Los normandos se interesaron por Sicilia en 1061, una vez que habían realizado importantes incursiones en la Italia Meridional. La conquista se prolongó durante unos treinta años, período en que Roberto Guiscardo y su hermano menor Roger fueron sometiendo a los emires musulmanes. La población siciliana era muy heterogénea, y se componía de elementos griegos, latinos e islámicos. Roger gobernó en la isla y en la península de Calabria hasta 1101, sin ceder ante los derechos soberanos de su hermano Roberto y de los sucesores de éste. Uno de los hijos de Roger, que tomó el título de Roger II, unificó bajo su poder Sicilia y la Italia normanda continental, dando al nuevo reino una función destacada en la política europea. Su hijo y sucesor, Guillermo I “el Malo” (1154-1166), tuvo serios enfrentamientos con la nobleza, a la que trató de apartar de la administración, y se ganó la animadversión de las ciudades por querer recortar su autonomía. Guillermo II “el Bueno” (1166-1189), idealizado por los sicilianos en épocas posteriores, logró crear un clima de mayor estabilidad política, desplegando a la vez una intensa labor diplomática. En general, el siglo XII se considera como la edad de oro de la historia medieval siciliana, en gran parte porque sus reyes se interesaron más por la isla que por sus posesiones continentales. El sistema administrativo era una síntesis de elementos feudales y de otros mecanismos de inspiración bizantina y musulmana. En Sicilia se hablaban griego y árabe, mientras que en la mayor parte del Sur de la península itálica se había extendido una forma de italiano. La corte hablaba en idioma normando. A los musulmanes se les permitía libertad de culto, y tenían sus propios tribunales. El cristianismo latino fue avanzando frente al que empleaba el rito griego. Los reyes normandos impulsaron el comercio y la industria. Crearon una gran marina mercante e introdujeron el trabajo de la seda. El reinado normando sirvió para aproximar a los distintos elementos poblacionales sicilianos, y supuso una etapa de preeminencia política de la isla sobre el Sur del ámbito itálico.
A fines del siglo XII, tras un período de inestabilidad en que reinó Tancredo (1189-1194), subió al trono siciliano el emperador alemán Enrique VI, de la Casa de Hohenstaufen. Su reinado fue duro y autocrático, lo que le acarreó el odio de gran parte de la población italiana. Enrique murió pronto, en 1197, dejando un joven hijo, Federico II (1198-1250). El Papa se encargó de la tutela de Federico, cuya minoridad acarreó al reino luchas intestinas por el poder efectivo. Federico gobernó Sicilia con justicia y orden, pero la descuidó desde que fue coronado emperador, momento en que volcó sus mayores esfuerzos en el Norte de Italia y al otro lado de los Alpes. Durante su reinado se rebelaron los musulmanes sicilianos, que fueron conducidos en su totalidad como represalia al Sur de la península itálica. Federico actuó con vigor contra los nobles sicilianos y contra la corrupción de los funcionarios, pero no llegó a ser querido por sus súbditos. Y es que sus impuestos eran altos, y el alistamiento militar llegó a ser obligatorio. Expulsó a los genoveses de su colonia comercial de Siracusa. Potenció en general la economía italiana y fundó nuevas ciudades, así como una universidad en Nápoles. Mantuvo litigios constantes con el Papado, y relegó a Sicilia a un segundo plano político.
La muerte del emperador Federico II en 1250 fue recibida con júbilo por el Papa Inocencio IV (1243-1254), pues Federico había sido el gran adversario de la teocracia universal defendida por el Papado. Federico II había sufrido varias excomuniones, a pesar de haber recuperado fugazmente Jerusalén para la Cristiandad. Incluso el Papado, aprovechando la estancia de Federico II en Oriente, había proclamado una guerra santa contra los territorios italianos del emperador, con la cual sólo consiguió escandalizar a la opinión pública cristiana. Los años que habían seguido a la muerte de Enrique VI proporcionaron gran autonomía a los príncipes de Alemania y a las ciudades del Norte de Italia, autonomía que Federico II sólo pudo limitar en parte. En la mitad Norte de Italia se habían definido dos facciones políticas, la de los güelfos y la de los gibelinos, que apoyaban respectivamente al Papado y al Imperio, originando constante inestabilidad. Federico II fue un brillante intelectual, pero sus irreverencias y altanerías le impidieron ganarse la simpatía de la gente. Hizo revivir el ideal imperial, pero sabía que no podría superar en prestigio místico al Papado, que por su parte no renunciaba a la consecución de un poder universal, a pesar de la precariedad de sus medios. Inconscientemente, el Papado, al luchar contra el Imperio, estaba dificultando la unidad europea, y favoreciendo el desarrollo autónomo de las células nacionales. Junto al Imperio Occidental, declinaba el bizantino y se atomizaba el islámico. Constantinopla estaba en poder de los latinos desde 1204, por lo que los bizantinos habían intentado restablecer su Imperio desde su exilio niceano. El califato abasí estaba a punto de perecer ante el empuje mongol. El sultanato mameluco de Egipto se convirtió en el más vigoroso de los estados musulmanes. La muerte de Federico II planteaba la cuestión de quién se haría con el poder en el ámbito italiano.
Los hijos legítimos de Federico II desaparecieron de la escena política poco después que su padre, debido a muertes prematuras. De entre ellos había destacado Conrado, heredero del reino de Sicilia y candidato al Imperio. El Papado había apoyado como antirrey a Guillermo de Holanda, pero el poder de éste era muy inferior al de Conrado. Güelfos y gibelinos estaban tan afanados en sus luchas internas en el Norte de Italia que no pudieron prestar ayuda efectiva ni a Conrado ni al Papa. La ciudad de Roma se había organizado como comuna popular, y había elegido como senador a un simpatizante de los Hohenstaufen, lo cual reforzaba los intereses de Conrado. El Papa Inocencio IV quería evitar a toda costa que el reino siciliano y Alemania estuvieran bajo la misma autoridad, por lo que pretendió promulgar una cruzada contra Conrado. Ésta no fue necesaria, puesto que Conrado cayó enfermo y murió en 1254. Sólo quedaba un príncipe legítimo de los Hohenstaufen, el hijo de dos años de Conrado, llamado Conradino.
