BIOGRAFÍA
Jean Jacques Rousseau nació en la ciudad suiza francófona de Ginebra el 28 de junio de 1712. Pocos días después de su nacimiento murió su madre. Los padres de Rousseau pertenecían a familias de origen francés. Cuando Rousseau contaba con cinco años, su padre, llamado Isaac, decidió trasladar la residencia familiar a uno de los barrios pobres de Ginebra, conocido con el nombre de Saint Gervaise. Y es que su padre, relojero de oficio, atravesaba por entonces momentos de dificultades económicas. Desde los siete años, el pequeño Rousseau realizó lecturas sueltas que dejaron en él una fuerte impronta. Fue así como descubrió a autores como Plutarco y Molière. Con nueve años Rousseau recibió el golpe de la desaparición de su hermano mayor, que había estado vagabundeando hasta entonces por las calles ginebrinas. En 1722 el padre de Rousseau mantuvo una disputa con un notable militar. El altercado obligó a Isaac a marcharse de la ciudad. Dejó a su hijo y a su sobrino en pupilaje a cargo del pastor protestante Lambercier, en Bossey. Dos años después Rousseau regresó a Ginebra, instalándose en casa de su tío. Fue aprendiz de un escribano, y más tarde entró al servicio de un grabador poco amigable. Ya con unos quince años, al regresar de un paseo, Rousseau encontró cerradas las puertas de la ciudad, por lo que impulsivamente decidió marchar a la aventura para conocer nuevos lugares.
En Annecy, Rousseau recibió la protección de la señora de Warens, la cual envió al joven al hospicio de catecúmenos de Turín para ayudarle en sus estudios y hacer crecer su afición por la música. Fue aquí donde Rousseau abjuró del protestantismo y fue bautizado como católico. Esperaba así que su vida fuera menos problemática. Sirvió durante seis meses en casa de la señora de Vercellis, y luego durante otros cinco en la residencia del conde de Gouvon. Pasó unos días en Annecy junto con la señora de Warens, tras lo cual inició una existencia picaresca. Fue sucesivamente cantor en la escolanía de la catedral de Annecy, maestro de música en Lausanne y Neuchâtel, acompañante de un extraño monje griego que recorría Suiza… De este modo conoció numerosas ciudades. En 1731 Rousseau fue recogido por la embajada francesa en Soleure. Realizó ese mismo año su primer viaje a París, donde trabajó como preceptor durante dos meses. Se reencontró en Chambéry con la señora de Warens, la cual le proporcionó una plaza de empleado en el Catastro de Saboya. Permaneció en ese puesto durante ocho meses, pasados los cuales se dedicó a dar lecciones de música. Parece que llegó a ser el consejero y el amante de la señora de Warens. Recorrió diversos lugares del Sur de Francia. Hacia 1735 se produjo su primera estancia en la casa de campo que la señora de Warens tenía en Les Charmettes, cerca de Chambéry. No se sabe con seguridad si fueron sus incesantes lecturas las que quebrantaron su salud. A fines de 1737, permaneció algún tiempo en Montpellier esperando un diagnóstico facultativo sobre sus persistentes enfermedades.
Al regresar a Chambéry, Rousseau comprobó que ya la señora de Warens tenía otro favorito, a pesar de lo cual siguió recibiendo su protección. Durante sus largas estancias en Les Charmettes, realizó un gran esfuerzo intelectual instruyéndose en plan autodidacta. En el verano de 1740, Rousseau se trasladó a Lyon, donde actuó como preceptor de dos muchachos. Elaboró un proyecto para la educación del señor de Saint Marie, lo que revela sus inquietudes didácticas. En 1742 Rousseau presentó en la Academia de Ciencias parisina un nuevo sistema de notación musical. Aprovechó además su viaje a la capital para entablar amistad con figuras tan sobresalientes como Marivaux y Diderot. Fue en una breve temporada secretario del recaudador de impuestos Dupin. Entre el verano de 1743 y el verano de 1744 trabajó en Venecia como secretario del embajador francés. Sus constantes discusiones con éste le hicieron optar por su regreso a París. Con unos 32 años Rousseau se enamoró de una joven llamada Thérèse Levasseur. Fue incrementando con constancia el volumen de sus escritos. Logró que fuera representada su obra “Las musas galantes”. Mantuvo por entonces buenas relaciones con Rameau y Voltaire.
En 1746 Rousseau pasó una temporada en Chenonceaux, donde ayudó a la señora Dupin a preparar una obra sobre las mujeres. A fines de ese mismo año nació el primero de los cinco hijos que le dio Thérèse Levasseur. Todos estos bebés fueron ingresados poco después de nacer en la inclusa. Rousseau pretendió justificar este modo de desentenderse de sus hijos aludiendo a que así recibirían una educación pública para llegar a ser obreros o campesinos, en lugar de aventureros. Pero los remordimientos al respecto le acompañaron durante toda su vida, haciéndose más intensos al final de la misma, sin llegar a mencionar el dolor que pudo suponer para la madre el verse privada de sus cinco niños. En 1747 y 1748 Rousseau frecuentó mucho el teatro y la ópera. A petición de D’Alembert, redactó artículos sobre música para la Enciclopedia. En 1749 sufrió la llamada iluminación de Vicennes. Se disponía a ver a Diderot, que estaba preso en Vicennes, cuando leyó en el periódico la cuestión propuesta por la Academia de Dijon para el premio de moral de 1750: “Si el restablecimiento de las Ciencias y las Artes ha contribuido a depurar las costumbres”. La polémica obra que presentó a la Academia de Dijon resultó ganadora. Poseído por un impulso hogareño, Rousseau empezó a vivir con Thérèse Levasseur. Decidió trabajar como copista de música. En 1752 se presentó con enorme éxito ante la corte su intermedio musical “El adivino de la aldea”. Tuvo valor para rechazar en medio de su gloria operística una audiencia con el rey, haciendo así gala de su carácter libre y provocador. A fines del mismo año se estrenó su “Narciso”. Rousseau publicó un atrevido artículo en el que criticaba la música francesa de su tiempo, colocándola por debajo de la música italiana. Este artículo molestó vivamente a los directores de ópera franceses. Durante una estancia en Ginebra, Rousseau volvió al seno de la Iglesia calvinista y recuperó la ciudadanía ginebrina. En 1755 fue publicado su “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, obra en la que abogaba por la espontaneidad natural frente a la estructuración de las instituciones sociales.
En compañía de Thérèse Levasseur y de la madre de ésta, Rousseau se estableció en la casa de campo del Hermitage en Montmorency, perteneciente a la señora d’Epinay. Rousseau empezó a polemizar con algunos de los grandes pensadores de su época, de cuyas disputas se nos conservan cartas encendidas. Aprovechó la tranquilidad campestre para trabajar en nuevas obras. Mantuvo una fugaz relación con Sophie d’Houdetot. Dicha relación terminó agriamente y le conllevó la pérdida de su amistad con la señora d’Epinay. Permaneció en Montmorency gracias a la gentileza del mariscal de Luxemburgo. El carácter de Rousseau se fue endureciendo, lo que le llevó a romper su amistad con Grimm, D’Alembert, Voltaire… La publicación de su “Nueva Eloísa” se vio acompañada de un éxito fulgurante. A fines de 1761, nos encontramos en Rousseau con las primeras manifestaciones de desórdenes psicológicos. Imaginaba que el manuscrito de su “Emilio” estaba en manos de jesuitas que proyectaban mutilarlo. Ya en 1762, Rousseau dirigió a Malesherbes cuatro importantes cartas sobre su vida y su persona. “El Contrato Social”, editado en Holanda, fue prohibido en Francia. La publicación del “Emilio”, tratado pedagógico, suscitó una airada reacción en la facultad de teología de la Sorbona, así como las duras críticas del arzobispo de París. El parlamento parisino dictó orden de prisión contra Rousseau. El escritor tuvo que huir a Suiza, pero no fue acogido ni en Ginebra ni en Berna. Sus obras eran víctimas del fuego. Tras ser expulsado de Yverdon, se refugió en Môtiers, en el principado de Neuchâtel, dependiente del rey prusiano.
Rousseau renunció a su ciudadanía ginebrina en 1763, naturalizándose como ciudadano de Neuchâtel. Sus “Cartas escritas desde la montaña” constituían una respuesta al panfleto que contra él había escrito Tronchin. El mismo Voltaire se involucró en la redacción de escritos antirrousseaunianos. En Môtiers, Rousseau se aficionó a la botánica, la cual le proporcionaba consuelo en medio de sus desgracias. Alentados por el pastor de Môtiers, los vecinos del pueblo lapidaron una noche su casa. Rousseau vivió varias semanas en la isla de Saint Pierre, en el lago de Bienne, pero fue también expulsado de allí. Pasó fugazmente por Berlín y Basilea. Recibió un pasaporte provisional con el que cruzó Francia bajo la protección del príncipe de Conti. En 1766 Rousseau se estableció en Inglaterra aceptando los ofrecimientos de Hume, con el que no tardó en pelearse. Trabajó en la redacción definitiva de los primeros libros de las “Confesiones”, obra de gran valor autobiográfico. El rey inglés Jorge III concedió a Rousseau una pensión. Tras dieciséis meses de estancia en la desapacible Inglaterra, el escritor regresó precipitadamente a Francia. Adoptó un nombre falso para pasar desapercibido. Recibió la protección de Mirabeau y nuevamente del príncipe de Conti. Se vio abocado a una vida errante llena de angustias y enfermedades. Le reconfortó la publicación de su “Diccionario de la música”.
En 1768 comienza a aparecer en la correspondencia de Rousseau la paranoica idea de un amplio complot supuestamente organizado contra él. Se instaló en una ciudad del Delfinado llamada Bourgoin, donde contrajo matrimonio civil con Thérèse Levasseur. Se entregaba con pasión a la botánica, a la vez que proseguía la redacción de sus “Confesiones”. En 1770 Rousseau se volvió a establecer en París, donde reanudó sus actividades como copista de música. Realizaba escapadas periódicas al campo para recoger plantas y semillas. Leyó públicamente en selectos salones algunos fragmentos de sus “Confesiones”. Estas lecturas públicas fueron prohibidas por la policía a petición de la ruborizada señora d’Epinay. Rousseau entabló amistad con el escritor y botánico Bernardin de Saint Pierre. Los últimos seis años de la vida de Rousseau fueron modestos. La tranquilidad que intentaba transmitirle su esposa se veía rota por sus resentimientos, expresados en obras como “Diálogos: Rousseau, juez de Jean Jacques” y “Las ensoñaciones del paseante solitario”. Avanzó con tenacidad en sus estudios de botánica. En 1776 quiso depositar el manuscrito de sus “Diálogos” en el altar mayor de Notre Dame como muestra de la sinceridad de su corazón, pero renunció a ello al encontrar cerrada la cancela. En Ménilmontant fue arrollado por un gran perro. Este accidente en apariencia irrelevante determinó la orientación última de su pensamiento. Poco a poco fue abandonando su trabajo como copista de música. Redactó los últimos paseos de sus “Ensoñaciones”, obra que dejó inconclusa. En 1778 se instaló en Ermenonville, en casa de un amigo, el marqués de Girardin. Murió allí el 2 de julio, un mes después de la muerte de Voltaire. El cadáver de Rousseau fue enterrado en la isla des Pleupiers, en el centro del parque de Ermenonville. En 1794 sus restos mortales fueron trasladados al Panteón de París.
“DISCURSO SOBRE EL ORIGEN Y LOS FUNDAMENTOS DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS HOMBRES”
Rousseau presentó este discurso en 1754 a un certamen convocado por la Academia ginebrina de Dijon. Ya en 1750 el escritor había sido premiado por la misma institución al presentar un satisfactorio “Discurso sobre las Ciencias y las Artes”. Rousseau coloca al principio de su discurso sobre la desigualdad entre los hombres una cita tomada de Aristóteles en la que el pensador griego da a entender que los seres que se comportan conforme a la naturaleza son aquellos que no han experimentado la depravación. Antes de comenzar el desarrollo expositivo de su obra, Rousseau se dirige al Consejo General de la República de Ginebra, aprovechando la oportunidad para introducir algunas de las ideas políticas con las que años después dará forma al “Contrato Social”. En esta sonora introducción, Rousseau elogia el sistema político de la ciudad de Ginebra. Manifiesta que se siente orgulloso de haber nacido allí, pues Ginebra está dotada de un gobierno prudentemente democrático y de unas sólidas leyes, elaboradas por magistrados y aceptadas expresamente por el pueblo. Describe Ginebra como una república de origen remoto y estructuras consolidadas, sin afán conquistador y sin temor de ser conquistada. Rousseau habla de que es fácil instaurar un gobierno justo en un lugar en que prácticamente todos los particulares se conocen entre sí. Antepone el amor a los conciudadanos al amor que se siente por el suelo patrio. Expone los beneficios que derivan de una adecuada división de poderes. Defiende la separación de las esferas política y religiosa. Se vale de un lenguaje utópico para señalar que la clave de un estado justo y próspero reside en el ejercicio de las virtudes de sus ciudadanos. Concede gran importancia al clima, a la fertilidad de la tierra y a la belleza de los paisajes al tener que decidir el lugar donde residir. Se muestra apenado por haber tenido que abandonar en su juventud la ciudad que le vio nacer. Con estos argumentos desea atraerse el favor de sus oyentes y recuperar su ciudadanía ginebrina.
