada. Han sido también recuperados importantes plomos escritos de Marsella y Ampurias, los cuales parecen apuntar a que fueron los griegos quienes transmitieron a los iberos esta técnica epigráfica (Hoz, 1993, 21). Las láminas de plomo que recogen la lengua ibérica es probable que llevasen textos de carácter preferentemente económico, pues en sus modelos griegos lo más habitual es que vayan cartas privadas alusivas a asuntos mercantiles, contratos de compra y reconocimientos de deudas, es decir, negocios de los comerciantes o propietarios de tierras y casas. Algunos de los textos ibéricos sobre plomo incluyen nombres de indígenas e indicaciones numerales, como si se tratase de operaciones económicas o listas de deudores y acreedores, lo que refuerza la idea de que el origen de la escritura ibérica tuvo motivaciones principalmente mercantiles. El uso de la escritura se circunscribiría a los comerciantes, así como a las elites interesadas y a la clase artesanal dependiente de las mismas. Incluso es posible que muchos comerciantes enriquecidos formasen parte de dichas elites. Otro elemento de semejanza entre los plomos griegos y los ibéricos es que en una cara suele ir el texto principal y en la otra un texto menor, quizás la indicación del destinatario.

No en todas las regiones consideradas como de cultura ibérica la lengua ibérica tenía un carácter nativo y coloquial, sino que en ciertas áreas actuaría solamente como lengua vehicular y de prestigio, favorecedora de los contactos económicos y culturales de largo alcance. En este sentido hay que reseñar que Obulco (Porcuna) parece que originariamente no estaría en el área lingüística ibérica, mientras que en Cástulo (Linares) hay ya indicios lingüísticos de iberismo desde el siglo IV a.C. La frontera lingüística pasaría por tanto entre Obulco y Cástulo. En cuanto a la escritura greco-ibérica, tras ella se esconde una lengua verdaderamente ibérica, por lo que todo indica que el ámbito territorial en que se empleó era lingüísticamente ibérico, ya que dicha escritura suponía la adopción de los signos griegos para reflejar el habla autóctona. En el área de Cástulo, es decir, en la Alta Andalucía, la escritura meridional tradicionalmente utilizada sería resultado de la adaptación de la escritura tartésica para transcribir una lengua auténticamente ibérica, más o menos próxima a la hablada en la Contestania, y en cualquier caso claramente emparentada con ésta. El parentesco lingüístico mencionado explica el que en la Contestania también se emplease la escritura meridional, si bien con mucha menos intensidad que la escritura ibérica propiamente dicha. Mientras que en la Alta Andalucía la aristocracia indígena se benefició de las explotaciones minerales, en el caso contestano las elites se enriquecerían gracias al control de las vías interiores que comunicaban las costas del Sureste con el Alto Guadalquivir (Hoz, 1993, 22-23), además de con el aprovisionamiento y comercio de los productos locales, como sal, esparto y cereales (Domínguez Monedero, 1984, 156). Un grafito muy arcaico del yacimiento orientalizante de la Peña Negra de Crevillente en escritura meridional señala la similitud de los influjos externos experimentados por la Contestania y el Alto Guadalquivir, los cuales quizás actuaron sobre posos culturales también parecidos.

La transformación de la escritura meridional en la ibérica propiamente dicha se debería en parte al deseo de aproximar más la escritura a las peculiaridades fonéticas de la lengua. Esta revisión de los signos escritos a emplear pudo realizarse en la misma Contestania, que es la región ibérica que cuenta con un panorama epigráfico más rico y variado. Es también posible que el origen de la escritura ibérica propiamente dicha no estuviera tan relacionado con la voluntad de cambiar el sistema gráfico precedente, suponiendo más bien una solución distinta aplicada a la realidad lingüística de regiones ibéricas también diferentes, con la salvedad de la Contestania, que conoció los tres tipos de escritura. La abundancia y la diversidad de los grafitos recuperados en la Contestania ilustran la preocupación existente en esta área cultural por adquirir y difundir un sistema de escritura con el que referirse fácilmente a las operaciones económicas, cuyo volumen y regularidad así lo aconsejaban. Tanto la difusión del uso de las laminillas de plomo como soporte de escritura como la aparición de la escritura greco-ibérica nos informan de la importante incidencia de las actividades comerciales griegas en las costas mediterráneas peninsulares.

En el Sureste las elites indígenas se mostraron especialmente predispuestas hacia este tipo de intercambios marítimos, hasta el extremo de implicarse en el transporte habitual de las propias mercancías. Ello ayuda a explicar la aparición de dos plomos en escritura meridional en la provincia de Castellón y el Sur de Francia. El contrato griego del plomo de Pech-Maho alude a una transacción comercial efectuada en el siglo V a.C. en el Sur de Francia, revelando la participación de tres grupos étnicos distintos: los colonos focenses, los iberos y quizás los indígenas de la zona. La presencia comercial ibérica en el Sur de Francia sólo se entiende desde el colaboracionismo con los comerciantes griegos, situación confirmada por el hecho de que la más antigua inscripción en escritura ibérica levantina procede de Ullastret, el poblado indígena vecino de la colonia griega de Ampurias (Hoz, 1993, 24). La lengua y la escritura ibéricas desempeñaron una función destacada en las transacciones comerciales por vía marítima, sirviendo incluso en ocasiones como lengua vehicular en los intercambios efectuados entre ampuritanos y galos. La implicación de gentes ibéricas en el comercio marítimo impulsado por los griegos explicaría la intensidad con que se difundieron por las costas mediterráneas occidentales determinados artículos, como las cerámicas grises catalanas y las imitaciones de cerámica ática de barniz negro producidas en Rhode. A su vez el área lingüística común o la existencia de una lengua ibérica vehicular favorecerían la movilidad de las poblaciones indígenas.

El que la escritura greco-ibérica se documente casi exclusivamente en el ámbito contestano se explicaría por la presencia de los comerciantes ampuritanos en el Sureste. A su vez en el área de la colonia focense de Emporion pudieron establecerse comerciantes llegados desde el ámbito lingüístico estrictamente ibérico, es decir, gentes provenientes de la Contestania y otras regiones próximas donde el ibérico no era una mera lengua vehicular, sino la lengua autóctona (Hoz, 1998, 180). Las inscripciones de estos posibles inmigrantes, los cuales se dedicarían al comercio y convivirían con los indígenas, representan un significativo porcentaje de la epigrafía prerromana recuperada en la “chora” ampuritana. Se trata en este caso de inscripciones realizadas en la escritura propiamente ibérica. En cuanto a la escritura greco-ibérica, de origen jonio, presenta sus modelos más claros en Samos, si bien Focea pudo desarrollar una tradición alfabética y epigráfica similar, que sería la transmitida por los ampuritanos a los indígenas iberos. La adaptación del alfabeto jonio a la consignación de la lengua ibérica del Sureste supuso la supresión de algunas letras innecesarias, la reactivación de la decadente letra “sampi” y la diferenciación de la letra “rho” para representar los dos tipos de vibrantes de la lengua ibérica mediante el sencillo procedimiento de añadir un diacrítico (Hoz, 1998, 188).

Uno de los elementos de cultura material caracterizadores del territorio edetano, pero que también aparece en algunas áreas contestanas, es la cerámica decorada de estilo Oliva-Liria, la cual presenta con frecuencia entre sus motivos pintados inscripciones ibéricas también pintadas que o bien se mezclan con los demás elementos decorativos, tal vez explicándolos, o bien adornan los labios o la parte superior de los vasos. Entre los enclaves contestanos con mayor número de grafitos greco-ibéricos y púnicos se encuentra La Illeta dels Banyets en El Campello, que tuvo que actuar como un mercado abierto a comerciantes de diferentes procedencias, los cuales podrían desarrollar allí con toda clase de garantías sus intercambios. Se trata de “óstraca”, es decir, de grafitos efectuados sobre trozos de cerámica. Serían indicaciones de propiedad, si bien algunos de ellos podrían estar relacionados con el comercio de redistribución de la cerámica griega. La Illeta dels Banyets aportó quince grafitos sobre cerámica en escritura greco-ibérica. Baradellos, Benilloba y El Puig son otros de los yacimientos contestanos que han aportado grafitos greco-ibéricos sobre cerámicas. Fuera del área contestana destaca un grafito en greco-ibérico procedente de Emporion.

El asentamiento con mayor número de plomos en escritura greco-ibérica es La Serreta de Alcoy, que ha proporcionado seis ejemplares. Más controvertidos son el plomo de Penàguila, hallado a pocos kilómetros de La Serreta y quizás falso, y otro pretendidamente saguntino, que en realidad está descontextualizado. Por otro lado, en El Puntal de Salinas apareció una laminilla enrollada de plomo que no llegó a ser escrita. El mayor de los plomos de Alcoy y el de Coimbra del Barranco Ancho utilizan un sistema numeral aún mal conocido y todavía no identificable con ninguno de los numerosos sistemas griegos antiguos, pero como ellos basado en la atribución de valores aritméticos a las letras, y diferente de los sistemas numéricos atestiguados en otras inscripciones ibéricas en escritura no griega. La casi total ausencia de epigrafía institucional y funeraria en el mundo ibérico revela que en el ámbito político y religioso la escritura no fue necesaria, de modo que su uso sería casi exclusivamente económico, y dentro de este apartado estaría más relacionada con la consignación de las transacciones comerciales que con otro género de operaciones administrativas.

El destacado desarrollo epigráfico atestiguado en La Serreta confiere a este enclave un rango preeminente en el esquema jerárquico del territorio central de la Contestania, e indica la probable presencia en el mismo de sectores dominantes no productores, encargados del control de las actividades económicas del entorno (Olcina, Grau, Sala, Moltó, Reig y Segura, 1998, 37). La epigrafía en plomo de La Serreta alcanzaría su mayor auge en el período de esplendor del poblado, es decir, en el siglo III o principios del II a.C., momento en que finalmente fue abandonado. También apunta al tránsito del siglo III al II a.C. el grafito de Benilloba, realizado sobre un plato de campaniense A. Ello prueba la larga perduración en el área alicantina de la escritura greco-ibérica, originada quizás en el siglo V a.C., y que en el caso de La Serreta parece que alcanzó a ver el final de la vida del enclave, utilizándose hasta dicho momento. El carácter destacado de La Serreta viene confirmado por otros elementos, como la existencia de un santuario, estructuras defensivas y abundantes cerámicas pintadas encuadrables en el estilo Oliva-Liria. Curiosamente, aunque La Serreta se vio afectada por el estilo decorativo de las cerámicas ibéricas edetanas, no parece de momento que sus epígrafes en greco-ibérico llegasen como respuesta cultural a la Edetania, donde la escritura propiamente ibérica estaba lo suficientemente consolidada. Los plomos inscritos de La Serreta expresan una mayor complejidad que los cortos grafitos de El Campello, por lo que probablemente se refieren no sólo a transacciones comerciales, sino también a otros aspectos económicos derivados de la administración del territorio circundante, sobre el cual el santuario ejercería una importante influencia.


EL ARMAMENTO CONTESTANO

Existen importantes dificultades para diferenciar y delimitar las entidades políticas ibéricas a partir del análisis espacial del armamento (Quesada, 1989a, 111). Antes de la publicación de la tesis de Quesada (1997) las posibilidades de éxito en la búsqueda de fronteras entre los distintos pueblos ibéricos en función de su armamento eran muy escasas debido a la ausencia de tipologías modernas y detalladas, de estudios tecnológicos y de mapas de distribución completos. El valor del armamento como elemento de diferenciación étnica viene confirmado por un texto de Livio (XXXIV, 20) que explica que los iacetanos reconocieron a cierta distancia a los suesetanos por las armas e insignias que portaban (Quesada, 1989a, 113). No sabemos con exactitud cuáles fueron los aspectos concretos en los que las fuentes literarias se basaron para diferenciar las comunidades políticas ibéricas, si bien es posible que tuviesen en consideración los rasgos generales derivados en cada caso de las variaciones étnicas detectadas en el uso y las características de múltiples elementos de cultura material, entre los que estarían las armas y las insignias. Estas últimas no se han conservado nunca por su carácter altamente perecedero, pero aparecen por ejemplo representadas en algunas de las monedas con jinete en el reverso. Y en cuanto al armamento, dentro del análisis arqueológico su valor como diferenciador étnico queda limitado porque los distintos pueblos intentarían hacerse lo más pronto posible con las mejores y más novedosas armas, ya que de ello dependía su propia integridad. Así que al contrario de lo que ocurre con otros elementos de cultura material, como la cerámica, cuyas formas y decoraciones pueden ser mantenidas por un pueblo como signo de su identidad, en el caso de las armas convenía olvidarse en gran medida de tales especificidades en favor de la mayor eficacia militar posible. Ello originaba la rápida difusión de los diferentes tipos de armas, que serían adquiridas consecuentemente por las distintas comunidades políticas, tanto si eran sociedades de Jefatura como si habían alcanzado un mayor desarrollo protoestatal. Para definir el espacio ocupado por cada una de ellas lo mejor es recurrir a un análisis geográfico que tenga en cuenta las posibles variaciones diacrónicas, así como a un estudio lo más completo posible de los elementos característicos de su cultura material.

El estudio de los tipos y patrones de distribución del armamento protohistórico hispano permite descubrir importantes nexos culturales entre la Alta Andalucía y el Sureste peninsular, a la vez que remarca las diferencias existentes entre las áreas situadas al Norte y al Sur del río Júcar, que según las fuentes escritas tardías constituyó la frontera septentrional de la Contestania. Es en la Alta Andalucía y el Sureste donde aparece la panoplia ibérica típica, centrada en la falcata como arma más simbólica y emblemática (Quesada, 1997, 622-623). Esta panoplia ibérica típica se da sólo en un determinado ámbito de la cultura ibérica, ocupando aproximadamente la cuarta parte del total del espacio cubierto por el mundo ibérico, incluyendo la Turdetania. La Alta Andalucía y el Sureste son las únicas regiones que conocieron todos los elementos característicos de la panoplia ibérica desde fines del siglo VI hasta el siglo I a.C. De estas regiones proceden las tres cuartas partes del armamento recuperado en el área cultural ibérica, debido en gran medida a que en ellas se concentran muchas de las mayores necrópolis ibéricas, como Almedinilla, Baza, Cigarralejo, Cabecico del Tesoro y Cabezo Lucero. Las formas peculiares de disponer las armas en las tumbas de cada necrópolis podrían señalarnos en algunos casos la pertenencia a distintas unidades étnicas o variaciones culturales dentro de diferentes comunidades pertenecientes a la misma etnia. Dentro de la Contestania se registran distintos patrones de disposición del armamento en las sepulturas. Así, en el Cabecico del Tesoro (Verdolay) y en El Cigarralejo (Mula) las puntas de lanza se colocaban a menudo de forma perpendicular a las manillas de los escudos, mientras que en Cabezo Lucero (Guardamar) las cenizas del guerrero podían colocarse sobre el escudo, que por tanto, y a diferencia de lo que ocurría en las dos necrópolis anteriormente citadas, no habría sido quemado previamente.

El territorio situado al Norte del Júcar, correspondiente a la Edetania, muestra un panorama funerario bastante más pobre que el del área cultural contestana, en la cual el número de armas recuperadas es mucho mayor. Ello podría revelar diferencias en el ritual funerario, de modo que en la Edetania, donde las cerámicas decoradas de estilo Oliva-Liria muestran un amplio repertorio armamentístico, sería menos frecuente el enterrarse con las armas, si bien la escasez de necrópolis destacadas impide extraer conclusiones seguras al respecto. Es interesante resaltar que los motivos que adornan los escudos de los guerreros representados en las cerámicas de Liria o de La Serreta de Alcoy pudieran estar aludiendo a distinciones tribales. Acerca de estos diseños pintados sobre los escudos, Quesada considera que se trataría de emblemas personales de cada guerrero, como en el mundo griego arcaico, más que de emblemas de ciudades o estados. A pesar de ello sería lógico el parecido entre las decoraciones pintadas de los escudos de los ciudadanos pertenecientes a la misma comunidad, si es que existía en el guerrero el deseo de que resultase sencilla su identificación étnica. Livio (Frag. Lib., 91), en el contexto de las guerras sertorianas, presenta a los contestanos combatiendo como un pueblo unido, aliado de los ilercavones, lo que apunta hacia la plena existencia en ellos de una conciencia étnica.

La unidad básica de las tradiciones armamentísticas ibéricas de la Alta Andalucía y el Sureste queda probada tanto por las piezas conocidas como por la iconografía, como señalan los conjuntos escultóricos de Porcuna, Los Villares y Elche. Se dan a pesar de ello ciertas variaciones regionales, especialmente desde época Ibérica Plena, que no rompen la unidad esencial, como la mayor presencia del puñal de frontón en la Alta Andalucía y la mayor dispersión de soliferrea por el Sureste. La vigencia de los mismos tipos de armas en la Alta Andalucía y el Sureste es un elemento indicativo de la frecuentación e importancia de las rutas que unían ambas regiones. El Este de la provincia de Albacete y el Noreste de la de Murcia participan de lleno en la unidad armamentística señalada, inclinándonos nosotros por vincular el primer espacio mencionado a la Bastetania y el segundo a la Contestania, dentro de un clima de dilatadas y fluidas relaciones socioeconómicas. La Bastetania es ubicada por los autores antiguos principalmente en la Andalucía Oriental, ocupando tanto áreas costeras como la región del Alto Guadalquivir (Abad, 1992, 152). La panoplia ibérica típica a la que venimos aludiendo, y que fue la propia de estos pueblos, incluye falcatas, espadas de frontón, jabalinas, soliferrea y lanzas con nervio, predominando las de nervio no aristado. El área edetana, cuyo armamento es mejor conocido desde fines del siglo III a.C. que en los siglos precedentes, tuvo al parecer una panoplia similar a la del Sureste, aunque está más pobremente representada en el registro arqueológico. Hay que señalar además que las comarcas interiores de la Edetania incorporaron a su panoplia desde principios del siglo II a.C. algunas armas de tipo meseteño, como espadas de tradición lateniense y puñales dobleglobulares.

La sección más característica de las lanzas del Sureste y la Alta Andalucía es la de nervio marcado no aristado. Ambas regiones abarcan algo más de la mitad de las piezas peninsulares conocidas con dicha sección, si bien estas lanzas también están bastante representadas en la Meseta Oriental, sobre todo en las necrópolis más antiguas (Quesada, 1997, 395-398). En cuanto a la falcata, que ha sido habitualmente considerada como el arma ibérica por excelencia, es preciso reseñar su marcado carácter bastetano y contestano. De las 623 falcatas contabilizadas, 535 (el 86%) han aparecido en las zonas que los geógrafos antiguos y los investigadores modernos denominaron Bastetania y Contestania (Quesada, 1997, 76-79). En cambio en el área ibérica que va desde el Júcar hasta los Pirineos sólo se conocen 11 falcatas seguras y dos o tres dudosas. Fuera de su ámbito de mayor concentración destacan por su número las falcatas de Villaricos (la antigua Baria) y Alcacer do Sal (la antigua Salacia), yacimientos caracterizados por la cantidad y diversidad de sus armas, pues pudieron actuar como centros para la reunión y redistribución de mercenarios de distintas procedencias. La zona nuclear de distribución de las falcatas pudo ser también el lugar en que se originó el tipo. En este sentido es revelador el hecho de que el posible precedente tipológico inmediato de la falcata ibérica, la larga machaira itálica, está únicamente documentado en nuestra península por un ejemplar de Elche. Las falcatas más antiguas son claramente las de la Alta Andalucía y el Sureste, mientras que la penetración del tipo en otras áreas interiores o de las costas mediterráneas del Noreste de la península es un fenómeno problablemente tardío, quizás acentuado durante la presencia bárquida a partir del 237 a.C.

Un mismo patrón decorativo complejo se ha registrado en falcatas damasquinadas contestanas y andaluzas, lo que podría revelarnos la existencia de artesanos itinerantes o de una idea muy generalizada de las decoraciones que debían aplicarse, lo que habla en favor de la unidad cultural que en esencia tuvo el mundo ibérico. El mayor número de yacimientos con representaciones de falcatas en exvotos, esculturas y cerámicas se concentra en el Sureste, signo de la importancia no sólo funcional sino también simbólica adquirida por la falcata en esta región. Fuera de la misma destacan las falcatas representadas en los exvotos de los santuarios de la Alta Andalucía, en los conjuntos escultóricos localizados a lo largo del Guadalquivir, en las cerámicas pintadas de Liria y en algunas monedas extremeñas. Es preciso recalcar que las necrópolis del Sureste con mayor cantidad de materiales griegos son también las que presentan mayor número de falcatas, algo que nos debe llevar a valorar los posibles influjos mediterráneos que suscitaron la creación del tipo. Aunque sea tentador el utilizar la distribución de las falcatas para establecer los límites existentes entre las poblaciones de cultura ibérica y las de más al interior, es necesario contrastar dichas apreciaciones con otros elementos de cultura material. En todo caso, atendiendo a la distribución del armamento típicamente ibérico, podemos apreciar la existencia de importantes relaciones culturales entre el ámbito tradicionalmente conocido como Contestania y las comarcas vecinas de más probable adscripción bastetana. El espacio bastetano tuvo varios focos de destacada irradiación cultural, distinguiéndose tanto el del entorno de su capital, Basti (Baza), como el de la frontera con la Contestania, salpicado de enclaves relevantes. Entre ambas zonas hubo un espacio de escasa densidad poblacional. En cuanto al tránsito hacia la costa, el nombre de los bastetanos se empieza a entremezclar con el de los bástulos (Ferrer y Prados, 2001-2002), sin duda étnicamente próximos, pero más permeables estos últimos a la frecuentación comercial fenicia y púnica, efectuada a través de puertos bien documentados, siendo el más oriental de ellos el de Baria (Villaricos).


LA CERÁMICA IBÉRICA PINTADA DE LA CONTESTANIA

Los nombres tradicionales de los estilos decorativos de la cerámica ibérica pintada, como Oliva-Liria y Elche-Archena, ya últimamente reformulados en favor de la distinción de un mayor número de estilos, sirven para señalar la existencia de códigos iconográficos que lograron imponerse en comarcas amplias del Levante y Sureste peninsular. Pero los rasgos temáticos y compositivos característicos de estos estilos no deben impedirnos ver las peculiaridades propias de los diferentes talleres. Los rasgos distintivos de cada taller pueden ser tan acusados que conviertan en demasiado forzada la inclusión de sus producciones en los grandes estilos clásicamente definidos. Cada taller generó unos elementos decorativos específicos que le daban una identidad propia. De modo que aunque ciertos patrones compositivos triunfasen en un número elevado de talleres, cada enclave daría un aspecto definitivo diferente a las imágenes destinadas a decorar sus producciones. Aunque la difusión del estilo Elche-Archena ha permitido trazar vínculos culturales entre el área nuclear contestana y los asentamientos ibéricos del Medio Segura, es preciso reseñar que algunos de éstos desarrollaron en sus producciones cerámicas un lenguaje decorativo propio en el que prima el código simbólico ilicitano pero en el que hay también rasgos edetanos (Tortosa, 1998, 207-216). La considerable producción ilicitana, indicativa de la destacada entidad del poblado de La Alcudia, afectó al área murciana, favoreciendo el que muchas piezas de Archena asumiesen plenamente las normas estéticas expresadas en las decoraciones pintadas de los vasos de Elche. Pero otras producciones cerámicas de la misma Archena y sobre todo de la necrópolis del Cabecico del Tesoro (Verdolay) se desmarcaron en gran medida del estilo ilicitano, introduciendo elementos propios y otros emparentados con el estilo decorativo Oliva-Liria.

Las cerámicas ibéricas producidas en el área contestana entre los siglos VI y V a.C. presentan unas características generales similares a las de la Alta Andalucía. Los talleres regionales de ambas áreas participaron de un ambiente artístico compartido, si bien los elementos helenizantes fueron más tempranos e intensos en el Sureste, donde las formas clásicas imitadas son más variadas: copas con asas, platos de peces, enócoes, pateras, “askoi”... (Aranegui, 1992, 15). En el Sureste las decoraciones pintadas son menos proclives a la policromía orientalizante del área andaluza, y su ejecución es más abigarrada y fina en la plasmación de los temas de bandas, filetes y círculos. Fue en el Sureste donde se produjo en el siglo IV a.C. el ensayo de aplicación de temas icónicos a la cerámica ibérica, como las palmetas rudimentarias de El Puntal de Salinas y El Puig de Alcoy, o los meandros a modo de grecas de Cabezo Lucero, así como las cenefas de roleos, los motivos rameados y especialmente los peces empleados para decorar platos. De esta forma las decoraciones salieron de la exclusividad de las abstracciones geométricas para abrirse a elementos tomados de la naturaleza. Ya en el siglo III a.C. unos pocos vasos murcianos incorporaron figuraciones humanas, sobre todo de lanceros y músicos, inscribibles en cacerías, juegos funerarios o quizás en una idealización de la muerte, si bien no siempre los vasos ricamente decorados servirían como urna funeraria o como parte del ajuar funerario, sino que en algunos casos tendrían usos cotidianos con los que exhibir representaciones significativas para la sociedad ibérica, incluyendo elementos festivos relacionados con celebraciones especiales. Tampoco en el estilo Elche-Archena el simbolismo funerario que normalmente se asigna a sus piezas debe excluir otras interpretaciones más cercanas a usos cultuales en la realidad cotidiana, expresión de unas creencias no sólo ultraterrenas, pues algunas de las cerámicas no proceden de necrópolis, sino de espacios urbanos (Abad, 1995, 81).

Para diferenciar los estilos Oliva-Liria y Elche-Archena normalmente se ha incidido en el valor narrativo del primero frente al valor simbólico del segundo, aunque es preciso resaltar que algunas piezas, tan representativas de su estilo como otras, escapan a estas convenciones, pues probablemente adquirieron para sus artífices o dueños significados amplios que nos resultan desconocidos, y que por tanto son difícilmente sistematizables. El estilo decorativo Elche-Archena, contemporáneo del de Oliva-Liria, se desarrolló principalmente en los siglos II y I a.C. Sus símbolos más repetidos son el ave con las alas explayadas, el “carnassier” con las fauces abiertas y la figura femenina frontal y alada, posible imagen de una diosa de la regeneración. Otros símbolos secundarios, como peces, águilas y liebres, se han puesto en relación con la posibilidad de distinguir varios maestros que transmitirían a las piezas sus preferencias temáticas personales, sin salirse de un código iconográfico compartido. La fuerte capacidad expresiva y el insistente simbolismo de las decoraciones permite pensar que los pueblos que recurrieron a ellas compartían una ideología similar, hasta el punto de convertir los motivos más frecuentes en una forma de aludir a su adscripción étnica, que sería una más de las que compondrían la etnicidad contestana mencionada por los autores foráneos. Este lenguaje iconográfico intelectualizado nos lleva a valorar la asociación existente entre diversos poblados ibéricos del Sureste, adjudicando una función destacada a La Alcudia en las labores de jerarquización del territorio. A pesar de ello hay que aclarar que el estilo ilicitano afectó a enclaves que probablemente nunca dependieron económica y administrativamente de La Alcudia, pues la extensión de una estética fácilmente sobrepasa los límites de vinculación política, los cuales también se verían ampliamente rebasados por las creencias religiosas predominantes, que encontraron un excelente campo de expresión en los motivos pintados de las cerámicas del estilo Elche-Archena.

Las escenas antropomorfas de la cerámica ilicitana, menos corrientes que en las cerámicas de Liria, transmiten determinados mensajes, entre los que tal vez se encuentren el valor del adolescente, el trasunto del guerrero que nunca volvió, el viaje del guerrero al más allá y la presencia reconfortante de la diosa (Tortosa, 1998, 209). Mientras que en Liria las “lebes” son el tipo escogido para representar las típicas escenas antropomorfas de la aristocracia edetana (Bonet, 1992), la iconografía del Sureste escoge las tinajas grandes y profundas para esta misión. Si consideramos que las “lebes” en el ámbito griego contenían el vino que se consumía en los banquetes, puede que los vasos edetanos con pomposas escenas aristocráticas se usasen ritualmente para el mismo fin. En las piezas de estilo Elche-Archena priman los frisos continuos sobre los metopados y se advierte un claro “horror vacui”. A pesar de la apariencia de improvisación, se sigue un determinado orden, manifestado en la reiteración temática y compositiva de los signos vegetales (Tortosa, 1998, 208). Las espirales dispuestas en ejes oblicuos acompañan a los motivos principales y dinamizan el contexto vegetal de las composiciones, como si a éste no le bastase el recipiente para mostrarse. En ocasiones las figuras no aparecen enteras, sino sólo a través de sus prótomos, y en otros casos se aprecia que la diosa ha sido reemplazada por una roseta alada que debe evocarla. Esta confusión intencionada se enmarca en un sentido claramente simbolista, como si se quisiera revestir de misterio la expresión de las creencias.

Las similitudes técnicas entre los estilos Elche-Archena y Oliva-Liria son importantes, como la utilización mixta del silueteado y contorneado de las figuras. Ambos estilos presentan distinciones más bien temáticas, pues utilizan elementos propios y diferentes patrones expositivos. Así, las piezas de Liria narran escenas en las que intervienen bastantes individuos, mientras que las ilicitanas dotan de un mayor pero más oscuro significado a cada figura, revistiéndola de una exhuberancia vegetal. Las cerámicas de Liria, además de ilustrar las prácticas comunitarias y agonales de los varones de la aristocracia, muestran a las mujeres como integrantes de la vida urbana, guardianas del “oikos” y de los valores convencionales de la familia (Aranegui, 1997).

Los vasos de estilo Elche-Archena expresan un modelo de aprehensión de la naturaleza a través de su recreación pictórica bajo una forma primigenia, caótica, diversa y mítica, traducible en un tipo de mensaje sociogónico y cosmogónico que inaugura la propia realidad, el orden conocido (Olmos, 1995, 276). La referencia pictórica a un mundo primigenio caótico se complementa con la creación de un cierto orden jerárquico en el cosmos, expresado por la aparición floral de una figura femenina (Segarra, 1998, 219). Por tanto el orden social surgido en los contextos protourbanos ibéricos pudo recurrir a una justificación mítica expresada artísticamente. El desorden vegetal que aparece representado en las cerámicas contrasta con los espacios cultivados que corresponden al marco civilizado de las ciudades ibéricas, pero encaja con la exhuberancia natural que tuvo que caracterizar a la extensa albufera que hubo cerca de la antigua Alcudia, en la que vertía sus aguas el Vinalopó y en la que abundaría la avifauna.

Los vasos serían comprados principalmente por aristócratas de nuevo cuño o por una nueva clase social relevante, erigida como protectora de un marco urbano de amplio poder político territorial. Las representaciones, ambientadas en un contexto temporal quizás mítico, incluyen escenas de posible carácter iniciático y fúnebre. La iniciación del joven podría reflejarse mediante el combate con el lobo o mediante la realización de alguna hazaña, y la de la joven mediante la manifestación de la figura femenina alada. En ésta persiste la ambigüedad entre lo divino y lo humano, como ocurría en el arte escultórico (Tortosa, 1997, 173-178). La imagen podría representar la iniciación femenina, que implicaba la metamorfosis pública, el que la muchacha se mostrase resplandeciente como una diosa, garantizando así la perduración del sistema social existente (Lincoln, 1981). Los vasos ilicitanos pudieron por tanto tener también como compradores a las familias de los adolescentes que deseaban conmemorar sus ritos iniciáticos. Las imágenes femeninas podrían además ilustrar la instauración del culto a una diosa fecundadora del lugar, la que da sentido a las fuerzas que escapan al control humano, expresadas por la vegetación, la inaccesible ave y el “carnassier”.

Entre las cerámicas ibéricas con decoración figurada del Tossal de la Cala (Benidorm) destacan varias con imágenes de jinetes, así como un fragmento que muestra un desfile de guerreros (Maestro, 1989, 274-283). El interés de esta última imagen radica principalmente en que los tres guerreros representados llevan en sus caetras un mismo motivo floreado, aunque con distinto número de pétalos y diferencias en el tamaño de los umbos. La disposición estudiadamente ordenada de los tres guerreros y el empleo de un mismo símbolo iconográfico externo son elementos a través de los cuales se quiere dar idea de cohesión y pertenencia a una misma comunidad. Se enfatiza lo que ideológica y culturalmente los une a través de la repetición, con ligeras variantes, de la misma decoración en sus escudos. Un detalle que me pasó inicialmente inadvertido son las dos líneas cuyo dibujo se superpone oblicuamente a las caetras de los guerreros. Recordé que las alegorías femeninas de Hispania de los denarios de Cneo Pompeyo Junior (46-45 a.C.) y de Galba (68-69) van acompañadas de caetra y dos jabalinas como elementos definitorios de la forma de combatir ibérica, diferenciándose en las monedas mencionadas éstas claramente de las lanzas empuñadas por el “amentum” o correa de impulso, así como por su duplicidad, por ser gemelas y por presentar menor tamaño. Cada guerrero representado dispone por tanto de dos jabalinas, tanto para la caza como para la guerra. Una o las dos podían ser arrojadas antes del combate cuerpo a cuerpo, en el que con frecuencia pasaría a emplearse la espada recta corta o la falcata. La imagen mostrada apuntaría más a una parada ceremonial que a un orden de batalla, ya que en el orden cerrado lo lógico sería que cada soldado emplease una única lanza. Otra posibilidad es que las dos líneas oblicuas sirvan para representar el astil torneado de una misma lanza, lo que se alejaría por su calidad y detallismo de la mayor parte de las imágenes similares conocidas, en las que se opta por una línea sencilla para cada arma de asta. Con el orden cerrado los guerreros ibéricos habrían tenido que familiarizarse desde al menos la intrusión de púnicos y romanos en la Península. En opinión de Gracia (2003, 275) ya lo conocían y practicaban con anterioridad, lo que sería un argumento favorable a la aplicación de tesis protoestatalistas al estudio de las sociedades ibéricas. Junto a los motivos decorativos vegetales y geométricos que acompañan a los guerreros representados se aprecia un posible prótomo de ave, cuya frente se engalana con un roleo.

Otro motivo floreado algo distinto aparece en la caetra de un jinete conservado en los restos de un “lágynos” ibérico procedente del Tossal de Manises (Verdú, 2017). El fragmento concreto en el que se aprecia al jinete se consideró por error durante muchos años como originario del yacimiento del Castillo del Río (Aspe). El umbo se inscribe en una roseta de pétalos redondeados, con decoración de puntos equidistantes dentro y fuera de los pétalos (Maestro, 1989, 250-252). La forma rayada de representar el borde externo del escudo es similar a la de los escudos del fragmento de Benidorm, si bien en estos el “aro” externo se duplica. El jinete lucentino lleva lanza en ristre, casco de tipo “Montefortino” y faldellín corto terminado en flecos, entroncando su figura con el arte monetario celtibérico. Al friso superior de aves sigue otro de ciervos perseguidos por un lobo, incluyéndose la representación de un rostro humano frontal. En la escena protagonizada por el jinete tienen cabida varios animales, los cuales podrían ser un lobo, un jabalí, un perro y una liebre, ilustrando así un claro contexto cinegético. La cenefa de ondas situada en el tránsito del cuello a la panza del recipiente y los peces dibujados sobre ella remiten a la proximidad que el taller productor tenía con respecto al mar. El jinete parece lidiar con una naturaleza desbordada y llena de peligros en la que su valor ha de quedar probado. Estaríamos ante un personaje heroico mitificado o bien simplemente ante la exhibición individual del comportamiento aguerrido atesorado por los ciudadanos. Ello convertiría este recipiente del servicio de mesa en un objeto acorde con el gusto de las elites dirigentes. El caballo, como ocurría en las monedas celtibéricas o en las de Saiti, no sólo ennoblecía la figura del guerrero, sino por extensión la de toda la comunidad que se valía de tales imágenes, habiendo recurrido también a él las cerámicas contestanas en sus programas iconográficos. Varios fragmentos de una cratera ibérica de columnas de El Cigarralejo (Mula) permiten recomponer una escena consistente en una especie de danza militar (Maestro, 1989, 310-314). Los guerreros llevan lanza y escudo oblongo, y entre ellos un personaje toca la lira y otro la doble flauta. La disposición alineada de las figuras danzantes en el vaso, además de deberse a imposiciones técnicas, subraya la idea de unidad que se pretende transmitir mediante esta escena de confraternización festiva.

En Cocentaina se ha localizado un posible centro productor de cerámica ibérica con decoración figurada (Grau Mira, 1998-1999, 75). El yacimiento, denominado L’Alcavonet, aportó miles de fragmentos cerámicos con formas muy repetidas, algunos de ellos con defectos de cocción por exceso de temperatura o fallos de modelado. Entre los diferentes tipos de recipientes documentados se encuentran los de transporte, almacenaje y cocina, pero sobre todo las vajillas para el servicio de mesa, incluyendo un pequeño lote de cerámicas con decoraciones figuradas y vegetales, adscribibles a los siglos III y II a.C. Estas decoraciones responden a un estilo bien atestiguado en La Serreta y en otros enclaves ibéricos del área alcoyana, como El Pitxòcol, El Xarpolar y el Cabezo de Mariola. Incluso otras piezas con decoraciones figurativas de carácter narrativo procedentes del Tossal de la Cala (Benidorm), el Tossal de Manises (Alicante) y varios yacimientos del Sur de la provincia de Valencia comparten muchos de los rasgos estilísticos de las piezas fabricadas en L’Alcavonet, por lo que no se descarta que éste fuese su centro productor. La presencia en los yacimientos ibéricos de las costas alicantinas de cerámicas con decoración figurada hechas en Cocentaina probaría la intensa utilización comercial de los ejes viarios que desde la costa atravesaban el área alcoyana para alcanzar el valle del Vinalopó. Su presencia probada en La Serreta y en otros poblados de las comarcas centrales alicantinas subraya la función desempeñada por estos enclaves en el control del territorio, y apunta a la vez hacia la instalación de las elites en los centros mayores y más estratégicos desde el punto de vista productivo y militar. El hallazgo del testar de L’Alcavonet no hace sino confirmar la idea de que en las áreas contestana y edetana debieron operar distintos talleres cuya producción cerámica pintada de tipo figurativo merece en cada caso su definición como estilo propio, o en todo caso independiente con respecto a los grandes estilos de Elche y Liria.