Manfredo era hijo ilegítimo de Federico II. La muerte de Conrado hizo que aspirase al dominio sobre el reino siciliano. El Papado reclamó el control del reino, y se avino a un acuerdo con Manfredo, nombrándole bailío del mismo. Sin embargo, la desconfianza entre Manfredo e Inocencio IV derivó en un conflicto armado. Los partidarios de los Hohenstaufen y gran parte de las tropas alemanas del Sur de Italia se unieron a Manfredo, que se hizo con el tesoro del reino. La muerte del Papa poco después benefició enormemente a Manfredo. Es significativo el hecho de que Inocencio IV, antes de concertar el efímero acuerdo con Manfredo, había sugerido que las ciudades del Sur de Italia formasen comunas libres bajo la soberanía de la Iglesia. El siguiente Papa, Alejandro IV (1254-1261), prosiguió con las hostilidades. Las ciudades de la isla de Sicilia se declararon constituidas en República confederada bajo la protección pontificia. Manfredo consiguió un nuevo triunfo, lo que provocó la firma de un tratado con el derrotado cardenal Octaviano. Por este tratado, y en virtud de la minoridad de Conradino, Manfredo quedaba como regente de los territorios continentales del reino siciliano, excluyendo la Terra di Lavoro. Esta región y la isla de Sicilia se anexionaban al Papado. A pesar del acuerdo, Manfredo en los años siguientes conquistó los territorios del reino que le habían sido vedados y, aprovechando un rumor falso sobre la muerte de Conradino, se hizo coronar rey de Sicilia en la catedral de Palermo en 1258. Si aquí se hubiesen detenido las aspiraciones de Manfredo tal vez hubiera logrado crear una dinastía sólida en el reino siciliano, pero sus ambiciones iban más lejos e incluso rebasaban el ámbito italiano. El gobierno de Manfredo en su reino fue justo y eficaz, si bien suprimió muchos privilegios municipales de las ciudades y mantuvo a la isla de Sicilia en un segundo plano, haciendo revivir así el separatismo de ésta. Entretanto, Ricardo de Cornualles y Alfonso X “el Sabio” competían en gastos por el trono alemán, que recayó finalmente en el primero. El Papa Alejandro IV fue acogido por los romanos, que habían expulsado de la ciudad al anterior senador. Alejandro IV encontró un excelente apoyo financiero en los banqueros güelfos de Florencia. Con el apoyo de Siena y ayudado por las intrigas del cardenal Octaviano, Manfredo venció a los florentinos en Montaperti en 1260. Extendió su dominio por la Italia Central, nombró representantes, y trazó alianzas con Génova y Lombardía.
Una vez consolidado su poder en Italia, Manfredo fijó su vista al otro lado del Adriático. Junto al declinante Imperio latino de Romania, que abarcaba poco más que Constantinopla, había tres destacados estados griegos: Trebisonda, el Épiro y el Imperio de Nicea. Al Sur del Épiro y de Tesalia había diversos señoríos griegos, franceses e italianos, y el rico ducado de Atenas, gobernado por la familia borgoñona de La Roche. El Peloponeso estaba bajo el poder del príncipe Guillermo de Acaya. Manfredo pensó que si formaba una alianza contra el Imperio de Nicea, el cual amenazaba con hacer desaparecer el Imperio latino de Romania, se convertiría en paladín del Papa, que así tal vez dejaría de censurar su política. El gobierno niceano había recaído en un hábil general, Miguel Paleólogo. Se constituyó una alianza entre Manfredo, Guillermo de Acaya y el déspota del Épiro, llamado también Miguel. Éste dio a sus dos hijas en matrimonio a Manfredo y a Guillermo de Acaya. Además de recibir esposa, Manfredo obtuvo como dote la isla de Corfú y algunas ciudades costeras del Épiro. En 1259 los aliados concentraron un gran ejército en la llanura de Pelagonia para enfrentarse a las fuerzas niceanas, dirigidas por Juan Paleólogo, hermano del soberano Miguel. Surgieron rencillas en el ejército aliado, que fue abandonado por el contingente de Miguel del Épiro. Las tropas niceanas lograron vencer con facilidad, y Guillermo de Acaya cayó en poder de Miguel Paleólogo. Guillermo fue liberado a cambio de varias fortalezas del Sudeste del Peloponeso. En 1261 y de forma inesperada, Miguel Paleólogo pudo tomar Constantinopla, poniendo así fin al Imperio latino de Romania, y restaurando el Imperio bizantino. Miguel Paleólogo fue coronado emperador, mientras que el depuesto emperador latino Balduino marchó a Occidente en busca de apoyo. Manfredo prometió su ayuda a Balduino para reconquistar Constantinopla, esperando así ganar la amistad del Papado.
El Papa Alejandro IV había muerto poco antes de la caída de Constantinopla. Su sucesor fue el enérgico Urbano IV (1261-1264), que centró sus esfuerzos en la lucha contra Manfredo, auténtico señor de Italia. El nombramiento de nuevos cardenales garantizó al Papa el apoyo del Colegio. Afianzó su poder en el Lacio y las Marcas, a la vez que hacía disminuir la influencia de Manfredo en Toscana y Lombardía. Agentes papales propiciaron una fallida revolución en la isla de Sicilia. El Papado consideraba el reino siciliano como su vasallo, de modo que a él teóricamente le correspondía asignar el trono. Ya al morir Federico II, el Papado había ofrecido el reino siciliano a Ricardo de Cornualles y a Carlos de Anjou, considerando ilegítimas las pretensiones de Conrado. Tanto Ricardo como Carlos habían rechazado la proposición pontificia. Poco antes de morir Conrado, el rey Enrique III de Inglaterra propuso a su hijo menor Edmundo para el trono siciliano. El asunto no agradaba demasiado a los nobles ingleses, que preveían un aumento considerable de los impuestos. En 1255 el jovencísimo Edmundo fue investido con el reino siciliano con la aprobación pontificia. A cambio del título otorgado a su hijo, Enrique III se comprometía a enviar tropas a Italia para luchar contra Manfredo y a pagar una fuerte suma al Papado. Sin embargo, las dudas de Enrique III y su incapacidad para conseguir el dinero prometido hicieron que el Papado cancelara la concesión del reino de Sicilia al príncipe Edmundo. El asunto no había supuesto nada positivo para Inglaterra, y sí favoreció el desarrollo interno de luchas constitucionales. Entretanto Manfredo seguía dominando la mayor parte de Italia.
El Papa Urbano IV intentó llegar a un acuerdo con Manfredo, pero los funcionarios de éste no aceptaron las condiciones papales por el temor a perder las tierras que recientemente habían adquirido. El Papado reanudó entonces las conversaciones con Carlos de Anjou, hermano del rey francés Luis IX (San Luis). Éste apoyó la candidatura de Carlos al trono siciliano, a pesar de que no le agradaba que fueran usurpados los derechos del niño Conradino. Carlos de Anjou llegó a un acuerdo con el Papa que permitiera su llegada a la corona siciliana. Este pacto no tenía unas condiciones muy favorables para Carlos, pues restringía mucho su futuro poder y le suponía un importante esfuerzo económico. La personalidad de Carlos de Anjou permite comprender su comportamiento político posterior. Carlos cultivó la austeridad, aunque siempre al servicio de sus ambiciones. Era inteligente y tenía un carácter fuerte. Su religiosidad parece que era sincera, pero debida en parte a que se consideraba un instrumento escogido por Dios para realizar grandes empresas. Era señor de los extensos territorios de Anjou y Maine. De su primera esposa, llamada Beatriz, heredó Provenza y Forcalquier. Este último territorio tuvo que cederlo a su suegra, Beatriz de Saboya, que no renunciaba a sus teóricos derechos sobre Provenza. Carlos de Anjou, tras participar en Egipto en la catastrófica séptima cruzada, organizada por Luis IX, regresó a Provenza, donde tuvo que someter por las armas a los nobles y a las principales ciudades de la región. Se distinguió también con sus tropas en una guerra interna surgida en Flandes. Más tarde Carlos logró recuperar Forcalquier y consolidar su poder en Provenza. Este territorio se mantendrá en adelante más sumiso a Carlos, pues el futuro rey de Sicilia colocará a funcionarios provenzales en ventajosos puestos a lo ancho de todas sus posesiones. Antes de conseguir el trono siciliano, Carlos adquirió diversos dominios en el Piamonte. Italia se preparaba para reemplazar la dominación alemana por la dominación francesa.