En este punto Rousseau comienza una hipotética disertación con la que anima a los ginebrinos a conservar su felicidad mediante el solícito cuidado de su admirable constitución política. Recuerda enternecido el trabajo y las atenciones de su padre, de quien aprendió a respetar el ordenamiento político de la ciudad. Elogia los sublimes valores que poseen tanto los magistrados como el pueblo, de cuya voluntad depende el poder que ostentan los primeros. Ensalza a los pastores protestantes de la ciudad, santos ministros que predican con el ejemplo. Piropea a las mujeres ginebrinas, a las que con tono tradicionalista considera castas guardianas de las buenas costumbres. Alude a que la sobriedad es uno de los principales fundamentos de la prosperidad de Ginebra. Se despide de los miembros del Consejo General con modestia y patriotismo.
En un colorido prefacio el autor nos indica lo difícil que es definir con exactitud lo que es el hombre. El alma humana ha visto seriamente alterada su constitución original en el seno de la sociedad, debido a sus progresos, sus atrevidos conocimientos, sus errores, la fuerza adquirida por sus pasiones… Estos cambios han derivado en una indudable pérdida de simplicidad por parte de la naturaleza humana, que se ha alejado de la inicial concepción divina. Rousseau admite el principio de la evolución de las especies aplicado a los animales. En cuanto a los hombres, considera que en estado de naturaleza eran prácticamente iguales entre sí. Los cambios que sufrieron en momentos diversos y con variada intensidad determinaron las primeras diferencias entre ellos. Paradójicamente, Rousseau considera que el estado de naturaleza en el hombre quizás no existió jamás, a pesar de lo cual es preciso buscar ciertas nociones elementales del mismo. Con humildad señala que sólo expondrá conjeturas y argumentos discutibles, pues es empresa casi imposible el pretender reconstruir a la perfección al hombre natural. La aproximación al conocimiento del hombre natural servirá a su vez para determinar con mayor claridad los principios que configuran el derecho natural, causa de contradicción entre los filósofos de todos los tiempos. Rousseau denuncia la artificialidad arbitraria con que los teóricos han pretendido enunciar las leyes constitutivas del derecho natural, pues lo que en realidad caracteriza a éste es la desconocida voz de la naturaleza. Otra idea importante expuesta por el autor es la de que sólo unas pocas personas a lo largo del tiempo han poseído los intrincados conocimientos necesarios para dar forma a la sociedad. Es decir, han sido ciertas elites las que han ido alejando al conjunto de los hombres de su estado de naturaleza.
Rousseau considera que entre las operaciones elementales del alma humana hay dos anteriores a la razón de las cuales dimanan todas las normas del derecho natural: Por un lado, el cuidado que tenemos de nuestro propio bienestar y de nuestra propia conservación, y por otro lado, la repugnancia que nos causa el ver sufrir o morir a otro ser sensible. Así pues, el hombre, antes que por su inteligencia, está adoctrinado por profundos impulsos de conservación y conmiseración. El hombre no sólo no debe causar daño a sus semejantes, sino que además no debe maltratar inútilmente a ningún animal. El estudio del hombre primigenio es para Rousseau el mejor medio de averiguar el origen de la desigualdad moral, de definir los fundamentos del cuerpo político, y de aclarar los derechos inalienables que poseen los miembros de la sociedad. El autor se revela contra las injusticias sociales, intenta demostrar que éstas no son fruto de la voluntad divina, sino del mal oficio de los hombres.
Hay para Rousseau dos formas distintas de desigualdad entre los hombres: La que viene dada por la naturaleza y la que se establece por convención. Esta última determina diferencias en lo referente al goce de privilegios, riquezas, honores y poder. No existe proporción lógica entre ambos tipos de desigualdades, pues son muchos los individuos agraciados por la naturaleza que se ven socialmente discriminados. Rousseau se centra en el estudio del proceso por el cual la naturaleza se vio sorprendentemente sometida a la ley. Cuestiona el que el hombre originario tuviera una noción clara del bien y del mal, un sentido nítido de la propiedad y una voluntad consciente de ceder el poder al más fuerte. Critica a los filósofos que han descrito al hombre natural atribuyéndole los rasgos propios del hombre civil. Advierte que no es en los textos sagrados ni en ningún otro libro donde se deben buscar las características del hombre primigenio. Intentará dilucidar cuál habría sido el destino de los hombres si una vez creados Dios los hubiera abandonado a su propia suerte. Expresa su deseo de emplear un lenguaje universal y atemporal, extrapolable a todos los hombres. Recurre con retoricismo al tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor que el presente, pues piensa que el progreso no hace que el hombre adquiera una felicidad comparable a la primigenia.
Rousseau intuye que el hombre es el resultado final de la evolución de especies anteriores menos desarrolladas física y cerebralmente, pero antes de hacer meras suposiciones al respecto prefiere partir en su estudio del hombre natural configurado con los mismos atributos externos que el hombre actual. El hombre en su estado primitivo no era ni el más fuerte ni el más ágil de los animales, pero sí el más completo. Cubría con sencillez sus necesidades más imperiosas. Su carácter omnívoro le permitía comer casi todo lo que producía la exuberante naturaleza. Los rigores climáticos y los peligros constantes hacían que el hombre fuese robusto e inalterable. La misma naturaleza se encargaba de poner fin desde un principio a la penosa vida que les esperaría a los débiles. La falta de instrumentos para realizar cualquier trabajo obligaba al hombre a maximizar las potencialidades de su cuerpo, que de ese modo rebosaba siempre vigor. El hombre temía sólo aquello que le resultaba desconocido, que sería más bien poco debido a la uniformidad del discurrir de cualquier medio natural. Los victoriosos enfrentamientos que mantenía contra otros animales estimulaban su autoestima, su confianza en sí mismo, por lo que se sentía el ser más privilegiado de la creación.
El escritor hace piruetas argumentativas para demostrar que en el hombre salvaje tiene poco efecto la debilidad causada por la infancia, la vejez y la enfermedad. Como Rousseau sabe que en épocas pasadas la gente moría a más corta edad, procura no identificar vida larga con vida dichosa. En cuanto a la enfermedad, la considera más bien fruto de nuestra forma disipada de vivir, por lo que el hombre natural apenas conocería otro dolor que no fuera el causado por las heridas o la vejez. Muchos contemporáneos de Rousseau se escandalizaron al descontextualizar la frase en la que éste asegura que el hombre que medita es un animal depravado. Con esta expresión Rousseau sólo pretendía indicar que a veces nuestras incesantes reflexiones se oponen a nuestra felicidad y atentan contra nuestra salud. Burlonamente alude a que los médicos no siempre nos proporcionan el remedio a nuestra enfermedad, sino que incluso en ocasiones la agravan con su torpeza o ignorancia, lo que hace nuestra situación menos atractiva que la de los salvajes. Debemos considerar que esta idea fue formulada en un momento en que la ciencia médica y los sistemas sanitarios estaban muy lejos del desarrollo actual. Para Rousseau, el hombre al hacerse sociable se vuelve débil y cobarde. Además, su deseo de vivir cada vez más cómodamente le convierte en un ser siempre insatisfecho. Muchas de las cosas que consideramos imprescindibles son en realidad vanidades superfluas que nos roban dignidad.
Con sagacidad Rousseau deduce que en el hombre primitivo debió de haber un gran contraste entre los sentidos corporales. Tendría muy desarrollados el olfato, la vista y el oído, pues requería del perfecto funcionamiento de los mismos para cubrir sus necesidades elementales. En cambio tendría poco sutiles el tacto y el gusto, más desarrollados en los hombres que se dejan arrastrar por la molicie. Lo que distingue al hombre del animal es que el primero actúa libremente mientras que el segundo lo hace sólo por instinto. La conciencia que tiene el hombre de su propia libertad es una manifestación plena de la espiritualidad de su alma. Un rasgo característico del hombre es la facultad que tiene para perfeccionarse, aunque ello es más bien motivo de duelo antes que de alegría. A las percepciones y los sentimientos, se suman en el hombre civilizado nuevos procesos psicológicos más complejos. En el hombre que se aleja del estado de naturaleza van aumentando la capacidad de raciocinio y la intensidad de las pasiones. Es así como el hombre empieza a temer la muerte, cuyos terrores antes le dejaban indiferente.
Rousseau señala cómo los pueblos que tuvieron que hacer frente a circunstancias materiales adversas fueron los que más prontamente se adentraron por los caminos de las ciencias y las artes. En cambio, los salvajes que ven fácilmente cubiertas sus necesidades en el seno de la madre naturaleza no experimentan deseo de cambiar de condición ni se detienen a pensar en su futuro. Sin duda que hubo una distancia temporal enorme entre las puras sensaciones y los conocimientos más simples adquiridos por el hombre. Hizo falta mucho tiempo para que los hombres descubrieran el fuego o la agricultura, pues tuvieron que vencer sus profundos recelos hacia la novedad y hacia el trabajo continuado. La dispersión característica de los salvajes dificultaría la transmisión mutua de los nuevos conocimientos adquiridos por algunos. Los más listos se verían cohibidos a la hora de dar utilidad práctica a sus reflexiones, pues los demás hombres, aún salvajes, destruirían sus realizaciones o se apoderarían de ellas sin el menor remordimiento. Un asunto que interesa vivamente a Rousseau es el origen que tuvieron las lenguas, excelente vehículo para la articulación y la expresión de las ideas. Considera tan complejo el aprendizaje y la extensión de las lenguas que sus propias argumentaciones no le disuaden de la idea de que en dicho proceso medió un poder sobrenatural. Deja planteada la cuestión de si la sociedad fue anterior al lenguaje o viceversa.
Rousseau imagina que el hombre en estado de naturaleza apenas necesitaba a los demás hombres, salvo para cubrir ciertas necesidades afectuosas y sexuales. Frente a los que llaman miserable al hombre natural, Rousseau argumenta que éste no se quejaba de las circunstancias de su vida ni se planteaba el suicidio, contrariamente a lo que ocurre en las modernas sociedades. El hombre salvaje era libre, ni bueno ni malo, ni virtuoso ni vicioso. En cambio podemos albergar serias dudas acerca de si el progreso ha proporcionado al hombre mayor virtud y libertad, o si por el contrario le ha condenado a una frustrante dependencia mutua. Rousseau critica la afirmación de Hobbes de que el hombre es un ser naturalmente malo. Piensa que el error de Hobbes radica en atribuir al hombre natural un sinfín de pasiones que en realidad son obra de la sociedad. Considera contradictoria la afirmación de Hobbes de que el hombre salvaje es a la vez robusto y dependiente. Ello sirve al escritor ginebrino para abogar por el recto comportamiento del hombre natural. Retoma así la hipótesis del buen salvaje, imagen abundante entre los tratadistas españoles, surgida del contacto reiterado con pueblos con formas de vida primitivas en los lugares que se iban descubriendo y conquistando. Es el sosiego de las pasiones y la ignorancia del vicio lo que hace que el hombre salvaje sea bueno. Prueba de esta bondad natural es el hecho de que los hombres se enternezcan ante el sufrimiento de sus semejantes. Los hombres serían monstruos si su razón no se viese acompañada por la piedad. Ésta es la virtud de la que arrancan otras muchas, pues desear que alguien no sufra equivale a desear que sea feliz, actitud a todas luces loable. En cambio de la razón parte el amor propio, la indiferencia ante el dolor ajeno.
El hombre salvaje se guía por el principio: “Procura tu bien con el menor mal posible para tu prójimo”. Aunque el hombre natural era arisco, poco dado a entablar relaciones con sus semejantes, no por ello era malvado, sino que más bien tendía a evitar altercados sangrientos. Para él no existían el honor, la propiedad, la justicia y la venganza. La debilidad de las pasiones que recorrían el alma del buen salvaje hacía innecesaria la existencia de leyes. Y lo que es más: Quizás las leyes surgieron a la vez que los crímenes, y desde entonces no han podido poner fin a éstos, lo que cuestiona su eficacia. Uno de los asuntos del discurso rousseauniano que más debió de escandalizar a los hombres de mediados del siglo XVIII fue la manera en que el escritor ginebrino habla sobre el amor. Se muestra en este sentido tremendamente frío y crítico. Considera que lo moral en el amor es un sentimiento ficticio, nacido del uso de la sociedad y ensalzado por las mujeres para hacer prevalecer sus caprichos entre los hombres. Libera al buen salvaje de los prejuicios morales relativos al sexo, equiparándole a los animales, que se conforman con aplacar su deseo. El hombre natural se uniría a cualquier mujer con indiferencia, lo cual evitaría vanas disputas ocasionadas por los celos. Rousseau critica la hipocresía que subyace tras la fidelidad conyugal y el honor familiar, pues ambas realidades son sepulcros blanqueados que encierran adulterios y abortos. Muchos de los planteamientos de Rousseau rezuman un sentimiento de exclusión social y misoginia.