Los estilos Elche-Archena y Oliva-Liria han sido con frecuencia asignados de forma respectiva a contestanos y edetanos, utilizándose como un criterio valioso para la diferenciación étnica de ambos pueblos. Este planteamiento resulta ahora excesivamente generalista, pues tanto La Serreta de Alcoy como algunos yacimientos albaceteños y murcianos presentan cerámicas pintadas con motivos y esquemas de talante más bien edetano, aunque también con un conjunto amplio de peculiaridades locales y de elementos ilicitanos. Por tanto, las decoraciones cerámicas permiten establecer diferencias entre las piezas del Norte de Murcia y el Este de Albacete con respecto al estilo característicamente ilicitano, pero a la vez remarcan la existencia de un código iconográfico similar que refuerza la idea de su posible pertenencia a un área cultural común, la contestana. En cuanto a las piezas que dentro del área nuclear contestana presentan una iconografía propia cercana a la de Liria, como es el caso de las cerámicas de La Serreta de Alcoy, podrían ejemplificarnos el hecho de que una etnia pudo en casos locales preferir el lenguaje estético más vinculado a otra, o que no lo percibía como algo ajeno, sino como propio o reformulado para convertirlo en un elemento definidor más de la propia identidad. La adopción del lenguaje iconográfico de Liria pudo deberse a que las elites de La Serreta encontraban en esas complejas escenas aristocráticas una forma mejor de exhibir sus valores que a través del simbolismo religioso del estilo ilicitano. Incluso pudo haber un deseo de diferenciarse de los enclaves contestanos próximos con funciones rectoras del territorio. Tanto en Elche y Liria como en La Serreta la concentración de cerámicas pintadas con figuraciones es signo de la concentración de las elites en dichos enclaves, e indica el ejercicio de un control destacado sobre un territorio amplio, como confirman los santuarios descubiertos en estos poblados. En definitiva, los grandes estilos tradicionalmente definidos van dando paso a la mayor valoración del repertorio estético singular de los diferentes talleres cerámicos regionales, sin que ello suponga negar la existencia de una ideología compartida, expresada de formas diversas.


LAS IMPORTACIONES CERÁMICAS GRIEGAS EN LA CONTESTANIA

Uno de los aspectos culturales más debatidos en los estudios efectuados sobre la Contestania ibérica es el de la presencia comercial griega en la región. En torno a las características de la misma son muchas las dudas que se plantean, como la localización precisa de las pequeñas factorías a través de las cuales los griegos pudieron efectuar sus transacciones comerciales en territorio contestano. Estas factorías pudieron ser en realidad enclaves de origen indígena o ibero-púnico frecuentados con mayor o menor intensidad según las épocas por los comerciantes foceos procedentes de Ampurias. El destacado volumen de importaciones cerámicas griegas registrado en la Contestania (Rouillard, 1991), especialmente apreciable en sus mayores necrópolis, refleja la existencia de una amplia red de intercambios que estuvo en la base de la progresiva helenización del territorio, aunque ésta sería parcial y desigual, afectando principalmente a la clase dominante y a los mayores enclaves. Los productos griegos, entre los cuales los materiales cerámicos eran los más numerosos pero no los únicos, serían en gran parte llevados a los centros costeros del Sureste por los propios comerciantes foceos, si bien los intermediarios fenicio-púnicos e indígenas también harían llegar algunos de estos objetos a la región, ocupándose además de su posterior redistribución por áreas interiores.

El deseo de adquirir tanto la lujosa vajilla griega como otros elementos foráneos activaría una mayor sistematización productiva en las comunidades indígenas para poder disponer de un volumen regular de excedentes con los que asegurar los intercambios. En la estructura socioeconómica de las comunidades ibéricas las importaciones y el sistema productivo optimizado para permitirlas repercutirían sin duda en la acentuación de los procesos protourbanos y de estratificación social que ya se venían desarrollando. Pero aunque los aristócratas iberos utilizaron las importaciones griegas como símbolos de estatus y privilegio, el comercio griego, a diferencia de la acción colonial y comercial fenicia, parece que nunca actuó de forma determinante en el desarrollo sociopolítico ibérico, que fue conducido sobre todo por fuerzas internas (Cabrera y Sánchez, 1998, 152). Muchas de las manifestaciones culturales ibéricas de la Contestania adoptaron rasgos y expresiones formales griegas, como se aprecia en la escultura funeraria o en la escritura greco-ibérica, pero sin que ello supusiese una transformación socioeconómica impulsada por agentes helénicos. Las comunidades ibéricas del Sureste no dependieron comercialmente de Emporion, sino que simplemente ésta entró e intervino en las redes comerciales y los sistemas productivos desarrollados por las sociedades indígenas y sus interlocutores fenicio-púnicos. El interés económico que la Contestania despertó para los griegos radicaba tanto en sus propios productos, como sal, esparto y otros productos agropecuarios, como en la llegada de los metales procedentes de las minas del Alto Guadalquivir, los cuales a través del eje del Segura podían acceder a los mercados mediterráneos, haciéndolo en cambio en otros casos a través de Villaricos.

Las cerámicas griegas permiten realizar apreciaciones cronológicas sobre los contextos arqueológicos indígenas; últimamente se viene proponiendo rebajar la cronología de algunas tumbas ibéricas que fueron fechadas a partir de los materiales cerámicos griegos que contenían, pues éstos pudieron ser usados durante un cierto número de años antes de su deposición ritual o de su fragmentación intencionada. La mayoría de los vasos griegos importados tendría una doble función, primero en la vida cotidiana y después formando parte del ajuar funerario (Olmos, 1979), pero la mayor amplitud tipológica detectada en las necrópolis (veinte formas) frente a los poblados (catorce formas), precisamente en tipos poco frecuentes (como lagynoi, askoi y platos de pescado) señala que pudo haber una cierta demanda de piezas con fines exclusivamente funerarios (Santos, 1994, 85). En ocasiones los vasos griegos eran rotos ritualmente en las necrópolis tras efectuar libaciones en honor del difunto, el cual es posible que fuese el propietario de las piezas amortizadas en sus funerales. En otros casos el vaso griego actúa como urna cineraria o como parte del ajuar, lo que señala que dichas piezas cerámicas tuvieron un valor o significado especial para las personas que las usaron o no en vida y decidieron acompañarse de ellas en la muerte.

Emporion fue la base política, económica y financiera del sistema comercial griego en Iberia, el punto de entrada de las importaciones áticas y el puerto de embarque de los productos ibéricos destinados al Mediterráneo Central y Oriental (Cabrera y Sánchez, 1998, 140). En este comercio los navegantes púnicos de Ibiza y Cádiz actuaron como intermediarios con las poblaciones del Sureste y del área andaluza. También las propias comunidades indígenas desplegaron agentes encargados de propiciar y facilitar las transacciones efectuadas con los colonos griegos y púnicos, como refleja el contenido de los dos plomos epigráficos de Pech Maho. Durante el siglo V a.C., y especialmente a partir de su mitad, la actividad comercial ampuritana se afianzó en el mercado ibérico, al que llegó a abastecer de forma masiva de vajillas áticas a cambio de ingentes cantidades de cereal. Atenas, tras los desastres políticos sufridos en Sicilia y en la Magna Grecia, intensificó a comienzos del siglo IV a.C. sus contactos con el mercado ampuritano para asegurarse la llegada del trigo necesario, exportando a cambio hacia Occidente una mayor cantidad de productos cerámicos, ya de menor calidad en muchos casos. Los ampuritanos participaron también del comercio del vino y de las salazones procedentes del Sureste y del área del Estrecho, como indican las ánforas fenicio-púnicas e ibéricas halladas en la colonia griega. Emporion conoció un incremento considerable de su riqueza, rastreable en la actividad urbanística y arquitectónica, en sus ajuares funerarios y en la importación de productos refinados, como perfumes griegos y púnicos. La actividad comercial ampuritana se centró especialmente en las áreas costeras y en la desembocadura de los ríos Ebro, Vinalopó y Segura, que conectaban las costas con las regiones interiores.

Ibiza actuó como centro redistribuidor de las mercancías mediterráneas en Occidente, destinadas a las elites coloniales y a la aristocracia ibérica. Recibía cerámicas, bronces, vino, aceite y otros productos de las colonias griegas del Sur de Italia, productos que, junto con sus propias manufacturas y otros objetos púnicos y orientales, orientaba hacia los mercados peninsulares, entre los que se encontraban los núcleos portuarios del Sureste. Los ibicencos y los ampuritanos popularizarían en el Sureste la iconografía oriental tanto a través del comercio de cerámicas, bordados y tejidos como por medio de la circulación de ideas, cultos e historias. En el Sureste se haría sentir también, aunque quizás de forma moderada, la actividad comercial de la colonia púnica de Cádiz, enclave especializado en las salazones, la producción de púrpura, la explotación metalífera, la industria anfórica, la construcción naval, la pesca y la obtención de exóticos productos norteafricanos. Para la exportación de sus productos y para la importación de cerámicas, bronces, aceite y vino griegos, Cádiz desplegaría unas redes comerciales centradas en las costas meridionales hispanas, pudiendo haber actuado tanto Villaricos como los núcleos costeros de la Contestania como centros donde efectuar los intercambios. Los intermediarios indígenas del Sureste desempeñarían también una función destacada abasteciendo de productos griegos a la Alta Andalucía y facilitando el tránsito de los metales desde esta región hasta los puertos mediterráneos.

Entre los siglos VI y II a.C. llegaron a la Contestania tipos cerámicos de orígenes diversos, como la cerámica ática, muy presente hasta la segunda mitad del siglo IV a.C., y más tarde piezas de talleres occidentales, como las de “las pequeñas estampillas” y las de “las tres palmetas radiales”, hasta la aparición, en gran cantidad, hacia el 180 a.C., de la Campaniense A, que ilustra los inicios del proceso de romanización y de la paulatina disgregación de las culturas indígenas (Santos, 1994). Entre los materiales griegos más antiguos encontrados en la Contestania está un fragmento de copa “Droop” del Cabezo del Tío Pío (Archena), fechado entre el 540 y el 520 a.C. Se trata de un ejemplar aislado, que hay que situar en el horizonte Ibérico Antiguo, y que llegó junto a otras piezas, como la copa de Siana de El Molar, el centauro de Los Royos de Caravaca, copas jonias, y el escifo del “Swan Group” de Galera. Estos materiales tan antiguos están probablemente relacionados con la expansión del comercio ampuritano hacia el Sureste, donde la actividad comercial fenicia había sido muy importante desde el siglo VIII a.C. Los centros de tradición comercial fenicia en el Sureste se abrirían desde mediados del siglo VI a.C. a la presencia de comerciantes griegos que pudieran abastecer a los mercados de nuevos productos suntuarios. Este posible colaboracionismo entre comerciantes fenicios y griegos explicaría la relativa abundancia de cerámicas griegas en la colonia púnica de Villaricos. Algunos centros costeros contestanos, como la Illeta dels Banyets o el Tossal de Manises, recibieron tanto productos fenicios como griegos, lo que revela su posible carácter empórico, abierto salvo en épocas conflictivas a comerciantes de distintas procedencias. La escasez de ánforas griegas en la Contestania, donde sólo se han atestiguado algunos ejemplares massaliotas y corintios, quizás relacionados con el transporte del vino extrapeninsular, refuerza la idea de que la presencia comercial griega en la región se centró principalmente en la introducción de vajillas de lujo, y a la vez parece señalar que éstas fueron en algunos casos comercializadas por los intermediarios púnicos, omnipresentes en el Sureste si atendemos al registro anfórico.

Aunque la mayor parte de los productos griegos llegados al área contestana se relaciona con la acción comercial ampuritana, algunos de los objetos más antiguos pudieran apuntar hacia navegaciones massaliotas, tal como algunas ánforas y óbolos, si bien estas piezas pudieron llegar a través de otros intermediarios. Los comerciantes griegos llegaron hasta la antigua albufera del Segura, ámbito caracterizado desde época orientalizante por su vitalismo comercial, y quizás remontaron el río para establecer contacto con más poblaciones indígenas. Estas relaciones quedan atestiguadas por algunos hallazgos, como el fragmento de figuras negras tardías de Cobatillas la Vieja (Santomera). Ya más al Sur, en el área del Mar Menor, aparecieron en Los Nietos piezas de “rojo intencional” y una copa atribuible al círculo del pintor de Penthesilea (García Cano, 1985). Además de las copas de figuras rojas del círculo del Pintor de Penthesilea, circularon en la primera mitad del siglo V a.C. tanto por el Sureste como por otras áreas ibéricas los lécitos de figuras negras, las copas de barniz negro del tipo C y las copas-escifos del taller de Haimon. Desde enclaves costeros, como Los Nietos o los de la desembocadura del Segura, las importaciones griegas serían redistribuidas hacia zonas interiores. Agentes ibéricos pudieron intervenir en los procesos de redistribución de las cerámicas griegas, acumulando así una riqueza que quedó reflejada en sus necrópolis, que en el caso de Los Nietos presenta hasta monumentos funerarios. En Los Nietos se encontraron almacenes comerciales que guardaban cráteras de campana áticas asociadas a ánforas vinarias ibéricas, dispuestas para ser vendidas a comerciantes ibéricos que las distribuirían por comarcas interiores. La implicación de intermediarios indígenas en el movimiento económico generado por el comercio extrapeninsular tendría aparejada la adquisición de nuevos gustos y valores de carácter foráneo. Durante el último cuarto del siglo V a.C. se incrementaron las importaciones cerámicas griegas en muchos yacimientos murcianos, como el Cabezo del Tío Pío (Archena), Los Molinicos (Moratalla), Castillico de las Peñas (Fortuna), Cabecico del Tesoro (Verdolay) y Los Nietos, destacando dentro del repertorio tipológico los cántaros de tipo Saint Valentin, las copas de la clase delicada, las copas de tipo Cástulo, las copas relacionadas con el Grupo del Pintor de Marlay, los vasos para banquetes y algunos pequeños cuencos de barniz negro de la serie “later and light”.

Tras las guerras del Peloponeso (431-404 a.C.) se produjo un incremento considerable del comercio de la cerámica ática. Centenares de piezas, mucho más estandarizadas que en el período precedente, llegaron hasta la Contestania. Eran tanto vasos de figuras rojas como de barniz negro, primando entre las formas las copas y otros vasos relacionados con la bebida, así como los cuencos y las páteras de bordes entrantes o rectos. Aunque las importaciones cerámicas griegas alcanzaron un volumen destacado, su repartición fue desigual, lo que estaría en relación con la distinta capacidad adquisitiva de las diferentes comunidades indígenas, y con su posición más o menos próxima con respecto a los principales ejes de comercialización de los productos. Así, mientras que las 350 sepulturas excavadas en El Cigarralejo proporcionan más de un centenar de vasos griegos, las 594 tumbas del Cabecico del Tesoro aportan sólo 34 piezas. En la necrópolis del Cabezo Lucero los fragmentos recuperados de cerámicas griegas ascendieron a 696, en su mayor parte de los tres primeros cuartos del siglo IV a.C. Mientras que en El Cigarralejo las importaciones griegas son sobre todo del siglo IV a.C., en el Cabecico del Tesoro están bien representadas las piezas de los siglos V y III a.C. Ello es signo de las importantes variaciones diacrónicas que se darían en la jerarquización del poblamiento, de modo que ciertos poblados pudieron decaer a la par que otros adquirían mayor relevancia, aunque la mayor o menor llegada de importaciones griegas en ciertos períodos se debió también a factores externos a los poblados, como la reordenación de las rutas de penetración comercial y la mayor o menor disponibilidad de piezas griegas entre los encargados de distribuirlas. La cuantificación y la descripción de las piezas griegas de cada yacimiento ha permitido determinar las formas y los tipos más demandados, revelando similitudes y diferencias entre diversos poblados y necrópolis, dependientes de iguales o distintas redes de aprovisionamiento.

El pecio del Sec y otros hallazgos submarinos señalan que un mismo barco podía transportar tanto objetos griegos como púnicos procedentes de los más diversos orígenes mediterráneos (Santos, 1994). En el caso del pecio del Sec, fechado a mediados del siglo IV a.C., se trataría de un barco probablemente púnico cuyo cargamento guarda estrechos vínculos con las piezas de barniz negro y los demás elementos foráneos característicos del Sureste, por lo que éste pudo ser su destino, o al menos una o varias de las escalas de su abortado trayecto estarían en el área contestana. En el pecio del Sec se halló entre sus materiales una pieza para perfume “pot” del que sólo se conoce en Occidente otro ejemplar, procedente del Cabecico del Tesoro, lo que refuerza la idea de que el barco quizás pretendía dirigirse hacia el Sureste. Además de multitud de ánforas griegas cuyo contenido no sería en todos los casos vino, iban en el barco sítulas, lebetas y otros vasos de bronce, junto con gran cantidad de cerámicas áticas, principalmente vasos de barniz negro, cráteras de campana decoradas por el Pintor del Tirso Negro y copas del Grupo de Viena 116. El lugar del hallazgo pone de manifiesto la complejidad de las rutas comerciales utilizadas para distribuir los productos griegos por los diferentes mercados del Mediterráneo Occidental.

La tipología de las cerámicas griegas recuperadas en el Segura presenta rasgos diferenciadores con respecto a las de Andalucía, donde están más representados los vasos de figuras rojas y otras producciones cerámicas bastante suntuarias. Esto señala probablemente una mayor concentración de la riqueza en el área andaluza por sus actividades mineras, o tal vez se deba a gustos diferentes a los del Sureste o a una mayor helenización en torno al consumo del vino y la celebración de symposia. Las copas de figuras rojas constituyen el 60% de los materiales cerámicos griegos de Cástulo, y el 62% de los de Huelva (Rouillard, 1991), mientras que en el Sureste los mayores porcentajes corresponden a las piezas de barniz negro ático. En el área del Segura fueron los cuencos y las páteras de todos los tamaños las importaciones griegas preferidas, formas que también gozaron de gran éxito entre las producciones cerámicas indígenas. A lo largo del siglo IV a.C. se produjo la paulatina sustitución de los vasos para bebida (kylix, bolsal y escifo) por el cántaros. A fines del siglo IV a.C. siguen predominando los cuencos y las páteras, además del cántaros, fenómeno también atestiguado en el área ampuritana y en la de Ensérune, lo que quizás revela cuál era la procedencia inmediata más común de las importaciones áticas en un momento en que ya habían decaído considerablemente. La escasez de lucernas, vasos para perfumes y piezas relacionadas con el mundo femenino, como las lekanis, parece limitar el grado de helenización derivado de las importaciones griegas. Éstas fueron especialmente abundantes en la región del Segura durante el segundo cuarto del siglo IV a.C.

La importante presencia de copas y otros vasos griegos relacionados con el consumo del vino, así como los de figuras rojas decorados con escenas de banquete, han hecho pensar en adaptaciones de costumbres orientales por parte de las sociedades indígenas, y principalmente por parte de la clase dominante, que encontraría así nuevas formas externas de remarcar su estatus. Los dos silicernios documentados en la necrópolis albaceteña de Los Villares (Hoya Gonzalo) ponen de manifiesto la existencia de ritos funerarios en los que los perfumes y el vino tuvieron una función destacada, es decir, prueban la realización de libaciones y symposia (Blánquez, 1990b, 14-15). El Sureste de la Meseta participó de la helenización propia de la cercana Contestania, como revelan las cerámicas de fayenza, las posibles importaciones etruscas, las cerámicas áticas, las de Saint Valentin, los enterramientos con cubrición tumular y la escultura en piedra, elementos indicativos de la aceptación de ciertas ideas griegas, las cuales serían transformadas y reinterpretadas en el seno de la cultura indígena (Blánquez, 1990b, 19). La aculturación de corte helénico convivió en la Contestania con influjos culturales de raíz semítica, y debió de afectar principalmente a las elites, aficionadas casi siempre a la estética foránea, rica en imágenes. Estas imágenes, escasas entre los iberos, eran para ellos un signo de poder. Poseerlas y dominarlas implicaba la posibilidad de intervenir activamente en los acontecimientos sociales (Sánchez Fernández, 1996, 74-75); su valor quedaba acentuado por el hecho de que no había dos imágenes iguales, sino que todas eran únicas e irrepetibles. La importación de imágenes orientales tuvo que implicar cierto grado de aculturación, más aún si consideramos que intervenían en los ritos funerarios, donde más palpables se hacían las ideas elevadas o trascendentes. La escasa asociación detectada en la Contestania entre las tumbas de guerrero y el cántaros, vaso donde bebe Hércules, el héroe griego por excelencia, señala el carácter parcial de la helenización, que fue mucho más marcada en otros ámbitos del Mediterráneo Central (Santos, 1994, 85). De modo que aunque los ajuares funerarios presenten piezas griegas, el significado original de sus formas o escenas sería sólo parcialmente desentrañado por los iberos, los cuales dotarían a las mismas de nuevas connotaciones.

La variación tipológica e iconográfica de las cerámicas griegas importadas por el Sureste fue mayor entre el 430 y el 385 a.C. que durante el resto del siglo IV a.C. Las escenas preferidas en las cerámicas de figuras rojas llegadas a Iberia fueron las dionisíacas, las de banquete y en menor medida las que muestran las luchas contra grifos o Amazonas. El carácter repetitivo de las representaciones se adecuaría a los gustos de los clientes aristocráticos, que se decantarían por este tipo de imágenes. Los fabricantes e intermediarios seleccionarían ciertas imágenes, pero teniendo en cuenta las preferencias indígenas. En el siglo IV a.C. las producciones áticas se habían volcado en los mercados del Mar Negro y el extremo Occidente, pues Italia ya contaba con sus propios fabricantes, que en muchos casos eran artesanos atenienses huidos durante las guerras del Peloponeso (Sánchez Fernández, 1996, 76). En este período la iconografía se hizo más repetitiva y chapucera, pues estaba dirigida a un público menos exigente y poco conocedor de la artesanía griega. En el área del Segura algunos de los pintores más representados fueron los del grupo del pintor de Viena 116, el de Jena, el de Al Mina y el de la grifomaquia de Oxford.

La iconografía de las piezas importadas pudo relacionarse con algunos de los ritos funerarios de las sociedades indígenas. Así, las escenas dionisíacas y de banquetes se insertarían bien en los symposia de tipo funerario en los que se consumía abundante vino. También tendrían un significado ctónico las cabezas femeninas de los medallones de las copas y las escenas en que los héroes combaten contra seres fantásticos, los cuales representan la alteridad, lo misterioso, lo incivilizado, lo caótico. Los prótomos de caballos y grifos o las grandes cabezas femeninas recuerdan el esquema del “ánodos” que más tarde aparecerá reflejado en las decoraciones de la cerámica ibérica pintada del área contestana (Cabrera y Sánchez, 1998, 152). La representación y contemplación de las grifomaquias suponía una forma de evadirse de la decepcionante realidad cotidiana hacia parajes míticos e idílicos. Este tipo de escenas, también atestiguadas en las esculturas funerarias ibéricas, se ubican en un lejano Norte donde los grifos viven entre ríos que manan oro y altas montañas, guardando en una cueva un fabuloso tesoro que despierta la codicia de seres de un solo ojo, los Arimaspos (Sánchez Fernández, 1996, 81). En cuanto a los banquetes, a pesar de que los iberos pudieron adjudicar a estas representaciones un sentido funerario o mixto, eran en el mundo griego actos frecuentes destinados a reforzar la cohesión social y a introducir a nuevos miembros, normalmente jóvenes, en el cuerpo ciudadano. Un significado similar pudo darse entre los iberos, pero dentro de una dicotomía que incluía también la despedida honrosa de los muertos. También las escenas dionisíacas, a través del crisol ideológico funerario, gozaron de gran aceptación entre los iberos. Mediante bailes enloquecidos y músicas incesantes de crótalos, címbalos y dobles flautas, además de con la ayuda del vino, se llegaba a nuevos estados de consciencia y se alcanzaba una gran sobreexcitación en la que se hacía casi real la promesa de la inmortalidad. En la necrópolis de El Molar aparecieron fragmentos de este tipo de instrumentos musicales, lo que nos hace imaginar los bailes que acompañaban a las incineraciones, y que pudieron presentar algunas conexiones con los rituales dionisíacos orientales. Otras escenas típicas de las cerámicas griegas de figuras rojas recuperadas en la península Ibérica son las de jóvenes envueltos en sus mantos en ambientes de palestra. En general los motivos se llegaron a realizar de forma tan apresurada y expeditiva que a veces se hace complicada su adscripción a los ejes temáticos convencionales.

En el último tercio del siglo IV a.C. se produjo un brusco empobrecimiento en las importaciones cerámicas griegas (Santos, 1994). Y es que Grecia, por iniciativa macedonia, se lanzó hacia la conquista de Persia, de modo que los intereses económicos griegos se concentraron en Oriente. También el tratado romano-cartaginés del 348 a.C., el cual limitaba por Occidente las navegaciones no púnicas, pudo tener cierta incidencia en el descenso de las importaciones griegas, si bien el área contestana quedaba dentro de la zona de transacciones libres, quizás como una de las regiones más meridionales dotadas de este estatus. Los enfrentamientos de griegos y cartagineses en Sicilia obstaculizarían también el libre tránsito de productos cerámicos áticos hacia Occidente. En cambio las cerámicas de los talleres del Mediterráneo Central y Occidental, como las de “las pequeñas estampillas” y las de “las tres palmetas radiales”, incrementaron su presencia en los mercados ibéricos, sobre todo en la primera mitad del siglo III a.C., cubriendo así parte del vacío dejado por el desabastecimiento de piezas orientales. Pero estos productos protocampanienses, llegados desde muy variados talleres, seguramente no pudieron satisfacer toda la demanda existente en la Contestania, donde su presencia fue bastante menor que en el área catalana. En el último tercio del siglo III a.C. el Sureste entró de forma más acusada en la órbita cartaginesa, incluso en el sentido de experimentar una ocupación militar. La II Guerra Púnica dificultó en la Contestania las importaciones extrapeninsulares, que quedaron casi circunscritas a los puertos mediterráneos que estaban bajo el control cartaginés. El término de la guerra en el 201 a.C. inauguró el período de llegada de las piezas campanienses hasta Iberia, si bien estas importaciones no se generalizaron hasta aproximadamente el 180 a.C.


LOS PEBETEROS CON FORMA DE CABEZA FEMENINA EN LA CONTESTANIA

Entre los elementos de cultura material característicos del área contestana se encuentran los pebeteros con forma de cabeza femenina. Su distribución en la península Ibérica afecta principalmente al área catalana y al Sureste, si bien algunos fragmentos proceden de la Edetania. Unos cien de estos pebeteros, de varios tipos diferentes, fueron hallados en una posible “favissa” o depósito votivo de Villaricos (Almería), donde quizás hubo un taller dedicado a su producción. Otros ejemplares fueron encontrados en los alrededores de Málaga y en el santuario de La Algaida, en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). El carácter púnico de las terracotas con forma de cabeza femenina queda demostrado por su dispersión mediterránea en el área de la misma Cartago, Oeste de Sicilia, Cerdeña e Ibiza. Fuera de los ámbitos aludidos, donde se da su mayor concentración, se conocen otros hallazgos procedentes de los yacimientos de Ensérune (Francia), Tamuda (Marruecos) y Pollentia (en la isla de Mallorca). Los pebeteros fueron estudiados por Ana María Muñoz Amilibia (1963), quien pensó que podían derivarse de modelos de la Magna Grecia relacionados con el culto a Deméter y Kore, fechándolos entre fines del siglo IV y mediados del siglo II a.C. Distinguió tres tipos: grequizante, de imitación, y de influencia púnica. Más tarde esta autora (1968) rectificó sus conclusiones, señalando que la difusión de los pebeteros por la península Ibérica coincidió con la presencia bárquida (237-206 a.C.).

Los pebeteros con forma de cabeza femenina son en muchos casos quemaperfumes o “thymiateria” de terracota; presentan en general rasgos helénicos; el peinado de la mujer es de raya central y amplias guedejas que enmarcan el rostro; sobre el cabello pueden ir hojas, racimos o flores, en ocasiones con dos palomas afrontadas; por encima va un kalathos de mediana altura en cuyo interior puede ir una tapa horadada por varios orificios, generalmente cinco; las orejas pueden llevar también racimos, a modo de pendientes, y enmarcan el cuello cintas o tirabuzones; en su borde inferior unos pliegues simulan el comienzo del vestido, convergiendo en un broche circular central (Marín, 1987, 44). Existen muchas variantes con mayor o menor profusión de adornos, y abundan también las imitaciones locales, de peor calidad y con motivos confusos. No todos actuaron como quemaperfumes, pues algunos no presentan tapa superior o inferior. Blech (1998, 173) considera que en la península Ibérica pronto se abandonó el uso original de estos “thymiateria”, pues son pocos los ejemplares con huellas de fuego, y algunos no presentan agujeros en el plato de quemar. En su opinión pasarían a ser simplemente ofrendas sepulcrales y exvotos sacros para las divinidades. Su producción, inicialmente de buena calidad, se dejó arrastrar luego por las tendencias esquematizantes.

Los pebeteros pudieron representar a Tanit, quizás asimilada con alguna diosa local en el caso de los hallazgos ibéricos. El prototipo parece que debemos buscarlo en piezas de la Sicilia púnica, aunque también en Cartago se popularizaron pronto estas figuras de uso ritual. Quizás hubo una relación específica entre el culto a Tanit y la costumbre religiosa de quemar perfumes, lo que explicaría el éxito y la perduración de los quemaperfumes con forma de cabeza femenina. Estos pebeteros pueden aparecer en los poblados, como ocurre en el área catalana, pero es más normal que se descubran en necrópolis, santuarios y “favissae”, es decir, en contextos preferentemente religiosos, presentándose a veces agrupados. Su utilización en Iberia parece remontarse a inicios del siglo IV a.C., manteniéndose incluso durante la época de la romanización.

Llobregat (1974, 303-319) aludió a la posible procedencia ibicenca de los ejemplares levantinos. Es cierto que Ibiza pudo actuar como exportadora o como intermediaria en la llegada de los primeros pebeteros hasta las áreas catalana, edetana y contestana, pero pronto surgirían talleres peninsulares dedicados a su producción, tanto fenicio-púnicos como indígenas de imitación. En este sentido el probable taller de Villaricos pudo hacer llegar por vía marítima sus pebeteros hasta la Contestania, donde además habría otros talleres locales y otras posibles rutas marítimas de abastecimiento, quizás en relación con la misma Cartago y con la ya referida isla de Ibiza. La escasa presencia de pebeteros en la Edetania con respecto al área catalana y contestana se ha intentado explicar en función del rito funerario, ya que las necrópolis edetanas suelen ser pequeñas y normalmente no acumulan demasiados elementos en los ajuares. También es posible que la Edetania no se beneficiase tanto como sus regiones vecinas del tráfico comercial ebusitano, lo que se traduciría en una menor cantidad de objetos importados, incluyendo los pebeteros de mejor factura. En general la Edetania presenta un aspecto cultural bastante menos influido por el factor púnico que el área contestana.

Tanto en un montículo del Tossal de la Cala (Benidorm) como en las laderas del Castillo de Guardamar aparecieron numerosos fragmentos de pebeteros con forma de cabeza femenina. En ambos casos podría tratarse de santuarios al aire libre, sin restos de edificaciones. También aparecieron bastantes pebeteros, junto a otros tipos de terracotas femeninas, en la necrópolis de La Albufereta. El conjunto de materiales de dicha necrópolis refuerza la idea del carácter púnico de los pebeteros, y permite fecharlos en el siglo IV a.C. En La Alcudia de Elche también se localizó un número considerable de fragmentos de estos pebeteros, así como un ejemplar más completo en el interior de una urna cineraria del llamado Cementerio Viejo, en compañía de varias armas. En el Templo B de la Illeta dels Banyets, el cual al parecer no tuvo cubierta, se alzaban varias plataformas centrales, que pudieron servir como base al altar de perfumes hallado en el recinto, donde también apareció un pebetero con forma de cabeza femenina. El altar de perfumes de la Illeta, hecho en piedra caliza oscurecida por la acción del fuego y quizás originariamente dotado de protuberancias córneas en los ángulos de su estructura cuadrangular, tiene como paralelo otro hallado en el Templo de Salambó en Cartago, donde aparecieron pebeteros como los aludidos además de otras muchas terracotas (Marín, 1987, 57-58). De contextos ya tardíos son los pebeteros de la necrópolis de El Campet y de las excavaciones de la Font Calent. Fuera del área alicantina, se hallaron pebeteros con forma de cabeza femenina en el Corral de Saus (Mogente; Valencia) y en el poblado ibérico albaceteño de El Amarejo (Bonete). Hay varios de estos pebeteros entre los materiales supuestamente llegados de una “necrópolis ibérica” de Orán, los cuales en realidad pudieron extraerse de una necrópolis contestana (Santos, 1983). De la región murciana son los once pebeteros encontrados en la necrópolis del Cabecico del Tesoro (Verdolay), de muy diversas calidades y tamaños, así como los abundantes fragmentos de las laderas de un cerro del yacimiento de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla), pertenecientes a un tipo toscamente imitado.

Es muy posible que los pebeteros con forma de cabeza femenina sean una creación de la Sicilia púnica, en concreto del área comprendida entre Lilibeo y Selinunte, derivada de los grandes bustos de terracota utilizados en la Sicilia griega para el culto a Deméter y Kore. Los pebeteros se pondrían al servicio de un culto de índole semítica, el de la diosa Tanit, pues no aparecen en las colonias greco-siciliotas. En la representación de Tanit, diosa relacionada con la fecundidad, la muerte y la renovación, se utilizarían elementos tomados de la iconografía característica de Kore-Perséfone, cuyo busto daría la sensación de estar emergiendo de la profundidad de la tierra. Incluso se pudo dar cierto sincretismo entre Deméter y Tanit, especialmente en Selinunte, ciudad griega de Sicilia que en el año 409 a.C. cayó en poder de los cartagineses. Éstos atribuyeron a Tanit muchas de las connotaciones propias de las Señoras favorecedoras de la riqueza agrícola, lo que se refleja en los frutos, espigas, hojas de hiedra y racimos que adornan el tocado de las féminas representadas en los pebeteros. El culto a Tanit, más o menos superpuesto al de alguna diosa indígena, pudo penetrar de forma significativa en el área contestana, donde los numerosos pebeteros con forma de cabeza femenina son sólo uno de los elementos que permiten defender la impronta púnica presente en muchas de las manifestaciones culturales de esta región ibérica.

Son las acumulaciones de fragmentos de pebeteros las que señalan el probable carácter sagrado de pequeñas elevaciones sin restos constructivos, fenómeno documentado en la Contestania en los yacimientos de Coimbra del Barranco Ancho, Guardamar del Segura y Tossal de la Cala. El contexto religioso de los pebeteros es normalmente más nítido en el área contestana que en Cataluña, donde aparecen con frecuencia en los poblados, si bien en este caso podrían indicar la existencia de recintos sacros en el interior de los mismos. Al valor ritual de los pebeteros se añadiría el de su belleza artística, variando probablemente la importancia de uno u otro factor en cada comunidad indígena. Los pebeteros hallados en depósitos votivos también podrían estar aludiendo a la proximidad de espacios religiosos dedicados al culto, como en el caso del conjunto de Villaricos, localizado fuera del área de la necrópolis. Entre los hallazgos catalanes se encuentra el del poblado de Mas Castellar de Pontós, situado en la posible frontera de la “chora” de la colonia griega de Ampurias (Pons, Gonzalo, López y Vargas, 1997, 187-191). En este poblado aparecieron seis pebeteros en el interior de un silo junto con ungüentarios y cerámicas de importación (Martín y Llavaneras, 1980). Los pebeteros de Mas Castellar parecen salidos de un mismo taller y molde, y se caracterizan por llevar aletas laterales por debajo del kalathos y en la base del cuello. La deposición de los pebeteros y los ungüentarios se realizaría al mismo tiempo dentro de un proceso ceremonial. El campo de silos del poblado, donde apareció además un hogar ritual, indica una especialización productiva agrícola de cara al desarrollo de un comercio fluido con Ampurias, a través de la cual pudo adquirir los pebeteros.

Es preciso resaltar que muchos de los testimonios materiales que, sin ser pebeteros, apuntan hacia un posible culto a Tanit en la península Ibérica proceden del área cultural contestana. Entre ellos están las figurillas femeninas de terracota que se muestran entronizadas y amamantando a un niño. Dos de estas piezas, idénticas, son de la necrópolis murciana del Cabecico del Tesoro (Verdolay), otra, más helenizante, proviene de La Albufereta, y otra, peor conservada, está entre los materiales de la supuesta “necrópolis ibérica” de Orán. Se trata de representaciones de una diosa nutricia, con paralelos griegos y egipcios, y próximas iconográficamente a otras féminas entronizadas ibicencas, si bien estas últimas no amamantan a un niño. De la necrópolis fuertemente semitizada de La Albufereta procede también otra figura femenina, representada de pie, vestida con larga y amplia túnica de pliegues sobre la que se superpone un manto que parte de una alta tiara cónica; en su mano derecha sostiene una paloma, mientras que con el brazo izquierdo sujeta a un niño inclinado sobre su pecho. Otra figura de La Albufereta, a la que quizás se quiso representar como embarazada, alarga sus brazos hacia el frente, ofreciendo en la mano derecha una paloma. Mucho más tosca es una terracota de La Serreta de Alcoy en la que una mujer sostiene en sus brazos a dos niños mientras que otra madre posa su brazo derecho sobre un niño y otra toca la doble flauta a la vez que su hijo. Es posiblemente la representación de una diosa madre de aspecto nutricio a la que acuden otras madres con sus hijos en demanda de protección, recurriendo a la música y a la realización de ofrendas, como una paloma (Marín, 1987, 64-65). Es casi con seguridad una diosa indígena, pero revestida de un tratamiento iconográfico cercano a modelos púnicos. Una pequeña cueva de terracota, moldeada a mano, procedente de una tumba de La Albufereta, ha sido interpretada (Blech, 1998, 172) como la representación de un santuario ibérico de carácter rupestre.