A pesar de que el acuerdo firmado con el Papado imponía a Carlos muchas limitaciones, éste no dudó en aceptar el cargo de senador de Roma que le ofrecieron los güelfos de la ciudad. El Papa Urbano IV se indignó, pero ante la amenaza del avance de las tropas de Manfredo no tomó ninguna medida en contra del nombramiento, solicitando en cambio la pronta intervención armada de Carlos contra Manfredo. El llamamiento angustiado que realizó el Papa permitió a Carlos obtener condiciones más favorables para cuando tuviera que ocupar el trono siciliano. Entretanto los generales de Manfredo proseguían la conquista del territorio pontificio. Los obispos franceses fueron convencidos para que entregaran sus diezmos con destino a la guerra que iba a ser emprendida en Italia por Carlos de Anjou. Antes del inicio de ésta, el Papa Urbano IV falleció. Carlos tuvo entonces que hacer demostraciones de fuerza frente a los rebeldes provenzales para que el nuevo Papa, Clemente IV (1265-1268), no obstaculizara su proyecto de invadir Italia. En el interregno previo a la elección papal, Carlos había logrado la amistad de algunas ciudades del Norte de Italia, como Milán, Ferrara y Génova, que le permitirían el paso por sus territorios. Carlos llegó por mar con unos cientos de soldados a Ostia, desde donde alcanzó Roma. La población romana le acogió calurosamente. Allí fue investido solemnemente como rey de Sicilia. Algunos generales de Manfredo se pasaron al bando de Carlos, pues creían que éste tenía más posibilidades de vencer. Carlos logró restablecer la posición de la Iglesia en la Italia Central ante la inactividad de Manfredo. Se dedicó en Roma a reunir dinero para financiar su campaña, obteniéndolo de las más diversas procedencias. A fines de 1265 contaba con el dinero suficiente para emprender la conquista del reino siciliano. El grueso del ejército angevino partió por entonces de Lyon, incluyendo entre sus miembros a nobles franceses y provenzales. En su camino a Roma sólo fue preciso vencer la resistencia de los Pallavicini en las proximidades de Brescia y Cremona. Carlos permaneció poco tiempo en Roma para no incrementar los gastos de la campaña, de modo que avanzó con fuerza hacia el Sur, venciendo a las pequeñas guarniciones de Manfredo. La batalla decisiva tuvo lugar en las cercanías de Benevento. Las tropas de Manfredo actuaron con descoordinación, y fueron superadas por el ejército de Carlos. El mismo Manfredo cayó en la lucha. Poco antes de la primavera de 1266, Carlos hizo su entrada triunfal en Nápoles. El reino siciliano quedaba a su disposición.
Carlos quiso llevar paz y justicia a su nuevo reino. Promulgó una amnistía general. Extendió funcionarios que se encargasen del cobro de impuestos, pero a la vez impidió sus abusos. Aunque el nuevo régimen parecía llevar mejor la administración, no era popular, y ello debido en parte a la frialdad de Carlos, los altos impuestos y la arrogancia de los dominadores franceses. La independencia con que actuaba Carlos pronto disgustó al Papado. Por mandato pontificio, Carlos renunció a su cargo de senador de Roma. Los romanos eligieron en su lugar a dos senadores poco simpatizantes con el Papado, los cuales a su vez renunciaron en favor del infante Enrique, hermano del rey castellano Alfonso X. En el Norte de Italia, los Pallavicini se sometieron a Carlos. Los Torriani de Milán y los Este de Ferrara siguieron apoyando a Carlos. Gracias a una expedición militar, Carlos pudo controlar la Toscana, debilitando mucho a los gibelinos, que se acordaban aún de Conradino.
Conradino, nieto de Federico II, era en 1267 un muchacho de quince años. Se había educado en Baviera al cuidado de su madre y los hermanos de ésta, que velaban por los intereses políticos del joven. Era inteligente y de trato agradable. Sus imaginaciones de gloria eran alentadas por su primo y amigo Federico de Baden, también muy joven. Conradino contaba con el fervor de los gibelinos del Norte de Italia, que estaban admirados de la gallardía del muchacho, en quien confiaban tras la muerte de Manfredo como alternativa a Carlos de Anjou. Algunos de los políticos que habían servido a Manfredo pusieron su saber ahora al servicio de Conradino, alentándole en la misma Baviera. Conradino, en una dieta convocada en Augsburgo, expuso su intención de luchar por el reino siciliano, y que si moría en la empresa sus posesiones bávaras fueran heredadas por sus tíos, que en vano quisieron disuadirle. Agentes de Conradino consiguieron el apoyo de la isla de Sicilia, que se levantó con la ayuda del infante Fadrique, hermano de Alfonso X “el sabio”. Fadrique había desembarcado en la isla con sus tropas, que habían estado antes refugiadas en Túnez. El otro hermano de Alfonso X, el senador de Roma Enrique, había ocupado varias ciudades de Campania y trazado alianzas con los gibelinos toscanos. El ejército de Conradino penetró en Italia, y con considerable lentitud llegó a Pisa, donde fue calurosamente recibido y donde se le unieron nuevas tropas. A las ciudades aliadas que encontró en su camino, Conradino les concedió numerosos privilegios, y en este clima de entusiasmo general el muchacho llegó a Roma, donde hubo grandes y prematuras celebraciones. Semanas después Conradino partió a la conquista del reino siciliano con un ejército que había aumentado considerablemente en los últimos meses gracias al apoyo gibelino. Desde Roma, Conradino avanzó hacia el Este, encontrándose con el ejército de Carlos en las proximidades de Tagliacozzo, punto equidistante del Tirreno y el Adriático. Corría el año 1268. La batalla entre las fuerzas de Conradino y Carlos fue en un principio muy favorable a las primeras, pero su dispersión al creerse vencedoras permitió a los angevinos que no habían intervenido antes en la lucha hacerse con la victoria. El infante Enrique fue encarcelado, mientras que Conradino y Federico de Baden fueron decapitados públicamente. Esta ejecución acarreó a Carlos numerosas críticas, pero él pensaba que así podría reinar más tranquilo.
Carlos volvió a ser elegido senador de Roma, ciudad que controló estrechamente en los ámbitos económico y jurídico. Apenas estuvo algún tiempo en Roma, pues ejercía el gobierno de la ciudad a través de un representante. Los romanos, aunque no muy contentos con el nuevo régimen, agradecían la restauración del orden. La muerte del Papa Clemente IV a fines de 1268 dio paso a un interregno largo de casi tres años, lo cual favoreció los intereses de Carlos, que pudo influir en gran medida en las decisiones de los Estados Pontificios y aumentar su autoridad en toda Italia. También estaba vacante el Imperio, por lo que Carlos actuó con libertad como representante imperial en la Toscana, donde sometió a las ciudades gibelinas de Siena y Pisa. Permitió la actividad comercial toscana en su reino siciliano. En Lombardía el poder angevino decayó, desarrollándose un odio visceral hacia todos los franceses, independientemente de su condición. A pesar de ello, Carlos siguió nombrando senescales para Lombardía. No veía poderes transalpinos fuertes que pudieran amenazarle. Era auténtico señor de la mayor parte del Norte de Italia. Aunque había vencido a Conradino, Carlos tuvo que sofocar las rebeliones de Lucera y de la isla de Sicilia. Los sarracenos de Lucera fueron finalmente vencidos, y dispersados por todo el reino en núcleos familiares. La rebelión de Sicilia se prolongó algún tiempo más, pero se diluyó finalmente bajo la autoridad angevina. El infante Fadrique escapó a Túnez. Conrado Capece y otros rebeldes fueron decapitados. La represión fue muy dura, con ejecuciones y confiscaciones, a la vez que se expulsaba a los alemanes, españoles y pisanos que habían participado en la revuelta. El orden quedó restablecido en la isla, pero entre gran parte de la población se extendió el odio hacia los dominadores.