El autor piensa que la desigual educación que reciben los diferentes niños es la causa de la mayor parte de sus desigualdades. Son por tanto mucho más numerosas las desigualdades sociales que las impuestas por la naturaleza. Rousseau piensa que en el estado de naturaleza los hombres no se oprimían los unos a los otros, pues ello les ocasionaría más fatigas que beneficios. Como los hombres primigenios se bastaban por sí mismos no necesitaban ni amos ni servidores. No tenían necesidad de ostentar o potenciar los dones recibidos de la naturaleza, pues ello no les proporcionaba un estatus superior al del resto de los hombres ni mayor felicidad personal. Al recordar la supuesta dicha del buen salvaje, Rousseau siente nostalgia, y mira con desprecio al hombre social y al mundo civilizado.
Rousseau aborda el estudio del proceso de perfeccionamiento de la razón humana. Piensa que la sociedad civil surgió cuando los hombres aceptaron el principio de la propiedad privada. El hombre primigenio, consciente de su existencia y guiado por su afán de subsistir, satisfacía sus pocas necesidades con la espontaneidad que le transmitía su instinto. Más tarde tuvo que aprender a superar circunstancias adversas que atentaban contra su bienestar. La especie humana se fue extendiendo sobre la tierra. El hombre tuvo que adaptarse a climas y terrenos muy diferentes. Para sobrevivir en las estaciones en que la tierra y los árboles no daban fruto, se vio obligado a cazar y pescar. El fuego debió de ser para él un descubrimiento extraordinario, pues le proporcionaba calor y le permitía hacer más digestivos y sabrosos los alimentos, además de darle luz en la noche. El hombre comenzó a reflexionar antes de actuar. Supo dominar al resto de los animales, lo que generó en él un sentimiento de orgullo que pronto le llevó a querer ser el primero de entre los hombres. Observó las semejanzas que existían entre él y sus congéneres, lo que hizo que se fuera aficionando a su compañía. Se unía a otros hombres laxamente en busca del bien común, y se separaba de ellos cuando veía peligrar su interés personal. Estas primeras relaciones amistosas entre humanos dieron lugar a toscas formas de lenguaje, basadas en gritos, gestos y sonidos imitativos o torpemente articulados. Y durante mucho tiempo los hombres fueron progresando a ritmo muy lento.
Los lentos progresos fueron seguidos por otros más rápidos. El hombre empezó a fabricar instrumentos cada vez más complejos. Optó por la vida en familia y se construyó una vivienda. La continuada convivencia familiar hizo aflorar bellos sentimientos de amor y ternura. La mujer se fue haciendo más sedentaria y se dedicó al cuidado de los niños. Los hombres se procuraron diversas comodidades que debilitaron su cuerpo y su espíritu. Estas comodidades les esclavizaron, pues se sentían desdichados cuando esporádicamente se veían sin ellas. Rousseau piensa que las lenguas debieron de originarse en las islas y perfeccionarse en el seno familiar. Recoge una vaga referencia al diluvio universal e intuye el proceso de separación de los continentes, aunque en realidad éste fue muy anterior a la aparición del hombre sobre la tierra. Los hombres empezaron a vivir en grupos cada vez más amplios, lo que propició el intercambio genético entre los mismos. Es así como se forjaron las culturas y los sentimientos de solidaridad mutua. En estas primeras sociedades la gente cantaba y danzaba para dar sustancia a su ociosidad. Los hombres empezaron a valorar la estimación pública, lo que fue fuente de vanidades y envidias. Se fueron estableciendo normas de cortesía, cuya violación originó venganzas y comportamientos sanguinarios. Rousseau considera que la época más feliz y duradera debió de ser aquella en que las sociedades estaban naciendo, pues por entonces el hombre se mantenía a la misma distancia de la indolencia de su estado primitivo y de la impetuosa actividad propia del orgulloso hombre actual.
Rousseau intenta simplificar con fines aclaratorios el proceso de formación de la sociedad civil. Piensa que cuando el hombre necesitó la ayuda continuada de otro desapareció la igualdad, surgió la propiedad y se hizo necesario el trabajo. Los bosques se transformaron en campiñas. Rousseau acierta al considerar que la agricultura y la metalurgia impulsaron el proceso de civilización del hombre. Yerra en cambio al situar la metalurgia cronológicamente antes que la agricultura, lo que invalida su explicación acerca de la implantación de ambas actividades. Piensa que fue el reparto de las tierras cultivables lo que dio lugar al derecho de propiedad. Este derecho sólo se justifica por el trabajo continuado en una determinada parcela de tierra. Una vez establecido este sistema socioeconómico, la desigualdad natural propia de los hombres originó diferencias en el nivel de la producción agrícola y artesanal, dando lugar a desigualdades de índole social. Este proceso de diferenciación entre los hombres se fue agravando conforme aparecían nuevas artes y evolucionaban las anteriores. Los hombres se fueron jerarquizando en función de sus cualidades y del uso que sabían dar a éstas. Se preocuparon por aparentar y por situarse por encima de los demás, aunque fuera con engaños y opresiones. La rivalidad se hizo cada vez más despiadada. Una vez que todas las tierras y ganados ya tenían dueño, los pobres se vieron abocados al robo para poder sobrevivir. Entretanto los ricos disfrutaban sojuzgando a los demás hombres.
Al quebrantamiento de la igualdad siguió un tremendo desorden. El derecho del más fuerte chocaba con el derecho del primer ocupante. La sociedad se vio convulsionada por un estado de guerra permanente. Entonces los ricos, viendo amenazada su plácida existencia, desplegaron su demagogia para convencer al pueblo de la necesidad de instaurar leyes e instituciones que garantizasen el mantenimiento de un orden aparentemente justo, pero que en realidad sólo legalizaba la desigualdad. El pueblo aceptó someterse a las leyes, pues tenía la esperanza de ver resueltas sus querellas, y no preveía los abusos que podían cometer aquéllos en quienes recayese el poder sobre las instituciones comunes. Fue así como quedó definitivamente destruida la libertad natural. Las sociedades se extendieron por toda la faz de la tierra. La ley natural, bajo el nombre de derecho de gentes, pervivió con dificultad, pero bajo la autoridad suprema de las artificiosas leyes civiles. La mayor parte de los hombres, defensores ariscos de sus propiedades, perdió su piedad natural. Rousseau aprovecha su discurso para realizar una llamada en favor de la unidad universal de todos los pueblos, lamentándose de las barreras que el proceso civilizador ha establecido entre ellos.
La división del género humano en diferentes sociedades trajo consigo guerras nacionales de terribles consecuencias. Rousseau rebate los argumentos de quienes piensan que la sociedad civil fue instaurada por conquistadores o debido a una decidida unión de los oprimidos. La sociedad no consistió al principio más que en unas cuantas convenciones generales que todos los individuos se comprometían a observar y de cuyo cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de ellos. Como esta endeble constitución no remedió los desórdenes sociales, fue preciso que la autoridad pública se depositase en magistrados que debían hacer cumplir las deliberaciones del pueblo. Por tanto, las leyes fueron anteriores a los jefes, los cuales fueron elegidos por los pueblos para que defendiesen su libertad, y no para que los esclavizasen. Es falso que los hombres tengan una inclinación natural a la servidumbre. Lo que ocurre es que una vez que han perdido la libertad pierden también el gusto por ella. Rousseau se burla de quienes llaman paz a la más miserable servidumbre. Al ensalzar la valentía de los que luchan por conservar su libertad, quizás Rousseau critica veladamente el incipiente colonialismo europeo. Con fortísimas argumentaciones Rousseau desarticula el tópico que identificaba el poder del rey con la autoridad paternal, y lanza airadas críticas en contra de las incoherencias del absolutismo. Ataca la tesis de la institución voluntaria de la tiranía, y para evitar suspicacias afirma que la monarquía francesa no es en modo alguno tiránica, puesto que está sometida a las leyes.
El escritor ginebrino afirma que va contra el derecho natural despojarse de la propia vida o de la propia libertad. Esas operaciones implican degradación personal, y en todo caso no deben vincular a los vástagos. Rousseau acepta la tesis de que el poder hace degenerar a quienes lo ostentan. Los gobiernos recién instaurados siguen al menos ciertas pautas loables, pero más tarde desembocan en la arbitrariedad represiva. Rousseau enuncia ya el principio del contrato social, base sobre la que se establece el cuerpo político. Los magistrados, que reciben su poder gracias a la voluntad popular, deben preferir en todo momento la utilidad pública a su propio interés. El magistrado debe ser el más interesado en mantener la constitución elegida por el pueblo, pues la destrucción de la misma invalidaría su propia autoridad. Si prescindiéramos de la sanción divina que hace intocable a la autoridad soberana, podríamos decir que el pueblo tiene derecho a revocar el contrato que le une a sus jefes. Pero como este derecho podría ser causa de alteraciones políticas frecuentes, es mejor aceptar que el poder soberano está protegido por la voluntad divina.
Rousseau piensa que las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más o menos grandes que se daban entre los individuos en el momento de su implantación. Es así como surgieron monarquías, aristocracias o democracias, en función de si uno, varios o todos los individuos mostraban capacidad política y habilidad gubernativa. Mientras que en algunos de estos regímenes las leyes fueron respetadas, en otros se llegó a la tiranía. En los diversos gobiernos, todas las magistraturas fueron inicialmente electivas. Algunos criterios que favorecían el ser elegido eran la riqueza, el mérito y la edad avanzada. A pesar de ser contenedores de experiencia y tradición, los consejos de ancianos no agradan a Rousseau, pues piensa que desencadenan intrigas, guerras civiles y tendencias nepotistas nada beneficiosas para el sumiso pueblo. Rousseau cree que la degeneración de los sistemas políticos da lugar primero a distinciones entre ricos y pobres, después entre poderosos y débiles y por último entre amos y esclavos. Los vicios que hicieron necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso de las mismas. Sofísticamente Rousseau se vale de este argumento para señalar que siempre en las instituciones sociales habrá elementos corruptos. Considera lógico que los pueblos viles en los que florece la ambición tengan malos gobiernos. El crecimiento de la desigualdad política entre el pueblo y sus jefes da lugar a su vez a onerosas distinciones civiles, relativas a la riqueza, el honor, el poder y el mérito. La conjunción de estas distinciones genera inestabilidad social. De entre todas las desigualdades, la relativa a la riqueza es la principal, puesto que es la más inmediatamente útil al bienestar y la que sirve para adquirir casi todo. El afán que tenemos los hombres por sobresalir es sin duda la causa de lo mejor y de lo peor que legamos a la humanidad. La perversidad del rico es tal que sólo se alegra de su propio estado si los demás hombres están en la miseria, siempre que ésta no genere conflictos que hagan peligrar su riqueza.
Rousseau alude a la posibilidad de realizar una obra en la que se analizasen las ventajas y los inconvenientes de todo gobierno en relación con los derechos del estado de naturaleza. Es decir, ya albergaba en su interior el deseo de escribir “El Contrato Social”. Piensa que el ejército, la policía y los impuestos no son sino secuelas de las desgracias que conlleva el vivir en una sociedad civilizada. Se recrea describiendo con un lenguaje apocalíptico el proceso de degeneración de las sociedades, debido a la proliferación y el agravamiento de las desigualdades, los prejuicios, los recelos mutuos… Vaticina el triunfo de las tiranías y del despotismo. Fiel a su capacidad para sorprendernos, el pensador ginebrino nos dice que una vez alcanzado el último límite de la desigualdad, todos los hombres volverán a ser iguales, meros súbditos de un amo cuyo poder se basará únicamente en su propia fuerza. Los hombres regresarán a un estado muy similar al de naturaleza, un estado fruto del exceso de corrupción, en el que primará la ley del más fuerte. Esta idea podría servirnos para atribuir a Rousseau cierta concepción circular de la historia. En sus reflexiones finales, el autor reconoce que muchas de las ideas del libro se basan principalmente en su imaginación. Opina que el género humano cambia de forma paralela al sucederse de las generaciones. Establece un marcado antagonismo entre el hombre natural y el hombre actual. La indiferencia del primero contrasta con la febril actividad del segundo. Frente a la espontaneidad del salvaje, el hombre civilizado está lleno de hipocresía. Mientras que el hombre natural vive en sí mismo, el hombre sociable vive de las opiniones que los demás tienen sobre él, de tal modo que nuestro mundo se ha convertido en el salón en que se celebra un colorido baile de disfraces. En lugar de dejarnos guiar por nuestras inclinaciones naturales, nos hemos apartado de ellas para nuestra propia perdición. Rousseau finalmente deja claro que sólo se valió en su discurso del uso de la razón, sin acudir a realidades trascendentes.