Entre las terracotas ibéricas del Sureste algunas siguen modelos clásicos tomados de la Magna Grecia y Sicilia, como la citarista de la necrópolis del Cabecico del Tesoro. De La Albufereta procede un gran busto femenino hueco, tocado con alto kalathos, y de finos rasgos helénicos con los que quizás se quiso representar a Tanit. También pudo ser Tanit la figura femenina representada en la esfinge de piedra caliza del Parque Infantil de Tráfico de Elche (Marín, 1987, 65-66). La diosa se cubre con un atavío propio del simbolismo cartaginés, el manto de alas, las cuales se pliegan y cruzan sobre la falda. La esfinge, que tiene el aspecto tranquilo de los modelos griegos evolucionados, transporta a un individuo, quizás hacia el Más Allá. La diosa guiaría a la esfinge en este camino, adquiriendo así una función psicopompa. La posible devoción ilicitana hacia Tanit, sincretizada o no con Señoras locales dominadoras de la naturaleza y de las fieras, podría también rastrearse en las máscaras con arreboles y en las figuras aladas de las cerámicas pintadas. La imagen de Tanit formó parte de la iconografía numismática de algunas ciudades iberopúnicas, y apareció también en diversas acuñaciones bárquidas. Aunque no todas las figuraciones estudiadas representaran concretamente a Tanit, es muy probable que el culto a esta diosa se extendiese por la Contestania de forma paralela a la influencia cartaginesa, especialmente apreciable durante el período bárquida, pero ya intensa durante los contactos comerciales anteriores. La extensión del culto a Tanit en la Contestania sería más fácilmente explicable si se hubiesen producido aportes poblacionales púnicos.


LA CIRCULACIÓN MONETARIA EN EL TERRITORIO CONTESTANO

Saiti

Saiti fue en época ibérica la principal ceca indígena de la Contestania. Pudo ubicarse en el monte Bernisa (Martín Valls, 1967, 59-60), junto a Játiva, o en la Serra del Castell (Soria y Díes, 1998, 428), correspondiéndose en todo caso con esta ciudad, cuya fase ibérica es mal conocida arqueológicamente. La ceca de Saiti ocupa una posición muy septentrional dentro del territorio contestano, distanciándose además del mar unos 30 kilómetros en línea recta. Se sitúa junto al río Albaida, afluente del Júcar, que sirvió no sólo como límite étnico, sino también como vía de comunicación entre las áreas interiores y la costa. Saiti es una de las cecas ibéricas más meridionales de la Hispania Citerior. Sus piezas están iconográficamente emparentadas con las monedas de las cecas celtibéricas, pues algunas de sus acuñaciones tomaron para los reversos el característico motivo del jinete. La importancia de la ceca viene confirmada por el hecho de que, además de acuñar piezas de bronce, emitió otras de plata, lo que refuerza la idea de que el poblado ibérico de Saiti pudo actuar como centro rector de un amplio territorio. Los hallazgos de monedas de Saiti se reparten principalmente por la Contestania y, en menor medida, por la Edetania. Otras piezas se encontraron en ámbitos más alejados de su origen, como el área catalana (Granollers, Cabrera de Mar y Lloret de Mar), Azaila, Clunia y la isla de Menorca (Martín Valls, 1967, 148).

Las primeras acuñaciones efectuadas por Saiti son del último tercio del siglo III a.C., es decir, se trata de piezas contemporáneas a la presencia bárquida en suelo ibérico. La ceca de Saiti emitió por entonces dracmas, didracmas y hemidracmas con la leyenda ibérica “Saitabietar”. Son monedas influidas por modelos griegos y púnicos, tales como las que presentan la cabeza de Herakles en los anversos y el águila con las alas explayadas en los reversos (Domínguez Arranz, en Alfaro et al., 1997, 133). A mediados del siglo II a.C. se batieron las emisiones ibéricas del jinete con todos los valores de bronce y las leyendas ibéricas “Saiti” y “Saitir”. Las amonedaciones que llevan el primer epígrafe muestran la cabeza masculina diademada de estilo clásico en los anversos de la unidad y de su mitad, constituyendo el jinete lancero y el caballo sin jinete los reversos respectivos, con los símbolos de la palma y los dos ángulos detrás de la cabeza. El medio Pegaso, la venera y el delfín forman la iconografía característica de los valores más pequeños, es decir, el cuadrante y el sextante. El grabador mostró una mayor originalidad en los cuños de las fracciones de las emisiones con la leyenda “Saitir”, sin modificar los de las unidades salvo por la incorporación del cetro como símbolo. Ocupa el anverso del semis la rodela o escudo visto de perfil, con la inscripción “Ikortas”, mientras que en el reverso figura el amorcillo montado sobre un delfín. La iconografía de los cuadrantes es más variada: en algunos de ellos están las mismas figuraciones de los semises, pero con menor peso y módulo; en otros cuadrantes van símbolos astrales (sol y luna) en los anversos y el amorcillo sobre delfín en los reversos, donde aparecen las leyendas “Saiti” o “Saitir”; hay también cuadrantes con la proa y las letras latinas V e I en el anverso, y con el águila acompañada de un insecto en el reverso, además de la leyenda “Saitabi”. Por tanto se dio una alternancia en la utilización de los nombres de Saiti y Saitabi para designar a la ciudad. Las emisiones de la segunda mitad del siglo II a.C. incluyeron ases y semises con la misma efigie masculina y el símbolo del cetro en las unidades, apareciendo en el reverso de éstas el jinete con la lanza en ristre y en el de los divisores el caballo galopando (Domínguez Arranz, en Alfaro et al., 1997, 134). Las acuñaciones bilingües pusieron fin a la actividad emisora de la ceca a mediados del siglo I a.C. En estas piezas el anverso lo ocupa una cabeza masculina de “arte decadente” acompañada de la leyenda latina “Saetabi”, mientras que en el reverso hay un jinete portando una palma, además de la leyenda ibérica “Saiti”.

En cuanto a los motivos representados en las monedas de Saiti, se pueden efectuar algunas consideraciones de carácter ideológico. Destaca la utilización iconográfica de elementos alusivos al poder, y que reflejan la influencia del simbolismo romano, como las águilas y el cetro. En el caso de las águilas hay que resaltar su asociación al concepto de dominio sobre un amplio territorio y de pretensión de incrementar el poder territorial del enclave, tanto mediante la anexión de nuevas tierras como desde el robustecimiento del sistema militar y administrativo propio. Otros símbolos revelan la probable implicación de Saiti en actividades marítimas, a pesar de su carácter interior, como el delfín, signo especialmente emotivo para los marineros, en torno a cuyas embarcaciones a veces saltaban y jugaban los delfines, acompañándolas un trecho. En el caso de las monedas de Saiti, sobre el delfín va un amorcillo, guiándolo o dejándose guiar, lo que pudiera aludir en sentido alegórico a la participación regular en navegaciones. La hipótesis de estas posibles iniciativas marítimas es también apoyada por el hecho de que Saiti recurriese al motivo púnico y romano de la proa, la cual lleva implícita la idea de expansión en los mares. No debemos olvidar que Plinio menciona la existencia de una antigua ciudad en la desembocadura del Júcar, quizás dependiente o relacionada con Saiti, del mismo modo que en época romana existieron estrechos vínculos entre Ilici y el Portus Ilicitanus. En este sentido hay que señalar que Ptolomeo cita una ciudad llamada Saitabíkoula, si bien no se trataría de un posible puerto vinculado a Saiti, ya que el geógrafo griego remarca su carácter interior. Es interesante así mismo indicar que Ptolomeo menciona un río llamado Saitábios, entre el Segura (Térebos) y el Júcar (Soukron), cuyo nombre podría relacionarse con el acceso habitual de la ciudad de Saiti al mar. Se ha propuesto que el río Saitábios pudiese corresponderse con el actual Serpis, aunque hay que valorar además los probables cambios de la línea de costa y del cauce de los ríos con respecto al período ibérico. El posible control de áreas costeras o al menos de una ruta de acceso al mar por parte de Saiti es otro elemento esclarecedor de su importancia rectora en la jerarquización de las regiones septentrionales de la Contestania.

Los símbolos astrales empleados por Saiti en sus monedas, como el sol o la estrella sobre un creciente lunar acostado, son susceptibles de interpretaciones religiosas, pero también de otras alusivas al poder, pues el sol es un perfecto símbolo imperial, cuyos rayos alcanzan progresivamente a todo, venciendo así a la oscuridad, con el componente maligno y de atraso que suele asociarse a ésta (quizás representada por el estrecho creciente lunar, vencido por el sol que se grabó encima de él). En cuanto a la imagen de pueblo guerrero y noble que desea transmitir Saiti a través de sus monedas, éstas recurrieron al escudo visto de lado y al jinete, el cual puede portar palma o lanza. Mientras que el jinete lancero incorpora un significado más indómito y de mayor arrojo, el jinete con palma y el escudo adquieren connotaciones más pacíficas, del pueblo que desea alcanzar la paz pero que está dispuesto a defenderse si es agredido. El jinete, tomado de la iconografía numismática celtibérica, es probablemente una idealización de la comunidad ciudadana, mostrada con el permiso de las autoridades romanas. El caballo sin jinete de los divisores, además de servir para diferenciar el valor de éstos del de los ases, supone una forma sintética de transmitir la misma idea de nobleza del cuerpo ciudadano. La cabeza masculina del anverso, heredada de las antiguas representaciones de Herakles o de las divinidades protectoras de los Barca, podría relacionarse con deidades o magistrados, pero parece más probable que a través de ella se prolongue la idea de idealización del ciudadano característica de los reversos con jinete. La imagen de Herakles, con piel de león, collar de cuentas y a veces clava, propia de las primeras acuñaciones de Saiti, nos remite a la imitación de la iconografía bárquida o helenística, que convive con el águila de influjo romano de los reversos. Por tanto Saiti se valió incluso en las mismas piezas de los signos indicativos de poder propios de las dos potencias enfrentadas en suelo ibérico, mostrando así su probable disponibilidad para pactar con la que resultase vencedora. Más difícil de extraer es el significado del motivo del insecto, que acompaña en algunas piezas pequeñas al águila, pues no parece un simple elemento secundario y simpático para diferenciar series. El nombre de la ciudad, entero o sincopado, en nominativo o expresado a través del nombre compartido de sus habitantes, refleja el orgullo ciudadano que implicaban tales amonedaciones. La inscripción ibérica de “Ikortas” que aparece sobre el motivo del escudo podría vincularse con el nombre de algún magistrado. En general se puede decir que la iconografía utilizada por las monedas de Saiti respondió a un nítido y estudiado ejercicio de propaganda de tipo protoestatal, destinada a reforzar la cohesión ciudadana mediante la expresión simbólica del poder político y territorial que se derivaba de la misma.

En Saiti el estándar de peso de la moneda de bronce romana estuvo en el punto de mira a la hora de diseñar las primeras monedas. No obstante existe cierta confusión, puesto que algunos tipos monetales considerados tradicionalmente como ases fueron adscritos por la investigación a sistemas metrológicos diferentes: el uncial y el semiuncial. Las similitudes estilísticas observadas parecen indicar que estos tipos formaron parte de un mismo sistema de emisión, por lo que se utilizarían de forma más o menos contemporánea. El tipo más pesado, que lleva como símbolo un cetro, sería un as, pues se ajusta al estándar de peso de la moneda de bronce romana de hacia mediados del siglo II a.C.; sin embargo, la denominación con símbolo palma y jinete con lanza sería su mitad, y no un as (Ripollès, 1994, 15). Estas consideraciones metrológicas nos llevan a pensar que en general el estándar de peso seguido por las denominaciones ibéricas de bronce debió ser el romano, aunque debido al carácter local de su circulación, pudieron haber existido oscilaciones considerables, al margen de las derivadas del ajuste del peso de los flanes. La denominación de bronce más acuñada entre los iberos sería el equivalente al semis del sistema monetario romano, ya que éste y sus divisores eran las piezas que mejor se adaptaban a las necesidades para las que fueron concebidas. Las monedas de bronce suelen concentrarse en el entorno de las cecas que las emitieron, lo que nos lleva a creer que estas piezas tuvieron un uso principalmente local; en cambio las monedas de plata de cada ceca presentan una dispersión mayor, dada la aceptación bastante generalizada de este metal como valor de cambio, y debido al correspondiente interés por hacerse con tales piezas, garantía para la adquisición de bienes en ámbitos dispares, fuese cual fuese su iconografía ciudadana. Este diferente grado de dispersión de las monedas de bronce y de plata se aprecia en las emisiones de la ceca de Ikalesken (Martínez Valle, 1994), que en el pasado se creyó que pudo estar en la Edetania, pero que ya se tiende a situar, en función del área de distribución local de sus piezas de bronce, entre el Júcar y el Cabriel, en la Celtiberia meridional, tratándose probablemente de la localidad conquense de Iniesta, quizás identificable con la antigua Egelasta (Gozalbes, 2017, 18).


Las acuñaciones bárquidas

La presencia bárquida (237-206 a.C.) fue determinante en el proceso de familiarización con la moneda de numerosos pueblos ibéricos, incluyendo los asentados en el área contestana. Las monedas hispano-cartaginesas acuñadas durante el período bárquida están principalmente representadas por los hallazgos del área andaluza y de los ámbitos culturales contestano y edetano, apreciándose una menor concentración en las áreas interiores y en Cataluña. Por tanto las regiones con mayor número de hallazgos de moneda bárquida son precisamente aquéllas que permanecieron más tiempo bajo el dominio militar cartaginés, antes y durante la II Guerra Púnica (218-201 a.C.). Entre la vertiente meridional del Guadalquivir y el área contestana los territorios intermedios han proporcionado muy pocos hallazgos, lo que subraya la importancia estratégica y militar que los cartagineses concedieron a los dos primeros ámbitos citados, cuya comunicación se efectuaba a través del llamado camino de Aníbal. Las primeras acuñaciones bárquidas en Iberia serían efectuadas en Gadir, donde se produjo el desembarco inicial, así como en otras ciudades andaluzas. En el desarrollo de las diferentes campañas militares se iría trasladando el principal centro de acuñación. Es probable que se recurriese además a talleres itinerantes para solucionar las necesidades de numerario en situaciones apremiantes que requiriesen el pago de los mercenarios o la contratación de otros nuevos.

La fundación de Akra Leuké por parte de Amílcar en el 231 a.C. conllevaría el comienzo de las acuñaciones que probablemente realizó este enclave, aunque nada seguro se sabe al respecto. Si Akra Leuké se correspondiese con el Tossal de Manises (Dávila, 2001, 66-69), entonces el área contestana se vería muy afectada por la circulación de estas piezas. El centro de las acuñaciones bárquidas se trasladaría en el 227 a.C. a la ciudad de Carthago Nova, fundada en aquel año por Asdrúbal como nueva capital iberopúnica, si bien Akra Leuké pudo seguir emitiendo algunas series. Las monedas acuñadas en Carthago Nova se distribuyeron especialmente por la Contestania y por otras áreas más septentrionales del ámbito cultural ibérico, es decir, en el sentido del avance conquistador púnico. Esta idea refuerza la propuesta de pertenencia cultural de Carthago Nova a la Contestania, emitida ya por los autores clásicos. Desde la ciudad almeriense de Villaricos (Baria) hasta Málaga las áreas costeras andaluzas no nos proporcionan hallazgos de monedas bárquidas. Otros talleres púnicos, como Gadir y Ebusus, continuaron emitiendo sus propias piezas durante el período bárquida, recurriendo casi siempre al cobre o al bronce, pero también a la plata, para apoyar así el nuevo sistema financiero implantado por Cartago. Por entonces se incorporaron a la economía monetal otras ciudades púnicas, como Malaca, Seks y quizás Baria. Además llegaron a Iberia muchas piezas púnicas emitidas en Cartago y otros talleres foráneos. La inestabilidad generalizada propició las ocultaciones de tesoros monetarios, formados por gran variedad de monedas púnicas, romanas, griegas e hispánicas, destacando en el área contestana los tesoros valencianos de Mogente y Vallada, y el tesoro alicantino de La Escuera.

Las monedas de oro, plata y bronce acuñadas en Iberia por los Barca según el tradicional patrón fenicio están incluidas entre las más bellas de la historia monetaria hispana. Sus grandes múltiplos de plata rivalizan en perfección con las monedas sicilianas anteriores, de donde tomaron algunos modelos. Fueron un soporte privilegiado de prestigio y propaganda, en la línea de las emisiones de los reinos helenísticos. Las monedas bárquidas dejarían de acuñarse en Iberia entre la pérdida de Carthago Nova (209 a.C.) y la marcha de Asdrúbal a Italia (207 a.C.). Han sido sobre todo estudiadas por Villaronga (1973), que en numerosos trabajos fue matizando y completando sus conclusiones iniciales. Se trata de monedas que prescinden de cualquier tipo de leyenda, lo que dificulta su adscripción a cecas concretas. Quizás algo anteriores al desembarco bárquida fueron unas monedas de plata que presentan la cabeza de Tanit coronada de espigas en el anverso y un caballo parado y con la cabeza vuelta en el reverso. Las primeras emisiones bárquidas de Iberia recuerdan los anteriores programas propagandísticos de tipo magónida (Alfaro, en Alfaro et al., 1997, 73). En su anverso figuran cuidados retratos helenísticos que pudieran estar representando a Herakles-Melkart y a otras divinidades púnicas, o bien a los jefes militares bárquidas, manteniéndose quizás una ambigüedad estudiada para no alarmar ni enfurecer al senado de Cartago. Esta posible dicotomía viene reforzada por el significado de los nombres de los generales bárquidas: Amílcar (El que es protegido por Melkart), Asdrúbal (Aquél a quien ayuda Baal) y Aníbal (Gracia de Baal). En ocasiones los retratos presentan atributos divinos, como la clava de Herakles-Melkart, mientras que en otros casos prescinden de los mismos. Las primeras emisiones fueron de gran prestancia, tanto por el alto valor adquisitivo del trishekel como por los motivos propagandísticos utilizados en los reversos, la proa y el elefante, símbolos del poder marítimo y terrestre.

Eran generalmente monedas de plata, pues las series de oro, caracterizadas por su gran pureza, fueron excepcionales, mientras que las de electro, documentadas en el gran hallazgo realizado al dragar el puerto de Melilla, parecen foráneas. Se emitieron los valores del trishekel, dishekel, shekel y medio shekel, registrándose en momentos posteriores otros divisores de plata, así como piezas de bronce. La relación entre el oro y la plata sería de 1 a 12 aproximadamente, y la de la plata y el cobre, menos segura, de 1 a 120 (Alfaro, en Alfaro et al., 1997, 74-75). Dos emisiones recurrieron en los anversos a una efigie de rasgos apolíneos, quizás el dios Eshmoun, mientras que los reversos los ocupaba el caballo parado. El retrato de Tanit se repitió en numerosas emisiones, con espigas o casco, mientras que los reversos eran reservados al caballo, en prótomo o entero, parado o con las patas delanteras en alto, a veces con una palmera detrás o un sol encima, recreando el clima cálido de Cartago. En los años inmediatamente anteriores al estallido de la II Guerra Púnica se incrementaron las acuñaciones de piezas de bronce para facilitar las pequeñas actividades económicas de la vida cotidiana. El estilo evolucionó hacia un mayor parecido con las monedas emitidas en Cartago, apartándose del refinamiento helenístico previo. Para diferenciar las emisiones se empezó a recurrir a letras fenicias sueltas, apareciendo además puntos o glóbulos, indicativos de los valores. Las piezas de bronce más pequeñas solían tener a Tanit en el anverso, galeada o no, ocupando el reverso una palmera, un casco o una coraza, según el valor. Estas emisiones en bronce muestran cierta disparidad técnica y estilística regional, siendo las piezas levantinas algo menos toscas que las andaluzas. En las últimas emisiones bárquidas de Iberia se redujo el peso de las piezas de plata, pues este metal había experimentado un incremento de valor con respecto al bronce. Las imágenes y el brillo de las monedas cartaginesas no dejarían de tener un destacado efecto aculturador sobre los contestanos, si bien estas piezas desaparecieron rápidamente de la circulación tras la victoria romana.


Las piezas ibicencas

Las monedas ibicencas (Campo, 1994) estuvieron muy bien representadas en el ámbito contestano entre los siglos III y I a.C., certificando así la existencia de unas fluidas relaciones comerciales que llevarían aparejado un intenso intercambio cultural. Estos contactos están también atestiguados por las abundantes ánforas ebusitanas (Ramón, 1995) recuperadas en el área contestana, así como por los pecios localizados entre ambos espacios, entre los que existe los días claros una comunicación visual que tuvo que incentivar las navegaciones comerciales. La proximidad de la colonia fenicio-púnica de Ibiza tuvo que ser un elemento favorecedor de la semitización de la Contestania, aunque ésta contó con sus propias colonias fenicias, como La Fonteta (Guardamar), además de experimentar el brusco proceso de aculturación propiciado por el dominio militar bárquida. Las áreas en que se aprecia una mayor presencia de las monedas de Ibiza son, además de la Contestania, el ámbito catalán, la desembocadura del Ródano y la Campania. Esta dispersión da idea del alcance de las redes comerciales ebusitanas, que canalizaron hacia la Contestania múltiples productos, como las vajillas suritálicas y catalanas de barniz negro. En cambio la cerámica ibérica pintada está muy poco representada en Ibiza (Nicolás y Conde, 1993), la cual estaría mucho más interesada en otra clase de productos contestanos, principalmente agropecuarios o sal. También los metales extraídos de las minas murcianas y de las escasas zonas mineras del resto de la Contestania atraerían a los comerciantes púnicos de la isla.

Ya en el siglo III a.C. la colonia fenicio-púnica de Ibiza emitió numerosas monedas, casi siempre de cobre, mezclado o no con plomo, aunque también se conocen pequeñas piezas de plata. Las monedas con mayor contenido en plomo eran de pésima calidad, mientras que las que se ceñían al cobre nos han dejado motivos mejor identificables. El anverso más común era el del dios Bes, representado primero desnudo y luego con faldellín, pudiendo llevar como atributos dos serpientes o bien maza y serpiente. Otros anversos eran ocupados por un toro marchando, mientras que los reversos adoptaban motivos similares. Las primeras emisiones fueron anepígrafas, añadiéndose más tarde letras púnicas o pequeños símbolos. Eran piezas de muy poco peso, ajustadas a dos o tres valores diferentes. Inicialmente se destinarían a la isla y a su zona natural de expansión, de modo que a pesar de su bajo peso y valor serían aceptadas en las transacciones menores. Tras la II Guerra Púnica, que suscitó en Ibiza la emisión de moneditas de plata, la entidad de las actividades comerciales de la isla se reforzó. Sus acuñaciones mejoraron de calidad, difundiéndose por todo el Mediterráneo Occidental, si bien las necesidades de numerario de la isla no serían nunca grandes. A principios del siglo I a.C., y quizás después de un período de inactividad de la ceca, Ibiza acuñó monedas que por primera vez incluían el topónimo púnico de la ciudad, acompañado de una probable marca de valor. El topónimo iba en el reverso, pues el anverso seguía reservado a Bes. Son piezas ya de mayor peso y módulo, adscritas al sistema semiuncial establecido por la “Lex Papiria” en el 91 a.C. (Campo, 1994, 48). Su acuñación, más intensiva y regular, se prolongaría desde esa fecha hasta el 27 a.C. Como sólo se acuñó un valor, en ocasiones las monedas eran partidas en dos o cuatro partes. Tras un nuevo período de inactividad, Ibiza reanudó sus acuñaciones en época de Tiberio, emitiendo semises con el busto y la titulatura del emperador, pero conservando en el reverso a Bes junto al topónimo neopúnico y la leyenda latina “Ins. Aug.”. La isla también acuñó semises a nombre de Calígula, y fue la única ceca del Mediterráneo Occidental que siguió emitiendo sus propias piezas en época de Claudio. La efigie de este emperador aparecía en el anverso, ocupando el reverso Bes o un toro. Las emisiones ibicencas de época imperial tuvieron un escaso volumen de producción y, a diferencia de las acuñaciones anteriores, apenas salieron de la isla (Alfaro, en Alfaro et al., 1997, 95).


Carthago Nova

La ciudad de Carthago Nova, que no había acuñado monedas desde la época de la II Guerra Púnica, volvió a hacerlo a mediados del siglo I a.C., quizás durante el período cesariano. Dotada de estatuto colonial, Carthago Nova es probablemente la ciudad hispanorromana que presenta más problemas para ordenar su producción monetaria por las repetidas ausencias del nombre de la ciudad en las monedas, curioso fenómeno que enlaza con las antiguas emisiones bárquidas, de gusto anepigráfico. Una característica de las acuñaciones hispanorromanas de Carthago Nova es que casi todas ellas fueron emitidas por duunviros quinquenales (Ripollès, en Alfaro et al., 1997, 346-347). Atendiendo al volumen de riqueza emitida, Carthago Nova ocuparía el cuarto lugar entre todas las ciudades hispanorromanas que acuñaron. Hasta el año 14 de nuestra era la mayor parte de sus acuñaciones consistieron en semises, destacando la representación de deidades femeninas. Con Tiberio continuaron las acuñaciones, ya indicando el nombre de la ciudad, y relacionándose sus diseños con la sucesión dinástica, pues aparecen representados Druso, Nerón y Calígula. Con Calígula sólo se acuñó una emisión en cuyo reverso figura una mujer alegórica con la leyenda “Sal.-Aug.”, alusiva a la Salud.


Ilici

La ciudad de Ilici obtuvo el estatuto de colonia durante el segundo triunvirato o en el reinado de Augusto. En una fecha posterior al año 42 a.C. acuñó una emisión de semises y más tarde otras dos a nombre de Augusto, una de las cuales muestra en el reverso un águila y un “vexillum” o estandarte entre dos insignias, aludiendo así al origen militar de los colonos (Ripollès, en Alfaro et al., 1997, 347-348). En época de Tiberio se incrementó considerablemente el número de monedas acuñadas por Ilici. Aparecieron tres emisiones compuestas fundamentalmente por ases de cobre; una de ellas representaba un altar, otra un águila e insignias legionarias, y la tercera dos figuras togadas dándose la mano sobre un altar. La ceca de Ilici ya no acuñó en época de Calígula. La presencia de las monedas ilicitanas en el Norte de la provincia de Murcia y en el Este de la provincia de Albacete revela ya para época altoimperial la gran permeabilidad comercial de las antiguas fronteras que separaban la Contestania de la Bastetania. La dispersión de los hallazgos de las monedas acuñadas en Elche concuerda aproximadamente con la distribución de las cerámicas pintadas de estilo ilicitano, señalando el área de expansión económica del enclave (Santos Velasco, 1994, 111). Las zonas que más se vieron afectadas por la circulación de las piezas de Elche en época de Augusto y Tiberio fueron las costas meridionales alicantinas, el valle del Vinalopó y las cuencas baja y media del Segura. Destaca también la aparición de varias monedas ilicitanas en el Bajo Ebro.


Los tesoros monetarios

En la Contestania han aparecido algunos tesorillos monetarios, normalmente escondidos en épocas de intensa conflictividad. Parece que no todas las ocultaciones monetarias fueron suscitadas sólo por la inestabilidad bélica, sino que algunas tuvieron también un probable carácter votivo. Éste es más palpable en los tesorillos que además de monedas incluyen otros objetos metálicos, como vasos, torques, brazaletes, pendientes, anillos, plaquitas, colgantes y miniaturas, aunque podría tratarse también de depósitos de orfebres. Uno de los tesoros, fuera del área contestana, cuyo carácter votivo parece más claro es el conquense de Salvacañete (Arévalo, Prados, Marcos y Perea, 1998), fechado en el primer tercio del siglo I a.C. De sus 84 monedas, todas de plata, 37 estaban cuidadosamente perforadas para no atentar contra la imagen del caballo. Se trata posiblemente de perforaciones rituales, tal vez hechas poco antes de ofrecer el tesoro a la divinidad, o quizás practicadas anteriormente para utilizar las monedas como amuletos, reuniéndolas luego para su deposición. Podría ser un rito de sustitución de sacrificios en función de los caballos representados en ellas. Se trataría de una ofrenda realizada en un santuario al aire libre, buscando la protección divina en un momento quizás conflictivo.

El tesoro valenciano de Mogente, aparecido en 1910, incluía unas 115 monedas hispano-cartaginesas, 2 de Ibiza y otra también púnica, además de una pieza de ocho litras de Gelón II de Siracusa, un medio victoriato romano, 3 dracmas ampuritanas y algunas piezas ibéricas. El tesoro valenciano de Vallada, localidad próxima a Mogente, incluía diversas monedas de plata romanas, cartaginesas, ampuritanas e ibéricas de imitación. Otro tesoro valenciano conocido es el de Jalance, hallado en la vertiente sur del Júcar, cerca ya de la frontera cultural con la Edetania. El tesoro alicantino del Montgó, encontrado en 1891, es el más antiguo de los tesoros monetarios contestanos. Incluía además de monedas otros objetos, como una fíbula anular, un jaez de caballo, dos páteras cerámicas, y fragmentos de joyas y de una cadena, así como pequeños lingotes de plata (Llobregat, 1972, 136). Entre sus monedas había 4 sicilianas de plata (de Messina, Leontini, Selinunte y Siracusa), una estátera arcaica de Corinto, 4 óbolos massaliotas, 5 divisores ampuritanos y un posible óbolo de Cartago. El contenido y el lugar de tradición sacra del hallazgo apuntan hacia un ofrecimiento ritual. El tesoro alicantino de Pedreguer estaba formado por unas cien monedas ibicencas. El tesoro alicantino de La Escuera se componía de 52 monedas de bronce hispano-cartaginesas; 43 de ellas, muy pequeñas, presentan la cabeza de Tanit en el anverso y un casco de tipo griego en el reverso. Se tiene noticia de otro posible tesoro alicantino compuesto por monedas hispano-cartaginesas (Alfaro, en Alfaro et al., 1997, 71, Cuadro 6). El tesoro murciano de Mazarrón, encontrado cerca del área contestana, proporcionó 76 monedas hispano-cartaginesas. Y en La Coronela (Elche) se halló un tesorillo con monedas de bronce romanas anteriores a Augusto.


Composición de los monetarios de los Museos Arqueológicos de Alicante y Elche

Además de los tesoros y de los hallazgos sueltos, para conocer la procedencia de las monedas que más circularon por la Contestania es interesante estudiar la composición de los monetarios de los museos arqueológicos de la región, como los de Alicante y Elche (Llobregat, 1968 y 1972). Estos materiales revelan la primacía de las piezas romano-republicanas, acuñadas principalmente en Roma, aunque se documentan también algunas monedas procedentes de Egipto. Las cecas hispanorromanas más representadas son Carthago Nova e Ilici, estando además bastante presentes las piezas de otras cecas más alejadas, como Celsa, Calagurris, Caesar Augusta, Bílbilis, Ercávica, Emérita Augusta y Cástulo. Las monedas de esta última ceca abogan por la vigencia del viejo eje comercial que unía el Alto Guadalquivir con la Contestania. Yendo hacia atrás en el tiempo, las monedas ibéricas más comunes en los monetarios reseñados son las de Saiti, Arse e Ikalesken. Las dos últimas cecas mencionadas debieron de incluir sin duda a la Contestania entre sus áreas de interés comercial. En cuanto a las monedas bárquidas halladas en la Contestania, suelen adscribirse a Carthago Nova, pero quizás algunas pudieron ser acuñadas en Akra Leuké, que tal vez se corresponda con el Tossal de Manises. De entre las otras monedas púnicas recuperadas en territorio contestano destacan las de Ibiza y, con mucha menor representación numérica, las de Cádiz. La moneda griega, más común en la Contestania que en otras áreas culturales ibéricas, pero en general escasa y mucho menos representada que en Cataluña, no es del todo determinante para limitar el impacto comercial griego en el Sureste, donde pudo ser prescindible.


Los denarios de la Gens Papia

Encontramos algunos símbolos secundarios interesantes vinculados a Hispania en los anversos y reversos de los denarios producidos en Roma hacia el año 79 a.C. por la Gens Papia, familia de origen plebeyo. Contextualizaremos primero estas acuñaciones. Fueron ordenadas por Lucius Papius como triunviro monetario, el cual compartió su cargo anual con otros dos magistrados. Se trata normalmente de denarios serrados, procedimiento mediante el cual se pretendía garantizar la bondad del metal, la calidad de la plata. Su peso se aproxima mucho a los 4 gramos, y su diámetro máximo a los 19 milímetros. Lucius procedía de la localidad lacial de Lanuvio, donde era muy venerada la diosa Juno Sospita, que tenía allí dedicados un templo y una estatua. Ello influyó en la elección de su imagen para los anversos, tocada con una piel de cabra atada bajo la barbilla. También los reversos rezuman interés mitológico, al optarse por la figura de un grifo, el cual mantiene sus patas traseras posadas, mientras que las delanteras se alzan como apropiándose de los diversos objetos que se representan debajo, y que siempre mantienen una relación semántica con los elementos secundarios de los anversos, grabados tras la cabeza de la diosa. Por ejemplo, a la cerradura del anverso le corresponde la llave del reverso, o al ánfora su soporte para que no se vuelque. El significado de esta complementariedad no siempre queda claro para nosotros, pues algunos de los objetos mostrados son de difícil identificación. En muchos casos son objetos de uso cotidiano, vinculados a distintos oficios, incluyendo los empleos de índole cinegética y militar. Se han clasificado ya unas 235 parejas de símbolos, los cuales sirvieron para controlar la producción de las series. Uno de los tipos sustituyó los elementos secundarios de anverso y reverso por el número romano CCXLVI (246), por lo que creemos que el número final de variantes producidas pudo ser ése, señalado a modo de juego coleccionable. El ritmo de acuñación fue por tanto muy alto, con una media aproximada de dos series emitidas cada tres días, en el marco del sostenimiento senatorial del ejército durante las Guerras Civiles Romanas, que tuvieron por entonces a la Península Ibérica como uno de sus escenarios principales.

Las esmeradas gráfilas de anverso y reverso presentan forma de collar. En el exergo el nombre del magistrado monetario aparece como “L·PAPI”. La vinculación religiosa de Juno Sospita y el grifo vendría dada por compartir funciones de protección y custodia. El epíteto de “Sospes” alude a su condición de salvadora, a su capacidad para propiciar la victoria sobre peligros y enemigos. Los símbolos secundarios de estas emisiones deben ser analizados con cautela, más teniendo en cuenta las piezas falsas recientes. Uno de los aspectos más interesantes de los símbolos utilizados es que algunos presentan un claro carácter étnico, remitiéndonos a distintas regiones del Imperio o incluso a territorios que todavía estaban en proceso de sometimiento. Es el caso del carnyx, instrumento céltico de viento, consistente en una trompeta de bronce con la campana en forma de cabeza de jabalí. Aparece en un reverso, siendo su símbolo complementario de anverso una espada dentro de su vaina, la cual ha de remitirnos a un contexto igualmente galo o céltico. Similar adscripción cultural tendría el torques o collar rígido representado en otro reverso, al cual le corresponde en anverso como motivo secundario una guirnalda o corona vegetal. Ambos elementos parecen incorporar connotaciones relacionadas con el ejercicio de la autoridad. En otra pieza vemos representado en reverso un tocado característico de la diosa Isis, mientras que en anverso aparece la corona real del Alto Egipto. La pelta o escudo ligero tracio de un anverso se ve acompañada en el reverso por un hacha. La pelta y el hacha eran con frecuencia vinculadas en el Arte antiguo a las guerreras amazonas, si bien el hacha representada solía ser una labrys o hacha de doble filo. La labrys o bipenne está también en otro de los reversos documentados, pero en este caso con uso sacrificial, como señala el bucráneo complementario del anverso.

Yéndonos al ámbito ibérico, y teniendo en cuenta los símbolos identitarios empleados para Hispania en otras acuñaciones romanas, nuestra atención se centra en el caso de los denarios de la Gens Papia en la falcata, las dos jabalinas, la caetra, la adormidera y las dos espigas de cereal. A la falcata del reverso, en la que puede apreciarse incluso la empuñadura con forma de cabeza de ave, le corresponde en el anverso lo que se ha interpretado como un cetro, signo de la pretensión de soberanía. No debemos olvidar que los indígenas peninsulares intentaban por entonces aprovechar la revuelta sertoriana para conseguir una mayor autonomía. El reverso de las dos jabalinas se complementa en el anverso con una red de cazador. Es decir, las prácticas de combate ibéricas quedan asociadas más a una fuente de recursos cinegéticos que a una capacidad real de oponerse al poder romano. Entre los tres escudos redondos representados en los reversos, uno de ellos es de adscripción macedonia, como indica el tipo de casco que lo complementa en el anverso. Los otros dos son identificables con las pequeñas caetras ibéricas, con decoración de gran flor cenital circunscrita a un círculo con uno o varios anillos de contorno. Uno de los anversos parece aludir a la forma de manejarla, empuñándola como ágil defensa activa y no embrazándola. El otro anverso muestra probablemente una espada corta ibérica, antecedente del gladius romano, dentro de su vaina, terminada en bola. La adormidera de un reverso, planta que permite la obtención de sustancias opiáceas de uso terapéutico y que sigue siendo aún muy cultivada en la Península Ibérica, tiene como motivo complementario de anverso una flor de loto, por lo que hace alusión en este caso a la avanzada medicina egipcia y no a Hispania. Otros dos símbolos secundarios de reversos los consideramos más bien granadas y no adormideras, acompañándolos en los anversos un posible grano en el inicio de su germinación. Muere el grano para alumbrar la granada, relacionada en el corpus primitivo de creencias tanto con la fecundidad como con la muerte. A las dos espigas de cereal que se cruzan en un reverso corresponde en el anverso una posible vara de autoridad revestida con adornos y rematada en hoja de pica. Mucho más nítido es el significado de la asociación de la espiga única de un anverso con la amenazadora langosta del reverso.

Las parejas de elementos secundarios presentes en las emisiones monetarias de Lucius Papius eran un entretenimiento erudito para captar la curiosidad de la población del conjunto del Imperio y familiarizarla con toda clase de artículos de mayor o menor grado tecnológico. Todavía hoy sigue constituyendo un reto la identificación correcta de los símbolos utilizados y los nexos existentes entre ellos. Un conjunto de parejas tiene que ver con la caza, la pesca y el abastecimiento de productos alimenticios. A veces los animales representados tienen como contrapunto el instrumento usado para su captura o muerte. En este sentido, al cuerno alegórico de un reverso corresponde la trampa dentada del anverso. La cabeza de elefante y la cabeza de dragón tienen el siniestro complemento de la hoja arponada. A la foca monje de un reverso, muy abundante en el Mediterráneo en época romana y ahora en serio peligro de extinción, le toca el terrible aviso en el anverso de una punta de lanza cuyo cubo presenta pasador. A la sinuosa anguila le espera una trampa tubular, no muy diferente de las actuales. En otros casos los animales quedan asociados por su origen (huevo y ave), por su medio (gamba y pulpo), por su sexo (gallina y gallo), por su parentesco (caballo y burro), por su alimentación (bellota y cerdo), por sus derivados (jamón y jabalí), por su persecución (liebre y lebrel), por su lucha (serpiente y mangosta), por su sapiencia (búho y cuervo), por la deidad (tridente y delfín) … El repertorio de utensilios, algunos de los cuales apenas han variado con el tiempo (llana y paleta de albañil) permiten un conocimiento pormenorizado de los oficios y las costumbres de época republicana. Ejemplo de refinamiento y de misterio es en este sentido el espejo metálico, representado por sus dos caras. El progresivo conocimiento de muchos de estos objetos adentraría a la población ibérica cada vez más profundamente en la civilización romana.