Carlos reorganizó su reino según el modelo francés, y entregó los principales cargos a sus compatriotas. Redistribuyó entre éstos muchos territorios, que habían sido confiscados a sus propietarios anteriores. Conservó además muchas tierras como patrimonio real. Las ciudades perdieron su autonomía municipal, entrando en relación feudal con la corona. Aunque introdujo algunos cambios, Carlos mantuvo los mismos cargos estatales precedentes: El condestable, al frente del ejército; el almirante, al cargo de la marina; el juez supremo; el protonotario, al frente de la secretaría real; el canciller, que era siempre un eclesiástico; el chambelán, tesorero del reino; y el senescal, encargado del patrimonio real. Cada provincia estaba bajo el control de un “justicia”, que se encargaba de la justicia local y del cobro de impuestos locales. El juez supremo viajaba por el país para oír las apelaciones contra los “justicias” locales. Tanto la justicia como la administración del reino eran eficaces. Había numerosos y elevados impuestos. Uno de los más criticados era la “subventio generalis”, que gravaba directamente las propiedades y que tenía carácter regular. El sistema penal incrementó los ingresos del monarca. Éste impulsó el comercio, pero con criterios excesivamente dirigistas. Mejoró las instalaciones portuarias para atraer navegantes. Alentó la explotación de minas, trajo ovejas berberiscas, y cuidó de los bosques para conseguir madera con la que hacer barcos. Tomó medidas en favor del campesinado, protegiéndole de los abusos del funcionariado galo. Carlos fue un activo administrador, y viajó con su séquito por todo el reino continental. Sólo al final de su reinado Nápoles se fue definiendo como centro administrativo. El gobierno de Carlos fue bastante eficaz y proporcionó cierta prosperidad a sus súbditos, que sin embargo siempre se mostraron resentidos hacia el enérgico rey. La isla de Sicilia fue una vez más descuidada por el gobierno. Carlos obtenía también importantes ingresos de sus posesiones francesas y provenzales. La acumulación de poder y riqueza hizo a Carlos concebir el proyecto de crear un gran Imperio mediterráneo.
Carlos de Anjou, al igual que lo había hecho Manfredo, se interesó por el Oriente mediterráneo. Una primera acción fue la toma de la isla de Corfú y de las fortalezas continentales inmediatas, adquiriendo así estos dominios que en el pasado poseyó Manfredo. Carlos ofreció su apoyo al depuesto emperador latino Balduino II. Se comprometía a proporcionarle un ejército para la conquista de Constantinopla y la restauración del Imperio de Romania, a cambio de considerables concesiones territoriales sobre las futuras conquistas. Las acciones diplomáticas relativas al asunto bizantino se desarrollaron con lentitud, y mediante ellas Carlos obtuvo el apoyo de Guillermo de Acaya y del rey húngaro. El emperador bizantino Miguel Paleólogo estaba seriamente alarmado, por lo que envió agentes secretos a Génova y a las colonias de ésta esperando conseguir apoyos. Pero en Génova dominaban entonces los güelfos, aliados de Carlos. Para evitar la invasión Occidental, Miguel Paleólogo mantuvo contactos con el rey de Francia, Luis IX, y con el Papado, ofreciendo sus esfuerzos para lograr la reunificación de las Iglesias latina y griega. San Luis deseaba ardientemente realizar otra cruzada en Ultramar antes que luchar contra los cismáticos bizantinos, y esperaba que su hermano Carlos le apoyase en la expedición. Carlos supo convencer a San Luis de que sería más ventajoso realizar una cruzada contra el reino musulmán de Túnez. Esta cruzada, realizada en 1270, tuvo un inicio descorazonador, pero finalizó bien para los intereses de Carlos, pues los tunecinos se avinieron a pagarle un tributo regular. La nefasta cruzada tunecina ocasionó la muerte de San Luis y de muchos soldados franceses, afectados por la disentería. Al regresar a Sicilia, una parte destacada de la flota de Carlos fue hecha pedazos a causa de una tormenta, lo cual retrasaba indefinidamente la expedición contra los bizantinos. El nuevo rey francés, Felipe III, admiraba a su tío Carlos. Poco después de acceder al trono, Felipe III presionó al Colegio cardenalicio para que eligiera a un nuevo Papa. Su interés por el asunto surgió efecto, de modo que fue designado Papa Teobaldo Visconti, que adoptó el nombre de Gregorio X (1272-1276). El nuevo Pontífice se definió pronto como una de las personas más sobresalientes de su tiempo. Entretanto había muerto el déspota del Épiro, y Carlos aprovechó las luchas internas surgidas en esta región para ampliar en ella sus territorios. Conquistó Durazzo y se proclamó rey de Albania. A la vez, Carlos encontró apoyos en Serbia, Bulgaria y el ducado de Atenas para su pretendida expedición contra Miguel Paleólogo.
Poco después de su subida al trono pontificio, Gregorio X convocó un concilio general para dos años más tarde, en el que debían tratarse principalmente tres asuntos: La unificación de las Iglesias latina y griega, la reforma de la Iglesia, y la posibilidad de realizar una cruzada a Oriente. El ímpetu con que el Papa inició su mandato no agradó mucho a Carlos, pero aun así buscó interesadamente su amistad. Un levantamiento popular en Génova ocurrido en 1270 había entregado el gobierno de la ciudad a dos gibelinos, Oberto Spínola y Oberto Doria, que se mostraron más recelosos en sus relaciones con Carlos. Gregorio X era un hombre que anteponía el bienestar de la Cristiandad a los intereses políticos pontificios, de modo que, aunque no le agradaba Carlos, no intentó disminuir su poder en favor del orden, manteniéndole como senador de Roma y representante imperial en Toscana. Gregorio X intentó poner fin a las luchas entre güelfos y gibelinos, e incluso simpatizó con los gibelinos de Florencia. Para poner fin a esa enemistad fratricida, Gregorio X consideró que sería aconsejable la existencia de un emperador que estuviese dispuesto a colaborar amistosamente con el Papado en la dirección del Norte de Italia. La muerte del electo rey de Alemania Ricardo de Cornualles en 1272 imponía la búsqueda de la persona apropiada para el trono vacante. Ésta resultó ser Rodolfo de Habsburgo, rico, bastante mayor, no demasiado poderoso, y tradicionalmente fiel a los Hohenstaufen. Rodolfo fue coronado como “rey de romanos” en 1273, iniciando un largo período de prosperidad para Alemania. La elección de Rodolfo no favorecía los intereses de Carlos en el Norte de Italia, donde vio restringida su acción. Gregorio X, en su afán pacificador, impulsó conversaciones fallidas entre las eternas rivales comerciales, Génova y Venecia. La primera de ellas se vio implicada en un levantamiento general de los gibelinos del Norte contra Carlos, que tuvo que iniciar una costosa guerra contra las ciudades que le eran abiertamente hostiles.