LA CRÍTICA A LA SOCIEDAD EN EL PENSAMIENTO DE ROUSSEAU
Rousseau establece una clara relación entre la corrupción de la vida moral del hombre y el desarrollo de la cultura. Ello le sirve de base para declarar que las repúblicas de Grecia y Roma eran éticamente superiores a los estados modernos. Intuye que los hombres del futuro experimentarán un sentimiento de malestar al contemplar el resultado social del progreso. Denuncia que la naturaleza humana ha sido desvirtuada por la influencia de la civilización, hasta el punto de que el hombre moderno se preocupa más por parecer que por ser. Este deseo por aparentar, típico de nuestra sociedad, nos impide conocer la naturaleza original del verdadero ser humano. El hombre moderno se ve privado de su individualidad, y empieza a vivir conforme a meras convenciones sociales. Rousseau admite como un retrato válido de la sociedad moderna la descripción de Hobbes del hombre como adversario del hombre, pero critica a su predecesor por atribuir al hombre natural características emanadas de la vida social.
Para Rousseau, un hombre que se deja arrastrar por sus locas pasiones es digno de compasión. Nuestro mundo ha contemplado el declive físico y moral de los hombres. Mientras que la fuerza de los antiguos residía en su sacrificada capacidad de identificarse con el espíritu de su comunidad, el hombre moderno ha visto su personalidad enajenada debido a su servidumbre a necesidades artificiales. Al perseguir febrilmente bienes materiales, el hombre moderno los ha convertido en un fin en sí mismos. Igualmente, la concepción del conocimiento ha degenerado hasta convertir a éste en una ciencia vana y en una curiosidad inútil. La reflexión ha debilitado el carácter de los hombres, los cuales están esclavizados por objetos externos y falsas metas. Rousseau es uno de los primeros pensadores que ha insistido en la idea de la alienación del hombre, debida en gran parte a la tumultuosa vida urbana. El hombre moderno está siempre en contradicción consigo mismo, pues busca la felicidad a través de actividades y cosas que nunca le satisfacen. Ello se manifiesta en un estado permanente de ansiedad y en una huída hacia el futuro debido a lo frustrante del presente. Rousseau piensa que los verdaderos placeres del hombre provienen de su naturaleza y son fruto de su trabajo, sus relaciones y sus necesidades. Esta convicción interior lleva al pensador ginebrino a criticar el teatro y otros espectáculos artificiosos que hacen que los hombres se evadan brevemente de sí mismos. Rousseau tiene una visión tradicionalista de la mujer. Piensa que la mujer debe ser humilde, pudorosa y dócil. Debe buscar su felicidad en su hogar y su familia, intentando agradar con su rectitud ejemplar a su esposo. Rousseau ensalza continuamente la virtud, fuerza interna que permite a los hombres conducirse con frugalidad y mantenerse impasibles ante las pasiones corruptoras. Para Rousseau, la virtud indica una cierta rigidez, una especie de desafío heroico a los valores mundanos. En este sentido propone siempre como modelo a imitar a la sobria Esparta.
LA CONCEPCIÓN ROUSSEAUNIANA DEL ESTADO DE NATURALEZA EN EL HOMBRE
En el pensamiento de Rousseau se da un marcado contraste entre el hombre original, libre y dichoso, y el hombre moderno, esclavizado y decadente. Rousseau se vale de un concepto algo indefinido de naturaleza para indicar qué es lo que no es propiamente humano. El ginebrino se esfuerza por distinguir los elementos originales y artificiales del ser humano. Para dilucidar cuál era el estado primario del hombre, Rousseau emprende un recorrido temporal en el que los hitos pseudohistóricos son enunciados a partir de intuiciones hipotéticas. Rousseau cae en la ambigüedad implícita que existe en la idea del ser original del hombre, pues la naturaleza humana no puede ser separada por entero de la idea de su desarrollo en el tiempo. Para Rousseau, el estado primigenio del hombre expresa la pureza y la simplicidad de sentimientos básicos que no han sido corrompidos por la sociedad. La penosa condición actual del hombre indica que la naturaleza humana está todavía en un estado potencial. El hombre sólo se realizará cuando desarrolle adecuadamente las posibilidades auténticas de su ser. Estas posibilidades no pueden realizarse hasta que el hombre perciba su estrecha relación con el orden universal. Estas ideas muestran el amplio significado ontológico y metafísico que la naturaleza tiene en el pensamiento rousseauniano. El filósofo ginebrino cree que el hombre atravesó por una fase presocial en la que cada individuo vivía casi del todo volcado sobre sí mismo.
La función hipotética del concepto filosófico de estado de naturaleza ya era aceptada por la mayoría de los pensadores algo anteriores a Rousseau. Los filósofos que precedieron a Rousseau habían considerado la existencia humana de forma relativamente estática, y atribuían al hombre originario características propias del hombre social. En cambio Rousseau resaltó la concepción del hombre como un ser que adquiere nuevas facultades a lo largo de su desarrollo. Grocio, Pufendorf y Locke habían considerado al hombre primitivo como un ser esencialmente racional y social. Por el contrario Rousseau entendía el estado de naturaleza como un simple punto de partida en el que el hombre poseía las mínimas cualidades que le diferenciaban de los animales. Hobbes anteriormente había mantenido una postura similar. Pero para éste la naturaleza del hombre es básicamente agresiva y egoísta. Creía además que la naturaleza humana no se había visto transformada radicalmente por la sociedad, sino que sólo estaba controlada por el poder de las leyes. Es decir, para Hobbes, el estado de naturaleza pervive en el fondo del hombre social, pero teme manifestarse por la presión censuradora de las leyes y de las convenciones. Rousseau creía en la capacidad del hombre para evolucionar y mejorar. De entre los pensadores que precedieron a Rousseau cabe citar a Spinoza, que atribuyó a la sociedad una función importante en el desarrollo de la libertad y la racionalidad del hombre.
Aunque Rousseau coincide con Hobbes en negar al hombre primigenio el sentido moral y la sociabilidad que le atribuye la Escuela del Derecho Natural, niega rotundamente que el hombre sea débil y perverso por naturaleza. Rousseau opina que el estado de naturaleza es pacífico, y permite que el hombre lleve una existencia independiente, sin entrar en conflicto serio con los demás hombres. El hombre primitivo rousseauniano está dominado por dos impulsos esenciales: La autopreservación y la piedad. Rousseau no defendió la vuelta del hombre actual a su estado primitivo, pues ello implicaría una indefendible carencia de valores. A pesar de ello, creía que el estado de naturaleza era más ventajoso que la situación presente del hombre, pues permitía a éste ser feliz a través de la satisfacción desinhibida de sus deseos inmediatos. El hombre moderno depende onerosamente de los otros y no consigue estar satisfecho. Cuando el hombre tomó conciencia de sí mismo como ser diferenciado empezó su desdicha. El hombre actual es débil y medroso por su cómoda vida, y se siente atormentado interiormente porque por más que piensa no logra que nada le satisfaga. Al contrario de lo que pudiera parecernos, Rousseau piensa que el hombre puede frenar su proceso de degradación. Esta evitable tendencia hacia la degeneración es lo que ha causado la desigualdad entre los hombres.
Según la concepción rousseauniana, en el estado de naturaleza existía una igualdad real e indestructible entre los hombres, pues sus diferencias físicas no eran notables. En cambio en la sociedad la gente se ve forzada a competir entre sí, de modo que se genera un proceso aberrante en el que van creciendo las desigualdades. El hombre abandonó su placentero estado natural porque libremente se decidió a emplear sus capacidades virtuales en un momento en que quizás se produjo un fenómeno físico inesperado. Se inició entonces un largo camino histórico en el que el hombre fue cambiando de estado gracias al buen o mal empleo de su capacidad para perfeccionarse. La progresiva intimidad de las relaciones entre los hombres condujo a la formación de actitudes morales rudimentarias y a la voluntad de basar la conducta en principios aceptados de común acuerdo. El surgimiento de la primera sociedad permitió a los hombres experimentar placeres que antes les eran desconocidos. Los primeros hombres sociales empleaban su razón armonizándola con sus necesidades simples, lo que permitió que fueran dichosos hasta la aparición del orgullo y la vanidad.
El hombre, al desarrollar las capacidades individuales que le eran personalmente ventajosas, entorpeció progresivamente la convivencia con los demás. La división del trabajo y la implantación de la propiedad forjaron una sociedad cuyos miembros eran rivales cada vez más desiguales. Cada uno empezó a buscar con artimañas engañosas su propio beneficio pisoteando a los demás. El ansia de bienes materiales hizo que los hombres entraran en un estado de mutua hostilidad. Los ricos, para no tener que temer la pérdida de sus bienes, diseñaron la sociedad política, que encadenó a los hombres a las leyes. Las distintas sociedades políticas empezaron a luchar unas contra otras, ya que no reconocían una autoridad superior a su propia fuerza. Rousseau expone que el poder político actúa siempre en beneficio de los fuertes y en detrimento de los débiles, idea acogida luego con fervor por los pensadores marxistas. La asociación civil institucionaliza las desigualdades existentes y regulariza un perverso ordenamiento comunitario que convierte a la mayoría de los hombres en esclavos. La llegada del despotismo cierra el proceso histórico a través del cual el hombre ha ido perdiendo su libertad.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE ROUSSEAU A TRAVÉS DEL “CONTRATO SOCIAL”
Aunque Rousseau criticó múltiples aspectos de la sociedad civil, también intentó definir los principios políticos más ventajosos para ésta. Para Rousseau, la moral sólo surge con la aparición de la sociedad. Cuando el individuo establece unas relaciones estrechas con sus congéneres desarrolla unas capacidades que antes tenía adormecidas. El desarrollo del yo implica la necesidad de relacionarse con otra gente. El individuo, que ya no tiene suficiente con la libertad del hombre solitario, acepta basar su existencia en un orden humano comunitario regido por principios morales. Es en el seno de esta asociación donde surgen las virtudes y los vicios. El hombre descubre que su verdadero ser no está exclusivamente en él mismo, pues necesita de los demás para dar sentido a sus proyecciones. Cuando el hombre empieza a guiarse por la voluntad y la razón está ejercitando su verdadera libertad, la cual es de mayor calidad que la que poseyó en su instintivo estado natural. Al intentar establecer un determinado ordenamiento social, hemos de resolver el problema de cómo reconciliar la libertad del individuo con la libertad de los demás.
Conforme a su elevada concepción de la libertad, Rousseau defiende que la única sociedad política aceptable es la que descansa en el consentimiento general. Roussseau coincide con los pensadores liberales anteriores al considerar que toda sociedad política debe fundarse en la libre participación de sus miembros. Esta idea es una exigencia del derecho natural, pues la supresión de la libertad viola la naturaleza esencial del hombre. Los pensadores políticos que desde el siglo XVI venían criticando el absolutismo real de supuesto origen divino, insistían en el principio del contrato social como alternativa política justa. Los contractualistas consideraban que la sociedad nace por un acto concreto de la voluntad y por una elección deliberada por parte de todos sus miembros. A partir de estas premisas, Rousseau desarrolló planteamientos innovadores que se basaban en su peculiar concepción del derecho natural. Rousseau rechaza la explicación tradicional de que el origen de la sociedad política se debe al ejercicio incontrolado de la fuerza. Critica a los pensadores de la Escuela del Derecho Natural, como Grocio y Pufendorf, por defender que un pueblo cautivo puede aceptar la esclavitud incondicional a cambio de salvar su vida. Rousseau también rechaza la idea de que la sociedad es fruto de la sociabilidad innata del hombre. Para Rousseau, el hombre no es sociable por nacimiento. La formación de la sociedad no depende de sentimientos espontáneos, sino de una opción racional. Ello lleva a Rousseau a rechazar cualquier analogía entre la sociedad y la familia.
Rousseau vincula estrechamente la política y la moral. La sociedad política, como expresión de la libertad humana, implica los atributos morales esenciales para cualquier forma válida de libertad. El hombre no puede comprender el significado pleno de las cuestiones morales más que a través de su participación en las relaciones de la vida sociopolítica. Sólo en el seno de la sociedad puede el hombre convertirse en un ser libre e inteligente, capaz de gozar de la experiencia de la justicia y el derecho. Al diseñar un orden político, hay que establecer condiciones que permitan participar a todos los miembros de la sociedad en situación de igualdad en una asociación civil basada en el principio de la libertad. Aunque la libertad política presupone siempre un alto grado de autonomía moral, no puede actuar en el vacío, sino en relación a la influencia formativa del entorno. Es decir, todos debemos mantener una relación sana y profunda con lo que habitualmente nos rodea. Rousseau pensaba que los hombres son a largo plazo lo que el gobierno les hace ser. La historia demuestra que el hombre puede llegar a ser desgraciado y débil a causa de la ineptitud y malicia de sus instituciones. Partiendo del principio de que el ciudadano se ve influido por la sociedad en que nace, Rousseau busca la naturaleza idónea que permita a un gobierno formar un pueblo virtuoso. Para Rousseau, el desarrollo histórico de la humanidad ha sido desgraciado, puesto que ha corrompido los principios básicos sobre los que se sustenta la sociedad. Ello explica el hecho de que los principios políticos fundamentales no puedan determinarse a partir del simple examen histórico de cualquier gobierno real. Para Rousseau, los análisis políticos deben versar sobre principios más que sobre hechos, sobre el establecimiento de criterios y normas más que sobre el estudio de cualquier gobierno concreto. Esto permite comprender el carácter abstracto del “Contrato Social”, que descansa sobre la única fuerza del razonamiento. En cambio Montesquieu prefirió estudiar el derecho positivo de los gobiernos vigentes.