LA ESCULTURA IBÉRICA EN PIEDRA DEL ÁREA CONTESTANA

La escultura como elemento indicativo de la especificidad cultural del territorio

Entre las expresiones de cultura material más significativas de la Contestania más antigua ocupan un lugar destacado por sus repercusiones ideológicas y religiosas las manifestaciones escultóricas en piedra, especialmente presentes en los contextos funerarios. Los influjos helénicos que muestran, sustentados en el repertorio temático orientalizante anterior del arte mueble, han llevado a proponer que el Sureste, afectado tanto por la colonización griega como por la fenicio-púnica, pudo ser el ámbito en que surgieron las primeras representaciones escultóricas de la iconografía ibérica, trasladándose en seguida este fenómeno artístico al marco andaluz como consecuencia de los contactos comerciales, centrados en la búsqueda de salidas marítimas para los metales del interior peninsular. El desarrollo de la estatuaria ibérica fue parejo a la consolidación y posterior reformulación del poder de las elites, que se sirvieron de ella para expresar monumentalmente y en espacios sacros la legitimidad y el alcance, también ultraterreno, de su poder socioeconómico hereditario.

La escultura funeraria ibérica es el resultado de un proceso de afianzamiento de las elites aristocráticas en la posesión de determinados territorios, con un sentido especial en las zonas fronterizas o de contacto entre grupos diferentes (Chapa, 1997, 236). Las esculturas no sólo fueron una justificación de la función social de las elites, sino también un elemento indicador de la extensión del poder de las mismas en un territorio concreto. La repetición de los códigos iconográficos de las esculturas tal vez apunta a la existencia de alianzas entre los grupos aristocráticos de los diferentes enclaves de un territorio. En este sentido la escultura funeraria es un elemento interesante en los estudios orientados a la compartimentación del área atribuida por las fuentes a un mismo grupo étnico, sobre todo si asignamos ya cierta importancia territorial a aquellos poblados cuyas necrópolis son ricas en restos escultóricos. La definición cambiante del espacio parece dirigirse en el siglo V a.C. a un modelo de “oppida”, con asentamientos nucleados desde los que se ejerce un dominio territorial (Ruiz y Molinos, 1993, 560). Entre los modos de expresar en este momento el control sobre un determinado marco político ocuparía un lugar privilegiado la escultura funeraria, dotada de la carga hereditaria del poder. La utilización del mismo repertorio simbólico en las esculturas de las necrópolis del Sureste señala quizás una proximidad más que cultural entre diferentes enclaves, cuyas relaciones políticas son aún más claras en el caso de abastecerse de esculturas en los mismos talleres, entre los cuales destacaría el de Elche. A pesar de ello hemos de valorar estas similitudes con prudencia para no caer en la identificación simplista de ciertos elementos de cultura material con grupos étnicos en sentido cerrado y estricto.

En el Sureste es probablemente donde primero se manifestó la escultura ibérica, de modo que su auge en otras áreas, como la Alta Andalucía, podría relacionarse inicialmente con la presencia comercial de los intermediarios ibéricos del ámbito contestano, encargados de redistribuir los productos griegos por las comarcas interiores, donde serían bien recibidos los escultores versados en la iconografía helénica. El sistema jerárquico en la organización del territorio se expresaría en su nivel social más alto con los símbolos más ostentosos, como los monumentos turriformes o las escenas complejas, mientras que el resto de la nobleza recurriría en su ambiente funerario a representaciones escultóricas más sencillas, como los pilares-estela (Chapa, 1997, 243). Las esculturas reflejarían la pugna por mantener ciertos privilegios y el control sobre los recursos del territorio en un momento en que ya estaba vigente en el mundo ibérico el carácter particular (Ruiz, 1998, 295) y hereditario de la propiedad. La repetición preferente del mismo animal en diferentes necrópolis, como es el caso del toro en el Sureste, podría ser un indicador étnico o al menos cultural con el que se identificaban las elites de un amplio territorio. La presencia escultórica del ciervo en algunas de las necrópolis ibéricas del Este y Sur de la provincia de Albacete (Caudete, Higueruela y Liétor), continuada ya más tardíamente en la decoración pintada de sus producciones cerámicas, señala igualmente cierta especificidad cultural. Además de resaltar su valor económico como pieza de caza, las esculturas de ciervos podrían relacionarse con la idea de la perfección natural, del vitalismo y de la presencia del difunto en el Más Allá. El ciervo debió tener una función concreta en la religiosidad hispana, como señala por un lado su representación ritual sobre jarros y thymiateria y por otro lado su valor oracular en el episodio de la cierva de Sertorio, animal cuyo color blanco encandiló a los supersticiosos indígenas.

Desde una perspectiva política e ideológica, la escultura ibérica recreaba un mundo simbólico compartido por los aristócratas, los cuales podían incluso recurrir a los mismos modelos y artistas (Chapa, 1997, 244). La escultura en piedra, por su monumentalidad y por el hecho de incorporar imágenes importadas, era exponente de la consolidación de la posición privilegiada de un determinado grupo social (Santos Velasco, 1998, 402). Quizás la rapidez e intensidad de la aparición, aceptación, adaptación y amplia distribución de la escultura ibérica en piedra no habría sido posible si no se hubieran dado con antelación los fundamentos ideológicos, políticos y religiosos adecuados. Pero la precocidad de las primeras destrucciones escultóricas y la reiteración con la que éstas se siguieron registrando tal vez apunta hacia las dificultades de implantación social del nuevo y exótico lenguaje iconográfico escogido por las elites aristocráticas, a la vez que señala el cuestionamiento al que se vería ocasionalmente sometido su poder. En ocasiones, las esculturas serían socialmente rechazadas, ya que a pesar de su belleza y el atractivo de lo fantástico, podían tener entre sus significantes algunos relacionados con la opresión.


Empleo de la escultura animalística en la compartimentación política del territorio

Domínguez Monedero (1984a) abordó a través de la escultura animalística un estudio sobre la posible compartimentación política del territorio contestano definido por Llobregat (1972). La Contestania ofrece unas excelentes condiciones para este tipo de estudios debido al auge que en ella tuvieron las manifestaciones escultóricas animalísticas, bastante dispersas por el conjunto del territorio. El trabajo de Domínguez Monedero, cuya metodología se inserta en la época de renovación e impulso de las investigaciones centradas en la arqueología espacial, otorga ya de por sí cierta importancia territorial a todos los yacimientos con escultura animalística, la cual le sirve también para considerarlos como aproximadamente contemporáneos. Descubrió a partir de métodos estadísticos aplicados a la distribución de todos los yacimientos ibéricos hasta entonces conocidos en la Contestania que su patrón de dispersión se basaba en muchos casos en la concentración reiterada de varios centros, de entre los cuales uno tendría en cada comarca mayor importancia como rector territorial. Procedió a intentar identificar los posibles centros rectores con los yacimientos dotados de escultura animalística, aunque ésta estuviese representada por un solo ejemplar. Sobre este esquema aplicó los polígonos de Thiessen, dividiendo así el territorio en 16 áreas.

Los compartimentos creados eran más pequeños en el entorno de La Alcudia de Elche, signo de su posible dependencia con respecto a este enclave, cuya importancia está atestiguada tanto por su tamaño como por otras manifestaciones de cultura material. A la vez la división territorial creada en función de la dispersión de la escultura animalística revela que Elche no pudo controlar todo el territorio contestano, en parte debido a su posición excéntrica, lo que nos sitúa ante la existencia de otros centros con similares atribuciones de control territorial en áreas más septentrionales, como la alcoyana, donde el territorio asignado por los polígonos de Thiessen a cada asentamiento es mayor, hasta el punto de que el área más próxima al Júcar queda sin compartimentar por la inexistencia de hallazgos de escultura animalística. El método empleado presenta por tanto ciertas deficiencias, en cuanto a que no permite fragmentar todo el territorio de estudio, y también porque atribuye excesiva importancia a centros con un solo ejemplar escultórico, como la Lloma de Galbis (Bocairente). Es más acertado valorar todos los elementos posibles de entidad urbana y de cultura material para definir el carácter rector de un poblado ibérico, método seguido por ejemplo en otros estudios en el área alcoyana para determinar la función hegemónica de La Serreta (Olcina, Grau, Sala, Moltó, Reig y Segura, 1998, 37). Mientras que Elche controlaría las llanuras meridionales, La Serreta ordenaría el espacio de las sierras centrales, aunque otros enclaves de similar entidad serían precisos para completar la organización jerárquica del territorio contestano en su nivel más alto. El carácter binomial atribuido por Domínguez Monedero (1984a, 147) a la Contestania en función de la importancia de Elche y de la Lloma de Galbis resulta algo ficticio por no incluir otros elementos de análisis, los cuales seguramente nos llevarían a asignar a la Contestania del siglo IV a.C. un mayor número de enclaves rectores.

Otro aspecto descubierto por Domínguez Monedero (1984a, 150-152) es que muchos de los yacimientos ibéricos con escultura animalística están muy próximos al trazado seguido por la vía Heraklea u otros ejes viarios importantes. El autor defiende para la Contestania en función de la división territorial observada un posible sistema de Jefatura basado en la escala de poder establecida entre los dirigentes de los poblados rectores y los nobles encargados del control de los poblados menores y dependientes. En las necrópolis de los mayores poblados, cuya proximidad a las vías principales facilitaría el control de las mismas, la escultura funeraria supondría, entre otras cosas, una forma de remarcar la importancia jerárquica del enclave. Los principales poblados asumirían una función preferente en los tratos efectuados con los griegos y en la redistribución de las lujosas cerámicas aportadas por éstos a cambio posiblemente de pieles, lanas, lino, esparto, sal y metales preciosos en pequeña cantidad. El contacto con los artesanos y comerciantes griegos, aunque no tan intenso como el mantenido con los púnicos, impulsaría el desarrollo de la estatuaria ibérica, cuya temática se puso al servicio de los programas propagandísticos de las elites.


Las Damas

La obra de mayor representatividad dentro de la estatuaria religiosa contestana es la Dama de Elche (Olmos y Tortosa, editores, 1997), cuyo buen estado de conservación permite apreciar el cuidado con el que el escultor trabajó en el busto. La figura va lujosamente ataviada con ropajes y joyas, y presenta un elaboradísimo peinado, así como restos de policromía. La complejidad de los tocados de las mujeres ibéricas fue señalada por Artemidoro, hombre de estado que viajó por la Península en el tránsito del siglo II al I a.C. Los rodetes laterales del peinado de la Dama albergan el cabello trenzado y enrollado en espiral. La tiara que se eleva sobre su cabeza puede que esté montada sobre un elemento semejante a la actual peineta, elemento que se cubre con una mantilla que arranca de la frente. Los colgantes que adornan sus tres collares consisten en anforillas y bulas porta-amuletos. La expresión de su rostro es concentrada y abstraída (Ramos Fernández, 1997, 69). La escultura tiene una cavidad en su parte posterior, tal vez para depositar los restos cremados de un difunto o algún otro elemento u ofrenda, y es posible que, en su uso religioso originario, fuese sobre una basa o pedestal para darle mayor sensación de realismo. Se ha barajado el que pudiera tratarse de una diosa, sacerdotisa o novia. Bendala (1994, 101-102) valoró la posibilidad de que fuese la devota copia en piedra de una de las antiguas imágenes de vestir que quizás utilizaron en el culto los indígenas y que estaban hechas en madera. También se ha propuesto el que fuese una copia mortuoria, realizada en honor de una difunta ilustre. Pudo ser concebida como de cuerpo entero y cortada luego a una determinada altura, pero esto no parece probable, dada la inclinación de sus hombros y de su pecho (Ramos Molina, 2000, 33).

La Dama de Elche es una excelente representante de la utilización del carácter permanente del arte escultórico para expresar una idea de trascendencia. Es una obra artística puesta al servicio de la expresión de un corpus de creencias religiosas. Ya fuera obra de un artista foráneo asentado en Iberia o de un escultor indígena helenizado, el hecho es que la calidad de su factura ha convertido a la Dama de Elche en uno de los principales símbolos culturales de la Hispania prerromana, utilizado políticamente desde su descubrimiento en 1897, y en parte debido a la afrenta de su exilio en Francia hasta 1941, como “la encarnación más pura y bella de lo autóctono”. Su multiplicación iconográfica en toda clase de soportes oficiales contribuyó a la fama de la ciudad de Elche, que tiene también en su haber patrimonial el mayor palmeral europeo, y que reclama con insistencia el traslado de la pieza a su tierra de origen, oponiéndose así al centralismo museístico aún vigente.

Otra dama similar, aunque polémicamente reconstruida, es la de Cabezo Lucero (Guardamar), a la que habría que añadir las votivas del Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo), en el límite entre la Contestania y el ámbito bastetano, así como las de Caudete, Vizcarra (Elche), Benimassot (Alcoy) y varias necrópolis alicantinas y murcianas. Algunos fragmentos han permitido constatar en La Alcudia la existencia de una gran dama sedente sobre trono alado, bastante similar a la de Baza, aparecida esta última en el interior de una sepultura. El sentido religioso de las figuras escultóricas femeninas variaría en cada caso, situándose a veces más cerca de la protección funeraria y otras veces más cerca del ejercicio del culto en espacios sacros comunitarios.

La integración de mujeres en la iconografía funeraria ibérica no es indiscriminada ni autónoma, sino que se inserta en un determinado sistema de autorrepresentación de la sociedad (Izquierdo, 1998a, 187). Tradicionalmente, la imagen de la mujer en el mundo ibérico ha sido interpretada en un plano simbólico y religioso, como dama oferente, dama orante, sacerdotisa, participante en rituales o diosa. Las damas han sido vistas como la antropomorfización de un concepto divino, a modo de diosas protectoras del difunto, o como la representación de nobles mujeres de alto rango. Estas esculturas son en algunos casos idealizaciones funerarias que mantienen quizás intencionadamente la ambigüedad entre lo divino y lo humano. En ocasiones particularizan las tumbas preeminentes, introduciendo así a la mujer en las tendencias heroizantes, mientras que otras piezas, como las del santuario del Cerro de los Santos, son probablemente exvotos ofrecidos a las divinidades. Las esculturas votivas del Cerro de los Santos incluyen tanto representaciones de personajes femeninos como masculinos, tal vez pertenecientes a las elites locales o a grupos socioeconómicamente favorecidos de territorios adscritos a diferentes grupos étnicos (Ruano, 1988).

Es posible que las damas escultóricas ibéricas sean una representación ideal del poder social. Su incorporación creciente durante el período Ibérico Pleno en los santuarios y necrópolis quizás sea reveladora de cambios sociales profundos. Las representaciones modélicas de mujeres y adolescentes, enjoyadas y ricamente vestidas con sus ropas tradicionales, reflejan seguramente cambios en la concepción del poder y en las estructuras organizativas de la sociedad. Las damas ibéricas son representadas con algunos elementos asociados, como aves, husos, frutos, flores, dobles flautas y vasitos rituales. Estos atributos actúan no sólo como signo de estatus, sino que su simbolismo se relaciona con ceremonias fúnebres de carácter religioso y sacralizado en las que participarían intensamente las mujeres. Algunos de estos objetos revelan la influencia de los ritos funerarios etruscos, como las cápsulas de adormidera, símbolo del sueño eterno, representadas en la mano derecha de una dama sedente de Elche.

Las jóvenes están bien presentes en las esculturas funerarias ibéricas (Izquierdo, 1998a, 189). En el pilar-estela del Corral de Saus (Mogente) aparecen cuatro muchachas ofreciendo granadas en actitud ritual. Llevan largas y abultadas trenzas, y, a diferencia de las mujeres de más edad, no tienen ni velo, ni grueso manto ni joyas ostentosas. En los deteriorados relieves del Prado en Jumilla, cuatro mujeres jóvenes se integran en un monumento funerario de tipo pilar-estela. Las muchachas aparecen tumbadas en la base del pilar, lo que ha llevado a hablar de un concepto androcrático del mundo funerario, en donde las figuras femeninas ilustrarían ritos de sustitución y protección. La “auletris” del conjunto escultórico de Osuna tiene una estética renovada, con el cinturón típico de la mujer meridional, y con pendientes y peinado distintos a los de la mujer levantina. La joven flautista presenta un elevado estatus social del que participa la portadora de ofrendas del mismo conjunto. Ambas mujeres se insertan en un ambiente de heroizaciones y combates rituales. La representación de muchachas en la cultura ibérica puede vincularse a la idea de continuismo de la estructura social a través de sus futuros ciudadanos, partícipes e impulsores de la prosperidad urbana que se pretende generar. Es por tanto normal que las jóvenes porten el fruto prolífico de la granada (Izquierdo, 1998b), garante de la genealogía de las elites, y que incorpora además un fuerte significado ctónico.


Significación de las representaciones animalísticas

Dos tercios de las representaciones escultóricas del área levantina son zoomorfas, destacando entre éstas las imágenes de toros, animales característicos del paisaje ibérico. Las esculturas antropomorfas, más escasas y menos dispersas, se integraban, si no eran divinidades, en monumentos de tipo “heroa” o se configuraban como piezas exentas destinadas a la exaltación de un personaje y de sus cualidades personales. Los animales tendrían en cambio una función sobre todo apotropaica y psicopompa. Los leones siguen en importancia numérica a los toros. Su exótica presencia, casi tan fantástica para los iberos como la de los grifos o las esfinges, se asociaría a las tumbas de individuos en los que se quisiese ensalzar su valor militar y su destreza en el manejo de las armas, así como su condición nobiliar. Mientras que los leones del grupo antiguo están bien representados en el área contestana y en Andalucía, los del grupo reciente se concentran en esta última comarca, no apareciendo en el Sureste. El gesto amenazador y fiero de los leones aparece también con frecuencia en los toros, los cuales incorporan además un significado alusivo a la propiciación de la fecundidad y, consecuentemente, a la perduración de la dinastía. Los animales presentan en ocasiones orificios para introducir adornos u otras partes de su cuerpo, como la cornamenta o las orejas, que serían tanto de piedra como quizás de metal.

Las esfinges se documentan en el ámbito contestano en Agost, en el Cabecico del Tesoro, en el monumento de Bocairente y en los posibles monumentos turriformes del Parque de Elche. En el mundo ibérico las esfinges no tuvieron el significado maléfico y monstruoso presente en la Grecia más arcaica, sino otro más evolucionado, conforme a la tradición griega posterior, consistente en la protección de la tumba, el acompañamiento hasta el Más Allá y la exaltación de la idea del poder ostentado por el difunto. Otros animales fantásticos son las dos sirenas del Corral de Saus, el caballo alado de Benejúzar y los grifos de Redován, Elche y Cabezo Lucero. El grifo, que fue uno de los animales fantásticos cuya representación más atrajo a los aristócratas ibéricos del Sureste, actuaba como guardián simbólico de los muertos y de los objetos depositados en los ajuares de las sepulturas. A su carácter apotropaico hay que añadir que en escenas más complejas sirvió como rival fantástico de los guerreros, facilitando así la heroización de los mismos. La presencia icónica de las sirenas, aves de cabeza humana, era familiar a los iberos por las decoraciones de las cerámicas griegas importadas. Su significado se asociaría en el ámbito funerario a la recepción bondadosa del difunto en la otra vida. El caballo alado, tomado de la mitología griega y presente en las monedas ampuritanas, tendría una función principalmente psicopompa, si bien el ejemplar de Benejúzar parece relacionarse con una caza fantástica.

Se han recuperado en el ámbito contestano bastantes fragmentos escultóricos de caballos, tanto relivarios como pertenecientes a obras exentas. Curiosamente las representaciones escultóricas ibéricas de caballos se concentran en dos áreas geográficas bastante distanciadas entre sí: el Sureste y el curso medio del Guadalquivir. En El Cigarralejo se encontraron varios exvotos en piedra de caballitos, sin jinetes ni aditamentos, tal vez queriendo resaltar su aspecto económico y reproductor (Chapa, 1984, 178). En la escultura de gran formato tendrían también un significado similar los escasos caballos que aparecen sin atalajes. En cambio los caballos con atalajes, mayoritarios, hay que ponerlos en relación con el transporte de un jinete, bien guerrero o bien cazador. Servirían para expresar en los monumentos funerarios la victoria del héroe sobre la muerte, si bien no es descartable su posible función como vehículo hacia el mundo de los infiernos. Algunas de las representaciones de caballos se insertarían no en monumentos estrictamente funerarios, sino en otros de tipo heroico y carácter urbano. También tuvo éxito en el Sureste la representación relivaria de divinidades flanqueadas por caballos, motivo icónico de raigambre mediterránea que en Iberia es signo de la extensión del culto hacia ciertos dioses protectores de los équidos, como correspondía a la importancia económica y militar que éstos fueron adquiriendo en el mundo ibérico.

El valor iconográfico del lobo en la escultura contestana viene expresado sólo por la presencia de su prótomo en la coraza de un guerrero de Elche, donde recibe un tratamiento de tipo “ánodos” similar al que presenta en las páteras de otros contextos peninsulares. El lobo, cuyo significado estaba próximo al de la muerte, sirve en la pieza escultórica de Elche para proteger al guerrero y atemorizar al enemigo (Chapa, 1984, 199), siguiendo una moda armamentística de influjo etrusco. Posteriormente, en la cerámica ibérica pintada de estilo ilicitano, el simbolismo del lobo u otro carnívoro semejante reapareció, asociándose de forma estrecha al de una ave, quizás rapaz. Una paloma estilizada de tipo egiptizante quedó esculpida en una placa de Cabezo Lucero, la cual presenta en su otra cara una palmeta. La pieza iría entre las patas de un bóvido para darle solidez (Ramos Molina, 2000, 103). La paloma, cuyo significado podría relacionarse con el de Tanit o Astarté, figura como elemento secundario en algunas representaciones escultóricas de terracota, como el grupo de La Serreta de Alcoy. En la necrópolis del Cabecico del Tesoro se reutilizó un fragmento escultórico en piedra consistente en una mano sosteniendo un pajarillo. Tanto un pájaro como un conejo son pisados por los caballos del cipo funerario de Jumilla, tal vez aludiendo así a actividades agonísticas o a la superación de pruebas iniciáticas. Las palmetas pudieron constituir el remate escultórico de algunas estelas funerarias ibéricas del Sureste, como en el caso de una de La Alcudia.


Los Caballeros

A través del análisis de la estatuaria ibérica y de otros elementos de cultura material (como marfiles, joyas, armas y cerámicas importadas), Blánquez (1997, 230) defiende para el período Ibérico Antiguo la existencia de una aristocracia de rango caballeresco que en su propio modo de vestir y adornarse y en la realización de actos sociales ritualizados (como los de tipo simposiaco) expresaba su privilegiado estatus. Este es al menos el panorama que ofrecen tanto el contenido de los ajuares como las propias tumbas tumulares, que en el caso de Los Villares (Hoya Gonzalo) y otros yacimientos del Sureste meseteño (como Casa Quemada y La Losa) podían rematarse con esculturas ecuestres, definitorias de la personalidad cultural específica de esta área dentro del mundo ibérico. Otros elementos abogan también por la vigencia de una conciencia caballeresca, como el peinado de largos tirabuzones, propio por ejemplo de la aristocracia etrusca, de uno de los jinetes de Los Villares.


Teorías explicativas de la destrucción de las esculturas

Las esculturas funerarias ibéricas tenían en su mayoría un carácter apotropaico y sacro. Su destrucción, intencionada o no según los casos, es un fenómeno que, aunque en su génesis no tuvo por qué ser exclusivamente religioso, acabaría teniendo una vertiente religiosa. La mayor parte de las esculturas ibéricas destruidas pertenecen al ámbito funerario, que es donde fueron más comunes. Se asociaban únicamente a las tumbas de los personajes más destacados. Tras su destrucción, que no se produjo en todos los lugares al mismo tiempo, se aprecia en las necrópolis un mayor número de ajuares con armas, como si se hubiese ampliado el número de guerreros con derecho a enterrarse. Por tanto la destrucción de las esculturas funerarias parece asociarse a cambios socioeconómicos que propiciarían una reducción de la jerarquización social interna. En todo caso las destrucciones escultóricas constituyen un proceso dialéctico y complejo basado sin duda en una multiplicidad de causas (Talavera, 1998-1999, 118). Las posibles explicaciones del fenómeno se han ido incrementando desde su detección, tendiéndose últimamente a valorar de forma conjunta diferentes líneas argumentativas.

Rouillard (Abad y Sala, 1991, 156) propuso un posible rechazo de las manifestaciones excesivamente ostentosas, como había ocurrido en la Atenas de Solón. Las destrucciones de los monumentos funerarios también pudieron estar relacionadas con posibles alteraciones en el comercio desarrollado entre los núcleos costeros del Sureste y las regiones mineras de la Andalucía Oriental. Ello habría originado cambios dinásticos y transformaciones en las estructuras de poder, así como enfrentamientos entre distintas comunidades (Ruano, 1987, 58-62), ocasionando la ruina de las esculturas. En el caso de la necrópolis de Cabezo Lucero, se observan a principios del siglo V a.C. vínculos comerciales con la zona turdetana que incluso han llevado a plantear la posible fundación del enclave por parte de gentes foráneas (Aranegui, 1991, 179). A la alta jerarquización social que los ajuares muestran para este período siguió luego un descenso de la misma, justo cuando el enclave entró en el ámbito de influencia de La Alcudia de Elche. La incidencia de las alteraciones comerciales sobre las destrucciones de las esculturas viene avalada por la cercanía de las necrópolis con respecto a la vía Heraklea y por la posible sanción religiosa que buscarían los intercambios, configurándose los monumentos funerarios como propiciadores de los mismos (Almagro, 1982, 210).

Olmos (1991, 30) relacionó las destrucciones con la reacción iconoclasta provocada por una posible crisis social e ideológica. Aparicio (1982, 45), en referencia al caso de la necrópolis del Corral de Saus (Mogente), aludió a una probable revolución social destinada a eliminar las ideas representadas por los monumentos, importadas por la clase dirigente. Lucas (1991, 197-199) también defendió la reacción indígena contra el lenguaje escultórico orientalizante utilizado para legitimar el poder de las elites, añadiendo además posibles cambios religiosos. Las destrucciones, acaecidas en muchos casos en el tránsito del siglo V al IV a.C., fueron seguidas por el auge de las construcciones templarias y de las esculturas no destinadas a las necrópolis. Las nuevas aristocracias guerreras disminuyeron el ornato externo de sus sepulturas, introduciendo además nuevos rituales y un mayor uso de las aras funerarias. Tras las posibles revueltas de carácter político y religioso las necrópolis pasaron a ser ocupadas por capas un poco más amplias de la sociedad, detectándose además una mayor equidad en los ajuares funerarios.

Las destrucciones escultóricas fueron asociadas por Lillo y Serrano (1989, 79) con acciones bélicas desplegadas por pueblos rivales para intentar borrar los valores ideológicos y espirituales que los alentaban. Pero las destrucciones paralelas de algunos poblados ibéricos de la Contestania, como la Bastida de les Alcuses, Mola de Torro y El Puig, son difíciles de relacionar con el escaso poder destructivo alcanzado por las comunidades ibéricas en el siglo IV a.C. Mientras que los poblados se abandonaban definitivamente, las necrópolis, a pesar de sufrir desbaratamientos, continuaban en muchos casos en uso, signo de la larga perduración ideológica de los espacios sagrados. Sólo en pocas necrópolis las destrucciones escultóricas serían provocadas por incursiones rivales para realizar actos de pillaje y minar la moral de sus protectores. Poco convincente es la teoría que atribuye la violación de las esculturas a los cartagineses o a pueblos del interior peninsular, que querrían demostrar así su falta de temor hacia las cosas sacras que formaban parte de la religiosidad ibérica. Quesada (1989b, 123) demostró para el caso de la necrópolis del Cabecico del Tesoro (Verdolay) que las destrucciones escultóricas fueron anteriores a la invasión cartaginesa, situación extrapolable al resto de las necrópolis contestanas.

Ramos Fernández (1988, 374) propuso que las destrucciones pudieron formar parte del ritual de los enterramientos de época ya avanzada, en un claro intento de honrar al difunto. Pero la deposición en los ajuares de fragmentos de las esculturas destruidas no parece responder casi nunca a un uso ritual, sino meramente utilitario, para sustentar por ejemplo la urna. Y es que los fragmentos escultóricos seleccionados para este uso no suelen ser simbólicamente destacados (como lo serían una paloma o una granada alusivas a Tanit) ni ocupan en la deposición del ajuar una posición estratégica entre, por ejemplo, el armamento intencionadamente inutilizado (Talavera, 1998-1999, 121). Una excepción significativa es un fragmento escultórico utilizado para entibar una urna de la necrópolis del Cabecico del Tesoro, el cual representaba una mano sujetando una paloma (Ramos Folqués, 1990, 26), actitud de fuerte simbolismo que apunta hacia una selección cultual premeditada. No puede descartarse el que, mediante la inclusión en el ajuar de algún fragmento de las viejas esculturas funerarias, se quisiese expresar con satisfacción la superación de los antiguos ritos excesivamente elitistas que impedían enterrarse en la necrópolis a casi todo el espectro social, o que por el contrario se quisiese reaprovechar el significado religioso de algunas de las piezas destruidas. García Cano (1991, 333) rechaza una destrucción demasiado sistemática de las esculturas, proponiendo en su lugar su caída progresiva por los cambios en las estructuras sociales y religiosas y por las tensiones provocadas por las luchas tribales. Chapa (1993, 193) sugiere el progresivo desmoronamiento de los monumentos funerarios por sus propias carencias constructivas y la desidia en su cuidado, de modo que más que de acciones violentas habría que hablar de cambios económicos que suscitaron nuevas interacciones territoriales y la desaparición del gusto por los viejos símbolos escultóricos.

Las esculturas funerarias ibéricas estaban hechas en piedra caliza o arenisca local, bastante endeble, por lo que unos pocos golpes certeros bastarían para desmoronarlas. El guerrero de La Alcudia sufrió al menos cinco impactos que le hicieron perder la cabeza, los brazos y las piernas, quedándose así simbólicamente sin capacidad para defenderse. La mitad de los toros aparece sin cabeza y casi la mitad sin los cuartos traseros. Son raras las esfinges que conservan la cabeza y las patas, por lo que su identificación se efectúa normalmente por las alas. Los golpes parece que perseguían privar a las esculturas de sus puntos anatómicos más cargados de significación (Talavera, 1998-1999, 124). Así, en el caso de los bóvidos, al romperles la cabeza y los cuartos traseros se eliminaban sus defensas, su aspecto fiero y sus órganos reproductores, elementos que habían tenido un simbolismo determinante para su elección. En los leones se aprecia la amputación intencionada de las fauces, que eran las que asumían un mayor significado de protección y defensa mágica de la sepultura. Ataques de este tipo sufrieron los leones de la Lloma de Galbis, Vizcarra y El Cigarralejo. En el caso de las representaciones antropomorfas, tanto de guerreros como de dioses, se atentó principalmente contra sus cabezas y extremidades, observándose en muchos casos la destrucción de los objetos simbólicos portados por las deidades, los cuales facilitaban su identificación y solían ser una de las partes más frágiles de las esculturas. En el caso del Corral de Saus, de las cuatro damas sólo una conserva el elemento simbólico, portado en su mano derecha. Pequeñas damas acéfalas que certifican la intencionalidad de sus amputaciones son la de Benimassot y la de Vizcarra. Uno de los jinetes de Los Villares recibió en el rostro tres golpes intencionados realizados con un objeto punzante, tal vez una lanza, mientras que otros golpes dados en las patas del caballo sirvieron para desplomar la escultura ecuestre (Blánquez, 1997, 219). En la mayor parte de las esculturas funerarias las destrucciones parecen haber sido dirigidas hacia puntos concretos, detectándose en pocos casos un ensañamiento excesivo.

El arte escultórico ibérico se desarrolló, con ritmos diferentes, desde fines del siglo VI al siglo III a.C. Para su datación se utilizan tanto las informaciones aportadas por los contextos como el análisis de los aspectos estilísticos y constructivos. Entre los monumentos más antiguos está el del Corral de Saus, y poco posteriores serían los restos escultóricos de Agua Salada, Los Nietos, El Arenero de Vinalopó, La Alcudia y El Prado (Talavera, 1998-1999, 126). Los toros del tipo B, echados y esquemáticos, parecen ser del tránsito del siglo VI al V a.C., mientras que los del tipo A, más realistas, parecen corresponder en su mayoría al siglo IV a.C. En momentos tardíos se detecta la utilización de grapas para unir varios fragmentos, como ocurre en el monumento de Pino Hermoso. Entre las manifestaciones escultóricas más tardías está el toro de La Albufereta, perteneciente al siglo III a.C. La mayor parte de las destrucciones se produjeron ya avanzado el siglo V a.C., en momentos diferentes en cada necrópolis. En el tránsito del siglo V al IV a.C. continúan por un lado las destrucciones, pero por otro lado las esculturas comienzan a reutilizarse en varias necrópolis, fechándose estas reutilizaciones gracias a su asociación con cerámica ática de barniz negro. Las destrucciones no fueron un fenómeno simultáneo, sino discontinuo, de modo que mientras que en algunas necrópolis las esculturas ya habían sido desechadas, perdiendo su significado religioso, en otras su simbolismo pervivió, hasta el punto de poder adscribir ejemplares tan tardíos como el de La Albufereta a recreaciones nostálgicas del pasado esplendor. Las destrucciones pudieron responder en cada necrópolis a causas diferentes. Las fuentes escritas señalan para otros ámbitos mediterráneos que las operaciones impías y destructivas contra los cementerios y recintos sacros afectaban en cada caso a uno o varios asentamientos, pero no a toda una región de forma simultánea, situación que quizás sea extrapolable al mundo ibérico.


Jerarquía y simbolismo de los monumentos funerarios en la organización interna de las necrópolis

Almagro (1982, 208-209) hipotetizó que los monumentos turriformes en el mundo ibérico estaban destinados a ocupar una posición presidencial en las necrópolis o en los cruces de las vías principales. En torno al monumento turriforme, se dispondrían otros enterramientos auspiciados por la “fides” ibérica, ya más pobres en estructuras y ajuares. Se ha podido rastrear la existencia en el Sureste de varios monumentos turriformes del período Ibérico Antiguo, algunos de los cuales se alzarían en Elche, donde se concentró un fuerte grupo aristocrático que controlaría un “hinterland” más o menos extenso (Santos Velasco, 1996, 251). A la función apotropaica de los pilares-estela que coronaban algunos de los enterramientos, habría que añadir su marcado carácter delimitador del espacio sagrado. El recinto cementerial, erizado por los monumentos y las esculturas, no ofrecería dudas a cualquier visitante sobre su fuerte simbolismo religioso. Se ha propuesto (Castelo, 1994, 158) que los animales exóticos o fantásticos tenderían a concentrarse en los monumentos turriformes, reservados a los personajes de tipo áulico, mientras que los pilares-estela, erigidos para honrar a los nobles, se valdrían preferentemente de animales más prosaicos, como los toros, cuya presencia escultórica en las necrópolis ibéricas del Sureste es muy alta. Es cierto que los pilares-estela con cronología ya del siglo V a.C. procedentes de La Alcudia, el Cabecico del Tesoro, Coimbra del Barranco Ancho, el Prado y Corral de Saus no se coronan en ningún caso con animales exóticos. Los pilares-estela ayudarían a delimitar el espacio sagrado de las necrópolis, en las que es posible que existiesen otros elementos de delimitación, procediéndose en algunos casos, una vez saturado el espacio funerario disponible, a una nivelación que permitiese la superposición de las sepulturas, fenómeno documentado en El Cigarralejo, el Cabecico del Tesoro, Pozo Moro y Los Villares.

Llobregat (1972, 162-163) apuntó que las esculturas de Cabezo Lucero parecían formar parte de la guarda decorativa de los accesos a algún lugar, como si estuviésemos ante una vía sacra flanqueada por animales de significado profiláctico. La posible alineación de tales representaciones tal vez conducía a la imagen de alguna deidad, o en cualquier caso al lugar más santo de la necrópolis. El hallazgo en Cabezo Lucero de un brazo de trono sugiere la primitiva presencia de una dama sedente (Castelo, 1994, 156), quizás precedida por dos filas de bóvidos. En la misma necrópolis se documentó el hecho de que a veces los animales no coronaban pilares-estela, sino que simplemente se disponían sobre plataformas, escalonadas o no, de menor altura. La presencia en Los Nietos de un altar aislado y un plinto podría señalar que esta clase de estructuras fuese en algunas necrópolis el punto final al que conducían las alineaciones escultóricas de animales.


La escultura puesta al servicio de la ideología de las elites

En algunas de las principales ciudades ibéricas de época plena existirían conjuntos escultóricos con los que expresar visualmente la ideología del poder, la cual también se mostraría a través de los templos urbanos (Domínguez Monedero, 1998, 199). De La Alcudia de Elche procede una importante colección de esculturas que, una vez destruidas, sirvieron como pavimento de una de las calles de la ciudad. Se trata de figuras humanas y animalísticas, como guerreros y un grifo, que apuntan hacia la exhibición de escenas de combate junto con otras de posible carácter civil, seguramente utilizadas para mostrar la legitimidad que se arrogaban los titulares del poder político en la ciudad ilicitana. La ubicación urbana de este conjunto escultórico es casi segura, e incluso es posible que las esculturas se alzasen en el considerado templo ibérico de la ciudad. Mientras que durante el período Ibérico Antiguo las manifestaciones escultóricas se centraron en las necrópolis, ya en el siglo IV a.C. algunas de ellas se concibieron para un uso urbano, si bien perduró también su utilización funeraria. Parece que desde época temprana existió en el área del Vinalopó un taller escultórico de alcance comarcal, pues los leones de Sax, Monforte del Cid y Elche, y en menor grado los de La Albufereta y Villajoyosa son probablemente piezas de un mismo taller (Chapa, 1986, 260), tal vez ubicado en La Alcudia.