Antes de la celebración del concilio convocado por el Papa, éste mantuvo contactos con el emperador bizantino Miguel Paleólogo, que en vista de su apurada situación política estaba dispuesto a reconocer la supremacía eclesiástica de Roma. En 1273 murió Balduino II, de modo que su hijo Felipe recibió la corona de un Imperio inexistente, el latino. Gregorio X prohibió a Carlos dirigir una expedición contra los bizantinos en vista de la posible reconciliación de las Iglesias. Mientras Carlos tenía las manos atadas, Miguel Paleólogo se acercaba gracias a su hábil diplomacia al nuevo rey húngaro Esteban V, al tártaro Nogai y a los gibelinos genoveses. Gregorio X designó a la ciudad de Lyon como sede del concilio eclesiástico, convocando a ella a muchos obispos y a grandes teólogos. Tomás de Aquino, el gran pensador de la época, murió en el viaje a Lyon. El concilio se abrió en la primavera de 1274. En él se promulgó una ley para impedir futuros interregnos en el Papado. El asunto de la cruzada a Oriente se presentó como inviable. Quedó establecida la reunificación de las Iglesias Occidental y Oriental. Extrañamente el concilio trasladó al ámbito político europeo un clima pacífico, que pronto se reveló como puramente coyuntural. La unión de las Iglesias impidió a Carlos atacar a los bizantinos. Quedaba planteado un problema político con dos facetas, una teórica y otra práctica: Si correspondía a Rodolfo de Habsburgo o a Carlos de Anjou restablecer el orden en el Norte de Italia. El Papa se mostraba partidario de la primera opción, pero no deseaba enemistarse con Carlos. Carlos perdió la guerra genovesa frente a los gibelinos, y con ella importantes posesiones en el Piamonte. Por mediación del Papa, la princesa María de Antioquía vendió a Carlos sus derechos al trono de Jerusalén. Gregorio X actuó en este asunto con gran habilidad, pues deseaba un mayor interés de los occidentales por los reinos cristianos de Ultramar, que se encontraban agobiados por los mamelucos. Carlos asumió el título de rey de Jerusalén. A principios de 1276 murió Gregorio X. Este Papa había mostrado un gran afán por la pacificación de Italia y de Europa, pues pensaba que el conjunto de la Cristiandad latina y griega debía centrar sus esfuerzos militares en la lucha contra el Islam, y no destrozarse internamente.
El nuevo Papa, Inocencio V (1276), gozaba del favor de Carlos. Inocencio V arregló la paz entre los genoveses y Carlos, no muy ventajosa para éste, muriendo poco después, a mediados del mismo año de su elección. Le sucedió el portugués Juan XXI (1276-1277), que también simpatizaba con Carlos. En Milán el poder recayó en su arzobispo, Otón Visconti, que junto con los demás dirigentes güelfos de Lombardía declaró su sumisión al rey alemán Rodolfo. Miguel Paleólogo tuvo que acallar en el Imperio Bizantino las numerosas voces que pretendían alzarse en contra de la recién proclamada unión de las Iglesias. El emperador bizantino sabía que la ruptura con Roma dejaría a Carlos las manos libres para atacarle, por lo que envió una carta al Papa expresando que aceptaba la primacía de la sede romana y el añadido del “filoque” al credo. Esto no impidió a Miguel Paleólogo emprender acciones que consolidaron su control del Egeo, gracias en parte a la intrepidez de su almirante Licario, que reconquistó bastantes islas. Carlos estaba muy enojado por su pérdida de influencia al Este del Adriático. Al menos, las órdenes militares de los templarios y los hospitalarios reconocieron a Carlos como rey de Jerusalén, título que tan sólo reportaba prestigio. En este ámbito oriental Carlos se esforzaría por mantener buenas relaciones con los mamelucos, pues el poder de éstos podría amenazar sus posesiones. Tras un breve pontificado, murió Juan XXI. El nuevo Papa, Nicolás III (1277-1280), pertenecía a la notable familia romana de los Orsini. A pesar de su excelencia moral, pronto adolecerá de nepotismo. Nicolás III consiguió que Carlos renunciara a su cargo de senador de Roma y al de representante imperial en Toscana, cargos que recayeron en miembros de la familia Orsini. A cambio, Nicolás III refrenó las ambiciones de Rodolfo en el Norte de Italia. Para poner fin a la tensión latente entre Rodolfo y Carlos, el Papa impulsó un acuerdo en 1280. En virtud de éste, Carlos fue reconocido conde de Provenza por Rodolfo, si bien tenía que rendirle pleitesía por el condado. El reino de Arlés sería reconstruido y entregado al hijo mayor de Carlos, Carlos de Salerno. Se admitieron los derechos del Imperio en el Norte de Italia, salvo en la Romagna, y Rodolfo obtuvo la promesa de ser coronado emperador. Entretanto Miguel Paleólogo seguía intentando dar muestras de buena fe ante el desconfiado Papa, enviándole declaraciones que confirmaban la unión teórica de las Iglesias. Nicolás III murió en agosto de 1280, y fue sustituido por Martín IV (1281-1285), amigo de la Casa real francesa, y que enseguida se alió con Carlos.
Martín IV restableció a Carlos en su cargo de senador de Roma. Carlos fue también autorizado a enviar tropas y funcionarios a diferentes puntos de los Estados Pontificios, donde habían surgido focos gibelinos. El rey Rodolfo envió a Toscana un nuevo representante imperial, cuya influencia fue atemperada por la reorganización de la liga güelfa de la región. Carlos perdió su poder en Lombardía, donde los Torriani fueron derrotados por los Visconti en 1281, dando así paso al predominio gibelino. En el Sur de Francia las tropas de Carlos se concentraban para marchar a rehacer el reino de Arlés, que se entregaría a su hijo, haciendo caso omiso de las intrigas de la reina madre de Francia, Margarita, que tenía pretensiones sobre dicho territorio. Martín IV hizo trizas la unión de las Iglesias, y animó a Carlos a que marchase contra Constantinopla. Carlos con apoyo veneciano proyectó una gran expedición contra los bizantinos, que debería llevarse a efecto en abril de 1282. Sin embargo, de momento, los angevinos sufrieron un descalabro frente a los bizantinos al intentar tomar la fortaleza albanesa de Berat. La negligencia de sus generales impedía a Carlos arrebatar territorios a Miguel Paleólogo. Pero la situación del declinante Imperio Bizantino era muy apurada, pues sus vecinos se aliaban a Carlos, y los turcos hostigaban sus fronteras anatolias. Sólo la diplomacia parecía que podía salvar a los bizantinos.