El “Contrato Social” no es exclusivamente utópico en el sentido de estar totalmente divorciado de la realidad. Rousseau no intenta definir un gobierno ideal que quede relegado al terreno de las ensoñaciones. Piensa que la elaboración de principios críticos básicos, aplicables a cualquier gobierno lícito, conducirá a una nueva valoración del orden existente y a un esfuerzo constructivo para eliminar algunos de sus principales defectos. En el “Contrato Social”, el filósofo ginebrino compagina elementos ideales y reales, morales y psicológicos. Trata de considerar a los hombres tal y como son en su ser original, y a las leyes tal y como debieran ser. Entiende que las cuestiones de la justicia y el derecho deben unirse a las exigencias del interés y la utilidad. Parte de la idea de que el hombre estará siempre preocupado por su propio interés, de modo que el ordenamiento social sólo será estable si ofrece a cada individuo ventajas positivas. Hay que garantizar a los hombres su propia seguridad y su bienestar material antes de involucrarles en la lucha por el bien común. Al alcanzar la madurez moral y racional, los hombres superarán su característico egoísmo para adscribirse a formas más nobles de satisfacción, que también llegarán a considerar como una expresión de su verdadero interés. Los hombres han de esforzarse por adquirir la virtud que les permita subordinar sus inmediatos deseos personales a un bien social más elevado. Ello implica una desnaturalización, entendida como la pérdida progresiva de los insolidarios instintos primitivos. Así el hombre podrá disfrutar de una nueva plenitud vital ennoblecedora.
Rousseau intenta encontrar los medios para eliminar la desigualdad propia de la sociedad civil, o al menos someter esa desigualdad a determinadas condiciones que neutralicen sus nocivos efectos y la encaucen hacia canales políticos útiles. Aboga por la conjunción de las diversas capacidades individuales para crear una fuerza colectiva encargada de la preservación y el bienestar de la comunidad. Es preciso sustituir la rivalidad por una asociación que proteja con toda la fuerza colectiva la persona y los bienes de cada asociado. La fuerza común no puede ser efectiva a menos que incluya a todos los ciudadanos sin excepción. Cada individuo, si desea verse protegido por la fuerza conjunta de la comunidad, debe a su vez ceder totalmente su propio poder. Esta acción voluntaria permite sustituir los defectos perniciosos de la desigualdad por una igualdad civil. No habría verdadera libertad política sin esta igualdad civil, ya que sin ella los ciudadanos vivirían siempre expuestos a la amenaza de la opresión.
Uno de los ejes del pensamiento político de Rousseau es la necesidad de proteger al estado frente a la usurpación del poder por parte de individuos o grupos determinados. Desea crear un lazo indestructible entre cada individuo y la comunidad, pues desconfía de los poderosos, siempre tendentes a manipular a la sociedad en su propio interés. Siguiendo la opinión de Hobbes, Rousseau cree que no puede existir ninguna filosofía política válida hasta que no se haya definido clara y firmemente la naturaleza y el origen de la soberanía política. La soberanía, como origen último de la autoridad, debe ser absoluta. No puede estar limitada más que por sí misma, si bien no debe ser arbitraria. La soberanía es el instrumento indispensable para la preservación del estado. Debe tener un carácter colectivo. Para garantizar su supervivencia, la comunidad en su conjunto debe asumir la responsabilidad absoluta del control del poder supremo. La soberanía no puede quedar sometida a decisiones pasadas o a promesas para el futuro, por lo que se caracteriza por su permanente actualidad.
El poder supremo no necesita garantía con respecto a sus súbditos, pues es imposible que el cuerpo soberano desee dañar a sus miembros o actuar en contra de sus intereses. La obligación recíproca que existe entre los ciudadanos y el cuerpo político asegura que su acción será siempre la adecuada. El ciudadano, como miembro del poder soberano, sabe que no puede trabajar para otros sin hacerlo a la vez para sí mismo. Aunque la soberanía no está limitada por ninguna autoridad externa, debe por lógica obedecer las leyes de su propio ser y respetar el propósito para el que ha sido instituida. La soberanía es indivisible, puesto que está ligada con la comunidad en su conjunto. Pertenece a todos los ciudadanos sin excepción. La soberanía es inalienable, ya que los ciudadanos no pueden renunciar a ella sin destruir los fundamentos de su existencia en cuanto asociación política. Por tanto en esta cuestión Rousseau difiere de Hobbes, el cual había permitido que la soberanía se transfiriera a un gobernante todopoderoso. Para Rousseau, la soberanía nace con la fundación de la sociedad civil, de modo que sólo podrá desaparecer con la disolución de esta sociedad y la vuelta de sus miembros al estado de naturaleza. En la asociación política existe una estrecha interdependencia de las partes con el todo, idea comprensible a través de la imagen del cuerpo compuesto de múltiples miembros, cada uno de los cuales debe cumplir una determinada función.
El pacto social propuesto por Rousseau establece entre los ciudadanos tal igualdad que todos se comprometen en las mismas condiciones y deben disfrutar de los mismos derechos. Las obligaciones y los derechos han de formar parte de la vida cotidiana de los ciudadanos. La igualdad social evitará el que unos hombres dependan de las arbitrariedades de otros. Las condiciones son las mismas para todos y todos las aceptan voluntariamente. La soberanía se convierte así en la garantía de la libertad. El poder soberano no es un hecho físico aislado, sino una fuerza activa respaldada por el derecho. Los ciudadanos forman un cuerpo moral, y sus pautas morales han de venir expresadas a través de su poder soberano. Por tanto la soberanía no es un concepto estático, sino una realidad inseparable del ejercicio de la voluntad. Esta voluntad que anima a la soberanía es una voluntad general, inspirada por la obligación social más que por el interés egoísta. Rousseau acepta la concepción que tenía Diderot de la voluntad general. Ésta es un acto puro del intelecto de cada individuo que razona, en el silencio de las pasiones, sobre lo que el hombre puede exigir a su igual y lo que éste puede exigirle a él. La voluntad general se basa en la subordinación de los intereses particulares al bien común. Podemos decir que para ser efectiva la soberanía debe expresarse como la voluntad general.
Rousseau diferencia la voluntad general de la voluntad de todos. Esta última es sólo una suma de los deseos particulares de los individuos que circunstancialmente persiguen el mismo objetivo. La simple coincidencia de votos no es garantía de rectitud, ya que la voluntad de todos puede no ser más que la expresión de intereses egoístas que perjudican a los auténticos intereses del estado. La voluntad general es siempre constante, incorruptible y pura, pues implica indefectiblemente la firme determinación de conseguir el bien común. Algunos pensadores liberales se escandalizaron de que Rousseau defendiera el que en determinadas circunstancias el ciudadano debe ser obligado a ser libre. Y es que los propios deseos y sentimientos del individuo pueden ser tan poderosos como para inclinarle a subordinar su voluntad de ciudadano a su voluntad en cuanto individuo, y a buscar su exclusivo beneficio a expensas del bien general. Aunque el ciudadano puede desear siempre su verdadero interés, a veces se ve incapaz de identificarlo. Entonces habrá que recordar al ciudadano descarriado cuál es su verdadero interés, e incluso forzarlo a actuar en contra de sus obtusos deseos inmediatos. Rousseau admite que la única manifestación viable de la opinión pública es el sufragio, y que la comunidad debe someterse normalmente al sufragio de la mayoría, pero a la vez señala que el voto es sólo una acción física que en sí misma carece de valor moral. Una reducida minoría virtuosa puede estar más cerca de la voluntad general que una amplia mayoría mal encauzada que desea obtener ventajas materiales alejadas de los auténticos intereses del estado.
La voluntad general debe concretarse en la ley. Las leyes, al ser creadas por un acto deliberado de la voluntad, extraen su significado de la actividad y circunstancias que las han originado, por lo que no es necesario buscar sus relaciones con la naturaleza de las cosas. Las leyes son la fuerza motriz del cuerpo político, el alma del estado. Cuando las leyes se ignoran o están corrompidas, el estado está perdido. La sublime importancia de las leyes impide que Rousseau las conciba en un sentido prolijo y represor. La fuerza de las leyes no reside en su sutileza y complejidad, sino en su escasez y simplicidad. La peor nación es la que tiene muchas leyes. La existencia de múltiples leyes significa que los ciudadanos sienten la necesidad de someterse a limitaciones externas, en lugar de confiar en su propio corazón, que es en definitiva el origen de la ley. La instauración de las leyes es una misión casi mística, de importancia sublime, puesto que las leyes determinan la historia futura de la comunidad. La voluntad general es siempre justa, pero el juicio que la rige no es siempre acertado, lo que hace valiosa la figura del legislador. Éste es el hombre virtuoso que crea las principales leyes, lo que le convierte en el fundador del estado. El legislador tiene la responsabilidad de transformar la naturaleza humana y de convertir a los individuos aislados en seres morales y sociales. La figura del legislador revela la ambigüedad que existe en Rousseau respecto al asunto de la autoridad. Aunque sus principios políticos son claramente democráticos, tiende a dudar de la capacidad del hombre para ponerlos en práctica sin la ayuda de algún ser superior. El legislador debe educar políticamente a los ciudadanos. No tiene una autoridad oficial, sino sólo un carisma especial del que se ha de valer para ayudar a la comunidad a desarrollar sus adormecidas capacidades.
Entre los conceptos generales que configuran la base de cualquier constitución, Rousseau no incluye la cuestión del gobierno. A diferencia de algunos de sus predecesores, Rousseau se negó a admitir cualquier forma de relación contractual entre el soberano y el gobierno. Para él, sólo podía existir un contrato: Aquél por el que todos los ciudadanos establecen libremente la sociedad civil. Los ciudadanos nunca ceden su poder legislativo, por lo que los gobernantes son sólo funcionarios elegidos por el pueblo para realizar ciertas tareas. El gobierno tiene un papel muy subordinado, ya que su función principal consiste en ejecutar las decisiones emanadas de la voluntad general. Aunque Rousseau se opone a una total separación de poderes, insiste en que el gobierno debe tener una función distintiva. No es conveniente que el poder soberano y el gobierno estén unidos, ya que la conjunción de las funciones legislativa y ejecutiva podría descuidar la persecución del bien común. Es mejor que el poder soberano no esté absorbido por actividades concretas para que así vigile eficazmente el desarrollo de la labor ejecutiva del gobierno. Éste actúa como intermediario entre las dos funciones que tiene el pueblo: Hacer las leyes y obedecerlas.
Para definir las características idóneas de un gobierno es preciso tener en cuenta las características específicas de la comunidad en cuestión. La estructura política de cualquier comunidad depende de muchos factores, como la extensión del territorio, la cantidad de población, la fertilidad del terreno, las tradiciones, la cultura… Rousseau nos habla sobre los distintos tipos de gobierno. Entiende por democracia el gobierno popular que actúa como un organismo y que ejerce las funciones legislativas y ejecutivas. Este concepto de democracia es muy distinto de la idea moderna de gobierno representativo. Rousseau considera que la democracia sólo es practicable en los estados pequeños poblados por gentes virtuosas. Piensa que la aristocracia es la forma más prudente de gobierno, ya que su esencial moderación la hace idónea para estados de tamaño y poder no muy grande. Trata con dureza a la monarquía, pues los reyes tienden a ejercer su poder de forma absolutista. Nos dice que la monarquía parece ser la única forma de gobierno adecuada para los grandes estados, los cuales caminan sin remedio hacia su perdición. Rousseau piensa que sería desastroso pretender implantar un mismo tipo de gobierno en todos los estados, pues el gobierno debe ajustarse a las peculiaridades de cada país. Aunque los fundamentos del estado son los mismos para todos los gobiernos, cada forma de gobierno tiene su propia razón de ser que la hace preferible a cualquier otra, según los hombres, las épocas y los lugares.
Rousseau, al valorar la influencia poderosa que ejercen la pasión y los sentimientos sobre la lealtad política, tiende al pesimismo doctrinal. Sabe que los intereses egoístas lucharán contra cualquier forma de idealismo. La ley del más fuerte, incompatible con el derecho, pervivirá en la práctica en la sociedad. Rousseau se pregunta desconsolado cómo persuadir a los hombres para que sitúen a la ley por encima de sí mismos. Utiliza imágenes biológicas para describir la vida y la muerte del estado. No se puede legislar para la eternidad, pues incluso las mejores constituciones están condenadas a perecer. A pesar de ello, los hombres pueden prolongar la vida del estado desarrollando una firme y meditada actitud política. Rousseau destaca la tendencia de los dirigentes y funcionarios a permitir que sus deseos personales dominen su sentido de la responsabilidad cívica. Intenta contrarrestar este peligro mediante el fortalecimiento de la unidad de la sociedad política. Aspira a que el ciudadano dependa sólo del estado, de modo que nunca pretenda asociarse a otros hombres con un propósito antisocial.