La escultura sirvió desde fines del siglo VI a.C. a los dirigentes ibéricos para transmitir, sobre todo en contextos funerarios, mensajes relacionados con la grandeza de su poder. A pesar de la influencia temática y artística helénica y oriental presente en estas esculturas, es preciso señalar su carácter genuinamente ibérico. Dentro de las más tempranas manifestaciones escultóricas ibéricas se encuentra el monumento turriforme de Pozo Moro (Chinchilla), cuyas imágenes relivarias de gusto orientalizante recogen un relato mítico con el que honrar simbólicamente a un difunto perteneciente a una familia vinculada al ejercicio del poder. Tanto el monumento como su iconografía pretenderían mostrar a la población que visitase la necrópolis el noble origen dinástico y el rango semidivino del individuo allí enterrado. También las sanguinarias escenas de lucha del conjunto escultórico turdetano de Porcuna tendrían un significado simbólico relacionado con la exhibición de la capacidad de mando de las elites. El lenguaje escultórico, cargado de simbolismo oriental, se valdría de imágenes de apariencia mítica o fantástica para expresar conceptos abstractos, como la lucha del exaltado guerrero contra la adversidad, la enfermedad y la muerte, lucha quizás destinada a prolongarse en la idea ibérica del Más Allá. El combate del héroe contra el monstruo no reflejaba sino el ideal agonal de los aristócratas ibéricos, tan acostumbrados al ejercicio de la violencia para conservar y acrecentar su relevancia dentro del cuerpo social. El uso emblemático de las esculturas funerarias, cuyo mensaje sería administrado por los herederos del difunto en su propio beneficio, buscaba deslumbrar a la población, lo que en un principio sería sencillo por la escasez de las imágenes circulantes y el valor casi mágico atribuido a las mismas.

Las dos esculturas ecuestres de la necrópolis de Los Villares (Blánquez, 1997, 218-221), separadas tal vez por dos generaciones, están al servicio de la heroización funeraria, ilustrando el viaje a ultratumba de los aristocráticos muertos. La elección en ambos casos del mismo motivo ecuestre tal vez pretende aludir a la existencia de una línea dinástica ininterrumpida al frente del poder. La transmisión hereditaria de un mismo símbolo escultórico parece darse entre las elites ibéricas del área de Baena, donde se han hallado numerosas representaciones escultóricas de leones, aunque ello pudiera deberse sólo al éxito iconográfico que en esa región tuvo el tipo.

La tradición oral aseguraría que el significado de las imágenes escultóricas de los monumentos funerarios quedase claro entre los iberos que alcanzaron a verlos en pie. La coronación animalística de los pilares-estela, además de poder tener una lectura étnica o territorial (Chapa, 1997, 243-244), suponía desligar a los animales reales, exóticos o fantásticos de sus relatos míticos, adquiriendo así un nuevo y propio significado relativo a la glorificación simplificada del difunto. Los elementos escultóricos que en el pilar-estela quedaban por debajo del animal podían incorporar representaciones humanas destinadas a transmitir datos relevantes sobre el muerto heroizado, dentro de un claro programa de exaltación política. Los diferentes animales plasmados en el arte escultórico ibérico están representados en el Sureste, lo que señala su capacidad identitaria y el gusto comarcal por tales manifestaciones culturales, presentes casi de forma exclusiva en el Sureste y en las áreas más o menos próximas al curso medio y alto del Guadalquivir.


Los nuevos conjuntos escultóricos urbanos del Ibérico Pleno

El recurso a la escultura funeraria fue desigual y reiterado, dándose incluso en necrópolis que habían registrado previamente destrucciones de los monumentos con decoración escultórica. A pesar de la perduración en ciertos casos del uso funerario de las esculturas, se detecta, desde fines del siglo V a.C., el paso a formas más cívicas y menos abrumadoras de exhibir el poder, en consonancia con los procesos urbanísticos que se fueron desarrollando en el mundo ibérico, y que tuvieron aparejada la construcción de santuarios en el interior de las ciudades. La gran estatuaria en piedra, ya con una iconografía transformada, pasó a tener una mayor presencia en los recintos urbanos y en los grandes santuarios de ámbito supraterritorial, como el del Pajarillo (Huelma, Jaén), si bien este proceso se daría con ritmos locales diferentes. En muchas necrópolis las esculturas fueron destruidas o experimentaron un manifiesto abandono, centrándose la ostentación de la riqueza en el interior de las sepulturas, donde eran amortizadas tanto las armas como las cerámicas griegas. Las esculturas funerarias perdieron parte de su capacidad de representación del poder, quizás porque también entró en crisis la justificación del mismo a través de relatos de corte individualista y heroico (Domínguez Monedero, 1998, 203). Adquiriría en cambio mayor vigencia una nueva concepción del poder basada en su proyección cívica y protectora, expresada en el marco urbano a través de los santuarios, donde se hacía más palpable el sentido comunitario de la organización social. El relato ilustrado por imágenes fue quedando relegado a otros soportes, como las cerámicas griegas o ya más tardíamente las cerámicas ibéricas pintadas, indicativas de la popularización de las imágenes. El discurso urbano y ciudadano asumido por las elites del período Ibérico Pleno conllevaría cambios en su composición e ideología, y suscitaría transformaciones temáticas en los nuevos conjuntos escultóricos urbanos, tal vez exhibidos ahora en los templos para orgullo de la comunidad.


SANTUARIOS URBANOS DE LA CONTESTANIA

Diversidad funcional y estructural de los santuarios urbanos ibéricos

Como en otros ámbitos ibéricos, en la Contestania varios poblados han permitido documentar estructuras arquitectónicas posiblemente empleadas para el culto. Estos edificios, difíciles de describir e interpretar, revelan la complejidad ritual del mundo religioso ibérico. La realización de actividades de tipo sacro en contextos urbanos es un fenómeno bien atestiguado en el área cultural ibérica, donde es posible diferenciar varias clases de santuarios en los “oppida” o en los poblados menores. Los edificios sacros ibéricos de carácter urbano presentan una gran diversidad funcional y estructural, cuya valoración es necesaria para interpretar en cada caso su significado ideológico y sociocultural (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000, 173-175). Buena parte de los santuarios urbanos ibéricos estarían dedicados a cultos domésticos gentilicios, integrándose o relacionándose con residencias regias o estructuras domésticas. Los santuarios dinásticos, muchos de los cuales presentaban un patio abierto en su configuración interna, albergaban los cultos dedicados a los antepasados divinizados o heroizados y a las divinidades protectoras de los monarcas sacros. Su origen se daría en el ambiente orientalizante andaluz, extendiéndose luego el tipo por el Sureste y el Levante, dando lugar en algunos casos a los santuarios a cielo abierto. Ya desde el siglo IV a.C. los santuarios dinásticos acogerían los ritos y las fiestas cultuales de un grupo social más amplio que estaría integrado por varias familias aristocráticas y clientelas. Los santuarios gentilicios, documentados en los ámbitos urbanos ibéricos desde el siglo VI a.C., contaban como elemento principal con un hogar ritual al que se asociaba en ocasiones un altar. Este tipo de santuario, quizás procedente de la evolución del culto indoeuropeo al hogar doméstico, se documenta sobre todo en el área catalana y levantina.

Frente a estos santuarios relacionados con ambientes domésticos, estarían los “templa” urbanos, construcciones aisladas de posible orientación astronómica en las que se rendiría culto a divinidades de carácter poliádico y a los héroes fundadores. Dentro de estos “templa” podemos distinguir los clásicos y los recintos sacros de tipo oriental. Estos últimos, bien atestiguados en el Sureste, suelen estar a cielo abierto y presentan una planta cuadrangular o casi cuadrangular, segregándose ya de la residencia regia. Mientras que estos templos pudieron derivar de la tradición de los santuarios dinásticos, en cambio los clásicos, arquitectónicamente vinculados a la cultura grecorromana, se relacionarían con la evolución de los santuarios gentilicios (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000, 174).

Otro tipo de santuarios son los de entrada, situados junto al acceso al poblado y relacionados con ritos de paso y de protección espiritual. Pueden estar intramuros o extramuros, asociándose frecuentemente en este último caso con un manantial o pequeño bosque, siempre formando parte del desarrollo del propio sistema protourbano (Prados, 1994, 135-136). La presencia de agua nos remitiría a ritos de purificación realizados antes de entrar y salir del “oppidum”, si bien, sobre todo en época avanzada, se añadiría una vertiente terapéutica corroborada por los exvotos anatómicos y los depósitos votivos. La ubicación estudiada de algunos santuarios cerca de los poblados pero fuera de los mismos indicaría que sus habitantes realizaban muchos de sus actos devocionales en contextos moderada e ideológicamente distanciados de lo urbano para seguir las prescripciones de antiguos rituales. Por otro lado, el carácter protourbano que presentan por ejemplo los principales santuarios murcianos queda reflejado en la asociación “poblado-necrópolis-santuario”, de modo que estos recintos sacros, normalmente situados inmediatamente al exterior de la muralla del hábitat o de sus límites naturales, estarían claramente al servicio de la religiosidad oficial del “oppidum”, albergando quizás el culto a las divinidades protectoras de la población (Prados, 1994, 135-136). Al margen o escasamente vinculadas a la religión oficial estarían las prácticas cultuales desarrolladas en las pequeñas capillas domésticas, más fáciles de identificar cuanto más ricas fueran las familias y su correspondiente cultura material de connotaciones religiosas. Un pequeño grupo de construcciones sacras ibéricas parece relacionado con las inhumaciones infantiles practicadas bajo el suelo de las casas.


Evolución de los santuarios

La evolución de las estructuras sacras ibéricas se caracterizó por una larga y lenta transformación hasta diluirse en las pautas arquitectónicas romanas. Los santuarios domésticos de las monarquías orientalizantes y de las elites guerreras en un principio se integraban en el palacio o morada de quien ostentaba la autoridad. El desarrollo de las monarquías heroicas y, desde el siglo IV a.C., de las monarquías aristocráticas, fue acorde a la evolución de las estructuras socioeconómicas e ideológicas de tipo urbano, lo que favoreció el que los santuarios pasasen a ser construcciones independientes con muchas de las características que suelen asignarse a los templos. Los cultos privados fueron evolucionando y convirtiéndose progresivamente en cultos públicos. Los elementos sacros y de cultura material asociados a este tipo de estructuras se diversificaron y evidencian el paso a una sociedad cada vez más isónoma (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000, 175). Desde el siglo IV a.C., junto a los exvotos de bronce, se documenta una mayor riqueza y variedad en las ofrendas, que van desde pebeteros en forma de cabeza femenina hasta representaciones vasculares figuradas, además de elementos de adorno que muestran el protagonismo religioso de un espectro social cada vez más amplio. Se produjo también una evolución de las divinidades veneradas por los iberos. La Diosa Madre indígena ancestral pasaría a identificarse en el período orientalizante con la divinidad dinástica, evolucionando en época posterior hacia una deidad poliádica protectora de la población. Mientras que en el Sur y Sureste fue imponiéndose el culto a Tanit debido a la influencia púnica, en el Levante y Noreste se prefirió la asimilación del culto a la Artemis griega. En cuanto a las deidades masculinas, se importaría el culto a Herakles-Melkart, dios protector de los monarcas y relacionado con prácticas funerarias realizadas en honor de antepasados míticos heroizados. La confusión iconográfica de Herakles-Melkart con los generales cartagineses y los magistrados ibéricos en las monedas acuñadas en suelo peninsular pudo ser en parte intencionada, y muestra la protección que dicho dios ejercía sobre quienes detentaban el poder.


La Escuera

En el interior del poblado de La Escuera (San Fulgencio), cerca de la muralla meridional y la puerta, existió un edificio interpretado como lugar de culto por la presencia de restos de ceniza y huesos de animales, así como por la lujosa vajilla cerámica. El conjunto puede interpretarse como un santuario doméstico, probablemente de tipo dinástico, si bien su proximidad a la puerta del poblado permite también considerarlo como un posible santuario de entrada (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000, 37). Los materiales aparecidos en el edificio, que van desde pequeños esencieros a grandes tinajas, serían utilizados para las purificaciones, libaciones y comidas rituales (Nordtröm, 1967, 54). Algunos de estos elementos estaban amontonados detrás de una plataforma de piedra grande rellena de tierra apisonada y piedrecillas sobre las que había restos de cenizas y huesos de pequeños animales, lo que, junto al alto contenido de fosfatos del sedimento, apunta hacia la realización de sacrificios y “simposia”. Las piezas encontradas en el edificio permiten fecharlo en los siglos IV y III a.C. Presenta una orientación Norte-Sur y se compone de varios departamentos. Ofrece un gran patio o pórtico, posiblemente abierto a una calle al Norte, con basas de columnas, pilastras, pavimento en parte empedrado y una plataforma de arcilla con dos escalones sobre la que se encontró una columna y fragmentos de cerámica griega. El patio comunica, al Sur, con un departamento, mientras que por el Oeste se le adosan tres pequeñas habitaciones. En su interior se hallaron cerámicas de barniz negro, una crátera de figuras negras, dos copas áticas, cerámicas ibéricas decoradas, un ungüentario, una loseta romboidal, un ponderal de bronce, cuatro fusayolas y otros materiales. En otro departamento aparecieron abundantes escorias de hierro, una punta de lanza, una placa de hebilla de bronce, y una vasija bigeminada, tal vez usada para el consumo de hidromiel y vino. Otra habitación presentaba en una de sus paredes una hornacina semicircular de piedra con columnita en el centro, mientras que otro cuarto tenía tres elementos pétreos, uno de ellos consistente en una piedra circular negra. En el santuario de La Escuera resulta curioso el hallazgo, junto a ricos materiales cerámicos y metálicos, de una vasija de plomo, así como el hecho de que un pavimento estuviese parcialmente recubierto por una capa de plomo fundido (Gusi, 1997, 188).


El Oral

En la zona central del poblado de El Oral (San Fulgencio), cuyo origen se fecha a fines del siglo VI o comienzos del siglo V a.C., se han documentado dos recintos de probable uso religioso. El primero de ellos, de planta rectangular, estuvo seguramente relacionado con un cercano complejo residencial. El recinto presenta un acceso a la calle y otro acceso a un espacio interior abierto, interpretado como un patio (Abad y Sala, 1993, 182). Tiene una pequeña estancia aneja, quizás añadida posteriormente y tal vez utilizada como almacén. La estancia principal del recinto ofrece en uno de sus muros restos de un revestimiento anaranjado. Tiene suelo blanquecino de arcilla apisonada en cuyo centro hay un motivo en forma de “keftiu” o lingote chipriota, formado por un núcleo central de arcilla rojiza ribeteado por una línea oscura y otra clara. En uno de los ángulos de la estancia aparecieron manchas cenicientas y fragmentos de carbón y cerámica, entre ellos parte de un recipiente pintado. La estancia ha sido interpretada como un lugar de reunión. El lingote, cuya forma o representación está bien atestiguada en la arquitectura funeraria ibérica y en la orfebrería orientalizante, es un motivo propio de algunos contextos sacros ibéricos, y posiblemente está relacionado con cultos dinásticos. Su significado ideológico se confirma por servir de base a algunas estatuillas de divinidades en el Mediterráneo Oriental. El lingote representado en El Oral debe interpretarse como evidencia del culto a los antepasados en un área ritual relacionada con el espacio residencial de las elites del poblado (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000, 39). El otro recinto de El Oral con posible función religiosa ha sido considerado como una capilla doméstica. Tenía una especie de plataforma en su ángulo Suroeste y una sucesión de 7 suelos separados por finas capas de ceniza. Los materiales encontrados entre las capas de ceniza incluyen varias copas griegas, cerámicas ibéricas, un objeto circular de terracota decorado con semicírculos, fragmentos de huevos de avestruz y de ánade, un asador de bronce y restos de malacofauna. En este recinto se celebrarían ritos ligados al culto doméstico gentilicio, incluyendo el mantenimiento de un fuego purificador sobre un soporte móvil situado cerca del muro Oeste.


La Alcudia

Bajo una gran basílica paleocristiana, apareció un edificio ibérico de carácter sacro en el yacimiento de La Alcudia (Elche). Sus dos fases arquitectónicas se basaron en un mismo esquema constructivo. El edificio, tal vez orientado astronómicamente, presenta planta cuadrangular de 8 metros de lado (Ramos Fernández, 1995). Tiene muros de adobe sobre un zócalo de piedra en seco revocado de barro. A su estructura central, que estaría a cielo abierto, se adosaba en la parte externa de su ángulo Noreste una posible torre. La puerta de acceso, situada en la pared Sur, estaría flanqueada por sendas pilastras con capiteles protoeólicos, uno de los cuales fue reutilizado como sillar en la basílica posterior. El santuario ibérico contaba con una mesa de ofrendas cuadrada y con una capilla que en su pared Oeste tenía banco corrido. En la puerta Este de la supuesta torre se localizó una “favissa” circular rodeada de piedras que contenía material cerámico ibérico arcaico. En el interior del edificio aparecieron, junto a las cerámicas áticas e ibéricas, varios fragmentos escultóricos. Otros muchos fragmentos escultóricos se utilizaron como elementos de pavimentación en el tramo de calle situado frente a la puerta del santuario. Originariamente, las esculturas formarían parte de la decoración del templo, tal vez constituyendo un “herôon” destinado a ensalzar las hazañas míticas de los antepasados heroizados de las elites (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000, 42). Suponiendo que este santuario fuese el principal de la ciudad de Ilici, es muy posible que albergase durante cierto tiempo la imagen de la Dama de Elche. Entre la ornamentación arquitectónica de la segunda fase del edificio se encuentra un fragmento de capitel corintio. En esta fase continuó en uso la mesa de ofrendas. Cerca de ella se encontró una especie de pequeña cámara subterránea en uno de cuyos ángulos se practicó fuego habitualmente, como evidencian sus adobes de base profundamente quemados. Entre la mesa de ofrendas y la puerta principal del edificio estaba el posible depósito fundacional, compuesto por fragmentos de cerámicas intencionadamente rotas. Entre los materiales hallados en el santuario había un fragmento de pebetero con forma de cabeza femenina, cerámicas pintadas decoradas con caballos, lobos, aves y un rostro de mujer, cerámicas de Gnatia, campanienses, aretinas y de paredes finas, un fragmento de matriz con la representación de una cabeza de toro, y recipientes posiblemente relacionados con el consumo de bebidas estimulantes por parte de los fieles y los iniciados. La cronología del santuario es muy amplia, destacando la pervivencia del mismo ámbito religioso en época ya cristiana. El culto principal desarrollado en el templo ibérico sería el dispensado a una deidad femenina de carácter ctónico (Ramos Fernández, 1995, 11 y siguientes). Sus materiales permiten suponer que el santuario pudo pasar de ser la sede de culto de la dinastía local a tener un uso más abierto a la sociedad, con ritos cada vez más urbanos.


Illeta dels Banyets

El poblado ibérico de la Illeta dels Banyets (El Campello) aportó varios edificios interesantes posiblemente relacionados con el culto y las labores gubernativas (Llobregat, 1993). El edificio A es de planta ligeramente trapezoidal. En su pórtico tuvo dos columnas de arenisca caliza de sección octogonal. Este pórtico estaba revestido en su interior con pintura de color rojo. Un portalón daba paso a tres cámaras longitudinales. La central, más ancha que las laterales, conducía a dos habitaciones separadas por un muro intermedio. En este edificio aparecieron cerámicas áticas e ibéricas pintadas, así como un fragmento de cabeza en piedra, seguramente masculina. Frente al edificio A, en el otro lado de la calle, está el edificio B, de planta rectangular. Es largo y estrecho, y en él pueden distinguirse dos fases constructivas. En la primera se hicieron diez pequeños espacios paralelos separados por muretes en su mitad occidental, tal vez para sostener un entarimado. En la segunda se hicieron cuatro habitaciones. Los materiales hallados en el edificio, así como su organización del espacio interno, apuntan a que se trataría de un almacén. En él se encontraron, junto a las cerámicas indígenas e importadas, numerosas ánforas y dos grafitos greco-ibéricos. La cronología de estos materiales va de inicios del siglo IV a inicios del siglo III a.C. Al Suroeste del almacén y separado de él por un callejón está el edificio C, de planta casi cuadrangular y acceso por el Sur. En una primera fase, se alzaron en su centro diagonalmente dos plataformas de piedra y adobe pintadas de blanco; sobre una de ellas había una losa que se ha interpretado como una estela. Posteriormente, se colmató con un pavimento todo el recinto hasta la altura del zócalo. Se situaron en el interior del edificio dos tambores que flanqueaban una losa de arenisca cuadrangular adosada a otra piedra. Se colocó al Sur una nueva plataforma. Cerca de uno de los tambores aparecieron un altar de perfumes de tipo oriental y restos de tableros carbonizados, los cuales pudieron formar parte del mueble que sustentaría el altar. En el edificio se encontró también un pebetero de terracota en forma de cabeza femenina muy fragmentado. El edificio ha sido interpretado como un santuario a cielo abierto. El edificio D, separado de los dos anteriores por una calle, es de planta cuadrada y presenta cuatro habitaciones. Quizás tuvo dos pisos. Contaba con un gran patio y con un sistema para recoger el agua de lluvia. En el edificio se hallaron molinos de piedra y un hogar de largo uso. Pudo ser una casa señorial en la que residiría la máxima autoridad política o religiosa del poblado. Llobregat (1985) interpretó el edificio A como un templo de tradición itálica, y el edificio C como un templo de carácter fenicio. Almagro-Gorbea y Domínguez (1988-89) consideraron que los edificios descritos constituirían en conjunto una “regia” ibérica, de modo que el edificio A sería una especie de palacio más que un templo. Por otro lado, el edificio C sería un santuario dinástico donde se desarrollarían ritos de influjo fenicio en honor de una diosa de la fecundidad y de la muerte, quizás asimilable a Tanit (Marín Ceballos, 1987, 57 y siguientes).


La Serreta

El santuario ibérico de La Serreta (Alcoy) se situaba en el lado Sureste del poblado, en su parte más elevada. Se integraba por tanto dentro de la acrópolis. Una calle se dirigía directamente desde la puerta del poblado hacia el santuario. Los escasos restos constructivos del edificio sugieren para el mismo una planta rectangular. Unos 100 metros al Este del edificio mencionado, Llobregat (1992, 69) identificó otra construcción, interpretada como un santuario romano por sus materiales y por la gran concentración de tejas. Entre los exvotos encontrados en los santuarios y en sus vertientes destacan las terracotas, mayoritariamente femeninas. Algunas están hechas de forma tosca, mientras que otras son de arte más cuidado. Podrían ser figuras traídas por las gentes de alrededor como ofrendas o pruebas de devoción. Junto a las figuras aparecieron cerámicas ibéricas, “terra sigillata”, lucernas romanas, monedas, joyas, ungüentarios de vidrio y elementos de hierro y de piedra. Destaca asimismo el hallazgo de tres inscripciones en láminas de plomo. El uso del área cultual de La Serreta se prolongó más allá de la vida del poblado, alcanzando la época bajoimperial romana, signo de la larga pervivencia de los espacios sacros. En el santuario ibérico de La Serreta se rendiría culto principalmente a una divinidad femenina, quizás relacionada con la fertilidad y el mundo de ultratumba. Otras terracotas aluden también a deidades masculinas y a un posible culto doméstico de tipo familiar. Aunque el santuario fuese mayoritariamente frecuentado por los habitantes del poblado, pudo servir también como centro de peregrinación para los aldeanos de toda la comarca, sobre todo en época romana. Pudo también ser utilizado como centro de reunión por los representantes de diferentes comunidades políticas de la Contestania, dada su posición céntrica, en el límite de la zona de influencia de diversos “oppida”. En La Serreta se documentó otra estructura de posible carácter sacro (Grau, 1996). Este recinto se localiza en una zona de terrazas en la vertiente meridional del cerro. En su interior se hallaron cerámicas de barniz negro, una lucerna helenística, vasos ibéricos, una “diosa-madre” de terracota, un silbato de hueso, una matriz de orfebre, un plomo con inscripción ibérica, piezas de hierro y fusayolas. Entre los vasos ibéricos destaca uno con decoración figurada conocido como el “vaso de los guerreros”, de posible función ritual o de prestigio. El recinto quizás se usó para cultos de carácter suprafamiliar en los que participarían las elites que estuviesen unidas por pactos de fidelidad. O tal vez sólo fue la vivienda de una familia relacionada con el control de las actividades económicas y comerciales desarrolladas en el poblado, dentro de cuyo poder habría que distinguir una vertiente religiosa (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000, 49).


La Bastida

En La Bastida (Mogente) se han hallado dos edificios cuyo posible carácter cultual es bastante problemático. El primero de ellos evidencia dos fases en su construcción. Ocupa una zona central en el poblado, quedando delimitado al Norte por la calle principal y al Sur por un resalte rocoso. Presenta una serie de departamentos alineados al Norte y un amplio espacio abierto al Sur. Tiene bancos corridos y una plataforma adosada a una de sus paredes. En el interior del edificio se hallaron numerosos elementos, muchos de ellos de prestigio, como cerámicas áticas e ibéricas, fíbulas, puntas de lanza, regatones, cuchillos afalcatados, pinzas, punzones, agujas esparteras, una hebilla de cinturón, una navaja de afeitar, un anillo de bronce, una plancha de plomo, una abrazadera de vaina de falcata y varias fusayolas. El gran tamaño y la buena factura del edificio, así como el hallazgo en el mismo de dos grafitos sobre cerámicas áticas, son elementos favorables a su consideración como un recinto importante, de carácter colectivo. Estaría formado por un “témenos”, una “cella” con anexo, y unas dependencias auxiliares, si bien esta estructura es hipotética y por tanto no asegura su carácter sacro. El edificio está cerca de un abrigo rocoso que permitiría la participación de más gente en los rituales y que tal vez se relacione con ritos iniciáticos. El otro edificio de La Bastida con posible carácter religioso se sitúa al Sur de una plaza y una cisterna. Consta de un porche y numerosas dependencias. En una de ellas apareció la figura de bronce de un jinete conocido como el “guerrero de Mogente” junto a otros materiales, como cerámicas ibéricas, un asa de sítula, una fíbula, un regatón, ponderales de plomo, un escoplo y una fusayola. El guerrero, tan famoso que hasta es utilizado como marca comercial, fue interpretado por Díes y Álvarez (1998, 334-339) como un objeto privado y no como un exvoto. Podría ilustrar el culto al grupo familiar. En el edificio, quizás de carácter palaciego, habría una zona de vivienda, otra de almacenes y otra de trabajo del metal, dentro de la cual la habitación en que se halló el guerrero pudo servir como pequeño santuario. La cronología de los dos edificios citados se centra en el siglo IV a.C., momento en que se desarrolló la vida del enclave.


LOS PRINCIPALES EJES VIARIOS DE LA CONTESTANIA

Uno de los aspectos más importantes de la articulación interna de un territorio es la disponibilidad de rutas que comuniquen los enclaves principales entre sí y a la vez con otros menores, y que ofrezcan además ciertas garantías de seguridad que inviten a su frecuentación. La intensidad del tránsito en estas rutas es un elemento relacionado con el intercambio cultural, de modo que si defendemos para la Contestania cierta homogeneidad cultural dentro del ámbito ibérico es entonces preciso reseñar la función que una red viaria incipiente pudo desempeñar en la formación de los nexos ideológicos y de cultura material existentes entre los diversos centros habitados del Sureste. El control ejercido sobre las vías por parte de los principales núcleos poblacionales por los que pasaban reforzaría la preeminencia territorial y económica de estos enclaves sobre otros centros dependientes, agilizando sus relaciones y definiendo de forma más precisa las áreas respectivas de influencia. El desarrollo cada vez mayor del tráfico comercial implicó la puesta en funcionamiento de arterias viarias que interrelacionaron de forma más evidente y marcada territorios que antes habían tenido una vida más independiente. La implantación progresiva de algunos sistemas viarios en el área contestana contribuiría al desarrollo de las economías indígenas y reforzaría el control ejercido por los establecimientos rectores sobre sus territorios correspondientes. Dichos enclaves serían los más interesados en garantizar la transitabilidad de las rutas abiertas, sobre las cuales ejercerían a la vez un estricto control del que pudieran derivarse beneficios económicos y comerciales.

En época ibérica, al igual que en momentos anteriores, los valles de los ríos se convirtieron en excelentes cuñas para la conexión comercial de las áreas costeras y las interiores. En el caso contestano, los valles de los ríos Segura y Vinalopó actuaron como destacadas vías comerciales, favoreciendo además la circulación de las ideas políticas y religiosas. Ambos ríos desembocaban en una misma y gran albufera, cuyas costas estuvieron salpicadas de importantes asentamientos ibéricos. Allí también se emplazó un centro colonial fenicio, conocido por la investigación como La Fonteta o La Rábita. Las producciones fenicias y otros objetos importados llegados hasta la albufera remontaban el curso de los ríos Segura y Vinalopó hasta alcanzar los principales enclaves ibéricos del interior. La utilización del valle del Segura como vía de comunicación explica la gran concentración de asentamientos ibéricos existente a lo largo de su curso, especialmente clara en el ámbito murciano. El río Vinalopó, de régimen irregular, enganchaba en su cabecera con las rutas pecuarias procedentes de la Meseta. Otras rutas secundarias enlazaban con estos ejes fluviales, como las que conectaban algunos yacimientos costeros alicantinos de carácter empórico, como la Illeta dels Banyets, con la ruta del Vinalopó. Otros ejes fluviales que sirvieron como articuladores viarios del ámbito contestano fueron el Serpis y el Júcar con sus afluentes meridionales. Tanto el Serpis como el tramo final del Júcar, tradicionalmente considerado como el límite septentrional de la Contestania, estarían en relación con el acceso de Saiti al mar y con el control ejercido por esta población ibérica sobre las áreas circundantes.

Dos grandes vías de comunicación que afectaron al Sureste tuvieron un claro origen prerromano: la vía Heraklea y el camino de Aníbal. La vía Heraklea recorría el litoral mediterráneo peninsular desde Emporiae hasta Carthago Nova, alcanzando desde allí Gades. Es el camino que según la leyenda habría recorrido Herakles para robar los bueyes de Gerión. Por su parte el camino de Aníbal enlazaba la región minera de Cástulo, ciudad de la Alta Andalucía que actuó como un destacado nudo de comunicaciones, con el Portum Sucrone, en la desembocadura del Júcar. Su nombre está justificado por la tradición popular, que así lo llamaba hacia mediados del siglo XIX. Las dos vías citadas, junto con alguna otra, como la que unía Cástulo con Carthago Nova, fueron potenciadas en la época del dominio militar cartaginés, pues eran de vital importancia para el rápido desplazamiento de las tropas y para la llegada de los minerales hasta los principales centros costeros del Sureste. Por tanto la vigencia de un sistema viario eficaz era indispensable en el marco de una economía de guerra y con vistas a la consolidación de las conquistas efectuadas. Los relatos clásicos de las operaciones militares desplegadas por los cartagineses y los romanos en suelo ibérico durante la II Guerra Púnica transmiten la impresión de la existencia de importantes ejes viarios con los que rápidamente se familiarizarían los conquistadores foráneos. Así, para alcanzar Sagunto, Aníbal no tuvo más que avanzar por la vía Heraklea. El número apreciable de monedas saguntinas con leyenda Arse documentado en la Contestania certifica en época posterior al conflicto armado las evidentes ventajas comerciales de este transitado eje viario, acompañado de forma paralela por una ruta marítima.

Desde Ilici hasta el Portum Sucrone nos encontramos con dos vías principales, una costera y otra interior. La costera es la que suele citarse como parte de la vía Heraklea, si bien la interior es considerada por otros investigadores como un tramo del mismo eje, existiendo cierta confusión al respecto. Ambas rutas se caracterizan por esquivar las sierras interiores alicantinas. Un camino secundario, más directo pero también más agreste y difícil de recorrer, atravesaba en época ibérica estas sierras por el puerto de La Carrasqueta, alcanzando así el poblado de La Serreta de Alcoy para continuar luego hacia Saiti, donde se unía con el camino de Aníbal. El enclave de La Serreta controló desde el siglo III hasta comienzos del siglo II a.C. tanto el acceso de La Carrasqueta como otros pasos que permitían a las rutas provenientes de la costa atravesar el espacio montañoso adscrito al poblado. La utilización de estas rutas está atestiguada por la llegada de productos desde las áreas costeras, así como por la dispersión de restos materiales a lo largo de las mismas, como fragmentos de cerámicas importadas y de esculturas animalísticas (Olcina, Grau, Sala, Moltó, Reig y Segura, 1998, 44). Entre estas rutas estaban las que partían del Tossal de Manises, la Illeta dels Banyets y Denia, las cuales, tras atravesar el territorio alcoyano, conectaban a la altura de Villena con la vía interior que iba de Ilici al Portum Sucrone. El control de los tramos montañosos de estas rutas, establecidas ya en el siglo IV a.C., y de la redistribución de los productos llegados a través de ellas pudo reforzar el carácter preeminente del poblado de La Serreta en el siglo III a.C., lo que se reflejaría en un incremento poblacional y en el esplendor de su santuario.

La progresiva penetración militar romana en la península Ibérica debió realizarse siguiendo los caminos indígenas, trazados en su mayoría por la propia naturaleza. Livio narra que los Escipiones, partiendo de Sagunto, alcanzaron el Alto Guadalquivir remontando el valle del Júcar, el mismo trayecto a la inversa que seguirá Catón cuando abandone la Ulterior, antes de desviarse hacia Albacete para remontar el valle del Jalón (Roldán, 1988, 11). Es la misma ruta que eligió Sertorio, y que le permitió maniobrar por líneas interiores entre Pompeyo en Valencia y Metelo en el Bajo Guadalquivir. Por esa ruta también llegará Cesar para iniciar la campaña de Munda. Las calzadas romanas, al intentar acortar las distancias de los recorridos a efectuar entre las distintas ciudades, supusieron en gran medida la superación de las limitaciones impuestas por el recurso a los corredores naturales, a las rutas fluviales o a los caminos que bordeaban las costas, si bien estos ejes viarios tradicionales fueron tenidos en cuenta en la definición de la nueva red viaria romana. Ésta también significó una mayor materialización de los caminos principales, que pasaron a ser verdaderas calzadas y referencias seguras en los itinerarios, pues en época ibérica había sido frecuente la utilización indistinta de múltiples caminos paralelos siempre que la orografía fuese lo suficientemente suave como para permitirlo.

El sistema viario implantado por las autoridades romanas en el Sureste no fue una mera perpetuación de los ejes de comunicaciones precedentes, pero sí que se basó en algunas de las líneas más frecuentadas durante el período ibérico. Quedó así confirmada la vigencia de tres grandes ejes: uno que iba de Norte a Sur y viceversa, próximo a la costa (aunque con una ruta interior alternativa), y otros dos transversales, que iban de Oeste a Este y viceversa, desde Cástulo hasta Saiti y desde Cástulo hasta Carthago Nova. Polibio (III, 39), al describir la vía Heraklea, apunta que desde Carthago Nova hasta el Ebro había dos mil seiscientos estadios, y desde Carthago Nova a las columnas de Hércules otros tres mil, indicando además que la vía presentaba señalizaciones precisas cada ocho estadios, es decir, cada milla (1481’5 metros). Estrabón (III, 4, 9) recoge el cambio de denominación de la vía Heraklea en época romana, pues entonces pasó a ser llamada “Exterior”; era la vía que conectaba Italia con la Bética, y más concretamente con la capital de la provincia, Córduba, y con el importante puerto de Gades; Estrabón también señala que esta vía se aparta en algunos tramos de la costa, y que sufrió modificaciones en su trazado, ya que antes atravesaba de forma más clara el espartizal próximo a Carthago Nova, mientras que luego se ciñó en esta zona más a la costa. También la vía fue modificada en el tramo que unía Carthago Nova con el Alto Guadalquivir, probablemente en época de Augusto. Buena parte de la primitiva vía Heraklea pasó a ser conocida como vía Augusta, si bien ésta incluyó nuevos tramos.

Para la reconstrucción de la red viaria romana del Sureste, extrapolable sólo en algunos casos a los caminos del período ibérico anterior, las principales fuentes con que contamos son el Itinerario de Antonino, el Anónimo de Rávena, los Vasos de Vicarello y los miliarios (Roldán, 1988, 12-13). En el Sureste se han recuperado algunos miliarios, destacando los hallazgos de época augustea en la ruta interior que unía Carthago Nova con Cástulo, pasando por Acci (Guadix). La vía Heraklea, mencionada por el Anónimo de Rávena, pasaba en territorio contestano por Carthago Nova (Cartagena), Thiar (Pilar de la Horadada), Ilici (Elche), Lucentes (Tossal de Manises, en Alicante), Alonae, Ad Leones, Dianium (Denia), Asterum y Sucro (quizás Albalat de la Ribera). Este último punto era un nudo de comunicaciones en el que la reseñada vía costera confluía con otras vías que procedían del interior. La vía interior que desde Cástulo, superando el Saltus Castulonensis (Sierra Morena), avanzaba hacia Oriente hasta confluir con la vía costera en Sucro es la que conocemos como el camino de Aníbal (Silliéres, 1977). Fue durante mucho tiempo la principal vía de acceso desde las costas del Sureste al Alto Guadalquivir, pues hasta época de Augusto no se creó, al menos oficialmente, otro enlace más meridional. Algunos de sus tramos, especialmente los más agrestes, estaban sometidos al bandidaje, según señalaba en el 43 a.C. Cayo Asinio Polión, gobernador de la Hispania Ulterior.