Carlos de Anjou era señor de un gran Imperio, que estaba a punto de ampliar con la conquista de Constantinopla. Pero Carlos no había contado con las intrigas tejidas a sus espaldas. Constanza, hija del desaparecido Manfredo, se había casado con el infante Pedro de Aragón, que ya era rey con el título de Pedro III. Constanza se convirtió en la defensora de los derechos de los Hohenstaufen en Italia. Llegaron a la corte barcelonesa tras la muerte de Manfredo y de Conradino algunos de sus más fieles colaboradores, como Roger de Lauria y el anciano médico Juan de Prócida. Este hábil político logró ganar la amistad de los reyes de Aragón, y se dispuso a fomentar sus ambiciones en lo referente a Italia. Según una leyenda que ha quedado reflejada en algunas crónicas sicilianas, Juan de Prócida recorrió el Mediterráneo disfrazado de monje para tejer una gran conspiración contra Carlos. De este modo conseguiría oro del Imperio bizantino, la aprobación del Papa Nicolás III, la voluntad de alzamiento de algunos barones sicilianos, y la promesa de intervención del rey aragonés Pedro III. En opinión de Steven Runciman, la leyenda yerra en lo que se refiere a las actividades físicas de Juan de Prócida y a la complicidad del Papa, pero tiene elementos convincentes. Las secretas relaciones diplomáticas entre aragoneses, sicilianos y bizantinos existieron, si bien los viajes pudieron ser realizados por uno de los hijos de Juan de Prócida en vez de por él mismo. Pedro III se entusiasmó con el proyecto de Juan de Prócida, no desalentándose por la elección del Papa francés Martín IV. Mientras Carlos preparaba en Italia la armada para atacar Constantinopla, Pedro III preparaba en Barcelona una gran flota, que en teoría serviría para realizar una cruzada en Túnez. Los genoveses y los gibelinos del Norte de Italia parecían dispuestos a apoyar toda acción contra Carlos. La isla de Sicilia, arrogantemente despreciada por Carlos, se iba definiendo como el escenario adecuado para el inicio del alzamiento. Pedro III deseaba intervenir en Sicilia cuando Carlos estuviese ya con su flota camino de Constantinopla. Miguel Paleólogo necesitaba que el levantamiento del pueblo siciliano se realizara antes de la salida de la expedición angevina, pues de ello dependía la integridad del Imperio bizantino.
La revuelta estalló en Palermo el 30 de marzo de 1282, lunes de Pascua. Durante la semana anterior, agentes reales recorrieron la isla apoderándose de víveres y rebaños para la flota que, anclada en el puerto de Mesina, se disponía a partir hacia Constantinopla con inminencia. Mucha gente en los alrededores de la iglesia del Espíritu Santo, en Palermo, charlaba y cantaba esperando el inicio de los oficios litúrgicos. Un grupo de funcionarios franceses quiso participar de ese ambiente festivo, y comenzó a tratar a las jóvenes sicilianas con excesiva familiaridad. Un sargento francés pretendió coquetear con una joven casada, por lo que su marido acuchilló al militar. Otros franceses acudieron a vengar a su compañero, pero fueron rodeados por los palermitanos, que con dagas y espadas les dieron muerte. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad empezaron entonces a tocar a vísperas. Las calles fueron recorridas por mensajeros que incitaban a la gente a matar a los franceses. Todos los franceses de Palermo fueron asesinados, salvo algunos que huyeron al interior de la isla. Los habitantes de Palermo al día siguiente se proclamaron constituidos en comuna. Eligieron a un capitán y a tres vicecapitanes, y enviaron una carta al Papa pidiendo su protección. Palermo envió mensajeros a todas las ciudades de Sicilia para que dieran muerte a los franceses. La revuelta se extendió por toda la isla. En Mesina no hubo levantamiento inicialmente. Y es que en Mesina se agolpaba la flota francesa que debía partir hacia Constantinopla, y la ciudad además había sido tradicionalmente mejor tratada por los funcionarios angevinos. Aun así, la revuelta alcanzó Mesina a finales de abril, donde los franceses fueron muertos o expulsados. Los mesineses también se proclamaron en comuna, solicitando la protección papal.
Los isleños informaron al emperador bizantino de estos sucesos mediante un comerciante genovés. Cuando la flota angevina concentrada en Mesina fue destruida, Carlos se dio verdadera cuenta de la gravedad de la situación. El Papa Martín IV no ofreció protección a los rebeldes, sino que prestó su ayuda a Carlos para que reconquistase la isla. El rey francés Felipe III envió a algunos nobles en apoyo de su tío Carlos, advirtiéndole además sobre la flota que los aragoneses habían concentrado en la desembocadura del Ebro. Pedro III partió con su flota aragonesa hacia Túnez, donde aseguraba que pretendía realizar una cruzada. Al llegar a Túnez, Pedro III supo que el enemigo contra el que iba dirigida la cruzada había desaparecido, por lo que ésta se hacía innecesaria. A pesar de ello, la flota aragonesa permaneció en las costas tunecinas recibiendo noticias del desarrollo de los acontecimientos sicilianos. Carlos había logrado concentrar un formidable ejército al Norte de Mesina. Para intentar que la isla se rindiese sin luchar, el Papa envió un legado, y Carlos publicó un decreto para reformar la administración en favor de los isleños. Pero Sicilia estaba dispuesta a luchar en defensa de su dignidad. Carlos fracasó repetidamente al intentar tomar Mesina. El Papa rechazó el proyecto de convertir a Sicilia en un grupo de comunas bajo la autoridad de la Santa Sede. Los sicilianos pidieron a Pedro III que interviniese en su favor, pues después de todo Constanza, su esposa, tenía derechos sobre la isla. La flota aragonesa abandonó las costas de Túnez, y llegó a Sicilia a fines de agosto, dispuesta a enfrentarse a los angevinos. La guerra adquiría así unas dimensiones mayores.
Pedro III fue proclamado en Palermo rey de Sicilia. El nuevo rey se comprometió a gobernar con justicia y a respetar los derechos de los sicilianos. Después partió para liberar Mesina del acoso angevino, enviando antes embajadores a Carlos para que éste abandonara la isla. Carlos ordenó a sus tropas evacuar la isla cuando ya los aragoneses estaban cerca de Mesina, por lo que la precipitación causó algunas bajas en el ejército francés, que tuvo además que dejar gran cantidad de armas en la isla. Pedro III fue recibido con gran regocijo en Mesina por el capitán de la ciudad, Alaimo de Lentini. Promulgó una amnistía para todos los enemigos políticos. La ambiciosa mujer de Alaimo, Machalda, fracasó en su empeño de convertirse en amante del rey Pedro. La consecución posterior de varias victorias navales envalentonó a Pedro III, que proyectó la conquista del continente. Pedro III hizo desembarcar tropas en Calabria, pero éstas no lograron consolidar su dominio allí, donde también permanecía el ejército angevino. Miguel Paleólogo murió a fines de 1282, satisfecho por haber reconstruido y salvado el Imperio bizantino. Los gibelinos del Norte de Italia se mostraban favorables a Pedro III, pero poco podían hacer en su ayuda. El Papa Martín IV proporcionó dinero a Carlos, a la vez que el rey francés le mandaba algunas tropas. La pérdida de Sicilia significaba para Carlos dejar de cobrar tributos a Túnez, por lo que dados sus pocos recursos económicos la reconquista de la isla era fundamental. Una guerra contra Aragón acarrearía a Carlos grandes gastos, por lo que propuso a Pedro III un duelo en el que cada uno de los dos monarcas sería acompañado por cien caballeros. El vencedor recibiría de Dios la posesión de la isla de Sicilia. Este encuentro, que era en realidad sólo una farsa, se celebraría en Burdeos.
Carlos marchó temporalmente a sus posesiones francesas para resolver algunos asuntos y organizar nuevas tropas para la guerra siciliana. Dejó la dirección del ejército en Italia a su hijo Carlos de Salerno. Éste, en el campamento calabrés de San Martín, publicó una serie de ordenanzas que pretendían mejorar la administración y las condiciones de vida de los súbditos del reino. Estas ordenanzas tuvieron poco valor propagandístico, pues los italianos ya conocían qué suponía la dominación angevina. Pedro III, tras consolidar su dominio en Sicilia, partió hacia Aragón. Dejó a su esposa Constanza como regente, con Alaimo de Lentini como “justicia” mayor, Juan de Prócida como canciller y Roger de Lauria como almirante. Pedro III y Carlos de Anjou llegaron a Burdeos en la fecha fijada para el duelo. Se presentaron con sus paladines en el lugar del duelo, pero a horas diferentes. No se encontraron, que es lo que en realidad deseaban, por lo que no tuvieron que luchar. La guerra inevitablemente habría de tener más protagonistas y un escenario más amplio.