Rousseau idealiza algunas sociedades, especialmente del pasado. Alaba constantemente a la austera Esparta, modelo de comunidad compacta basada en un potente sentido cívico. Probablemente Ginebra ejerció cierta influencia sobre la formulación de sus ideas políticas y favoreció su predilección por las comunidades pequeñas estrechamente relacionadas. Creía que sus ideas políticas sólo podían tener esperanza de encontrar expresión real en los pequeños estados. Se sentía horrorizado al contemplar las grandes ciudades, en las que apreciaba cierta deshumanización. Admiraba a los estados que sabían expresar los aspectos genuinamente humanos de la vida cívica. En sus proyectos de constitución para Córcega y Polonia muestra una peculiar fusión de idealismo y realismo, incorporando sus propios sueños y aspiraciones. Sabe que la lealtad política no puede sustentarse sólo en la aceptación de unos principios abstractos, sino que debe fundamentarse en los corazones de los ciudadanos. Por ello es preciso infundir en los ciudadanos el sentimiento de solidaridad nacional, el entusiasmo patriótico. Rousseau califica el patriotismo como la más heroica de todas las pasiones, generador de acciones inmortales. La concepción rousseauniana del patriotismo difiere del nacionalismo moderno, pues incluye una intensa inspiración moral y un lazo indisoluble con la virtud y la libertad. Rousseau piensa que los sentimientos del hombre no pueden ampliarse fácilmente hasta abarcar a toda la humanidad, lo cual sería noble pero inadecuado para fortalecer la lealtad civil.
Rousseau insiste en que el pueblo es más fácilmente sometido por la opinión que por la razón. Para fundar una nación hay que prever cómo controlar las opiniones, para así por medio de ellas gobernar las pasiones de los hombres. La ley también debe tener en cuenta las costumbres, pues los hombres obedecemos con más prontitud nuestros propios impulsos que las órdenes ajenas. Para dotar a los miembros de la sociedad de una unificadora fuerza moral, Rousseau introduce interesadamente la idea de la religión civil. Mediante ésta pretende además conferir al estado una ratificación fundamental, susceptible de situar a la ley por encima de los hombres. Para el ginebrino, la religión civil debe incluir unas pocas y sencillas creencias, enunciadas con precisión, sin explicación o comentario alguno. Entre estas creencias deben encontrarse la existencia de Dios, la vida futura, el premio de los justos, el castigo de los perversos y la santidad del contrato social y de las leyes. Estas doctrinas son sentimientos de sociabilidad sin los cuales en su opinión es imposible ser un buen ciudadano. Pero es una religión demasiado fría y aséptica, que no concede el derecho al debate teológico y ético interno. Considera que el que no acepte la religión civil debe ser expulsado del estado por antisocial, a pesar de lo cual, contradictoriamente, pretende mostrarse contrario a la intolerancia. Él creía que los principios de la religión civil eran tan sólidos y evidentes que ningún ser racional debía rechazarlos. Ya Locke había optado por excluir a los ateos de su diseño estatal, sin valorar la contribución al sistema que podrían realizar. La excesiva sencillez y el estudiado pragmatismo de la religión propuesta por Rousseau era difícil que convenciese a cualquier sociedad, rastreándose en su diseño además los bandazos que dio el escritor durante su vida en lo que a adscripción religiosa se refiere.
La concepción de Rousseau sobre la libertad ha sido sometida a severas críticas, e incluso algunos han creído ver en sus ideas un claro precedente del totalitarismo. A pesar de sus diferencias significativas en el enfoque de la cuestión, Rousseau y Locke coinciden al destacar la importancia de la libertad. Los dos creen que la sociedad política surge por un acto voluntario de sus miembros, y que el contrato establecido libremente por mutuo acuerdo es su único fundamento legítimo. Por tanto el concepto de sociedad política es inseparable del hecho de que los hombres son libres por naturaleza. Al igual que los pensadores de la Escuela del Derecho Natural, Locke considera que en el estado de naturaleza los hombres no sólo son libres e iguales, sino que también están familiarizados con ciertos derechos, como los de la vida, la salud, la libertad y la posesión, y con la obligación moral de que nadie debe dañar a otra persona en el ejercicio de estos derechos. La libertad de Locke es en esencia la libertad con respecto a las coacciones externas. Para Locke, la transición del estado de naturaleza a la sociedad no supone una alteración radical en el ser humano, ya que las leyes naturales rigen en ambas situaciones. Según Locke, los hombres entran en la sociedad para colocar sus derechos naturales bajo la protección de la comunidad en su conjunto. Para Rousseau, la función de la sociedad civil es mucho más creativa, pues el hombre sólo llega a ser verdaderamente racional y moral a través de su participación en la sociedad. El derecho natural en el estado de naturaleza rousseauniano se basa principalmente en los instintos y en la fuerza. Por tanto Rousseau coincide con Hobbes y Spinoza en su visión del hombre primitivo como esencialmente irracional. A diferencia de muchos de sus predecesores, Rousseau entiende al ciudadano en términos dinámicos, pues éste va adquiriendo en su desarrollo nuevas capacidades.
Rousseau piensa que el hombre abandonó su feliz condición primitiva no por su propia voluntad, sino debido a la presión de circunstancias externas. En cambio Hobbes considera la aparición de la sociedad como el intento racional por parte del hombre de encontrar la felicidad que no sentía en su estado natural. Hobbes, a diferencia de Rousseau, cree que la naturaleza profunda del hombre casi no cambia con su entrada en la sociedad, pues sigue siendo agresivo y egoísta. Sin embargo el hombre se ve obligado a acatar la ley, entendida como un mandato de quien detenta el poder. Rousseau y Hobbes coinciden en ver la soberanía como la fuente última e indivisible del poder, pero mientras que el ginebrino defiende planteamientos democráticos, el inglés aboga por el absolutismo. Para Rousseau, la justicia no es un principio meramente externo impuesto al pueblo por una autoridad ajena, sino la manifestación auténtica de su propia autonomía moral. Rousseau distingue entre el derecho natural originario y el derecho natural razonado, propio del estado social. Mientras que el primero es un vago sentimiento sin significado moral, el segundo relaciona la naturaleza con nuestra voluntad. La libertad civil y moral es distinta a la libertad natural. El derecho político difiere del derecho primitivo, pues es consecuencia de un acto deliberado de la voluntad humana. Su propósito no es violentar la naturaleza del hombre, sino ayudarle para que desarrolle los aspectos fundamentales de su ser. No puede menoscabar los sentimientos humanos básicos, y en este sentido nada hay más opuesto a la libertad del hombre que el despotismo institucionalizado. Rousseau relaciona estrechamente la libertad y la ley. Aunque los hombres son libres para crear su propio destino, su libertad jamás debe conducir a un comportamiento arbitrario. La sociedad civil es un logro específicamente humano, que encierra todas las posibilidades auténticas del hombre como ser libre. Si los hombres se niegan a impulsar la sociedad civil a través de su libre asentimiento, correrán el riesgo de retroceder hacia su irracional estado primigenio.
CONSIDERACIONES FINALES
Uno de los aspectos más sobresalientes de Rousseau es que optaba con frecuencia por ir contracorriente, tanto por convencimiento personal como por el placer mismo de discrepar. Era como si le molestase el prosaísmo que le rodeaba, lo que nos hace pensar en su alta autoestima y en cierta mentalidad elitista, surgida más de su inteligencia que de su situación económica. Se negaba a plegarse al dictado de las vetustas convenciones sociales. Tenía un gusto exacerbado por la polémica, en parte por el deseo de llamar la atención, lo que le llevaba a exagerar en determinados planteamientos. Era un ardiente defensor de la individualidad, del derecho a pensar y actuar libremente. A pesar de sus convicciones democráticas, no confiaba mucho en la capacidad de los hombres para crear por sí mismos un ordenamiento social, lo que le llevó a introducir la idea del legislador. No hay duda de que él se consideraba un legislador, un hombre virtuoso que podía sugerir a los ciudadanos las leyes más adecuadas a sus circunstancias estatales. No se detenía en la autocomplacencia, sino que deseaba emplear sus facultades en favor del diseño de sistemas sociales más equilibrados. Concebía la humanidad como una masa gigantesca, en la que existían unos cuantos hombres dotados de una brillante capacidad para legislar y promover ordenamientos de convivencia justos. A pesar de las lúcidas construcciones teóricas que realizó, el ginebrino se vio acosado los últimos años de su vida por serios desajustes mentales, hasta el punto de creerse perseguido por grupos opuestos entre sí, lo que nos puede llevar a considerar la escasa distancia que hay a veces entre la inteligencia y la locura.
Rousseau se sentía desencantado al valorar que la virtud era sólo patrimonio de unos pocos. Deseaba que los hombres adquiriesen la virtud desde su más tierna infancia para que luego fuesen capaces de integrarse como miembros dignos en sistemas sociopolíticos admirables, basados en la rectitud moral. Su afán pedagógico provenía del convencimiento de que a través de la educación se podía alimentar e inculcar la nobleza de espíritu. Quería infundir en los miembros de la sociedad política un sentimiento patriótico que garantizase la cohesión y el futuro de la comunidad, pero sin cuestionar apenas las bases étnicas y culturales de la formación del estado. Es decir, es difícil ser patriota si uno no se siente perfectamente imbricado en el tejido social, decisorio y cultural del estado. Éste fue uno de los motivos por los que el prerromanticismo de Rousseau no llegó a ser más que unos primeros rayos del verdadero movimiento romántico y nacionalista del siglo posterior. El hecho de que engarzase la libertad individual con la fidelidad sumisa al estado provocó el que algunos autores le considerasen erróneamente precursor del totalitarismo. El amor a la tierra de nacimiento o de adopción se pesaba en la balanza de si al ciudadano le iban bien o mal las cosas, de si podía o no alcanzar cierto bienestar. De ahí que las luchas sociales posteriores por conseguir mejoras en la calidad de vida integrasen un concepto más universalista de las sociedades, dada la cuestionable capacidad respectiva de los monarcas y gobiernos estatales. En diferentes ocasiones Rousseau manifestó su admiración hacia Esparta, destacando de ella algunos valores, como la sobriedad en la vida cotidiana, la disciplina comunitaria y el arrojo militar. Pero se echa en falta un mayor espíritu crítico hacia algunas conductas implantadas en la sociedad espartana, como la habitual eliminación de los nacidos con malformaciones o retrasos mentales, los violentos ritos de iniciación, consistentes a veces en matar mesenios, la introducción obligada en las prácticas homosexuales, la mayor o menor estima de la mujer en función de si podía o no dar hijos fuertes, y el desprecio por toda clase de resortes económicos, aunque estos pudieran traer ventajas materiales futuras que garantizasen la pervivencia del estado. Con su orgullosa pero obcecada forma de vivir, centrada en la gloria militar, Esparta estaba suicidándose a la larga como comunidad política. Rousseau proponía para el hombre el ideal atlético del mundo griego, de modo que el desarrollo intelectual se viese acompañado del vigor físico. Con cierta sorna afirmaba que es malo reflexionar en exceso, pues ¿hay acaso hombres más infelices que los sabios?
Sorprenden las acertadas intuiciones científicas de Rousseau en lo relativo a la evolución de las especies, la separación de los continentes… No renuncia a hacer uso en sus obras de fuertes dosis de imaginación, la cual a veces le hace aproximarse a la verdad y otras le separa de la misma. Defendía la bondad natural del hombre. Era firme partidario del determinismo social y de su impronta sobre los niños. Él mismo tuvo una difícil infancia, por lo que pudo pensar que lo que le había maleado era el conjunto de desagradables experiencias externas que había tenido que ir encajando desde corta edad. Viajó por muchas ciudades, lo que le enseñó a ser tolerante. Como otros ilustrados de su época, combatió ardientemente contra la intolerancia, la cual se había manifestado en el pasado a través por ejemplo de las luchas de religión. Habla con desenfado e ironía sobre aspectos religiosos. Ensombrece la interiorización religiosa que postula con la fría religión civil que se inventa. Privándose a las religiones de los mensajes de la revelación se las deshumaniza, convirtiéndolas en artificios publicitarios para conseguir que los hombres se guíen por impulsos altruistas. El ginebrino sabe que la religión es un mecanismo cohesionador e idealizante, por lo que hace un uso interesado de ella, aplicándola astutamente al ordenamiento social.