El trazado del camino de Aníbal, recogido por los Vasos de Vicarello, incluía las “mansiones” de Ad Palem (Cerro de los Santos, en Montealegre del Castillo), Ad Turres (Fuente la Higuera) y Ad Statuas (Mogente). Tan sólo tres millas romanas antes de Ad Turres se encontraba Ad Aras, otra parada oficial para el descanso, probablemente ubicada en la zona conocida como El Caicón, en el límite actual entre los términos municipales de Villena y Fuente la Higuera. Tras Mogente el camino alcanzaba Saetabis (Játiva) y Sucro, existiendo la posibilidad de continuar viaje hasta el Portum Sucrone (Cullera). Algunos de los tramos del camino de Aníbal que Silliéres reconstruyó entre la población bastetana de Saltigi (Chinchilla) y Ad Turres fueron revisados por Blánquez (1990c, 65-76), que propuso un nuevo trazado en función de un análisis espacial más detallado, valorando además la posible pervivencia del camino antiguo en las vías pecuarias medievales. Es posible que el Cerro de los Santos quedase en algunos períodos en el mismo límite cultural laxo entre la Bastetania y la Contestania, status que se vería propiciado por su carácter religioso. La vía alternativa al camino de Aníbal, la cual era más meridional que éste, se materializó en calzada en época augustea. Aparece descrita en el Itinerario de Antonino. Enlazaba Cástulo con Carthago Nova. Una vez que alcanzaba Carthago Nova, la vía continuaba hacia el Norte, mencionando el Itinerario, además de otras poblaciones a las que ya hemos aludido, las ciudades contestanas de Aspis (en el entorno de Aspe) y Adello (Elda). Es interesante observar que tanto la vía meridional como el camino de Aníbal discurren de forma casi paralela y equidistante con respecto al curso del río Segura, que había sido durante el período ibérico e incluso ya desde tiempos argáricos una destacada ruta de penetración comercial hacia el interior, quedando en cambio en época romana como un acceso más secundario y marginal al Alto Guadalquivir.

Existían además otros ramales, también documentados en las fuentes antiguas, que acortaban distancias entre puntos precisos o acercaban otros centros urbanos a las vías principales de la red (Roldán, 1988, 13). Es el caso del camino que desde Eliocroca (Lorca) tendía hacia Ilici en línea recta (García Antón, 1988, 120) a través de Totana y Murcia, evitando así el rodeo que supondría tener que pasar por Carthago Nova. Eliocroca fue en época romana un destacado nudo de comunicaciones, pues ponía en relación la banda minera mediterránea, que corría desde Carthago Nova hasta Baria, con el núcleo interior de Cástulo, y enlazaba por otro lado con Lucentum a través del corredor formado por los ríos Sangonera y Segura más su prolongación viaria costera. Otro atajo con respecto a las vías principales unía Carthago Nova y Saltigi a través de Cieza y Hellín, donde estaba el poblado del Tolmo de Minateda.

En el entorno de Carthago Nova, ciudad que llegó a ser capital provincial en época romana, se aprecia una gran confluencia de ejes viarios, destacando entre las vías secundarias la calzada que unía la ciudad con el cabo de Palos a través de Portman (Ruiz, Méndez, Brotons y García Cano, 1988, 31-38). Carthago Nova conocería además desde época bárquida un intenso tráfico marítimo que en muchos casos la vincularía comercialmente con otros enclaves costeros contestanos y de fuera de la Contestania. A través de la vía Heraklea, Carthago Nova se unía con el área de Mazarrón, célebre por sus hallazgos submarinos fenicios y por el descubrimiento de un tesorillo monetario hispano-cartaginés.

Rouillard (1991, 324) señala la existencia en época ibérica de otro camino que desde la costa, manteniéndose al pie de las sierras murcianas (en el límite meridional de la Contestania) alcanzaba El Cigarralejo (Mula) y Los Molinicos (Moratalla), retomando luego la ruta del Segura para proseguir hacia el Alto Guadalquivir. Parte de esta ruta se correspondería con el llamado camino viejo de Yéchar (González Fernández, 1988, 61), enmarcado dentro de una encrucijada de vías naturales que desembocaban en el valle del Segura; este camino unía varias poblaciones romanas con antecedentes ibéricos, sirviendo como eje de comunicaciones a las áreas de Archena y Mula. En concreto conectaba la comarca de Mula, densamente poblada en época romana, con el eje viario que iba desde Carthago Nova a Saltigi. El relativo alineamiento de algunos yacimientos ibéricos murcianos importantes, desde Ascoy a Mafraque, parece revelar la existencia de un eje que alcanzaba de manera bastante directa el antiguo estuario de la desembocadura del Segura, sin tener que serpentear siguiendo el curso del río. Algunos de esos yacimientos son: Los Albares, Loma de la Tendida, Castillico de las Peñas y Castillejo de los Baños. La comunicación entre Ascoy y Los Albares se podía realizar a través de la posteriormente conocida como Cañada de los Cabañiles.

Un debate arqueológico interesante alimentado por nuevas investigaciones recientes intenta determinar cuál era el emplazamiento del enclave iberorromano de Sucro en el curso bajo del río Júcar, relacionado con la manera más sencilla de superar su ancho cauce. Las distintas poblaciones ribereñas se disputan el honor de ser la antigua Sucro o al menos de albergar en su término municipal restos identificables con la misma, la cual quedaría ya muy maltrecha desde la batalla del 75 a.C. En este sentido algunos de los yacimientos más reveladores son los de L’Alteret de la Vintihuitena (Albalat de la Ribera), La Granja (Polinyà de Xúquer), Pardines (Algemesí) y Montcada (Alzira). Consultando mapas antiguos, algunos de los cuales se remontan al siglo XVI, pueden extraerse varias consideraciones: los puentes eran escasos, por lo que habría que recurrir en muchos casos a barcas para cruzar el río; los topónimos de Pardines y Montcada tenían más relevancia que en la actualidad, refiriéndose a núcleos de población destacados; y Alzira, cuyo nombre alude en árabe a “la isla”, es representada como una verdadera isla rodeada por dos brazos del río Júcar. En cuanto a Sueca, cabe destacar su similitud fonética con Sucro. La toponimia actual aporta el excelente indicador de una extensa zona conocida en valenciano como “El Gual”, es decir, “El Vado”, apuntando a la antigua posibilidad de cruzar el río a pie. Los Vasos de Vicarello también son esclarecedores, al indicar que Sucro estaba a XVI millas romanas de Játiva y a XX de Valencia. Todos estos datos permiten acotar el área de ubicación más probable de Sucro, que iría desde la confluencia del Júcar con el cauce estacional del Magro hasta poco más allá del meandro que ahora cobija a la población de Albalat de la Ribera. La pérdida de conciencia de conexión histórica de cualquier enclave actual con la antigua Sucro podría sugerir que el prestigioso asentamiento ibérico y el posterior campamento romano dieron paso tras las guerras civiles romanas del siglo I a.C. a una modesta parada en la Vía Augusta, extendiéndose el emblemático topónimo inicialmente a un área más amplia, y quedando diluido luego en la primacía del hidrónimo.


OBJECIONES A LA BIPOLARIZACIÓN PROTOESTATAL DE LA CONTESTANIA

Consideraciones en torno a la hipotética preponderancia territorial de Saiti e Ilici

Soria y Díes (1998, 428-429) definieron la situación geopolítica del Sureste peninsular a partir de la consideración de cuatro grandes “oppida”: Saiti, Ilici, Castellar de Meca y Tolmo de Minateda. Los cuatro serían centros fortificados, con un emplazamiento preeminente, carácter urbano y categoría de núcleo político y administrativo. Se caracterizaron además por su pervivencia desde el siglo V hasta al menos el siglo II a.C. De ellos dependerían otros asentamientos de tamaño intermedio, comprendidos entre las 3 y 6 hectáreas, así como núcleos menores de diversa funcionalidad, productiva, defensiva o mixta. Los cuatro centros rectores considerados llevaron a Soria y Díes, mediante la aplicación de los polígonos de Thiessen con sus correspondientes matizaciones en función de los principales condicionantes geográficos, al establecimiento de cuatro grandes áreas territoriales. En la definición de estos territorios se incide en la posible evolución diacrónica de los límites de la Contestania, la cual incluso pudo no existir como tal a principios del período ibérico. Los autores mencionados incluyen dentro de la misma articulación centros contestanos y bastetanos, pues el Tolmo de Minateda (Hellín) parece que se corresponde con la ciudad bastetana de Ilunum, y el enclave del Castellar de Meca (Ayora) es de adscripción étnica discutida.

Soria y Díes (1998, 429-431) adjudican a los cuatro centros urbanos referidos el control sobre amplios territorios, dentro quizás del desarrollo de una dinámica protoestatal acusada. La división del conjunto del territorio vinculado por las fuentes escritas antiguas a una misma etnia entre unos pocos centros rectores es un fenómeno hipotético sustentado por ejemplo en la idea de que determinadas etnias forman su nombre a partir del de una gran ciudad o viceversa, como es el caso de Edeta y los edetanos. Es preciso señalar que no sabemos si los grupos étnicos ibéricos se designaban a sí mismos con los nombres que recogieron los escritores de época romana. Es posible que los escritores foráneos se fijasen en un conjunto de características comunes a la hora de designar a los pueblos integrantes de un mismo grupo étnico, dándoles en algunos casos un mismo nombre derivado del de una ciudad preeminente, lo que no significa que todo el territorio adscrito a dicha etnia dependiese políticamente de un único centro rector. Sí que es cierto que determinadas ciudades ibéricas pudieron alcanzar desde época plena un desarrollo protoestatal relevante que implicase entre otras cosas el dominio sobre un amplio territorio o “chora”, mitigándose así la atomización política precedente. Pero es difícil defender el que un solo núcleo urbano llegase a controlar y a organizar la jerarquización del territorio de toda una etnia, a menos que entendamos ésta en sentido reducido.

En el caso de la Contestania, aunque Ilici (La Alcudia de Elche) y Saiti (Játiva) tuviesen una función administrativa preponderante, existiría un mayor número de centros situados en la cúspide de la pirámide de la organización territorial, como El Monastil, La Serreta, Cartagena, Coimbra del Barranco Ancho y El Cigarralejo, sin olvidar otras áreas peor conocidas que también tendrían sus núcleos jerarquizadores, como quizás Denia, Villajoyosa y Alicante. Estas tres últimas ciudades actuales pudieron estar respectivamente relacionadas con los enclaves empóricos griegos de Hemeroskopeion, Alonis y Akra Leuké. La importancia relativa de cada centro variaría según la época, produciéndose oscilaciones fronterizas en sus territorios dependientes. Ilici y Saiti presentan el atractivo dentro del estudio de su función rectora de poseer brillantes y expansivos elementos de cultura material, como las esculturas y las cerámicas pintadas en el caso de Ilici y la moneda, incluso de plata, en el caso de Saiti. Pero ello no nos debe llevar a asignar de forma temeraria territorios excesivamente grandes a estas ciudades, cuya extensión urbanística precisa en época ibérica ni siquiera se conoce. Tampoco debemos minusvalorar la jerarquía de otros centros distanciados de Saiti e Ilici que poseyeron, además de una entidad urbana apreciable, manifestaciones culturales tan dinámicas como el sistema de escritura o un estilo decorativo cerámico propio, como ocurre en La Serreta (Alcoy). De ahí que defendamos una compartimentación político-administrativa de la Contestania que tenga en cuenta las limitaciones del desarrollo protoestatal que pudieron alcanzar los principales enclaves ibéricos de la región, y que por tanto reduzca el tamaño de sus territorios respectivos, de forma más evidente cuanto más nos remontemos hacia los inicios de la época ibérica. Las fuentes clásicas, ya tardías, se limitan a realizar una enumeración de los asentamientos contestanos sin valorar o indicar su respectiva importancia, lo que parece hacer referencia a una situación política plural, tal vez en parte trasladable a época ibérica. Sólo algunas raíces lingüísticas permiten intuir la subordinación de unos centros con respecto a otros, como es el caso de Saitabíkoula con respecto a Saiti. Ya en época romana, Saiti, Dianium, Lucentum, Ilici y Cartago Nova fueron ciudades potenciadas en sus labores de articulación territorial.

Tanto Saiti como Ilici tenían entre sus territorios adscritos áreas costeras, por lo que se verían beneficiados por las navegaciones comerciales que afectaban al Sureste. Ptolomeo menciona un río llamado Saitábios, quizás identificable con el actual Serpis. El control sobre dicho río garantizaría el acceso de Saiti al mar. E incluso es posible que la ciudad situada en la desembocadura del Júcar dependiese políticamente de Saiti, cuyo territorio adscrito limitaba ya al Norte con la Edetania. No hay que olvidar además que entre los motivos de las monedas acuñadas por Saiti hay algunos de carácter marítimo, como la proa y el delfín. En cuanto a Ilici, su acceso al mar era sencillo por la proximidad de la antigua albufera del Segura. Su deseo de participar en el tráfico marítimo es también patente en la época del dominio romano, momento en que es seguro su control político sobre el enclave del Portus Illicitanus, la actual Santa Pola. La tradición comercial marítima del área de Santa Pola queda confirmada en época ibérica por la existencia del puerto fortificado de La Picola (Moret, 1998, 83-92), construido hacia el 430 a.C. y abandonado al cabo de un siglo. Su dependencia política con respecto a la antigua Ilici parece probable. En La Picola, el esquema urbanístico de clara estirpe griega y el patrón metrológico griego empleado en la torre angular y en la trama de las calles, manzanas y murallas contrasta con el carácter marcadamente indígena de la arquitectura doméstica. Pudo tratarse de un puerto indígena frecuentado por comerciantes y artesanos imbuidos de “helenismo”, tanto griegos como fenicios. La cercana isla de Tabarca parece que no fue utilizada como base para las primeras exploraciones precoloniales de las costas del Sureste ibérico, quizás por los peligrosos escollos que la rodean.

El extenso territorio que Soria y Díes (1998, 430) adjudican a Saiti engloba el valle del Canyoles, también llamado Vall de Montesa, y zonas montañosas más meridionales. Según esta propuesta, el territorio de Saiti limitaría con el de Ilici en el área de La Serreta. El importante santuario de este enclave pudo servir como instrumento étnico de asociación política (Ruiz, 1998, 297), bien jerarquizando un territorio autónomo o bien sirviendo de frontera entre entidades políticas diferentes pero culturalmente próximas. Un elemento favorable a la consideración de que el territorio de Saiti pudo llegar hasta el área de La Serreta es el hecho de que el río Serpis, probablemente identificable con el río Saitábios que cita Ptolomeo, nace en la región alcoyana. Pero también es sugerente, en función de la importancia y entidad propia de La Serreta, así como atendiendo a diversos factores geográficos, limitar el control de Saiti sobre el Serpis a su curso medio y final y a su margen izquierda, de modo que dicho río pudo actuar como límite meridional del territorio adscrito a Saiti. La interpretación que de la organización jerárquica del territorio contestano hace Grau (1998, figura 4) le lleva a insertar como una cuña entre los dominios de Saiti e Ilici las posesiones territoriales de La Serreta, que consistirían básicamente en las sierras centrales del Norte de la provincia de Alicante y las salidas costeras inmediatas. En esta última zona litoral, conocida como La Marina, una serie de plataformas montañosas que bajan abruptamente hasta el mar dificultan la circulación paralela a la costa. La aplicación de los polígonos de Thiessen realizada por Grau a partir de la concesión de equivalente entidad política a los centros de Saiti, La Serreta e Ilici revela que Saiti controlaría la desembocadura del Serpis y el tercio final del río, pero no el resto de su curso, idea que refuerza su posible carácter limítrofe. En el valle del Canyoles, una serie de atalayas facilitaban el control del territorio de Saiti hasta al menos la zona de Montesa. El valle del Canyoles, río poco caudaloso, actuaba como una destacada arteria en las comunicaciones internas por el territorio de Saiti, pues permitía el acceso desde la costa hacia la Meseta sin tener que salvar ningún puerto montañoso de importancia.

El territorio atribuido por Soria y Díes (1998, 430) a Ilici abarca los Campos de Elche y Alicante hasta el área septentrional de sierras que supondría el límite con Saiti, si bien, como ya hemos señalado, Grau (1998) hace depender estas sierras directamente del enclave de La Serreta. El territorio de Ilici, bastante homogéneo físicamente, presenta una mayor indefinición hacia el Suroeste, cuestión que Santos Velasco (1992, 45) opta por resolver vinculando políticamente la cuenca media del Segura con Ilici dentro de un proceso de reorganización territorial de carácter protoestatal. En todo caso lo prácticamente seguro es que dependiesen de Ilici la antigua albufera del Segura y las áreas salineras de Santa Pola y Torrevieja, así como el Bajo Vinalopó hasta la frontera con el territorio de El Monastil (Elda). Los valles de los ríos Segura y Vinalopó articulaban las relaciones de Ilici con otros núcleos poblacionales de su entorno, y a través de los mismos se expandió su brillante cultura material. En el período Ibérico Antiguo e inicios del Ibérico Pleno, el probable taller escultórico que radicó en Ilici surtió de iconografía funeraria de carácter monumental al valle del Vinalopó y otras áreas aledañas. Y ya en el período Ibérico Tardío la cerámica pintada de estilo ilicitano se extendió por la cuenca media del Segura, las costas suralicantinas y otras regiones próximas, suscitando además la aparición de otros estilos decorativos similares en los talleres cerámicos de otros centros ibéricos importantes del área contestana. En este sentido, Soria y Díes (1998, 431) inciden en los aspectos culturales comunes que presentan los territorios del Sureste ibérico, como la estatuaria monumental y el desarrollo de sistemas gráficos de escritura, así como en las posibles vinculaciones pacíficas que irradiarían desde santuarios frecuentados por gentes de distintas comunidades políticas, como el Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo) y quizás La Serreta.

Uno de los aspectos más interesantes de la propuesta territorial de Soria y Díes (1998, 431-432) es la posición fronteriza que ocuparían determinados centros poblacionales secundarios de extensión superior a las 3 hectáreas. Su significado podría relacionarse con el control y la vigilancia de los respectivos límites territoriales de los grandes “oppida”. Así, de Saiti dependerían los puestos fronterizos de El Castellaret (Mogente), La Serreta (Alcoy), El Castellar (Oliva) y Coll de Pous (Denia). La inclusión de La Serreta en este tipo de establecimiento es como puede imaginarse bastante polémica, pues podría tratarse de un núcleo autónomo (Olcina, Grau, Sala, Moltó, Reig y Segura, 1998). El Castellar y Coll de Pous son hábitats costeros, relacionados respectivamente con el control de una ruta terrestre y una ruta marítima. El Castellaret, enclave ibérico de unas 4 hectáreas, tal vez relacionado con la necrópolis de Corral de Saus, controlaría un paso en el río Canyoles. En cuanto a La Serreta, está en una verdadera atalaya rodeada de fértiles valles, controlando el cruce de varios caminos que conducen desde la costa al interior y desde Ilici hasta Saiti.

Del “oppidum” del Castellar de Meca dependerían, según el estudio de Soria y Dies (1998, 432), el puesto fronterizo del Pic del Frare (Fuente la Higuera), próximo al territorio de Saiti, y el del Puntal de Peñarrubia (Alcalá del Júcar), cercano tanto al río Júcar como al territorio adscrito a Saltigi (Chinchilla). El Pic del Frare, centro fortificado de unas 4 hectáreas de extensión, se ubica en un cerro de la zona alta de la comarca interior de La Costera. Conecta visualmente con La Bastida de les Alcuses (Mogente), establecimiento del que dista unos 7 kilómetros. La posición del Pic del Frare se relaciona posiblemente con el control de una antigua vía que comunicaba el valle del Canyoles con el área de Almansa. Nosotros optamos por desvincular tanto el Pic del Frare como las otras destacadas atalayas ibéricas del actual municipio de Fuente la Higuera del control del Castellar de Meca, pasando a considerarlas posiciones fronterizas de la Contestania, encargadas de la vigilancia de varias rutas que permitían unir la Meseta y el Sureste. Del “oppidum” del Tolmo de Minateda dependerían el puesto fronterizo del Cerro Fortaleza (Fuente-Álamo), próximo a los territorios del Castellar de Meca y de Saltigi, y el núcleo de La Piedra de Peñarrubia (Elche de la Sierra), cercano al cauce del Segura. A los pies de La Piedra de Peñarrubia, enclave fortificado de casi 6 hectáreas, pasaba una importante vía que, siguiendo el cauce del río Segura, comunicaba el área de Ilici con el Alto Guadalquivir. Se trata de una vía que durante un largo tramo se mantiene más o menos paralela al lejano camino de Aníbal, siendo más meridional que éste. Conviene no olvidar al referirnos a la importancia territorial de La Piedra de Peñarrubia que el municipio en que se emplaza, Elche de la Sierra, le disputa a Elche el honor de ser la Heliké de las fuentes escritas, la ciudad en cuyo asedio murió Amílcar en el invierno del 229-228 a.C. En cuanto al Cerro Fortaleza, núcleo de unas 3 hectáreas cuyo topónimo remite a una antigua función defensiva, domina visualmente la vía natural que conecta el Camino de Hellín y la Cañada de Yecla.

El poblado de La Bastida es para Soria y Díes (1998, 432-433) un claro ejemplo de poblado periférico fundado “ex novo” para reforzar una frontera. Ciertamente, la corta vida del enclave, desarrollada durante los dos cuartos centrales del siglo IV a.C., parece señalar que no se trataría de un núcleo autónomo, o que quizás no consiguió serlo durante más que un corto período. Su superficie amurallada es de 3’5 hectáreas, si bien de ellas no llegaron a edificarse ni siquiera 2. Probablemente fue destruido de forma violenta, en una época en que su actividad productiva y comercial estaba en pleno auge. Fue quizás su posición fronteriza la que ocasionó tanto su esplendor económico como su posible fin violento. Controlaba un ramal secundario que desde la zona de Mogente conduce al corredor de Caudete. Sus materiales cerámicos parecen ponerlo en relación más que con Saiti con otros centros rectores del Sureste. Soria y Díes (1998, 433) atribuyen finalmente un carácter bipolar a la Contestania, señalando los vínculos existentes entre la cultura material de Ilici, el Castellar de Meca y el Tolmo de Minateda frente a Saiti, en cuyas monedas las leyendas étnicas y ciudadanas parecen mostrar una clara voluntad de diferenciación con respecto a otras comunidades políticas del entorno.

Nosotros en cambio nos mostramos partidarios de una mayor compartimentación política del territorio contestano en función de la entidad urbana y la pujanza de las manifestaciones culturales de diversos centros, como La Serreta (Grau, 1998) y El Monastil (Poveda, 1998), así como en función de las probables oscilaciones en el ejercicio del poder territorial. Sí que existiría cierta tendencia durante el período Ibérico Pleno a la concentración de más territorios por parte de cada enclave, lo que reduciría el número de centros rectores. Hay que reconocer que no siempre es fácil distinguir los centros preeminentes de los secundarios atendiendo simplemente al número de hectáreas de su recinto urbano o a su distancia con respecto a otros núcleos importantes. Defendemos también la exclusión de la Contestania de los territorios adscritos a los hábitats del Castellar de Meca y el Tolmo de Minateda, tal vez identificable este último con la ciudad bastetana de Ilunum. E incorporamos buena parte de la cuenca media del Segura (Santos Velasco, 1989) al ámbito contestano, no apoyándonos sólo en su cultura material, sino también en algunos datos derivados de las fuentes escritas, acordes con los condicionantes geográficos. Así, la ciudad bastetana de Asso (Caravaca) controlaría un territorio cuyo límite oriental sería el inicio de los dominios contestanos dependientes de El Cigarralejo (Mula). De manera equivalente, las tierras jerarquizadas por Ilunum se encontrarían al Este con el hinterland contestano de Coimbra del Barranco Ancho y sus núcleos secundarios.

Las instituciones clientelares como favorecedoras de la cohesión étnica

Caro Baroja (1971) señaló la posible existencia de un proceso político que conduciría desde la monarquía tartésica a unos fragmentados reinos iberos. Para explicar este declive se apoyó en una reflexión de Cicerón (De Off. I. 17, 53), según la cual para el político romano pertenecer a la misma “gens”, a igual “natio” o hablar una lengua común era menos importante que ser ciudadano. Según Caro Baroja, la debilidad de los nuevos reinos iberos se debería a las rivalidades surgidas entre familias de una misma ciudad para conseguir el poder, de modo que los nuevos estados tendrían una forma particularista lejana a los modelos anteriores. Aunque los iberos no llegaran a tener un sentimiento ciudadano tan fuerte como el de los romanos, Caro Baroja acertó al presentar el paso de la identidad de una “natio” al de un núcleo urbano como una de las claves de los modelos políticos desarrollados por los iberos (Ruiz, 1998, 294-295). La consolidación de los “oppida” como entidades políticas no fue la consecuencia de la crisis del modelo político tartésico, sino la adaptación a unas nuevas condiciones sociales controladas por los príncipes de corte heroico. El “oppidum” fue el símbolo espacial del nuevo poder aristocrático. Crecía en función de las relaciones de clientela y los intereses de los aristócratas, con un ritmo diferente al de las aldeas. El “oppidum” se configuró como el germen de las nuevas formas de identidad colectiva y como la unidad de intervención económica y militar del nuevo sistema principesco, base de las incipientes instituciones territoriales políticas superiores. Las formas urbanas del “oppidum” fueron en parte el efecto directo del control que el grupo aristocrático alcanzó sobre la “curia” (organización militar de la comunidad de aldea), de la que tomó su estructura formal militarista.

El desarrollo del sistema de la servidumbre clientelar favoreció durante el Ibérico Pleno la aparición de nuevas etnias cuyo carácter político-territorial superaba al “oppidum” (Ruiz, 1998, 297). En estado de guerra, se hacía más patente la relación de clientela y la articulación entre los grupos aristocráticos y sus comunidades. Una ciudad grande, como puede ser el caso de Ilici o de Saiti, ejercería su poder político directo sobre un territorio limitado, pero a la vez, en función de los pactos de clientela mantenidos con otras comunidades políticas, tendría un gran influjo político indirecto sobre buena parte del ámbito contestano. Ello explicaría la formación habitual de coaliciones cuando la guerra se cernía sobre las comunidades ibéricas. La existencia de estos pactos y alianzas, basados en instituciones clientelares como la “fides” y la “devotio”, reforzaría el concepto de etnia, aunque se dieron también vínculos de fidelidad interétnicos y otros dispensados hacia cartagineses y romanos. La “fides” ibérica podía reflejar una situación de desigualdad socioeconómica, pero a veces era también suscitada por la propensión más o menos voluntaria y prestigiosa hacia jefes que unían a su poder el atractivo real o fingido de su personalidad. Estos vínculos personales de clientela, si eran entre los líderes políticos de las ciudades, podían llevar a éstas a participar de tales redes de dependencia o amistad política. Probablemente la “fides” sería especialmente respetada en los pactos entre reyezuelos indígenas de autoridad similar (Presedo, 1991, 198-200) debido a su equilibrio de fuerzas, lo que habla en favor de la existencia en el mundo ibérico de un buen número de comunidades políticas independientes, en algunos casos prolongadamente coaligadas, si bien en la práctica tales alianzas serían más esporádicas y coyunturales. En cuanto a la “devotio”, era una forma personal de la “fides” que implicaba la consagración de la vida de un hombre y de los suyos a perpetuidad a cambio de una serie de beneficios más o menos inmediatos. Este tipo de vínculo se daría principalmente entre algunos de los miembros de una misma comunidad política con respecto a sus jefes, lo que cohesionaría socioeconómicamente cada “oppidum”. Los más afectados por la “devotio” serían los integrantes del séquito militar de los príncipes.

La asociación de “oppida”, comprobada al menos para el período de la II Guerra Púnica, podía generar una unidad política mayor. Estos “oppida” podían estar distantes e incluso no pertenecer a la misma etnia. La integración de varios “oppida” en una misma comunidad política podía darse por varias vías, como los pactos, la conquista y el matrimonio. Este último recurso se observa en el comportamiento de algunos generales cartagineses, como Aníbal, que se casó con una princesa castulonense, Himilce. Otras veces las fuentes escritas hacen referencia a una conjuración de varios régulos, signo de que en muchas coaliciones cada comunidad política podía conservar su independencia.

Los “oppida” del curso medio del Segura quizás estuvieron sometidos a la influencia política de Ilici por medio de pactos de clientela o fidelidad, pero seguramente conservando su autonomía. Esta distinción entre control directo e indirecto es realizada por Santos Velasco (1992, 39) al definir el posible territorio jerarquizado por Ilici, si bien este autor se decanta por un dominio político estricto de Ilici sobre las costas meridionales alicantinas y la cuenca del Segura hasta Archena, zona que estaría rodeada por un área de influjo político indirecto ejercido por el mismo enclave. La adjudicación a Ilici de un territorio tan extenso dentro de la dinámica protoestatal del Ibérico Pleno hace también que Santos Velasco (1992, 39-41) se muestre partidario de la bipolarización del territorio contestano en torno a dos centros preeminentes: uno sería Ilici, y el otro Saiti o Bocairente. Pero la propuesta de Bocairente como gran centro rector de la mitad Norte de la Contestania se basa tan sólo en el hallazgo de una escultura funeraria de león de fines del siglo V a.C. en el yacimiento de la Lloma de Galbis, situado en el nacimiento del río Vinalopó, en un área con pocos restos escultóricos frente a la abundancia de los mismos en el Bajo Segura (Domínguez Monedero, 1984a). Aun admitiendo la posible preeminencia de Saiti e Ilici en la configuración política y territorial de la Contestania del Ibérico Pleno, habría que señalar que dicho poder se basaría no sólo en sus dominios territoriales, quizás más reducidos de lo que en ocasiones se ha propuesto, sino también en su capacidad para poner a otros “oppida” contestanos al servicio de sus causas en virtud de los pactos clientelares y de fidelidad seguramente mantenidos entre centros políticos de distinta entidad. Era una forma de aliarse para ser más fuertes, aprovechando en ocasiones la existencia de vínculos étnicos comunes, tanto algunos naturales como otros estudiadamente creados por las aristocracias dirigentes. En este sentido, una alusión de Livio (Frag. Lib., 91) nos presenta a los contestanos combatiendo como un grupo étnico homogéneo, con independencia de cuál fuese la compartimentación política de su territorio.


LA ORGANIZACIÓN TERRITORIAL Y SOCIOECONÓMICA DE LA CUENCA MEDIA DEL SEGURA EN ÉPOCA IBÉRICA

La jerarquización territorial en la cuenca media del Segura entre los siglos VI y III a.C. es enmarcada por Santos Velasco (1989) en un proceso de transición social en el que los últimos vestigios de la sociedad gentilicia dieron paulatinamente paso a la configuración de entidades de carácter similar a las ciudades-estado. El fenómeno de la urbanización creciente está en la base de la aproximación de las sociedades indígenas de época ibérica a esquemas organizativos de tipo protoestatal. Las fuentes literarias ofrecen para gran parte del mundo ibérico un panorama de pequeñas monarquías en el que unos poblados dependen de otros y en el que es preeminente el estamento guerrero. El desarrollo de la arqueología espacial nos acerca cada vez de forma más fiable a la compartimentación jerárquica del territorio ibérico en función de la importancia respectiva de cada poblado, las relaciones y dependencias detectadas entre los distintos poblados, y la pujanza de determinadas manifestaciones, comunes o diversas, de su cultura material.

La cuenca media del Segura, inscrita en el ámbito murciano entre las confluencias del río Segura con sus afluentes Sangonera (también llamado Guadalentín) y Mundo, fue en época ibérica, al igual que en la actualidad, una región muy poblada. Muchos enclaves ibéricos se disponían a lo largo del curso del Segura, que se convertía así en el eje que articulaba gran parte de las relaciones mantenidas entre ellos. Esta región tuvo una entidad cultural propia, favorecida por la cohesión interna a la que invitaba la disposición territorial de sus poblados, ya que la distancia entre cada enclave y sus vecinos en el eje del Segura era corta. De los asentamientos ubicados a lo largo del Segura sólo algunos alcanzaron el rango necesario para actuar como rectores en la organización del territorio. Es probablemente el caso de Monteagudo y Santa Catalina del Monte (ambos en el mismo municipio capitalino de Murcia), así como de Los Albares (Cieza). Otros dos enclaves, algo más alejados del Segura, que tuvieron una función territorial preeminente en el Sur de la Contestania ibérica fueron Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla) y El Cigarralejo (Mula), encargados de controlar amplias comarcas situadas respectivamente al Norte y Sur del río. Otros dos asentamientos, más interiores, jerarquizarían en realidad comarcas ya bastetanas. Se trata de La Encarnación (Caravaca) y Doña Inés (Coy). Y es que Ptolomeo cita a la ciudad de Asso (Caravaca) como una de las ciudades bastetanas más próximas al territorio contestano. Este poblado ocupaba una posición estratégica, pues controlaba el acceso desde el área del Medio Segura hacia una comarca encajada entre Sierras, ya ubicada fuera del ámbito contestano. Próximo al poblado de La Encarnación estaba el enclave de El Recuesto (Cehegín), dotado de santuario, que mantenía una posición limítrofe dentro del espacio bastetano.

Lillo (1981) señaló que son característicos del poblamiento ibérico de la cuenca media del Segura los hábitats cuya extensión está en torno a la hectárea. A pesar de ello se detecta cierta variedad en los tamaños de los asentamientos, en función de su localización y rango (Santos Velasco, 1989, 130). Lillo (1981, 436) defendió la idea de que la cultura ibérica en estas comarcas se replegó hacia el interior a causa de la presión política y económica púnica, ejercida desde la costa, lo que habría provocado la aparición de una especie de “limes” definido por varios poblados ibéricos dispuestos en el eje del río Sangonera, los cuales velarían por la seguridad del poblamiento interno. Este planteamiento ha sido criticado (Santos Velasco, 1989, 130-131) con otras consideraciones, pues el poblamiento ibérico en regiones interiores del Sureste fue muy importante incluso en épocas en que la presión fenicio-púnica fue escasa, como demuestran los enclaves de Saiti (Játiva) y Castellar de Meca (Ayora). Los grandes “oppida” ibéricos y otros enclaves de tamaño intermedio se encuentran dispersos en el Sureste siguiendo un sentido propio de ocupación completa del territorio, sin aglomerarse en supuestas zonas de potencial peligro externo. A la ocupación por parte de las poblaciones indígenas de comarcas interiores hay que añadir la existencia de núcleos ibéricos de carácter costero, como Los Nietos, el Tossal de Manises o los poblados del área de la antigua albufera del Segura, los cuales solían estar especialmente predispuestos hacia los contactos comerciales con los colonos fenicios y griegos. No se conoce bien la ocupación ibérica en el área costera murciana comprendida entre Cartagena y el límite con la provincia de Almería, aunque la aridez de esta región hace suponer que en ella los poblados serían pocos y pequeños, actuando así como un límite natural entre la Contestania y otras regiones más meridionales. El panorama poblacional en esta zona sería bastante desolador hasta alcanzar la colonia fenicia almeriense de Villaricos, que concentraría a bastante gente, y que además de estar abierta al tráfico marítimo suponía una salida costera para los productos mineros y de otro género provenientes de la Alta Andalucía.

Podemos distinguir en la cuenca media del Segura al menos tres tipos de asentamientos: los que están en torno a la hectárea de extensión, los de tamaño intermedio, próximos en algunos casos a las 5 hectáreas, y los grandes “oppida”, situados en la cumbre o casi en la cumbre de la pirámide que ilustra la jerarquización territorial. Los asentamientos menores, ubicados en pequeños cerros o en llanos de riqueza agrícola, son de fácil acceso y carecen de defensas artificiales. Este tipo de enclaves, parecidos a granjas y caseríos, se documentan tanto por sus escasos restos constructivos como por la abundancia de cerámicas ibéricas en lugares de vega, signo de que fueron probablemente numerosos. Los poblados de tamaño intermedio no suelen estar amurallados, pero sí que cuentan con destacadas defensas naturales. Se ubican en crestas altas, salvando desniveles de unos 100 metros con respecto a las tierras circundantes. Además de explotar económicamente su entorno, tenían una función estratégica, tanto por su carácter defensivo como por su ubicación en el contexto comarcal, pudiendo albergar a algunos nobles secundarios. Entre estos enclaves de tamaño intermedio están Coimbra la Buitrera y el Morrón de Bolvax, que ayudaban respectivamente a sus grandes “oppida” (Coimbra del Barranco Ancho y Los Albares) en las tareas de control territorial. Otro poblado ibérico de este tipo era el Castillo de Ulea, que dominaba el paso natural entre la vega baja del Segura y la cuenca de Cieza.

Los grandes “oppida” se sitúan normalmente en sierras altas y escarpadas. Están amurallados, bien en parte de su perímetro (como Coimbra del Barranco Ancho) o bien en la totalidad del mismo (como La Encarnación). Actuarían como centros redistribuidores de bienes y recursos, serían asiento de las elites y se configurarían además como núcleos religiosos de referencia. Mientras que en algunos de estos “oppida” rectores han podido identificarse el poblado, el santuario y la necrópolis con monumentos funerarios (El Cigarralejo y Coimbra del Barranco Ancho), en otros casos sólo se conocen uno o dos de estos elementos. Cuentan con santuarios conocidos los poblados de Santa Catalina del Monte, El Recuesto, La Encarnación y Doña Inés. Han aportado restos monumentales de carácter funerario los yacimientos de Monteagudo, Cabecico del Tesoro y Doña Inés. Y se conoce con precisión el hábitat de los poblados de Los Albares y La Encarnación. Otros yacimientos en los que se han documentado restos escultóricos o cerámicas pintadas de calidad, como el Cabezo del Tío Pío (Archena) o Agua Salada (Alcantarilla), podrían haber desempeñado también una función destacada en la jerarquización territorial, pero faltan otros elementos complementarios que aclaren su rango. Algo similar ocurre con otros yacimientos murcianos, ya poblados en el período Ibérico Antiguo, como Royos, donde se halló la figurita de bronce de un centauro (Olmos, 1992, IV), o Los Molinicos de Moratalla, donde se han recuperado bastantes cerámicas griegas, entre las que hay cántaros de tipo Saint Valentin, copas de la clase delicada y copas de tipo Cástulo (Santos Velasco, 1994, 80).