El Papa Martín IV proclamó que la guerra contra los aragoneses tenía carácter de cruzada. Carlos de Anjou consiguió que su sobrino, el rey francés Felipe, preparara la invasión del reino aragonés, en connivencia con el rey de Mallorca Jaime, que envidiaba a su hermano Pedro. En el Norte de Italia y en los territorios pontificios se generalizaron los conflictos entre güelfos y gibelinos. El hábil marino Roger de Lauria capturó las islas de Capri e Ischia, frente a Nápoles, e instaló en ellas una guarnición. Las posiciones angevinas y aragonesas en la Italia meridional se mantenían estables. Roger de Lauria organizaba con sus almogávares rápidas expediciones de saqueo en las costas del Sur de Italia. Carlos marchó a Provenza para reclutar más tropas y barcos, y dejó el reino bajo el control de su hijo Carlos de Salerno, que permaneció en Nápoles. Roger de Lauria bloqueó con sus barcos la bahía de Nápoles, lo que indignó a la población local. Carlos de Salerno, contraviniendo las órdenes de su padre, atacó a la flota enemiga, pero fue derrotado y apresado por los aragoneses. Debido a la derrota, se produjeron tumultos en Nápoles que fue difícil sofocar. Roger de Lauria llevó a Carlos de Salerno a Mesina. Su padre Carlos regresó al reino con nuevas fuerzas provenzales, y al saber lo ocurrido se enfureció tanto que despreció el destino que pudiera tener su hijo. El ejército de Carlos estaba viciado de raíz, pues en él se integraban con dificultad descontentos italianos, altivos franceses y codiciosos mercenarios. Carlos avanzó con su enorme ejército hacia el Sur, y antes de expulsar a los aragoneses de Reggio intentó desembarcar en Sicilia. Pero Roger de Lauria dispersó y apresó muchos de los barcos angevinos. En vista del fracaso, Carlos desplazó sus tropas más al Norte, a la Basilicata, y decidió retrasar la expedición contra la isla. Su ejército se desmoralizaba por momentos. En Sicilia, el “justicia” mayor Alaimo de Lentini era objeto de sospechas, por lo que fue enviado a Aragón. Allí fue encontrado culpable de conspiración, y encerrado en una cárcel. La población siciliana estaba algo desconcertada, pues dudaba acerca de los beneficios que le podría proporcionar la dominación aragonesa. El Imperio mediterráneo angevino ya no era lo que fue, pero Carlos aún confiaba en conseguir con ayuda del rey francés una victoria sobre los aragoneses. Entre incesantes preparativos para la próxima campaña, la muerte sorprendió a Carlos de Anjou a principios de 1285. Diversas ciudades de Apulia anunciaron su intención de ponerse bajo la protección del gobierno siciliano. Los sicilianos con su amor a la libertad habían ocasionado el fin del rey Carlos y el declive de su Imperio, pero habían recibido como única recompensa el dominio de otra potencia extranjera.
El nuevo rey angevino, Carlos de Salerno, estaba en manos enemigas. El Papa insistió en hacerse cargo del reino siciliano con pleno derecho, si bien aceptó a los regentes que Carlos de Anjou había designado en su lecho de muerte. El rey francés Felipe III penetró en Aragón con un gran ejército. Los franceses lograron tomar Gerona, pero enfermaron en gran número víctimas de fiebres. La flota francesa fue además destruida por Roger de Lauria cerca de Palamós. La expedición francesa tuvo que retirarse humillada. En Ultramar, los angevinos tuvieron que abandonar Acre en 1286 ante la llegada del rey de Chipre, Enrique de Lusignan. En 1291 los mamelucos tomarán Acre, poniendo así fin al Reino de Jerusalén. En 1285 habían muerto el Papa Martín IV, el rey francés Felipe III y el rey aragonés Pedro III, lo que dio lugar a un cambio en los protagonistas políticos. Carlos de Salerno se encontraba en una prisión catalana. El nuevo Papa, Honorio IV (1285-1287), estaba dispuesto a pacificar Italia. Defendió los derechos de los angevinos sobre el trono siciliano, y ordenó que se pusieran en práctica las reformas administrativas que Carlos de Anjou había prometido antes de morir. Honorio IV consiguió además la amistad de numerosas ciudades del Norte de Italia.
A la muerte de Pedro III, Sicilia pasó a su segundo hijo, Jaime, mientras que el mayor, Alfonso, heredó Aragón. El nuevo rey francés era Felipe IV, hijo del anterior. Felipe IV pronto dio muestras de su gran capacidad política. En Sicilia, Jaime prometió a sus súbditos un gobierno justo, e intentó obtener la legitimación papal. Pero Honorio IV no estaba dispuesto a aceptar la secesión del reino siciliano, por lo que excomulgó al joven rey. Carlos de Salerno, desde su prisión, se mostraba favorable a ceder sus derechos sobre la isla de Sicilia a cambio de su liberación, pero el Papa no quería negociar con los aragoneses. Una nueva expedición angevina contra Sicilia llevada a cabo en 1287 resultó un fracaso. Al mismo tiempo, Roger de Lauria humillaba otra vez a la flota angevina en la bahía de Nápoles. Honorio IV murió ese mismo año, y fue sustituido por Nicolás IV (1288-1292), que también se manifestó abiertamente proangevino. Carlos de Salerno obtuvo al fin la libertad gracias a un tratado firmado en Olorón y ratificado en Canfranc. Carlos se comprometía a pagar una indemnización, a enviar como rehenes a sus tres hijos mayores, y a conseguir una paz que satisficiera a todas las partes. Mostró buena voluntad, pero al llegar a Italia fue tratado más como un héroe que como un pacificador. Enseguida fue coronado rey de Sicilia, a pesar de que se había comprometido ante los aragoneses a no aceptar todavía la corona. Se sentía por ello incómodo, de modo que desarrolló una intensa actividad pacificadora.
Alfonso III de Aragón desembarcó en el Sur de Italia con Roger de Lauria, pero sus tropas fueron sitiadas por los angevinos. Carlos de Salerno, en lugar de atacar a los aragoneses sitiados, firmó con Alfonso III una tregua de dos años. Esto sirvió para que Alfonso desatendiese los asuntos sicilianos, que quedaban así exclusivamente en manos de su hermano Jaime. En 1291 Aragón firmó una paz definitiva con Francia y con el reino de Carlos. Por lo tanto, Jaime tendría que seguir luchando con el único apoyo de sus súbditos sicilianos. Sin embargo, ese mismo año murió Alfonso III, y Jaime fue coronado como nuevo rey de Aragón con el nombre de Jaime II. En principio no quería renunciar a Sicilia, de modo que dejó en ella al infante Fadrique como lugarteniente. Más adelante, Jaime prestó oídos a los monarcas europeos y al Papado, hasta el punto de estar dispuesto a renunciar a la isla en favor de los angevinos, pues deseaba ante todo seguridad en su nuevo trono. El Papa Nicolás IV murió en 1292, dando paso a un interregno de dos años. Tras este espacio de tiempo, fue elegido Papa San Celestino V (1294), un ermitaño poco acostumbrado a la vida política, y que abdicó enseguida. El nuevo Papa, Bonifacio VIII (1294-1303), impulsó las negociaciones entre Carlos de Salerno y el reino aragonés, de modo que todo hacía prever que la isla de Sicilia caería nuevamente en poder angevino. Los sicilianos sin embargo coronaron como su rey al infante Fadrique a fines de 1295. Por tanto la guerra continuaría.