El pesimismo parece estar presente en el discurso dialéctico a través del cual Rousseau expone su peculiar concepción del progreso humano. Algunas de sus ideas son de vigente actualidad, como la crítica al crecimiento urbano desenfrenado. E incluso podemos trazar ciertas conexiones entre Rousseau y el ecologismo actual. Su visión apocalíptica del destino de los hombres encuentra en las sociedades actuales sólidas bases, como la pervivencia de las guerras, los desastres naturales, el cambio climático, la superpoblación, la extensión de nuevas enfermedades, el crecimiento de las desigualdades entre los habitantes de ambos hemisferios… Rousseau no se sorprendería demasiado al observar el gran volumen adquirido por las clases medias en las naciones desarrolladas, pues aunque ello cuestiona sus avisos proféticos, sirve de demostración de una de sus convicciones: Si todos fuéramos ricos disminuiría enormemente la inestabilidad social. Y es que la irregular distribución del dinero es una de las principales causas de la desigualdad entre los hombres y del estallido de conflictos. Rousseau creía en la capacidad de los hombres para perfeccionarse y para alargar la vida de la sociedad, pero las iniquidades que observaba diariamente le desalentaban.
Rousseau no tuvo ningún reparo en criticar a la sociedad de su época. Acusaba a las gentes de preocuparse más por aparentar que por ser en realidad. Le repugnaba la feroz competitividad que presidía las relaciones entre los hombres. A pesar de que escribió varias obras de teatro, criticó el carácter artificioso de muchos de los espectáculos que encauzaban la ociosidad de los ciudadanos. Compadecía a quienes se entretenían contemplando historias ajenas desarrolladas en el escenario en lugar de vivir la suya propia con la mayor ejemplaridad posible. La visión idealizada que de la historia tiene Rousseau se debe en parte a su afición por la lectura del imaginativo Plutarco. Afirma que el proceso histórico sólo puede ser juzgado por un principio que lo trascienda y le dé sentido. Es decir, la historia no es una realidad aislada, sino que su principio y su fin conectan con lo que desborda nuestra mente. Rousseau hizo gala de una percepción tradicionalista de la mujer. Él, que tanto había criticado el afán de los hombres por aparentar, considera paradójicamente que las mujeres deben procurar que los hombres tengan una buena opinión de ellas. Su misoginia era común tanto entre los hombres de su contexto histórico como en el de muchas otras épocas precedentes. Rousseau se dio cuenta de la frustración que se genera en los hombres tanto si consiguen como si no consiguen los bienes materiales que desean. Ello le llevó a pensar que la verdadera felicidad está en el dominio de las pasiones, en la vida sencilla, en las buenas amistades y en el trabajo tenaz. No es fácil comprender su idea de que la voluntad general no coincide con la voluntad de todos. La explicación estaría en que la mayoría puede estar equivocada y ser incapaz de reconocer sus verdaderos intereses. Rousseau elevó al grado de axioma el principio de que el poder corrompe. Consideró a los gobernantes como meros funcionarios al servicio del pueblo, de modo que para favorecer los intereses de éste, lo mejor sería que aquéllos no empleasen el poder como si de algo patrimonial se tratase.
Jean Jacques Rousseau nació en la ciudad suiza francófona de Ginebra el 28 de junio de 1712. Pocos días después de su nacimiento murió su madre. Los padres de Rousseau pertenecían a familias de origen francés. Cuando Rousseau contaba con cinco años, su padre, llamado Isaac, decidió trasladar la residencia familiar a uno de los barrios pobres de Ginebra, conocido con el nombre de Saint Gervaise. Y es que su padre, relojero de oficio, atravesaba por entonces momentos de dificultades económicas. Desde los siete años, el pequeño Rousseau realizó lecturas sueltas que dejaron en él una fuerte impronta. Fue así como descubrió a autores como Plutarco y Molière. Con nueve años Rousseau recibió el golpe de la desaparición de su hermano mayor, que había estado vagabundeando hasta entonces por las calles ginebrinas. En 1722 el padre de Rousseau mantuvo una disputa con un notable militar. El altercado obligó a Isaac a marcharse de la ciudad. Dejó a su hijo y a su sobrino en pupilaje a cargo del pastor protestante Lambercier, en Bossey. Dos años después Rousseau regresó a Ginebra, instalándose en casa de su tío. Fue aprendiz de un escribano, y más tarde entró al servicio de un grabador poco amigable. Ya con unos quince años, al regresar de un paseo, Rousseau encontró cerradas las puertas de la ciudad, por lo que impulsivamente decidió marchar a la aventura para conocer nuevos lugares.
En Annecy, Rousseau recibió la protección de la señora de Warens, la cual envió al joven al hospicio de catecúmenos de Turín para ayudarle en sus estudios y hacer crecer su afición por la música. Fue aquí donde Rousseau abjuró del protestantismo y fue bautizado como católico. Esperaba así que su vida fuera menos problemática. Sirvió durante seis meses en casa de la señora de Vercellis, y luego durante otros cinco en la residencia del conde de Gouvon. Pasó unos días en Annecy junto con la señora de Warens, tras lo cual inició una existencia picaresca. Fue sucesivamente cantor en la escolanía de la catedral de Annecy, maestro de música en Lausanne y Neuchâtel, acompañante de un extraño monje griego que recorría Suiza… De este modo conoció numerosas ciudades. En 1731 Rousseau fue recogido por la embajada francesa en Soleure. Realizó ese mismo año su primer viaje a París, donde trabajó como preceptor durante dos meses. Se reencontró en Chambéry con la señora de Warens, la cual le proporcionó una plaza de empleado en el Catastro de Saboya. Permaneció en ese puesto durante ocho meses, pasados los cuales se dedicó a dar lecciones de música. Parece que llegó a ser el consejero y el amante de la señora de Warens. Recorrió diversos lugares del Sur de Francia. Hacia 1735 se produjo su primera estancia en la casa de campo que la señora de Warens tenía en Les Charmettes, cerca de Chambéry. No se sabe con seguridad si fueron sus incesantes lecturas las que quebrantaron su salud. A fines de 1737, permaneció algún tiempo en Montpellier esperando un diagnóstico facultativo sobre sus persistentes enfermedades.
Al regresar a Chambéry, Rousseau comprobó que ya la señora de Warens tenía otro favorito, a pesar de lo cual siguió recibiendo su protección. Durante sus largas estancias en Les Charmettes, realizó un gran esfuerzo intelectual instruyéndose en plan autodidacta. En el verano de 1740, Rousseau se trasladó a Lyon, donde actuó como preceptor de dos muchachos. Elaboró un proyecto para la educación del señor de Saint Marie, lo que revela sus inquietudes didácticas. En 1742 Rousseau presentó en la Academia de Ciencias parisina un nuevo sistema de notación musical. Aprovechó además su viaje a la capital para entablar amistad con figuras tan sobresalientes como Marivaux y Diderot. Fue en una breve temporada secretario del recaudador de impuestos Dupin. Entre el verano de 1743 y el verano de 1744 trabajó en Venecia como secretario del embajador francés. Sus constantes discusiones con éste le hicieron optar por su regreso a París. Con unos 32 años Rousseau se enamoró de una joven llamada Thérèse Levasseur. Fue incrementando con constancia el volumen de sus escritos. Logró que fuera representada su obra “Las musas galantes”. Mantuvo por entonces buenas relaciones con Rameau y Voltaire.
En 1746 Rousseau pasó una temporada en Chenonceaux, donde ayudó a la señora Dupin a preparar una obra sobre las mujeres. A fines de ese mismo año nació el primero de los cinco hijos que le dio Thérèse Levasseur. Todos estos bebés fueron ingresados poco después de nacer en la inclusa. Rousseau pretendió justificar este modo de desentenderse de sus hijos aludiendo a que así recibirían una educación pública para llegar a ser obreros o campesinos, en lugar de aventureros. Pero los remordimientos al respecto le acompañaron durante toda su vida, haciéndose más intensos al final de la misma, sin llegar a mencionar el dolor que pudo suponer para la madre el verse privada de sus cinco niños. En 1747 y 1748 Rousseau frecuentó mucho el teatro y la ópera. A petición de D’Alembert, redactó artículos sobre música para la Enciclopedia. En 1749 sufrió la llamada iluminación de Vicennes. Se disponía a ver a Diderot, que estaba preso en Vicennes, cuando leyó en el periódico la cuestión propuesta por la Academia de Dijon para el premio de moral de 1750: “Si el restablecimiento de las Ciencias y las Artes ha contribuido a depurar las costumbres”. La polémica obra que presentó a la Academia de Dijon resultó ganadora. Poseído por un impulso hogareño, Rousseau empezó a vivir con Thérèse Levasseur. Decidió trabajar como copista de música. En 1752 se presentó con enorme éxito ante la corte su intermedio musical “El adivino de la aldea”. Tuvo valor para rechazar en medio de su gloria operística una audiencia con el rey, haciendo así gala de su carácter libre y provocador. A fines del mismo año se estrenó su “Narciso”. Rousseau publicó un atrevido artículo en el que criticaba la música francesa de su tiempo, colocándola por debajo de la música italiana. Este artículo molestó vivamente a los directores de ópera franceses. Durante una estancia en Ginebra, Rousseau volvió al seno de la Iglesia calvinista y recuperó la ciudadanía ginebrina. En 1755 fue publicado su “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, obra en la que abogaba por la espontaneidad natural frente a la estructuración de las instituciones sociales.
En compañía de Thérèse Levasseur y de la madre de ésta, Rousseau se estableció en la casa de campo del Hermitage en Montmorency, perteneciente a la señora d’Epinay. Rousseau empezó a polemizar con algunos de los grandes pensadores de su época, de cuyas disputas se nos conservan cartas encendidas. Aprovechó la tranquilidad campestre para trabajar en nuevas obras. Mantuvo una fugaz relación con Sophie d’Houdetot. Dicha relación terminó agriamente y le conllevó la pérdida de su amistad con la señora d’Epinay. Permaneció en Montmorency gracias a la gentileza del mariscal de Luxemburgo. El carácter de Rousseau se fue endureciendo, lo que le llevó a romper su amistad con Grimm, D’Alembert, Voltaire… La publicación de su “Nueva Eloísa” se vio acompañada de un éxito fulgurante. A fines de 1761, nos encontramos en Rousseau con las primeras manifestaciones de desórdenes psicológicos. Imaginaba que el manuscrito de su “Emilio” estaba en manos de jesuitas que proyectaban mutilarlo. Ya en 1762, Rousseau dirigió a Malesherbes cuatro importantes cartas sobre su vida y su persona. “El Contrato Social”, editado en Holanda, fue prohibido en Francia. La publicación del “Emilio”, tratado pedagógico, suscitó una airada reacción en la facultad de teología de la Sorbona, así como las duras críticas del arzobispo de París. El parlamento parisino dictó orden de prisión contra Rousseau. El escritor tuvo que huir a Suiza, pero no fue acogido ni en Ginebra ni en Berna. Sus obras eran víctimas del fuego. Tras ser expulsado de Yverdon, se refugió en Môtiers, en el principado de Neuchâtel, dependiente del rey prusiano.
Rousseau renunció a su ciudadanía ginebrina en 1763, naturalizándose como ciudadano de Neuchâtel. Sus “Cartas escritas desde la montaña” constituían una respuesta al panfleto que contra él había escrito Tronchin. El mismo Voltaire se involucró en la redacción de escritos antirrousseaunianos. En Môtiers, Rousseau se aficionó a la botánica, la cual le proporcionaba consuelo en medio de sus desgracias. Alentados por el pastor de Môtiers, los vecinos del pueblo lapidaron una noche su casa. Rousseau vivió varias semanas en la isla de Saint Pierre, en el lago de Bienne, pero fue también expulsado de allí. Pasó fugazmente por Berlín y Basilea. Recibió un pasaporte provisional con el que cruzó Francia bajo la protección del príncipe de Conti. En 1766 Rousseau se estableció en Inglaterra aceptando los ofrecimientos de Hume, con el que no tardó en pelearse. Trabajó en la redacción definitiva de los primeros libros de las “Confesiones”, obra de gran valor autobiográfico. El rey inglés Jorge III concedió a Rousseau una pensión. Tras dieciséis meses de estancia en la desapacible Inglaterra, el escritor regresó precipitadamente a Francia. Adoptó un nombre falso para pasar desapercibido. Recibió la protección de Mirabeau y nuevamente del príncipe de Conti. Se vio abocado a una vida errante llena de angustias y enfermedades. Le reconfortó la publicación de su “Diccionario de la música”.