La aplicación de los polígonos de Thiessen, los cuales definen las áreas de influencia calculadas a partir de las distancias medias de los poblados principales, revela que el reparto regional se corresponde en gran medida con las comarcas naturales. La comarca natural dependiente del “oppidum” de Coimbra del Barranco Ancho es la de Jumilla, en el área más septentrional de la provincia de Murcia, paso tradicional hacia la Meseta. El “oppidum” de Los Albares estaba en el centro del Medio Segura, controlando la comarca natural de Cieza. El Cigarralejo ocupa la comarca de Mula, bañada por el río homónimo. La zona más oriental, de enorme riqueza hortícola, estaba dominada al Norte del Segura por Monteagudo, y al Sur por Santa Catalina del Monte. El “oppidum” de El Recuesto controlaba la comarca situada al Norte de la Sierra de Quípar. La Encarnación vigilaba el paso entre las Sierras de Benamor y Quípar, y tenía adscritas las tierras situadas al Sur de las mismas. Finalmente el “oppidum” de Doña Inés regía la comarca situada al Sur de las Sierras de Burete, Lavia y Cambrón. Los grandes “oppida” estudiados fueron coetáneos entre los siglos V y II a.C., si bien el de Los Albares presenta una cronología mal conocida. La importancia respectiva de estos poblados rectores varió con el tiempo, de modo que los cambios producidos en su relevancia geopolítica afectarían a la extensión de sus territorios adscritos. El Cigarralejo alcanzó su esplendor hacia la primera mitad del siglo IV a.C., o al menos en esta época es cuando tuvo su máxima ocupación. Coimbra del Barranco Ancho conoció su mayor auge en la segunda mitad del siglo IV a.C. e inicios del siguiente. Mientras que a Santa Catalina del Monte le llegó su mejor momento de densidad poblacional entre mediados del siglo III y mediados del siglo II a.C.

Podemos conocer algunos datos sobre las sociedades ibéricas de la cuenca media del Segura a través del análisis de las sepulturas de El Cigarralejo (Cuadrado, 1987). En esta necrópolis se documentaron dos tipos de ajuares: uno probablemente masculino, caracterizado por la presencia de armas, y otro probablemente femenino, en el que aparecían fusayolas, agujones y placas de hueso, así como objetos de vidrio. Esta asignación de género a las sepulturas en función de sus elementos de ajuar ha de tomarse con cautela y contrastarse con análisis de los restos cremados, y más teniendo en cuenta que se ha demostrado que los huesos calcinados que acompañaban a la Dama de Baza son de mujer, a pesar de que en su ajuar había armas. Partiendo del presupuesto de que no hay elementos de ajuar exclusivos de un solo sexo, sí que se aprecia en la necrópolis de El Cigarralejo cierta tendencia de las fusayolas y los objetos de hueso y vidrio a asociarse entre sí en las mismas sepulturas, que son principalmente las que carecen de armas. De entre éstas las más representadas son la falcata, el escudo y la lanza (punta y regatón). En función de la riqueza de sus ajuares, rastreable por ejemplo en el número de cuentas de vidrio y de cerámicas de barniz negro, Santos Velasco (1989, 134-136) distingue cinco grupos sociales básicos. El más poderoso vendría definido por las dos tumbas consideradas principescas, la 200 y la 277, pertenecientes a la primera mitad del siglo IV a.C. En cuanto a las tumbas monumentales del período Ibérico Antiguo, se diferencian de las principescas tumulares del período Ibérico Pleno en la práctica ausencia de ostentación en sus ajuares.

La intensificación de las relaciones de intercambio con otras culturas mediterráneas provocó cambios cualitativos en las estructuras socioeconómicas de las comunidades ibéricas de la cuenca media del Segura, acentuando y acelerando ciertos procesos de urbanización y jerarquización social, ya iniciados en la Edad del Bronce. Se generalizaron en la vida económica de los pueblos indígenas, gracias en parte a su participación en el comercio a larga distancia, avances tan relevantes como el arado de tracción animal, el torno de alfarero, el torno de carpintero y la metalurgia del hierro. La rapidez con la que se adoptaron algunas de estas innovaciones tecnológicas permitió generar las condiciones productivas necesarias para sustentar un gran volumen de intercambios con los comerciantes foráneos establecidos en las costas del Sureste. El auge del comercio colonial a gran escala se manifestó ya a fines del siglo VI a.C. en la cuenca media del Segura, alcanzando un gran desarrollo en la primera mitad del siglo IV a.C. Frente a la circulación inicial de pocos y costosos bienes se pasó ya en el período Ibérico Pleno a un sistema comercial estable y regular que nutrió los mercados indígenas de bastantes productos importados, adquiridos gracias a los esfuerzos productivos realizados en el marco de una compleja y estratificada organización social, delatada por aspectos como la especialización y jerarquización del hábitat.

En la cúspide social de las comunidades indígenas de la cuenca media del Segura nos encontramos con Jefes o Príncipes, cuyas sepulturas fueron especialmente monumentales en la Fase Antigua de la cultura ibérica, pasando en el período siguiente a ser grandes túmulos con ricos ajuares. El estamento más compacto y mejor definido es el de los guerreros, dentro del cual se dieron disparidades claras de riqueza en función del propio status y de la época, destacando un cortejo de “equites” o caballeros que constituirían lo más granado del séquito de los Príncipes. Los agentes comerciales indígenas ocuparían también una posición social privilegiada, así como los encargados del culto y el incipiente artesanado. La relevancia social de los artesanos vendría dada por el carácter eminentemente agropecuario que aún tenían las economías ibéricas, y que por tanto impediría mantener a muchos a costa de trabajos artesanales especializados. Junto al artesanado indígena y en algunos casos instruyendo a éste, habría artesanos foráneos, dedicados sobre todo a labores de repercusión suntuaria, como la orfebrería o la escultura. En las tareas agrícolas y en las relacionadas con el cuidado y la explotación de los ganados se encontraría involucrada la gran mayoría de la población, dentro de la cual es factible e incluso probable la existencia de esclavos, atestiguada en las fuentes escritas, si bien serían más comunes los vínculos de servidumbre (Ruiz, 1998). La aristocracia ejercería el control sobre los excedentes de la producción agropecuaria, organizaría el comercio dentro del dominio regional, y redistribuiría los bienes necesarios para el adecuado funcionamiento del sistema económico territorial.

Aunque quizás es demasiado arriesgado hablar de una sociedad esencialmente conflictiva, tanto la presencia real, simbólica y creciente de las armas en los ajuares como el emplazamiento y los recursos defensivos de los poblados invitan a pensar en un marco socioeconómico con grandes dosis de riesgo de inestabilidad. La función no sólo práctica sino también simbólica del armamento viene reflejada por su presencia en las necrópolis y por su escasa representación en los espacios de hábitat, donde es más frecuente el hallazgo de aperos de labranza. Éstos, cuando aparecen en los ajuares funerarios, suelen hacerlo al lado de las armas, y no por libre. El instrumental agrícola y el de otras actividades está ya tan diversificado y es ya tan específico que nos permite hablar de economías que han traspasado la mera subsistencia. Entre los productos excedentarios del Sureste destinados al comercio exterior se encontrarían los cereales, la sal, el lino y el esparto, actuando además esta región como intermediaria en el tráfico metalífero que iba desde la Alta Andalucía a las zonas costeras. Los beneficios mayores derivados de este comercio recaerían en los grupos dirigentes, de modo que la justificación de este sistema socioeconómico basado en la desigualdad necesitaría resortes y argumentos políticos e ideológicos capaces de cohesionar entre sí a todos los miembros de cada entidad protoestatal. El carácter fortificado y la posición estratégica de los grandes “oppida” de la cuenca media del Segura, así como la articulación de enclaves secundarios, dependientes y dispersos, eran formas de garantizar la función rectora dentro del territorio y de controlar los principales ejes por los que circulaban los productos locales e importados. Otros pasos hacia la definición de los “oppida” como verdaderas ciudades fueron la fundación de santuarios urbanos (Almagro-Gorbea y Moneo, 2000) y el establecimiento de necrópolis externas en las que expresar escultórica, monumental o materialmente el poder de las elites dirigentes y el de sus vasallos y allegados.

Santos Velasco (1989, 139-140) considera que entre los siglos VI y III a.C. se produjo en la cuenca media del Segura una transición desde Jefaturas complejas hacia organizaciones protoestatales, diluyéndose paulatinamente ciertos componentes comunitarios en favor de otros insertos ya en una sociedad de clases. La Jefatura era un estadio intermedio entre la sociedad igualitaria y la de clases, con cierta jerarquización social que convivía con la vigencia de las relaciones de parentesco. En ella se daba ya la centralización de los recursos y la redistribución de los bienes en el marco de una economía de capacidad excedentaria. Una parte de estos excedentes se orientaba hacia la acumulación de bienes de prestigio. En la sociedad de Jefatura el comercio exterior era escaso, y perseguía sobre todo la obtención de bienes empleados como símbolos de status. En la sociedad protoestatal las relaciones de parentesco dejaban de ser las dominantes, el desarrollo jerárquico se acentuaba y aparecían las clases, definidas por su relación con los medios productivos. En este tipo de sociedades evolucionadas florecían los centros urbanos y aparecían elementos de alta cultura, como la iconografía identitaria (por ejemplo en las cerámicas o en las armas), la práctica escrita, los sistemas de pesos y medidas, y la circulación monetaria.

La aristocracia ibérica era capaz de recuperar lo “invertido” en los cultos de ultratumba debido a que estaba probablemente en situación de volver a renovar los beneficios y excedentes de la producción, gracias a tener asegurado el control de la misma, bien mediante la propiedad privada de la tierra y la dirección del comercio de bienes y materias primas, o bien mediante otras formas de propiedad individual o colectiva, así como por medio de mecanismos de tributación en forma de bienes o trabajo (Santos Velasco, 1998, 403). Las innovaciones culturales, tecnológicas e iconográficas que fueron incorporando las comunidades ibéricas, así como la configuración de la elite en un grupo aristocrático armado, se articularon sobre nuevas formas de organización social de la producción, del trabajo, de las relaciones sociales y de la propiedad o disposición de la tierra. De ahí que la cultura ibérica suponga el paso del modo de producción comunitario al modo de producción clientelar y la servidumbre gentilicia (Ruiz y Molinos, 1993). La consolidación de las formas de control y dominio de las elites durante el Ibérico Pleno favoreció, en opinión de Santos Velasco (1998), el desarrollo de una sociedad clasista que puso las bases para la génesis de los estados arcaicos hacia mediados del siglo III a.C.

El tránsito de una sociedad de Jefatura a otra de tipo protoestatal se aprecia en el incremento de las importaciones griegas y en los cambios producidos en la forma de manifestar el status en los contextos funerarios. Las cerámicas áticas importadas dejaron de ser regalos a miembros destacados de las comunidades indígenas para convertirse en verdaderos objetos comerciales. Se extendió el derecho de enterramiento en las necrópolis a un espectro social privilegiado más amplio, apreciándose en los ajuares muchas variaciones en el mayor atesoramiento de objetos de lujo, signo de las distintas posibilidades sociales de acceso a la riqueza. Se extendió el privilegio de contemplar y tener imágenes, así como otros objetos de tradicional simbolismo, como las armas. Las relaciones de parentesco fueron parcialmente reemplazadas por otras de lealtad y vasallaje, ilustradas en las fuentes escritas por la “fides” y la “devotio”, consistentes en estrechos y sagrados pactos de fidelidad, a veces dispensados hacia un líder extranjero. La participación de los mercenarios ibéricos en los conflictos armados de otros contextos mediterráneos (Fernández Nieto, 1991, 588-591), como Sicilia, familiarizó a éstos con sociedades de tipo estatal, si bien es discutido el grado de helenización que los indígenas hispanos recibirían en tales empresas.

La propiedad particular pudo hacerse realidad fundamentalmente a través de la propiedad de la tierra (Ruiz, 1998, 295). En el caso de las sociedades clientelares, la propiedad sobre la fuerza de trabajo no debió desempeñar una función clave en el sistema de relaciones de producción, pues la institución de la clientela dejaba bien definidos los límites en que se producía la dependencia, los cuales no eran los mismos de la esclavitud. En cambio sí que fue determinante la propiedad de los instrumentos productivos, los cuales en muchos casos aparecen en espacios aristocráticos. El control directo de los medios de producción y las fuerzas productivas por parte de la aristocracia estuvo en la base del nuevo modelo de propiedad. La nueva sociedad no se sustentaba en el principio de la propiedad colectiva de la tierra, aunque la pertenencia a la comunidad marcaba el acceso a ella, sino que los grupos gentilicios clientelares imponían la repartición desigual de ésta. Por lo tanto el carácter comunal de la propiedad fue reinterpretado en función del sistema clientelar, generando propiedades “paraprivadas”.

Los principales enclaves de la cuenca media del Segura pasaron en el Ibérico Pleno a tener un aspecto urbano, mejorando sus murallas, dotándose de santuarios y efectuando otras obras públicas. Se desarrolló además una organización jerarquizada del poblamiento regional, con centros de distinto rango y función (productiva o defensiva) dependientes del gran “oppidum”. La relación entre los conceptos de ciudad y protoestado en el mundo ibérico se refleja en las raíces léxicas comunes de ciertas ciudades y etnias (Basti-Bastetanos, Ilerda-Ilergetes, Oretum-Oretanos, Edeta-Edetanos). Y la jerarquización del poblamiento es evidenciada por la formación de los nombres de algunos enclaves a partir del nombre del asentamiento rector (Saetabíkoula-Saetabi, Obulcula-Obulco). Santos Velasco (1989, 142-143) admite el carácter protourbano de los grandes “oppida” de la cuenca media del Segura, pero niega su identificación como estados debido por ejemplo a sus cambiantes coyunturas económicas y de ocupación y a sus diferencias de tamaño. Propone en cambio la posible vinculación de todos estos núcleos en un momento avanzado del proceso de jerarquización del territorio a la ciudad contestana de Ilici, que sería la que ejercería como ciudad-estado o como algo parecido. Pero en realidad parece más factible, teniendo en cuenta el moderado desarrollo sociopolítico de las comunidades ibéricas con respecto a otras culturas mediterráneas, la evolución autónoma de cada gran “oppida” con su “chora” o territorio adscrito, participando así de algunos elementos protoestatales pero no de un pleno carácter estatal, ni siquiera atribuible a la poderosa Ilici, cuya influencia en su amplio entorno sería más bien de orden cultural. A su vez las distintas comunidades dependientes de los grandes “oppida” contestanos podrían compartir cierto sentimiento de etnicidad, el cual rebasaría claramente la adscripción a los marcos políticos respectivos.

La lejanía con respecto a la fórmula estatal viene confirmada por la escasez de ciertos tipos cerámicos griegos, como las lucernas (indicativas de la superación del ritmo solar), y los recipientes relacionados con el mundo femenino y los perfumes (signo de refinamiento), percibiéndose además la amortización más funeraria que cotidiana de otras formas asociadas a ritos simposiacos y de cohesión, como las cráteras y las copas. El panorama de la tipología cerámica es el de una helenización superficial y reformulada, algo más intensa entre las clases dirigentes, pero en todo caso distante con respecto a la evolución política e ideológica alcanzada por las ciudades-estado griegas. El armamento ibérico del Sureste también ilustra una forma más primitiva de combatir que la de las formaciones cerradas del ámbito helénico, asociadas éstas al concepto de estado. Gracia (2003, 306) considera en cambio que las sociedades ibéricas ya desarrollaron durante la Protohistoria sistemas complejos de combate, lo cual habría facilitado su inserción en los contingentes militares desplegados por cartagineses y romanos. Las destrucciones de las esculturas funerarias de carácter monumental han sido relacionadas con el fracaso de los intentos estatalizadores, de modo que perviviría la atomización del poder territorial, repartido entre bastantes enclaves, y se preservarían algunos de los componentes comunitarios propios de las antiguas sociedades. En todo caso, si se dio en el Sureste un proceso de índole protoestatal, tal vez acentuado a fines del Ibérico Pleno, éste se vio truncado por la irrupción militar primero cartaginesa y luego romana, así como por la posterior aculturación y larga dependencia política con respecto a un poder exterior.


LA ORGANIZACIÓN DEL POBLAMIENTO IBÉRICO EN EL ALTO Y MEDIO VINALOPÓ

En lo relativo al poblamiento de la cuenca del río Vinalopó durante el II milenio a.C., la investigación viene a señalar una alta concentración demográfica en estas tierras con una variable influencia de los rasgos culturales argáricos según las zonas. En los momentos finales del II milenio a.C., ya era destacada la jerarquización social entre las poblaciones del área del Vinalopó (Jover, 1997), si bien a principios del milenio siguiente se produjo un fenómeno de desaparición del modelo social establecido y de disolución de la organización territorial que había estado vigente. A fines del II milenio a.C. en las cuencas alta y media del Vinalopó se reestructuró el espacio habitado en dos grandes establecimientos ya ocupados con anterioridad, el Cabezo Redondo (Villena) y el Tabaià (Aspe), así como en otros de menor entidad, como Llometa (Salinas), El Portixol (Monforte del Cid) y El Monastil (Elda). Desaparecieron muchos de los poblados característicos del Bronce Antiguo y Medio valenciano del área del Vinalopó, distribuyéndose el hábitat durante el Bronce Final a lo largo del valle, buscando la proximidad del río por las mejores condiciones edáficas y las fáciles comunicaciones. La zona conoció un significativo desarrollo de la metalurgia del bronce gracias a la importación de materias primas desde las áreas mineras de la sierra de Orihuela, sierra de Crevillente y Cartagena-La Unión. Por tanto la experiencia metalúrgica ya era un hecho en el área del Vinalopó durante el Bronce Final en sus diversas manifestaciones, como adquisición de metales, fundición, elaboración y comercio (Poveda, 1998, 414).

Son escasos los elementos materiales adscribibles al alto Vinalopó durante el Bronce Final, conociéndose también poco sobre cómo aconteció el tránsito hacia el período orientalizante. En la Mola de Agres aparecieron cerámicas acanaladas de los Campos de Urnas acompañadas de los primeros elementos de un comercio precolonial (marfil y una fíbula acodada), todo ello con una cronología de los siglos X y IX a.C. (Gil-Mascarell y Peña, 1994). Es posible que entre los siglos IX y VII a.C. se desarrollase una polarización del poblamiento: por un lado el floreciente poblado de Peña Negra (Crevillente) y todo su entorno, y por otro lado las comarcas más septentrionales. Tras el horizonte cultural del Cabezo Redondo, el curso alto del Vinalopó ofrece el aspecto de un auténtico desierto demográfico. La explicación de este despoblamiento podría ser el que el área del alto Vinalopó quedase en tierra de nadie en favor del emergente foco orientalizante de Peña Negra y de los establecimientos también incipientemente semitizados de la comarca alcoyana. La hipotética inestabilidad que pudo existir en el tránsito del Bronce Final al período orientalizante se muestra como un excelente contexto para la ocultación del tesoro de Villena, conjunto ilustrativo del desarrollo que había llegado a alcanzar la sociedad compleja del Cabezo Redondo.

Tampoco son numerosos los hallazgos del alto y medio Vinalopó inscribibles en los inicios del período orientalizante. Ya de los siglos VII y VI a.C. son algunos fragmentos de ánforas fenicias del área de Bocairent y varios objetos de bronce del Cabeçó de Mariola, como fíbulas de doble resorte y puntas de flecha de arpón. En la comarca villenense destaca la aparición de la arracada de La Condomina (Perea, 1991), joya de la orfebrería orientalizante. En el área eldense nos encontramos con una significativa presencia de objetos de tipo oriental en los yacimientos de Camara y El Monastil, ya tal vez fortificados, como ánforas fenicias, piezas de engobe rojo, platos grises, tinajas con decoración bícroma y fíbulas de doble resorte. Las similitudes en cuanto a pasta que presentan algunos materiales cerámicos de Camara y El Monastil con respecto a los de Peña Negra han llevado a valorar la posibilidad de que ambos yacimientos fueran filiales de este último, encargados quizás del control de la ruta de acceso hacia el alto Vinalopó y la Meseta. Más factible sería el que se tratase de asentamientos independientes que simplemente mantendrían algunos vínculos comerciales con Peña Negra.

En el alto Vinalopó, región que fue marginal o excéntrica durante el período orientalizante con respecto a otros focos meridionales o litorales, se detectan en esta época varios patrones de asentamiento dentro de un contexto económico agropecuario, como la ubicación en laderas, en pequeños cerros (Cabeçó de Sant Antoni) y en altas cimas con fuerte pendiente (Covalta y Cabeçó de Mariola). Los escasos productos exóticos llegados a estos yacimientos lo harían desde zonas costeras a través del corredor intramontano del valle de Agres (Martí y Mata, 1993). En cuanto a los yacimientos de Camara y El Monastil, ubicados en el medio Vinalopó, parece que desarrollaron ya en la fase orientalizante una economía más compleja, explotando posiblemente recursos salineros y vetas de hierro, además de controlar importantes rutas ganaderas (Poveda, 2000).

Como ya hemos señalado, desde al menos el siglo VII a.C. se dejó sentir en el medio y alto Vinalopó la influencia del horizonte orientalizante del Bajo Segura, especialmente a través de Peña Negra, establecimiento indígena que recibió una población oriental lo suficientemente significativa como para originar un barrio colonial, vinculado comercialmente a la colonia fenicia de La Fonteta (Guardamar). Desde Peña Negra los elementos materiales característicos de la cultura fenicia irradiaron hacia el valle del Vinalopó. En el Tabaià, una de las sierras situadas al Norte de la gran garganta del pantano de Elche, se originó una comunidad indígena protohistórica orientalizante. Su posición era estratégica, pues servía como puerta de entrada para ascender por el Vinalopó desde la costa, que en aquella época le quedaba mucho más próxima. Además de algunas cerámicas de tipo oriental, destaca en el Tabaià la aparición de dos barras planas de cobre, utilizadas como lingotes premonetales, pertenecientes a un patrón utilizado por los agentes fenicios en sus operaciones. Estas piezas ilustran la relación comercial directa entre los indígenas y sus vecinos orientales.

Pero el gran núcleo indígena del medio Vinalopó afectado por el contacto con los comerciantes fenicios fue El Monastil, cuya importancia fue creciendo hasta ejercer tareas de control administrativo sobre un amplio entorno. A 5 kilómetros de El Monastil se desarrolló otra comunidad indígena atraída por el influjo orientalizante. Se trata del enclave fortificado de Camara, cuya elevada posición le otorgaba un excelente control visual del territorio y de la tradicional ruta pecuaria que seguía el curso del río Vinalopó. La sal y el esparto son materias abundantísimas en el entorno del yacimiento de Camara, a cuyos pies se ubica una gran laguna salada que tuvo una destacada riqueza cinegética. Son también numerosas en todas las sierras de la comarca las piedras con nódulos férricos, indicio de su posible extracción desde época orientalizante. Entre los materiales cerámicos recogidos en Camara destacan los de influencias o tipos fenicios, detectándose además la existencia de grafitos sobre ánforas.

Los inicios del período ibérico en el alto Vinalopó los tenemos bien atestiguados materialmente en el hábitat del Cabeçó de Mariola (Alfafara-Bocairent), cuya relevancia fue aumentando hasta convertirse en el gran núcleo articulador del poblamiento en el sector occidental de las sierras que rodean el área alcoyana (Grau y Moratalla, 1998, 109). El enclave disponía de una amplia visibilidad que le permitía controlar el único paso que comunica la comarca alcoyana con el valle de Albaida. En el área albaceteña de Caudete destaca para los primeros momentos del período ibérico el hallazgo de un broche de cinturón en el Puntal de los Anteojos (similar a otros aparecidos en las costas alicantinas) y la presencia de cerámicas grises en el yacimiento de Capuchinos.

La necrópolis villenense de Peñón del Rey, también de inicios de la fase ibérica, tiene una problemática adscripción cultural. Se trata de un conjunto de incineraciones en hoyo tapadas con cuencos a torno de pasta reductora. En sus ajuares hay algunos cuchillos de hierro, así como otros fragmentos informes del mismo metal. Los más de 200 cuencos grises hallados en la necrópolis apuntan hacia su uso prolongado, introduciéndose en sus momentos finales objetos típicamente ibéricos, como la fíbula anular de una de las tumbas. Es probable que esta necrópolis corresponda a indígenas culturalmente distanciados de los núcleos eldenses de Camara y El Monastil, cuyas medidas defensivas tal vez tenían como objetivo prevenir los ataques de las gentes del alto Vinalopó (Grau y Moratalla, 1998, 111). Este espacio sería ocupado por comunidades que hunden sus raíces en el Bronce Final, y que, a pesar de conocer los adelantos tecnológicos traídos por los fenicios (como el torno y la metalurgia del hierro) no querían perder la autonomía política y cultural de su territorio, poco poblado, ante el empuje de la cultura oriental llegada desde el litoral. A fines del siglo VI a.C., coincidiendo con el desarrollo inicial de la cultura ibérica, se produjo una crisis del comercio fenicio, lo que reforzaría la función de las aristocracias indígenas en la dinámica de la organización territorial.

Durante el período Ibérico Antiguo, iniciado hacia mediados del siglo VI a.C., se produjo una reestructuración del poblamiento en el área del medio Vinalopó, a la vez que desaparecían otros asentamientos de referencia más meridionales, como Los Saladares (Orihuela) y Peña Negra. Fueron abandonados los enclaves de Tabaià y Camara, produciéndose la aproximación de algunos hábitats a las tierras agrícolas cercanas a las márgenes del Vinalopó. Gran parte de la población de la comarca del medio Vinalopó pasó a concentrarse en El Monastil, verdadero “oppidum” desde el que la clase dirigente se encargaba de organizar la explotación de los recursos del territorio. Entre Monforte del Cid y Novelda apareció un nuevo hábitat, conocido como La Agualeja-El Campet, al que pertenece el Arenero en que se hallaron cinco esculturas de bóvidos, restos arquitectónicos y tres posibles “busta” repletos de cenizas, uno de un gran monumento funerario de tipo pilar-estela y dos de otros tantos basamentos o plataformas funerarias (Castelo, 1995, 204-207 y 240).

En las tareas de control territorial, El Monastil se veía auxiliado por el enclave de El Chorrillo, en el que se exhumó un edificio de estructura rectangular, con paredes levantadas a partir de postes de madera. Su objetivo principal sería vigilar una rica zona agrícola y las comunicaciones mantenidas a través de la misma (Poveda, 1998, 415). En el yacimiento se recuperaron cerámicas ibéricas pintadas y grises, así como la escultura de un toro, encontrado en 1906 y desaparecido durante la Guerra Civil. Se trata de un toro acostado, con boca entreabierta que deja ver sus dientes, cola sobre los cuartos traseros y cuatro orificios en la cabeza en los que se insertarían los cuernos y las orejas. Pertenece al grupo artístico típico del Vinalopó, cuyo taller principal pudo estar ubicado en La Alcudia de Elche. Esta integración de la comarca del medio Vinalopó en las corrientes artísticas helenizantes emanadas desde Ilici no tiene por qué implicar una vinculación política, sino que sólo prueba la participación en una misma realidad cultural. En El Chorrillo también aparecieron una campanilla de bronce, las dos astas de un toro joven y la punta quemada de otra asta de bóvido, lo que ha llevado a pensar que allí se practicaban sacrificios de animales conforme a un determinado ritual religioso.

Las importaciones cerámicas griegas apenas afectaron al valle del Vinalopó hasta el Ibérico Pleno, momento en que sí se generalizaron por la comarca. Tanto en las necrópolis como en los principales poblados se registra una amplia gama de vasos áticos, como crateras de campana, copas del pintor de Viena 116, del pintor Q, del pintor del Ceal, escifos del “Fat-Boy”, cerámicas de estilo Saint-Valentin, copas de tipo Cástulo, copas de la clase delicada y un buen número de bolsales. Entre la vajilla griega predomina por tanto la relacionada con las libaciones y los banquetes rituales (Sala, 1994, 290). Ello revela el gusto por ciertos actos sacro-sociales en los que era importante el consumo prestigioso del vino, cuya llegada al área del Vinalopó se detecta por el repertorio anfórico, mayoritariamente púnico. Muchos de los productos mediterráneos llegados en este momento al valle del Vinalopó lo harían desde los centros de La Alcudia y El Tossal de Manises, poblados que experimentaron un notable desarrollo durante el Ibérico Pleno. El corredor del Vinalopó estaba excelentemente comunicado con la desembocadura del Segura, el Sureste de la Meseta y la Alta Andalucía, según señala la distribución de las cerámicas griegas y de las esculturas ibéricas, relacionadas con la helenización superficial del territorio.

Durante la fase del Ibérico Pleno se detecta en el medio Vinalopó un incremento de los centros habitados, cuya jerarquización y funcionamiento articulado se organiza desde El Monastil. Surgen nuevos asentamientos tanto de llanura como de montaña, como es el caso de El Puntal y La Molineta (Salinas), La Torre (Sax) y Caprala (Petrer). Esta tendencia a ocupar mayores extensiones del territorio parece tener relación con el afianzamiento del poder de la aristocracia dominante en la zona, que después de organizar socioeconómicamente el hábitat consigue obtener excedentes productivos que en gran medida quedan a su disposición. La consagración del proceso referido viene dada por la aparición, ya en el siglo IV a.C., de nuevos centros poblacionales, como Castillo del Río (Aspe), Castillo (Monforte del Cid), El Charco (Monóvar), Monte Bolón (Elda) y El Mirador (Petrer). En el alto Vinalopó surgen dentro de una dinámica poblacional similar los núcleos de El Zaricejo y La Tejera (ambos en Villena). Junto con el aumento de los lugares de habitación se aprecia un incremento de las necrópolis, las cuales reflejan la presencia de un importante cuerpo social compuesto por guerreros, enterrados en fosas o huecos del terreno con “busta”, acompañándose de armas y piezas cerámicas de barniz negro ático. En este período se rarifican en el valle del Vinalopó las esculturas funerarias, como la cabeza de leona de El Zaricejo, y se observa en los ajuares la llegada de elementos materiales característicos del Segura y de la zona costera alicantina, como los pebeteros con forma de cabeza de mujer.

A excepción de El Monastil, que tenía unas 3’6 hectáreas, el tamaño de los poblados del medio Vinalopó oscilaba entre 0’1 y 0’4 hectáreas. El Puntal, que contaba con una muralla reforzada por varios torreones y con un foso exterior, era uno de los enclaves más fortificados. También El Charco tenía un muro perimetral, pero no excesivamente potente. El Monastil y El Puntal, que controlaban los dos mejores accesos al territorio, presentan un urbanismo similar, con estructuras adaptadas a las curvas de nivel. El yacimiento de El Mirador es una probable atalaya que actuaría como intermediaria visual entre El Monastil y El Chorrillo. Otra altura vigía era la de Monte Bolón, enclave encargado del control de la misma ruta que pasaba al pie de El Puntal. Ambos núcleos pudieron además estar relacionados con la explotación de la laguna de Salinas. El poblado de La Torre controlaba una rica zona agrícola y una importante vía pecuaria que conducía al territorio alcoyano. Entre La Torre y El Chorrillo estaba el caserío ibérico de Caprala, ubicado en una zona de riqueza forestal y con abundantes acuíferos, cerca de un paso pecuario de montaña. El Zaricejo y La Tejera, que son dos de los centros más septentrionales dependientes de El Monastil, ocupaban una zona cerealística y de gran importancia para la introducción del ganado en el corredor del Vinalopó. El Zaricejo ha sido interpretado como un poblado ibérico de llanura con su correspondiente necrópolis. Aunque la calidad de las tierras que rodean el yacimiento no es agrícolamente alta, sí que hay en ella bastantes acuíferos, así como espacios favorecedores de la explotación de la sal. El caserío de El Charco se emplazaba en una encrucijada en que se unen los caminos procedentes del ámbito murciano y el que desciende hacia Elche y la Vega Baja del Segura. El Castillo del Río era una atalaya que defendía un vado y un cruce de caminos. Y el Castillo de Monforte del Cid tutelaba el acceso desde el Vinalopó hacia las tierras de Agost. Serían las elites dirigentes, en su mayor parte afincadas en El Monastil, las encargadas de proyectar y supervisar las labores de construcción y fortificación de las diferentes atalayas que salpicaban su territorio. También la aparición de los caseríos de especialización productiva contaría con el patrocinio de la aristocracia de El Monastil, principal beneficiaria de los excedentes llegados desde dichos centros. Algunos de los enclaves dependientes de El Monastil, como El Puntal, compatibilizaban sus labores defensivas con las de explotación del entorno.

En la fase plena de la cultura ibérica se percibe en el alto Vinalopó una considerable expansión demográfica, relacionada con el aumento de la producción agraria, el flujo comercial creciente y la generalización del uso del hierro. Creció el número de asentamientos, insertos en una organización territorial que tomaba como focos de referencia enclaves externos, en concreto La Bastida de les Alcuses (Mogente), La Serreta (Alcoy) y El Monastil. Hasta el Cabeçó de Mariola llegaron por entonces cerámicas áticas, torques y fíbulas anulares de bronce, desarrollándose además en este importante centro el típico repertorio cerámico ibérico. Los elementos que atestiguan la importancia del enclave son su posible carácter fortificado, su tamaño superior a las 3 hectáreas, las buenas condiciones de su territorio para el aprovechamiento agropecuario, la presencia de importaciones, los indicios de un sistema de pesos y medidas, la aparición de un plomo escrito, y su pervivencia hasta época romana. La atalaya de Errecorals (Alfafara) establecía una conexión comunicativa entre el Cabeçó de Mariola y Covalta, definiendo así una línea de control visual sobre la ruta que desde el valle de Agres alcanzaba el valle de Albaida siguiendo el río Clariano. Resulta en este sentido esclarecedor el que a mediados del siglo XX aún subsistiese un camino de herradura entre Errecorals y el Cabeçó de Mariola (Grau y Moratalla, 1998, 113). El poblado de Covalta, bien comunicado con La Bastida a través del valle de Mogente, aportó bastantes vasos importados, incluyendo copas de tipo Cástulo del último tercio del siglo V a.C. (Hernández y Sala, 1996, 102).

El Cabeçó de Sant Antoni (Bocairent), asentamiento que recupera su importancia en el Ibérico Pleno, tendría una doble finalidad: control del territorio y explotación de los recursos agrarios. Se ubica justo en el área en que se produce la divisoria de aguas entre el Vinalopó y el Clariano, alcanzando su visibilidad hasta los confines más occidentales del valle de Benejama. El yacimiento de la Lloma de Galbis, enclavado en un quebrado paisaje de la zona de Bocairent, aportó la escultura de un león junto a otros restos constructivos que bien pudieran corresponder a un monumento funerario de tipo pilar-estela. Este núcleo se alzaba junto al nacimiento del río Vinalopó, paraje que aún conserva parte de su antigua frondosidad. Pudo tratarse de un asentamiento con funciones religiosas en el que el culto a la divinidad se vería propiciado por el contexto hídrico y la exhuberancia vegetal. Además mantenía una conexión visual directa con el Cabeçó de Mariola.

Por las laderas de la actual ciudad de Villena se extendía un poblado ibérico del que aparecieron algunos restos de murallas en una plaza céntrica, configurándose así este núcleo como un ejemplo de la pervivencia, a veces con interrupciones, de algunos hábitats contestanos desde época ibérica hasta nuestros días. El Puntal de Salinas, hábitat fortificado que contó con muralla, torreones y foso, controlaba uno de los pasos que permite la comunicación entre el alto y medio Vinalopó, además de la comunicación transversal hacia el altiplano de Jumilla. Junto al poblado se localizó su necrópolis de incineración, en la que los enterramientos, dispuestos en hoyos, presentaban en algunos casos cubriciones tumulares. Tanto El Puntal como el asentamiento cercano de La Molineta explotaban los recursos de las inmediatas tierras de labor y de la laguna de Salinas. La existencia del pequeño centro fortificado de El Puntal debe explicarse en función de la planificación de la defensa del territorio desde un centro mayor, que sería El Monastil. La Molineta proporcionó varios hallazgos cerámicos de relativa importancia, como cerámica ibérica pintada de muy buena calidad y dos fragmentos de vasos áticos de la segunda mitad del siglo V a.C. En el llano de Caudete, en una zona de riqueza agraria, floreció el poblado de Capuchinos, que sería de tamaño apreciable (1’5 hectáreas) a juzgar por la dispersión de sus materiales y por la presencia de restos escultóricos en su posible necrópolis. El yacimiento de Bogarra, también en llano y de vocación agrícola, estuvo probablemente subordinado al de Capuchinos.

Entre la zona de Bocairent y la comarca villenense se observa un extraordinario vacío de asentamientos a pesar de las intensas prospecciones efectuadas. Estos dos ámbitos desarrollaron durante el Ibérico Pleno un patrón de asentamiento diferente. En el área de Bocairent los poblados se ubican en un cerro de mayor o menor altura: una meseta inaccesible por tres de su lados en el caso del Cabeçó de Mariola y una pequeña loma con ligeras pendientes en el caso del Cabeçó de Sant Antoni. Ambos asentamientos poseen un amplio control visual sobre los respectivos valles agrícolas que se extienden a sus pies, así como sobre la vía que articulaba sus relaciones. En el ámbito villenense el patrón de asentamiento se caracteriza en cambio por el hábitat en llanura, sin fortificaciones ni defensas naturales (salvo en la misma ciudad de Villena), en tierras agrícolas ricas y con abundantes recursos hídricos. A estos rasgos responden los núcleos de El Zaricejo y Capuchinos, que además presentan en ambos casos necrópolis con restos escultóricos. La posición de estos dos enclaves y de sus centros subordinados se ajusta a la vía natural del corredor del Vinalopó, el cual conduce en su prolongación al interior meseteño a través de Caudete, cuya llanura es una de las regiones más occidentales de la Contestania. Mientras que los poblados del área de Bocairent se ubican en función del estrechamiento del valle, mostrando así una clara vocación de control del paso, los del área villenense presentan una mayor dispersión, acorde con la explotación de las extensas zonas agrícolas (Grau y Moratalla, 1998, 118-120).

Entre las dos zonas señaladas, a lo largo del llano de Biar y el valle de Benejama, la ausencia de restos ibéricos es significativa, especialmente si tenemos en cuenta la expansión demográfica que se produjo durante el Ibérico Pleno en áreas aledañas. El despoblamiento del ámbito mencionado sorprende además por la existencia de zonas susceptibles de aprovechamiento agrícola y de un eje viario de carácter natural. En las áreas separadas por este vacío intermedio es un fenómeno probado la conexión visual entre sus respectivos enclaves. La ausencia de asentamientos ibéricos en el área de Biar y Benejama parece responder a intereses estratégicos de creación de una zona de vacío de población que sirviese como tapón entre comunidades políticas diferentes. Sería un espacio de transición diseñado para marcar el límite entre tres ámbitos territoriales. Y es que la compartimentación del área contestana por medio de los polígonos de Thiessen señala que la zona del alto Vinalopó quedaría repartida en el siglo IV a.C. entre los centros rectores de La Bastida, La Serreta y El Monastil, de modo que el vacío analizado serviría como tránsito entre los territorios adscritos a estos “oppida”.