Jaime II se casó con Blanca, una hija de Carlos de Salerno, y el Papa le entregó como dote en 1298 Córcega y Cerdeña. Roger de Lauria y Juan de Prócida se pasaron al bando angevino. Jaime II, Carlos de Salerno y Bonifacio VIII se aliaron en contra de Fadrique. Lograron reconquistar Calabria, pero en ninguna de sus numerosas campañas pudieron tomar la isla. La resistencia siciliana admiró a los genoveses, que ofrecieron su ayuda a la isla. Sin embargo, el almirante genovés Conrado Doria fue derrotado cerca de Nápoles por Roger de Lauria, de modo que la República genovesa se mostró en adelante neutral. En 1301 los angevinos firmaron con los sicilianos una tregua de un año, y se retiraron de la isla. En el Norte de Italia proliferaban los levantamientos gibelinos, a la vez que los güelfos se dividían en dos facciones, blancos y negros. Carlos de Valois, hermano del rey francés Felipe IV, quiso convertirse en paladín de la Iglesia. Desembarcó en Sicilia en 1302 para prestar apoyo al príncipe Roberto, hijo de Carlos de Salerno, que llevaba luchando infructuosamente con los sicilianos algún tiempo. Las tropas angevinas no consiguieron nada, de modo que el príncipe Roberto y Carlos de Valois firmaron con el rey Fadrique la paz de Caltabellota, que suponía la independencia de la isla. En virtud del acuerdo, Fadrique se casó con Leonor, otra de las hijas de Carlos de Salerno. El tratado de Caltabellota establecía además que a la muerte de Fadrique la isla volvería a los angevinos, pero Fadrique y los sicilianos ya verían en el futuro cómo evitarlo. Carlos de Salerno pudo sentar a su nieto Caroberto en el trono húngaro, lo cual abría un futuro esperanzador para la dinastía angevina. Entretanto Jaime II y su hermano Fadrique se reconciliaron. En 1309 murió Carlos de Salerno, siendo sucedido en el trono de Nápoles por su hijo Roberto.
En 1314 Roberto intentó invadir Sicilia para castigar a Fadrique por haber ofrecido ayuda al ya fallecido emperador Enrique VII. La invasión fracasó, y fue la excusa idónea para que Fadrique legara la isla a sus descendientes, despreciando lo acordado en Caltabellota. El parlamento siciliano reconoció como heredero a su hijo Pedro. En 1328, Fadrique asoció a Pedro al trono siciliano. Roberto fracasó repetidamente en sus intentos de tomar la isla. El reino de Nápoles, que era el estado de mayor extensión de la península itálica, estuvo regido durante el siglo XIV y el primer tercio del siglo XV por reyes de la Casa de Anjou, si bien en la práctica los barones terratenientes gozaban de gran autonomía. Roberto I de Nápoles, apodado “el prudente”, reinó hasta 1343. Fue un soberano notable, que actuó como el líder máximo de la oposición italiana a las intervenciones alemanas de los emperadores Enrique VII y Luis IV de Baviera. Roberto era aliado de los Papas de Avignon, pues su reino era vasallo de la Santa Sede. Actuó como vicario pontificio en la Romagna y estimuló una política güelfa. Perdió a su hijo, Carlos de Calabria, que había sido durante algún tiempo señor de Florencia, por lo que legó el trono a su nieta mayor, Juana I, que reinó en Nápoles desde 1343 hasta 1382. Juana I firmó una paz duradera con la isla de Sicilia en Aversa en 1372, bajo la égida del Papa Gregorio XI (1370-1378). Sicilia quedaba así incuestionablemente en posesión de la rama de Fadrique de la Casa de Aragón, a cambio del mero reconocimiento de la suprema autoridad del reino de Nápoles y del Papa. El rey aragonés Pedro IV “el Ceremonioso” (1336-1387) promovió el matrimonio de su nieto Martín “el Joven” con María, heredera del trono de la isla de Sicilia. Los contrayentes reinaron en la isla desde 1395, y su mandato se caracterizó por la enérgica lucha para doblegar a los barones sicilianos. La muerte de Martín “el Joven” en 1409 hizo que la isla de Sicilia pasara por sucesión a los reyes de Aragón, olvidándose pronto el vasallaje debido a los reyes napolitanos.
En cuanto a Cerdeña, el rey aragonés Jaime II se había decidido a hacer efectivo su dominio sobre la isla en 1323. Algunas de sus principales ciudades fueron tomadas por los aragoneses, pero los naturales del lugar iniciaron una áspera resistencia, apoyada por Pisa y Génova. En 1353, bajo el reinado de Pedro IV “el Ceremonioso”, una escuadra catalana obtuvo en Alguer un gran triunfo frente a los genoveses. Sin embargo, la rebelión en la isla se mantuvo, dirigida por algunos cabecillas locales, como los Doria y los jueces de Arborea. En 1385 se llegó a un precario acuerdo de paz entre las partes enfrentadas, que resultó a medio plazo ficticio. La presencia aragonesa en Cerdeña era fuertemente combatida por los partidarios del vizconde de Narbona y de Brancaleone Doria. La sumisión definitiva de Cerdeña sólo fue posible tras la victoria aragonesa de Sanluri en 1409.
A través de todos los hechos narrados anteriormente podemos apreciar el desarrollo de varios procesos. La oposición surgida entre los intereses del Papado y el Imperio permitió el afianzamiento de las conciencias segregacionistas regionales, al no haber una corriente aglutinante suficientemente poderosa. Esta conciencia independentista regional se advierte en el Sur de Italia, y especialmente en Sicilia, donde los abusos que acarreaba la dominación angevina se hicieron intolerables. Por otra parte asistimos al engrandecimiento de las Casas reales francesas, hasta el punto de que tal vez los monarcas franceses soñaron con erigirse en los rectores de la Cristiandad. El Papado entró en una fase profunda de desprestigio, pues sus acciones políticas se revelaban muchas veces partidistas e inadecuadas. Es también manifiesta la distorsión del primigenio ideal cruzado, pues se pretendió dar este apelativo a las guerras proyectadas contra los cismáticos e incluso a las llevadas a cabo por instigación papal contra ciertos príncipes fieles al cristianismo latino. Queda probada la valía de los diplomáticos bizantinos, que al azuzar a los sicilianos en connivencia con Juan de Prócida lograron salvar a su Imperio de las posibles consecuencias desastrosas de una nueva cruzada. Es también de destacar cómo se consolida progresivamente en el período bajomedieval la presencia aragonesa en los distintos ámbitos mediterráneos. Y finalmente cabe resaltar el alto concepto de la propia dignidad mostrado por los sicilianos, que lucharon infatigablemente contra los excesos de sus dominadores, convulsionando gran parte del panorama político europeo de fines del siglo XIII e inicios del siglo XIV.
BIBLIOGRAFÍA:
-Runciman, Steven; “Vísperas sicilianas”; Alianza Editorial; Madrid; 1979.
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