El resto de los núcleos rectores propuestos por Grau y Moratalla (1998, 121) para las zonas valencianas y alicantinas de la Contestania está integrado por Saiti, Denia, Villajoyosa, Lucentum e Ilici, si bien en el caso de Denia y Villajoyosa faltan elementos que confirmen su función territorial preeminente. El hecho de que el alto Vinalopó se lo repartiesen en el siglo IV a.C. diferentes comunidades políticas conforme a una estudiada estructuración del territorio revela también la existencia de cierta jerarquización social, de modo que las elites se encargarían de dar coherencia a la ordenación del poblamiento, reafirmando además su estatus con los monumentos escultóricos funerarios y con el control de las actividades económicas y comerciales (Grau y Moratalla, 1998, 124).

El tercio Noreste de la comarca del alto Vinalopó se inscribiría en el área de influencia de La Serreta, los llanos de Caudete corresponderían al área jerarquizada por La Bastida, y el tercio meridional del alto Vinalopó se insertaría en el territorio de El Monastil. Los asentamientos ibéricos de la zona de Bocairent, y especialmente el Cabeçó de Mariola, respondían a la función de puesta en valor de sus recursos y de defensa del acceso más importante desde el área del Vinalopó a la comarca alcoyana, de modo que dependerían de La Serreta. En la zona occidental del valle del Vinalopó, Capuchinos y su área de influencia estarían bajo el control territorial de La Bastida, mientras que El Zaricejo quedaría englobado en el área de El Monastil. La adscripción territorial de Capuchinos es menos segura que la de El Zaricejo, ya que la posición y las características de implantación de ambos centros podrían vincularlos en los dos casos al asentamiento rector de El Monastil. Y es que no es seguro que el territorio de La Bastida incluyese los llanos de Caudete, ya que uno de sus límites meridionales más probables, el cerro del Caporucho, en Fuente la Higuera, queda algo más al Norte.

La sierra de la Oliva, situada al Norte de la zona de Caudete, pudo ser uno de los límites naturales de la Contestania, pues separaba ésta del territorio adscrito al poblado ibérico del Castellar de Meca, que quizás sería una ciudad ya bastetana. Aunque el área de Caudete pertenezca actualmente a la provincia de Albacete, sus características orográficas la relacionan más con la comarca villenense, hasta el punto de que la antigua divisoria de los reinos de Castilla y Valencia se situaba al Norte del actual término municipal de Caudete, que quedaba por tanto englobado casi del todo en territorio del reino valenciano. Es también interesante incidir en el carácter limítrofe que a lo largo de diferentes épocas históricas mantuvo el área de los llanos de Caudete, y sobre todo la cercana sierra de la Oliva, antesala de la Meseta. Es probable que los asentamientos ibéricos del área de Caudete y del territorio dependiente de El Monastil complementasen en muchos casos sus actividades agrarias con otras ganaderas, aprovechando así el corredor pecuario que comunicaba rápida y fácilmente con la Meseta.

A fines del siglo IV a.C. la floreciente cultura ibérica del área contestana experimentó un receso que supuso el abandono de muchos asentamientos, como La Bastida (Soria y Dies, 1998, 433). Perduraron bastantes de los centros rectores del territorio contestano, pero desparecieron muchos de los núcleos secundarios, produciéndose así una reordenación del poblamiento. Esta crisis ha intentado ser explicada con diferentes justificaciones, como las luchas políticas internas, la quiebra del comercio griego y las implicaciones del tratado romano-cartaginés del 348 a.C. El Puig y Covalta estuvieron entre los asentamientos abandonados, mientras que El Monastil consiguió resistir los avatares de la época y La Serreta reforzó considerablemente su autoridad territorial (Olcina, Grau, Sala, Moltó, Reig y Segura, 1998). En el alto Vinalopó entre la segunda mitad del siglo IV y principios del siglo III a.C. fueron desapareciendo los hábitats de la Lloma de Galbis, el Cabeçó de Sant Antoni, Errecorals, El Zaricejo y El Puntal de Salinas. En Capuchinos parece que se mantuvo la población hasta fines del siglo III a.C., mientras que el Cabeçó de Mariola pervivió hasta época romana, signo de la importancia que había ido adquiriendo. En el alto Vinalopó se produjo por tanto, como en muchas otras regiones contestanas, una concentración de los habitantes del territorio en los núcleos principales.

La crisis desencadenada dentro de la cultura ibérica del medio Vinalopó a fines del siglo IV a.C. se manifestó no sólo a través de la desaparición de muchos poblados, sino también por nuevas destrucciones de monumentos escultóricos y estructuras habitacionales. Los asentamientos de La Torre, La Molineta, Caprala y El Chorrillo no alcanzaron el siglo III a.C., y ya en esta centuria se abandonaron La Tejera, El Mirador y Monte Bolón. Se despoblaron extensas zonas dentro de una clara reorganización del conjunto del territorio, tal vez impulsada por la inseguridad que generaron las luchas entre las aristocracias locales. Esta situación de inestabilidad se agudizó en el último tercio del siglo III a.C. por las operaciones militares de cartagineses y romanos. Por entonces surgió un poblado en lo alto de la sierra de San Cristóbal (Villena), el cual ha aportado entre otras cosas algunos ponderales, y que pervivió hasta poco después del cambio de era. En zonas meridionales del medio Vinalopó continuaron su actividad los poblados de Castillo del Río, Castillo de Monforte del Cid y La Agualeja-El Campet. Uno de los pocos poblados de llanura que pudo mantener su desarrollo normal fue el de El Charco. El Monastil consolidó su importancia, registrándose abandonos y destrucciones en su parte baja y ocupándose en cambio el sector alto del asentamiento (Poveda, 1998, 419). Su prosperidad parece explicarse por el probable colaboracionismo con las nuevas autoridades romanas.

Los acontecimientos bélicos de la II Guerra Púnica y de las posteriores campañas romanas pueden ser seguidos en las regiones interiores contestanas mediante algunos apuntes arqueológicos, como la construcción de un recinto defensivo mayor en La Serreta a comienzos del siglo II a.C., rápidamente destruido. Se aprecia en el alto Vinalopó en el tránsito del siglo III al II a.C. el traslado de algunas poblaciones hacia asentamientos situados a mayor altura. Aparecieron núcleos bastante inaccesibles tendentes a reforzar la defensa del territorio. En las estribaciones de la sierra de Mariola se construyó una nueva atalaya, el Cabeçó de Serrelles, pronto ocupado y reutilizado por el ejército romano. En él aparecieron unos 40 glandes de plomo, lo que ilustra la función defensiva del enclave y su posible toma violenta. Las gentes de Capuchinos se trasladaron a Santa Ana, en pleno casco urbano de la actual ciudad de Caudete, elevándose así unos 40 metros sobre el nivel de base previo. En el área villenense apareció el núcleo de Salvatierra, ubicado en un auténtico peñasco de la sierra de la Villa, signo quizás de la huida hacia zonas montañosas para intentar esquivar la implantación territorial del poder romano, el cual al principio pudo hacer poco más que descabezar la Contestania destruyendo los núcleos que, siendo grandes, se mostraban rebeldes, como La Serreta, que fue finalmente abandonada. El enclave de Salvatierra ha proporcionado bastantes cerámicas pintadas de estilo Elche (Hernández y Sala, 1996, 100), lo que indica que a pesar de su agreste ubicación mantenía contactos comerciales con otras áreas contestanas. La inestabilidad bélica transformó los patrones de asentamiento, dándose una situación bastante libre en la elección de los emplazamientos durante la primera mitad del siglo II a.C., es decir, mientras la autoridad romana no pudo detenerse en la reordenación del espacio contestano debido a la necesidad de proseguir las conquistas por tierras peninsulares más interiores. Aunque se aprecie una mayor concentración poblacional en un número menor de hábitats, las áreas de explotación agropecuaria casi no variaron, gracias en parte a la tardanza romana en colonizar un territorio cuyos recursos no resultaban tan atractivos como por ejemplo los recursos mineros o agrícolas de la Bética.

En la segunda mitad del siglo II a.C. se observa ya una mayor actitud dirigista de las autoridades romanas en el diseño de la dispersión poblacional en la Contestania. En el alto Vinalopó, gran parte de los indígenas se trasladaron a los poblados del llano. Reapareció el hábitat del Cabeçó de Sant Antoni, el cual alcanzó un gran protagonismo en la nueva implantación territorial. Surgieron núcleos de inequívoca vocación agrícola, como Maserra, donde se han documentado bastantes fosos, algunos de los cuales servirían para el almacenamiento del cereal. El Monastil retomó sus prerrogativas en la ordenación territorial, aprovechando así la buena coyuntura económica creada tras la pacificación del ámbito contestano. El proceso de romanización de la Contestania, más tardío que el de otras regiones ibéricas, culminó en el reconocimiento de Saitabi, Lucentum e Ilici como municipios de derecho romano. En los territorios administrados por estas urbes aparecieron las primeras villas y se mejoró la red viaria, uno de cuyos caminos más importantes seguía el eje del Vinalopó desde Ilici hasta Villena. Por todo el valle de Benejama y a lo largo del curso del Vinalopó se establecieron núcleos agrícolas cuya nula pendiente permitía la circulación de los carruajes en que iba la producción local, orientada en muchos casos hacia los núcleos principales, como El Monastil, el Cabeçó de Mariola y el Cabeçó de Sant Antoni. Entre las probables villas surgidas ahora están las de Candela (Cañada) y La Torre (Sax), ubicadas en zonas con fértiles tierras, agua abundante y canteras de las que extraer piedra para sus construcciones. El nuevo modelo romano supuso el aprovechamiento de toda la cuenca del alto Vinalopó, desde Agres hasta Sax, superando así la fragmentación política ibérica de la comarca, la cual se había caracterizado por sus vacíos de seguridad intermedios.


EL POBLAMIENTO IBÉRICO EN EL ÁREA ALCOYANA

El área alcoyana, entendiendo por tal principalmente las comarcas actuales de L’Alcoia y El Comtat, ocupaba una posición central en la Contestania ibérica. Es una gran unidad morfoestructural formada por cordilleras del dominio Bético pertenecientes en su mayoría al Prebético Meridional. Entre las cordilleras, de orientación mayoritaria Suroeste-Noreste, se abren estrechos y alargados valles, cuyas aguas vierten en el río Serpis. Las numerosas sierras de la región influyen en el hecho de que las típicas temperaturas suaves del clima mediterráneo presenten en este caso una mayor amplitud térmica si comparamos la estación invernal y la estival. Las lluvias son muy irregulares, con acusados máximos en otoño y primavera y una fuerte sequía en los meses del verano. Las tierras más aptas para el cultivo se localizan en una estrecha franja formada por el río Serpis y algunos valles tributarios. Junto a los cereales, el olivo y la vid, se darían en los mejores suelos algunos cultivos de regadío, como los frutales y las hortalizas. Tendrían también un importante peso económico el pastoreo y el aprovechamiento forestal en los abundantes montes de la región.

Durante el período orientalizante y el Ibérico Antiguo se detecta en el área alcoyana un doble patrón de asentamiento (Grau, 1998, 313). Por un lado estaban los tradicionales poblados ubicados en lo alto de los cerros, con gran visibilidad del entorno y buenas defensas naturales. Además de este tipo de poblados había pequeños núcleos establecidos en el llano o las laderas suaves, con una clara vocación agrícola. Ya para estos momentos hay indicios de ocupación y actividad en los yacimientos elevados del Cabeçó de Mariola, La Covalta, La Serreta y El Puig. Desde fines del siglo V a.C. se aprecia en el área alcoyana, al igual que en otros territorios contestanos, un significativo incremento demográfico que se traduce en el desarrollo de asentamientos encargados de controlar y explotar las diferentes unidades morfoestructurales de la región (Grau, 1998, 314). Entre ellos estaba el Cabeçó de Mariola, núcleo de larga pervivencia que controlaba el acceso a la valleta de Agres. Al Noreste del poblado del Cabeçó de Mariola y no muy lejos del mismo se erguía, sobre una amplia y elevada meseta, el núcleo de La Covalta, el cual mantenía un excelente control visual sobre el sector oriental de la valleta de Agres y el acceso al valle de Albaida. El pequeño poblado de Errecorals, situado entre los dos núcleos anteriores, conectaba visualmente con ambos, asegurando así el férreo control de la entrada a la Hoya de Alcoy por el Noroeste.

Siguiendo hacia el Este, al Norte de la sierra de Almudaina y controlando el valle de Gallinera, zona de tránsito hacia la costa, está el poblado del Xarpolar, ubicado en una alta meseta de difícil acceso y con un buen control visual del entorno. Cerca de la vall de Ceta encontramos el yacimiento del Pitxocol, emplazado en la cumbre y la ladera meridional de la sierra de Almudaina. Su necrópolis pudo estar en el Collado del Zurdo, lugar que ha proporcionado fragmentos de esculturas funerarias. En Benimassot, localidad de la vall de Ceta, aparecieron también restos escultóricos, pertenecientes en concreto a una dama y un toro. En la Foia del Comtat existió un importante poblado ibérico en el cerro sobre el que se alza el castillo medieval de Cocentaina. Su control visual sobre las tierras septentrionales se aseguraba a través del pequeño enclave del Pic Negre. Otros asentamientos cercanos emplazados en el llano, como el Terratge y la Torre, explotaban tierras fértiles próximas al río Serpis. El poblado de Penàguila, ubicado en una ladera desde la que dominaba el río homónimo, vigilaba un acceso meridional al área alcoyana y enlazaba con una ruta fluvial que conduce a la costa. Los principales poblados analizados se insertan en un modelo equilibrado de “oppida” normalmente equidistantes y con otros núcleos menores subordinados (Olcina, Grau, Sala, Moltó, Reig y Segura, 1998, 42). Son casi siempre pequeños “oppida” de entre 2 y 3 hectáreas, fortificados y situados en cerros. Cumplen una doble función de control y explotación del territorio.

Dominando la Hoya de Alcoy se encuentran los dos grandes poblados de El Puig y La Serreta. A pesar de su proximidad parece que tuvieron inicialmente durante el Ibérico Pleno áreas diferentes de captación de recursos que no entraron en competencia directa (Grau, 1998, 315). El Puig alcanzó su mayor auge durante la primera mitad del siglo IV a.C., abandonándose hacia fines de dicho siglo. Debió alcanzar una extensión aproximada de 3 hectáreas. Su pujanza viene atestiguada por su sólido sistema defensivo y sus lujosas importaciones, como la vajilla ática. El acceso al poblado estaba defendido por un robusto torreón y una doble hilada de murallas. Controlaba la entrada por el Sur a la Hoya de Alcoy. Durante el siglo IV a.C. el poblado de La Serreta ocuparía la parte superior del cerro en que se ubicaba. A esta fase corresponden la mayoría de los enterramientos hasta ahora documentados en su necrópolis de incineración. Tanto en El Puig y La Serreta como en los otros “oppida” del área alcoyana se establecerían las elites rectoras encargadas de la redistribución de la producción agropecuaria y de los objetos llegados a la región a través del comercio. Estas aristocracias impondrían un control estricto sobre las vías de comunicación y organizarían la defensa articulada del territorio. La expansión urbana de estos “oppida” se vería limitada por su ubicación en cerros que unían a su carácter estratégico una topografía ingrata. Su control del territorio se completaba con pequeñas atalayas, como Errecorals y el Pic Negre, y con pequeños centros productivos, próximos a los cursos de agua. Quedaban bien protegidos tanto los accesos desde la costa a la comarca como las entradas desde otras regiones interiores, como el valle alto y medio del Vinalopó o los llanos septentrionales, adscritos a Saiti.

Desde fines del siglo IV a.C. se observa una evolución en el modelo de poblamiento del área aloyana con un considerable avance hacia una organización del territorio más jerarquizada (Olcina, 1996, 130). El patrón de asentamiento basado en los pequeños “oppida” se modifica, abandonándose algunos de ellos, como La Covalta y El Puig. Lo más llamativo de este momento es la remodelación e ingente expansión urbana de La Serreta, que se configuraría así como el gran centro rector del área alcoyana. Bajo su dominio estarían los pequeños “oppida” que lograron subsistir, así como los nuevos núcleos defensivos (Castell de Perputxent, Costurera, Solana de Tollos, Cabeçó de Serrelles y El Castellar) y los nuevos poblados en llano de carácter agrícola (El Sompo, La Condomina, Caseta Catalá y Les Puntes). Todo indica que La Serreta, de extensión superior a las 5 hectáreas, pasaría a ejercer la “capitalidad” de un extenso territorio dentro de un proceso de concentración de la autoridad política y administrativa de carácter en cierta medida protoestatal. Su santuario adquiriría alcance comarcal y sería un instrumento favorecedor de la cohesión política de todos los enclaves dependientes. La relación, casi con toda seguridad jerárquica, que se daba entre La Serreta y los pequeños “oppida” del entorno viene confirmada por el hecho de que en algunos de estos últimos están presentes elementos característicos de la cultura material capitalina, como los plomos escritos y la cerámica decorada de estilo figurado. En este sentido, un gran alfar que pudo abastecer de cerámica corriente y con decoración figurada a muchos poblados del ámbito alcoyano fue L’Alcavonet, en Cocentaina (Grau, 1998-1999, 75).

El territorio dependiente de La Serreta, uno de los más densamente poblados de la Contestania y que está bien definido por la propia orografía accidentada, se insertaría como una cuña entre las áreas territoriales subordinadas a Saiti e Ilici. Incluso la ruta que comunicaba más directamente estos dos últimos centros rectores pasaba por territorio alcoyano, si bien otros caminos más largos y más frecuentados evitaban sus escarpadas sierras. La prosperidad económica alcanzada por La Serreta en el siglo III a.C. se debería tanto a sus propios recursos como al control de diversas rutas comerciales que conducían desde emporios costeros, como el Tossal de Manises o la Illeta dels Banyets, hasta las comarcas interiores. A fines del siglo III a.C. o inicios del siguiente la administración romana, recientemente implantada, eliminó del ordenamiento territorial el enclave de La Serreta, cuyo entorno montañoso podía alentar la resistencia hacia el nuevo poder político. Otros “oppida” o centros agrarios menores perduraron, pero en general el área alcoyana pasó a ser bastante marginal en favor de los núcleos progresivamente romanizados de Ilici, Lucentum, Dianium y Saiti. El área alcoyana se ruralizó y pasó a acoger diversas villas agrarias, como El Quint, La Torre Redona y L’Horta Mayor, yacimiento este último que ha proporcionado restos escultóricos de problemática adscripción cronológica (Olcina, Grau, Sala, Moltó, Reig y Segura, 1998, 43).


EL POBLAMIENTO IBÉRICO EN EL VALLE DEL CANYOLES

El valle del Canyoles es un corredor natural que comunica las llanuras costeras valencianas con la Meseta. Se ubica en el Sur de la provincia de Valencia, en una zona septentrional de la antigua Contestania. Por este valle, utilizado como vía de comunicación desde época prehistórica, discurría un trecho del camino de Aníbal, cerca ya de Saiti. El valle del Canyoles, situado en la comarca interior de La Costera, abarca tanto la vall de Montesa al Suroeste como la Costera de Ranes y la Hoya de Játiva al Noreste. Presenta una longitud de unos 60 kilómetros y sigue una dirección Suroeste-Noreste. Queda delimitado al Norte por las estribaciones más meridionales del Macizo del Caroig y la Serra d’Enguera, mientras que al Sur lo limita la Serra Grossa. Los suelos del valle son de baja salinidad, ricos en carbonato cálcico y con un contenido medio de materia orgánica. El río Canyoles nace en la provincia de Albacete, cerca de Almansa, y desemboca en el río Albaida, cerca de Játiva, salvando en su recorrido una pendiente media considerable. Su caudal es escaso, dependiente del régimen de lluvias, y se alimenta de los aportes irregulares de los barrancos que recoge a su paso. El valle del Canyoles pone en contacto el corredor litoral Baix Maestrat-Júcar con el eje Vinalopó-Llano de Almansa. Al Suroeste se abre de manera relativamente fácil a las tierras manchegas, una vez superado el macizo del Capurucho y el puerto de Almansa, aunque existe un paso más sencillo al Sur del Capurucho, en dirección a Caudete y Villena.

El clima de la comarca es mediterráneo, existiendo una diferencia media de unos 4 grados en las temperaturas máximas y mínimas de la cabecera del valle con respecto a las de su parte final. En ésta, los inviernos son algo más suaves y los veranos casi tórridos, con precipitaciones escasas en general, pero puntualmente torrenciales, sobre todo en otoño. En la cabecera, el invierno es un poco más severo y el verano algo más suave. La cubierta vegetal se caracteriza por un predominio del bosque de carrascal con sotobosque denso. El estudio de algunos carbones recogidos en la necrópolis de Corral de Saus (Mogente) permite identificar entre las especies arbóreas más frecuentes en la zona en época ibérica la carrasca, el pino carrasco y el fresno. Los restos de semillas encontrados en una casa del poblado de La Bastida (Mogente) apuntan hacia el cultivo preferente de trigo y cebada. También se documentó la vid y el olivo, pero sin que pudiesen identificarse estructuras relacionadas con el proceso de transformación de sus frutos en vino y aceite. Las leguminosas se cultivarían en zonas bien irrigadas, próximas al río. A lo largo del valle se observa la existencia de más de una decena de canteras de piedra de cronología imprecisa.

Durante la Edad del Bronce se desarrollaron en el valle del Canyoles, junto con los poblados elevados de posición estratégica y defensiva, otros asentamientos en laderas de mediana altura o sobre pequeñas elevaciones, caracterizados por su funcionalidad preferentemente agropecuaria. En varios casos se detectan aglomeraciones de asentamientos en zonas de paso, como la que comunica el valle del Canyoles con la vall d’Albaida a través de Bixquert. No está muy documentada la continuidad de los hábitats prehistóricos en época ya ibérica, salvo en casos aislados como los del Castellaret y Saiti. De los 52 yacimientos ibéricos identificados en el valle del Canyoles, 28 se localizan en el sector de la cabecera (Pérez y Borreda, 1998, 139). De entre todos ellos sólo unos pocos han aportado estructuras que permitan aproximarnos a sus dimensiones reales. Valorando todos los yacimientos en conjunto, predominan los materiales cerámicos del Ibérico Tardío (siglos III-I a.C.) frente a los más escasos del Ibérico Pleno y el Ibérico Antiguo, lo que pudiera deberse en parte al carácter superficial de las prospecciones. Es además probable que los yacimientos del llano hayan sido más removidos y alterados por la actividad antrópica posterior que los situados en alto.

En la llanura existente al pie de Fuente la Higuera, un amplio valle en la cabecera del Canyoles, así como en las montañas circundantes, nos encontramos con varios enclaves ibéricos destacados, como Santo Domingo, El Frare, San Sebastián, Cabeçoles, Vegueta y Casa Ferrero. El poblado de Santo Domingo, también conocido como La Mola de Torró, se asienta en una zona levemente amesetada en el macizo del Capurucho, al pie de la cresta que da nombre al mismo. La ascensión al yacimiento desde el llano se prolonga durante unos 45 minutos. El poblado, próximo a las 4 hectáreas, dispone de un área de captación de recursos que sería suficiente para su subsistencia, pero no para la acumulación de excedentes destinados a una población distinta de la que ocuparía el asentamiento (Pérez y Borreda, 1998, 142). Controla un excelente paso natural y enlaza visualmente, los días claros, incluso con el otro extremo de la cuenca, la atalaya del Alto de Requena, situada a unos 37 kilómetros. Vigila un acceso desde el valle a los llanos manchegos, por donde la tradición oral señala la existencia de carriladas abiertas en la roca, ya sepultadas por una autovía. Los escasos materiales aportados hasta ahora por el yacimiento nos remiten al siglo IV a.C., lo que indica su contemporaneidad con respecto a La Bastida. A poco más de un kilómetro del poblado de Santo Domingo, en una colina cercana al Capurucho, se encuentra el asentamiento de San Sebastián, casi integrado en el casco urbano de la población actual de Fuente la Higuera y próximo al importante manantial de la Font de Baix. El establecimiento, ya muy arrasado, tendría un aprovechamiento eminentemente agropecuario, si bien serviría además para garantizar el control sobre varios pasos, como el que conduce hacia los poblados ibéricos del área de Caudete. A pesar de la presencia aislada de un fragmento de cerámica ática y de algunas cerámicas indígenas del Ibérico Antiguo, la mayoría de los materiales del poblado de San Sebastián se inscriben en el Ibérico Tardío, como cerámica ibérica pintada con motivos geométricos y vegetales, importaciones campanienses y ánforas itálicas.

El poblado ibérico de El Frare se sitúa en la cima amesetada y redondeada de un cerro. Los restos de la muralla, la cual aprovechaba la curva de nivel situada en el límite de la cumbre, describen una superficie de unas 4 hectáreas. Sus tierras próximas, bastante agrestes, sólo permitirían el autoabastecimiento. Los pequeños nódulos ferrosos del entorno, así como algunas escorias, parecen relacionar el enclave con la explotación y trabajo del hierro. El poblado conectaba visualmente con La Bastida, situada a algo más de 7 kilómetros. Los materiales se centran en los siglos IV y III a.C., como cerámica ática y cerámica de barniz negro de los talleres de Rosas. Cerca de El Frare, al Sureste del mismo, hay estructuras ibéricas muy arrasadas de departamentos y de una posible muralla en la segunda y más amplia de las elevaciones conocidas con el nombre de Cabeçoles. Rodeado por buenas tierras de labor, el asentamiento de Cabeçoles se halla al inicio del corredor de Montesa, por tanto al pie de la principal vía de comunicación del valle. Sus materiales son ya de los siglos II y I a.C., como algunas ánforas romanas republicanas. En otra de las elevaciones de Cabeçoles, en concreto en la cuarta, hay restos de una posible necrópolis ibérica de época tardía, como estructuras circulares apenas visibles acompañadas de cerámicas indígenas. También tardío es el pequeño enclave de Casa Ferrero, cuyas escorias parecen relacionarlo con la metalurgia del hierro.

En la unidad geomorfológica del Plà de les Alcuses, amplia meseta de suave relieve, el principal poblado ibérico, situado en altura, es el de La Bastida, cuya vida se centró en el siglo IV a.C. Soria y Dies (1998, 432-433) interpretan el yacimiento como un poblado periférico fundado para reforzar una zona fronteriza. Estos autores le adjudican una extensión de 3’5 hectáreas, si bien Pérez y Borreda (1998, 145-146) hablan de 6 hectáreas cercadas por muralla más otras 2 hectáreas delimitadas por otra cerca. De una cantera situada a medio kilómetro se extrajo gran parte de la piedra utilizada para dar entidad física al poblado. Mantiene una buena relación visual con algunos de los principales asentamientos ibéricos de la cabecera del Canyoles. Su importancia en la jerarquización territorial de esta zona parece un hecho confirmado. De La Bastida dependerían, aunque sólo durante menos de un siglo, las principales atalayas que controlaban el paso por el inicio del valle, así como su conexión con la Meseta. También quedarían subordinados a La Bastida bastantes asentamientos en llano de dedicación principalmente agropecuaria, y cuya extensión oscila, en función de la dispersión de materiales, entre 0’5 y 3 hectáreas. Algo más grande sería el enclave de la Casa Goll, si bien en el mismo se mezclan los materiales ibéricos con otros romanos y medievales. Desconcierta la brevedad de la vida del poblado de La Bastida dada su entidad y teniendo en cuenta el esplendor económico rápidamente alcanzado. No es descartable que nuevas excavaciones permitan ampliar su cronología. Su posible dependencia con respecto a un centro mayor no es un hecho probado.

En el inicio del corredor de Montesa, en un área en que se estrecha el valle del Canyoles, se emplaza el poblado ibérico del Castellaret. Se alza sobre un cerro dividido en dos zonas por un foso. La zona alta conserva los restos de una atalaya almohade además de cerámicas ibéricas y tardorromanas. En la zona baja se documenta el asentamiento ibérico, del que hay restos de muros de habitación, pero no de muralla. El poblado no rebasaría las 4 hectáreas. Sus tierras de cultivo eran atravesadas por el cercano río Canyoles. Desde la zona alta, los habitantes del poblado controlarían visualmente un amplio espacio, divisando tanto las áreas de paso como otros enclaves elevados próximos, como La Bastida y Santo Domingo. Es probable que en la zona alta existiese en época ibérica una atalaya fortificada. Al Castellaret estaría seguramente vinculada la necrópolis de Corral de Saus, fechada entre los siglos III y I a.C., pero que reutiliza en sus encachados restos escultóricos ibéricos de los dos siglos anteriores. En el Ibérico Tardío, el poblado del Castellaret reemplazaría a La Bastida como asentamiento principal de la zona, pasando a controlar otros núcleos poblacionales menores, como pequeñas alquerías de función agropecuaria.

En la cuenca media del Canyoles se detecta un menor número de asentamientos ibéricos, lo que se traduciría en una menor densidad poblacional. Salvo en un caso, se ubican en la margen izquierda del río, lejos de las estribaciones de la Serra d’Enguera. Se distancian entre sí regularmente por algo menos de 2 kilómetros. Ocupan pequeñas alturas que les confieren cierto control visual del llano, donde además se centra su actividad productiva. Al otro lado del río, en su margen derecha, hay algunas cuevas sepulcrales prehistóricas en las que también aparecieron cerámicas ibéricas. El pequeño asentamiento de Les Voltes pudo ser una atalaya encargada del control de un vado del río. El principal poblado de la cuenca media del Canyoles es el de Montesa (Pérez y Borreda, 1998, 148), ubicado en un cabezo sobre el que en época medieval se edificó el castillo de la Orden de caballería del mismo nombre. Los materiales ibéricos hasta ahora recogidos se concentran en la ladera Este del cabezo. Del poblado de Montesa dependerían otros centros menores, como Les Voltes. Su territorio abarcaba tanto fértiles tierras de labor como bosques y barrancos. El yacimiento de La Tapadora actuaría como bisagra entre el territorio de Montesa y el de Saiti, pues mantenía contacto visual con ambos centros. Los materiales de la cuenca media del Canyoles remiten sobre todo al Ibérico Tardío, destacando la continuidad de gran parte de sus hábitats en época altoimperial romana.

En la parte final del Canyoles el principal asentamiento ibérico es Saiti, ubicado en la margen derecha del río, mientras que el resto de los enclaves destacados de la zona ocupan la margen izquierda, distanciándose bastante del núcleo rector. Habrá que esperar a época romana para detectar arqueológicamente una ocupación rural en áreas más próximas a Saiti. El poblado de La Tapadora, de tan sólo media hectárea de extensión, se alza sobre una pequeña colina en el nacimiento del riachuelo Sants. Ha aportado algunas cerámicas ibéricas y romanas, pero siempre en pequeña cantidad. Mucho más abundantes son los materiales del poblado de Fontanars, situado en la ladera media de un cerro del extremo de la Serra d’Enguera. Está separado de La Tapadora por el riachuelo Sants. A pesar de disponder de amplias tierras de cultivo, su función primordial sería estratégica, controlando el paso entre el valle del Canyoles y La Canal de Navarrés, zona donde se ha encontrado un camino con carriladas de más de un kilómetro de recorrido. El enclave de La Carraposa está en la cima de un gran cerro amesetado aislado en el extremo Noreste de la Hoya de Játiva. Los muros de las laderas quedan en gran parte cubiertos por un denso pinar. Junto a una alta concentración de cerámicas ibéricas se hallaron muchos fragmentos de pequeñas terracotas que representaban équidos y bóvidos. El yacimiento incluiría por tanto un área sacra, bien un santuario o bien un depósito votivo. La Carraposa sería un puesto adelantado utilizado por Saiti en el control de una zona septentrional próxima ya al Júcar. Otra atalaya dependiente de Saiti era la de Santa Ana, de media hectárea, con un buen control visual de tierras ya ribereñas del Júcar. El enclave del Alto de Requena ocupaba un cerro amesetado en la zona en que el río Canyoles se une con el río Albaida. Otros núcleos de pequeña extensión centraban su actividad en las tareas de explotación agraria de la margen izquierda de la parte final del curso del Canyoles.

El antiguo “oppidum” ibérico de Saiti pudo estar en lo que hoy conocemos como Castillo Menor de la actual ciudad de Játiva (Pérez y Borreda, 1998, 150). En la llamada Serra del Castell se acumulan los restos defensivos adscribibles a diferentes épocas, sobre todo a la medieval y a la moderna. Corona la Serra una larga cresta caliza, en cuyas dos vertientes se dio el poblamiento ibérico. No se han realizado excavaciones sistemáticas, si bien los materiales de superficie apuntan hacia una continuidad en el poblamiento desde el Bronce Final. Pérez y Borreda (1998, 149-150) limitan la extensión de Saiti a unas 8 hectáreas, y le adjudican un territorio pequeño, que ni siquiera alcanzaría la antigua línea de costa, algo más próxima que la actual. Aunque coincidimos en el hecho de no atribuir territorios excesivamente grandes a cada centro rector contestano, en el caso de Saiti sí que consideramos que sus dominios alcanzarían, al menos en la dinámica protoestatal de principios del siglo III a.C., tanto el mar como la ribera del Júcar. Saiti contaba con excelentes zonas de labor, destacando en ellas el cultivo del lino, cuya manufactura es citada por las fuentes clásicas. No sabemos si el área de Montesa, en la cuenca media del Canyoles, dependería de Saiti o si tendría en cambio una organización más autónoma, si bien la primera posibilidad parece bastante factible, dada su escasa población. En cualquier caso, Saiti sería la gran ciudad de la parte final del Canyoles, prestigiosa por sus emisiones monetales y claramente favorecida por el nuevo poder romano, que reforzó su preeminencia administrativa y territorial.


A MODO DE CONCLUSIÓN

Para acercarnos a las características definitorias del pueblo contestano entendido como una de las etnias inmersas en el área cultural ibérica hemos recurrido principalmente a aquellos elementos de cultura material de los que pudieran derivarse consideraciones ideológicas, referidas en concreto a los valores, tradiciones, modelos de comportamiento y género de vida. La reconstrucción de algunos de los patrones de la mentalidad indígena es en la mayoría de los casos hipotética, pues determinados elementos materiales, como las armas o las cerámicas importadas, son susceptibles de recibir y originar distintas interpretaciones sobre, por ejemplo, la participación progresiva de un mayor número de ciudadanos en las labores de defensa del conjunto de la comunidad, o sobre la helenización experimentada por las elites y por los principales centros rectores de la organización territorial. Sería ya bastante avanzado el período Ibérico Pleno cuando se definiesen muchas de las etnias ibéricas dotadas de un respaldo territorial extenso y de incipientes núcleos calificables como auténticamente urbanos, en consonancia con el desarrollo de ciertos procesos protoestatales, pero sin que de ninguna manera podamos identificar etnia y protoestado, ya que la ideología similar o compartida rebasaría el marco de las estructuras políticas y administrativas creadas por los mayores enclaves. En este sentido es significativa la relación existente entre la proliferación de las imágenes en las monedas y en las cerámicas indígenas con el desarrollo de la concienciación étnica en época ibérica avanzada, si bien la cohesión favorecida por la utilización oficial o espontánea del mismo repertorio iconográfico afectaría primeramente a las subunidades regionales política y autónomamente definidas, como las dependientes de Saiti e Ilici, y sólo de forma secundaria redundaría en la definición concreta de la etnia y de sus límites territoriales, sistematizados por los autores antiguos tanto en función de sus apreciaciones personales como de las verdaderas distinciones grupales asumidas y tal vez intencionadamente enfatizadas por los indígenas. No cabe duda de que determinados elementos del paisaje, como el Júcar, se convirtieron en excelentes y naturales demarcadores del espacio étnico, dentro del cual e incluso en sus nacientes fronteras se darían importantes oscilaciones diacrónicas en el poder ejercido por los principales poblados, asiento de las elites y de su aparato administrativo y comercial, desvelado por la concentración de elementos indicativos de riqueza y desarrollo cultural, como los bienes importados y los plomos escritos.

La jerarquización del territorio era en buena medida reflejo del sistema clientelar que fue imponiéndose en la sociedad ibérica, el cual es una de las claves para entender la etnia como el resultado final de los influjos políticos y culturales directos e indirectos emanados de los grandes “oppida”. Mientras que algunos de los aspectos caracterizadores de la etnia tendrían una evolución propia y natural, otros serían dirigidos o potenciados por las autoridades regionales para acrecentar interesadamente la cohesión, de modo que los vínculos consanguíneos y de parentesco se verían reforzados por los que implicaba la pertenencia a la nueva comunidad ciudadana inserta en protoestados de amplia base territorial. Este aparente proceso de convergencia del futuro estado con la redefinición interesada de la etnia se vio frustrado, si es que existió, por la entrada de los grandes poderes militares e imperialistas exteriores, y además nunca llegó a rebasar la atomización impuesta por la pervivencia del poder movilizador de un buen número de “oppida”. Sería el colaboracionismo entre los “oppida”, quizás acordado en los santuarios limítrofes, lo que llevó en ocasiones a los contestanos a combatir unidos, por encima del diseño territorial interno derivado de sus grandes núcleos, que se mantendrían en su mayoría políticamente autónomos a pesar de su participación en los pactos de fidelidad, extensivos también a otras etnias.

Es preciso reseñar además que la Contestania desempeñó una función destacada en la introducción y evolución en la Península de determinadas manifestaciones culturales de influjo mediterráneo, como la escultura en piedra, el típico armamento ibérico y los sistemas de escritura. La llegada de conceptos religiosos nuevos queda bien atestiguada por los pebeteros con forma de cabeza femenina, los cuales en el Sureste serían más identificados con la representación de Tanit que con la de Deméter, y cuya presencia se da especialmente en santuarios y en contextos votivos o funerarios. Al contrario que otros pueblos del interior peninsular, los contestanos apenas pudieron oponer resistencia a los conquistadores cartagineses y romanos. La relativa proximidad de la Contestania con respecto a las costas africanas fue un factor decisivo para que fuese elegida como región en la que emplazar la capital iberopúnica, tanto Carthago Nova como quizás antes Akra Leuké. La romanización de la zona, más tardía que la del área andaluza pero en general bastante rápida, se vería favorecida por la larga trayectoria de contactos comerciales y culturales con otros ámbitos mediterráneos. El bilingüismo latino e ibérico de algunas monedas de Saiti ilustra la adaptación al nuevo sistema romano desde el deseo de no perder totalmente la propia identidad.


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