En 1768 comienza a aparecer en la correspondencia de Rousseau la paranoica idea de un amplio complot supuestamente organizado contra él. Se instaló en una ciudad del Delfinado llamada Bourgoin, donde contrajo matrimonio civil con Thérèse Levasseur. Se entregaba con pasión a la botánica, a la vez que proseguía la redacción de sus “Confesiones”. En 1770 Rousseau se volvió a establecer en París, donde reanudó sus actividades como copista de música. Realizaba escapadas periódicas al campo para recoger plantas y semillas. Leyó públicamente en selectos salones algunos fragmentos de sus “Confesiones”. Estas lecturas públicas fueron prohibidas por la policía a petición de la ruborizada señora d’Epinay. Rousseau entabló amistad con el escritor y botánico Bernardin de Saint Pierre. Los últimos seis años de la vida de Rousseau fueron modestos. La tranquilidad que intentaba transmitirle su esposa se veía rota por sus resentimientos, expresados en obras como “Diálogos: Rousseau, juez de Jean Jacques” y “Las ensoñaciones del paseante solitario”. Avanzó con tenacidad en sus estudios de botánica. En 1776 quiso depositar el manuscrito de sus “Diálogos” en el altar mayor de Notre Dame como muestra de la sinceridad de su corazón, pero renunció a ello al encontrar cerrada la cancela. En Ménilmontant fue arrollado por un gran perro. Este accidente en apariencia irrelevante determinó la orientación última de su pensamiento. Poco a poco fue abandonando su trabajo como copista de música. Redactó los últimos paseos de sus “Ensoñaciones”, obra que dejó inconclusa. En 1778 se instaló en Ermenonville, en casa de un amigo, el marqués de Girardin. Murió allí el 2 de julio, un mes después de la muerte de Voltaire. El cadáver de Rousseau fue enterrado en la isla des Pleupiers, en el centro del parque de Ermenonville. En 1794 sus restos mortales fueron trasladados al Panteón de París.
“DISCURSO SOBRE EL ORIGEN Y LOS FUNDAMENTOS DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS HOMBRES”
Rousseau presentó este discurso en 1754 a un certamen convocado por la Academia ginebrina de Dijon. Ya en 1750 el escritor había sido premiado por la misma institución al presentar un satisfactorio “Discurso sobre las Ciencias y las Artes”. Rousseau coloca al principio de su discurso sobre la desigualdad entre los hombres una cita tomada de Aristóteles en la que el pensador griego da a entender que los seres que se comportan conforme a la naturaleza son aquellos que no han experimentado la depravación. Antes de comenzar el desarrollo expositivo de su obra, Rousseau se dirige al Consejo General de la República de Ginebra, aprovechando la oportunidad para introducir algunas de las ideas políticas con las que años después dará forma al “Contrato Social”. En esta sonora introducción, Rousseau elogia el sistema político de la ciudad de Ginebra. Manifiesta que se siente orgulloso de haber nacido allí, pues Ginebra está dotada de un gobierno prudentemente democrático y de unas sólidas leyes, elaboradas por magistrados y aceptadas expresamente por el pueblo. Describe Ginebra como una república de origen remoto y estructuras consolidadas, sin afán conquistador y sin temor de ser conquistada. Rousseau habla de que es fácil instaurar un gobierno justo en un lugar en que prácticamente todos los particulares se conocen entre sí. Antepone el amor a los conciudadanos al amor que se siente por el suelo patrio. Expone los beneficios que derivan de una adecuada división de poderes. Defiende la separación de las esferas política y religiosa. Se vale de un lenguaje utópico para señalar que la clave de un estado justo y próspero reside en el ejercicio de las virtudes de sus ciudadanos. Concede gran importancia al clima, a la fertilidad de la tierra y a la belleza de los paisajes al tener que decidir el lugar donde residir. Se muestra apenado por haber tenido que abandonar en su juventud la ciudad que le vio nacer. Con estos argumentos desea atraerse el favor de sus oyentes y recuperar su ciudadanía ginebrina.
En este punto Rousseau comienza una hipotética disertación con la que anima a los ginebrinos a conservar su felicidad mediante el solícito cuidado de su admirable constitución política. Recuerda enternecido el trabajo y las atenciones de su padre, de quien aprendió a respetar el ordenamiento político de la ciudad. Elogia los sublimes valores que poseen tanto los magistrados como el pueblo, de cuya voluntad depende el poder que ostentan los primeros. Ensalza a los pastores protestantes de la ciudad, santos ministros que predican con el ejemplo. Piropea a las mujeres ginebrinas, a las que con tono tradicionalista considera castas guardianas de las buenas costumbres. Alude a que la sobriedad es uno de los principales fundamentos de la prosperidad de Ginebra. Se despide de los miembros del Consejo General con modestia y patriotismo.
En un colorido prefacio el autor nos indica lo difícil que es definir con exactitud lo que es el hombre. El alma humana ha visto seriamente alterada su constitución original en el seno de la sociedad, debido a sus progresos, sus atrevidos conocimientos, sus errores, la fuerza adquirida por sus pasiones… Estos cambios han derivado en una indudable pérdida de simplicidad por parte de la naturaleza humana, que se ha alejado de la inicial concepción divina. Rousseau admite el principio de la evolución de las especies aplicado a los animales. En cuanto a los hombres, considera que en estado de naturaleza eran prácticamente iguales entre sí. Los cambios que sufrieron en momentos diversos y con variada intensidad determinaron las primeras diferencias entre ellos. Paradójicamente, Rousseau considera que el estado de naturaleza en el hombre quizás no existió jamás, a pesar de lo cual es preciso buscar ciertas nociones elementales del mismo. Con humildad señala que sólo expondrá conjeturas y argumentos discutibles, pues es empresa casi imposible el pretender reconstruir a la perfección al hombre natural. La aproximación al conocimiento del hombre natural servirá a su vez para determinar con mayor claridad los principios que configuran el derecho natural, causa de contradicción entre los filósofos de todos los tiempos. Rousseau denuncia la artificialidad arbitraria con que los teóricos han pretendido enunciar las leyes constitutivas del derecho natural, pues lo que en realidad caracteriza a éste es la desconocida voz de la naturaleza. Otra idea importante expuesta por el autor es la de que sólo unas pocas personas a lo largo del tiempo han poseído los intrincados conocimientos necesarios para dar forma a la sociedad. Es decir, han sido ciertas elites las que han ido alejando al conjunto de los hombres de su estado de naturaleza.
Rousseau considera que entre las operaciones elementales del alma humana hay dos anteriores a la razón de las cuales dimanan todas las normas del derecho natural: Por un lado, el cuidado que tenemos de nuestro propio bienestar y de nuestra propia conservación, y por otro lado, la repugnancia que nos causa el ver sufrir o morir a otro ser sensible. Así pues, el hombre, antes que por su inteligencia, está adoctrinado por profundos impulsos de conservación y conmiseración. El hombre no sólo no debe causar daño a sus semejantes, sino que además no debe maltratar inútilmente a ningún animal. El estudio del hombre primigenio es para Rousseau el mejor medio de averiguar el origen de la desigualdad moral, de definir los fundamentos del cuerpo político, y de aclarar los derechos inalienables que poseen los miembros de la sociedad. El autor se revela contra las injusticias sociales, intenta demostrar que éstas no son fruto de la voluntad divina, sino del mal oficio de los hombres.
Hay para Rousseau dos formas distintas de desigualdad entre los hombres: La que viene dada por la naturaleza y la que se establece por convención. Esta última determina diferencias en lo referente al goce de privilegios, riquezas, honores y poder. No existe proporción lógica entre ambos tipos de desigualdades, pues son muchos los individuos agraciados por la naturaleza que se ven socialmente discriminados. Rousseau se centra en el estudio del proceso por el cual la naturaleza se vio sorprendentemente sometida a la ley. Cuestiona el que el hombre originario tuviera una noción clara del bien y del mal, un sentido nítido de la propiedad y una voluntad consciente de ceder el poder al más fuerte. Critica a los filósofos que han descrito al hombre natural atribuyéndole los rasgos propios del hombre civil. Advierte que no es en los textos sagrados ni en ningún otro libro donde se deben buscar las características del hombre primigenio. Intentará dilucidar cuál habría sido el destino de los hombres si una vez creados Dios los hubiera abandonado a su propia suerte. Expresa su deseo de emplear un lenguaje universal y atemporal, extrapolable a todos los hombres. Recurre con retoricismo al tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor que el presente, pues piensa que el progreso no hace que el hombre adquiera una felicidad comparable a la primigenia.
Rousseau intuye que el hombre es el resultado final de la evolución de especies anteriores menos desarrolladas física y cerebralmente, pero antes de hacer meras suposiciones al respecto prefiere partir en su estudio del hombre natural configurado con los mismos atributos externos que el hombre actual. El hombre en su estado primitivo no era ni el más fuerte ni el más ágil de los animales, pero sí el más completo. Cubría con sencillez sus necesidades más imperiosas. Su carácter omnívoro le permitía comer casi todo lo que producía la exuberante naturaleza. Los rigores climáticos y los peligros constantes hacían que el hombre fuese robusto e inalterable. La misma naturaleza se encargaba de poner fin desde un principio a la penosa vida que les esperaría a los débiles. La falta de instrumentos para realizar cualquier trabajo obligaba al hombre a maximizar las potencialidades de su cuerpo, que de ese modo rebosaba siempre vigor. El hombre temía sólo aquello que le resultaba desconocido, que sería más bien poco debido a la uniformidad del discurrir de cualquier medio natural. Los victoriosos enfrentamientos que mantenía contra otros animales estimulaban su autoestima, su confianza en sí mismo, por lo que se sentía el ser más privilegiado de la creación.
El escritor hace piruetas argumentativas para demostrar que en el hombre salvaje tiene poco efecto la debilidad causada por la infancia, la vejez y la enfermedad. Como Rousseau sabe que en épocas pasadas la gente moría a más corta edad, procura no identificar vida larga con vida dichosa. En cuanto a la enfermedad, la considera más bien fruto de nuestra forma disipada de vivir, por lo que el hombre natural apenas conocería otro dolor que no fuera el causado por las heridas o la vejez. Muchos contemporáneos de Rousseau se escandalizaron al descontextualizar la frase en la que éste asegura que el hombre que medita es un animal depravado. Con esta expresión Rousseau sólo pretendía indicar que a veces nuestras incesantes reflexiones se oponen a nuestra felicidad y atentan contra nuestra salud. Burlonamente alude a que los médicos no siempre nos proporcionan el remedio a nuestra enfermedad, sino que incluso en ocasiones la agravan con su torpeza o ignorancia, lo que hace nuestra situación menos atractiva que la de los salvajes. Debemos considerar que esta idea fue formulada en un momento en que la ciencia médica y los sistemas sanitarios estaban muy lejos del desarrollo actual. Para Rousseau, el hombre al hacerse sociable se vuelve débil y cobarde. Además, su deseo de vivir cada vez más cómodamente le convierte en un ser siempre insatisfecho. Muchas de las cosas que consideramos imprescindibles son en realidad vanidades superfluas que nos roban dignidad.
Con sagacidad Rousseau deduce que en el hombre primitivo debió de haber un gran contraste entre los sentidos corporales. Tendría muy desarrollados el olfato, la vista y el oído, pues requería del perfecto funcionamiento de los mismos para cubrir sus necesidades elementales. En cambio tendría poco sutiles el tacto y el gusto, más desarrollados en los hombres que se dejan arrastrar por la molicie. Lo que distingue al hombre del animal es que el primero actúa libremente mientras que el segundo lo hace sólo por instinto. La conciencia que tiene el hombre de su propia libertad es una manifestación plena de la espiritualidad de su alma. Un rasgo característico del hombre es la facultad que tiene para perfeccionarse, aunque ello es más bien motivo de duelo antes que de alegría. A las percepciones y los sentimientos, se suman en el hombre civilizado nuevos procesos psicológicos más complejos. En el hombre que se aleja del estado de naturaleza van aumentando la capacidad de raciocinio y la intensidad de las pasiones. Es así como el hombre empieza a temer la muerte, cuyos terrores antes le dejaban indiferente.
Rousseau señala cómo los pueblos que tuvieron que hacer frente a circunstancias materiales adversas fueron los que más prontamente se adentraron por los caminos de las ciencias y las artes. En cambio, los salvajes que ven fácilmente cubiertas sus necesidades en el seno de la madre naturaleza no experimentan deseo de cambiar de condición ni se detienen a pensar en su futuro. Sin duda que hubo una distancia temporal enorme entre las puras sensaciones y los conocimientos más simples adquiridos por el hombre. Hizo falta mucho tiempo para que los hombres descubrieran el fuego o la agricultura, pues tuvieron que vencer sus profundos recelos hacia la novedad y hacia el trabajo continuado. La dispersión característica de los salvajes dificultaría la transmisión mutua de los nuevos conocimientos adquiridos por algunos. Los más listos se verían cohibidos a la hora de dar utilidad práctica a sus reflexiones, pues los demás hombres, aún salvajes, destruirían sus realizaciones o se apoderarían de ellas sin el menor remordimiento. Un asunto que interesa vivamente a Rousseau es el origen que tuvieron las lenguas, excelente vehículo para la articulación y la expresión de las ideas. Considera tan complejo el aprendizaje y la extensión de las lenguas que sus propias argumentaciones no le disuaden de la idea de que en dicho proceso medió un poder sobrenatural. Deja planteada la cuestión de si la sociedad fue anterior al lenguaje o viceversa.
Rousseau imagina que el hombre en estado de naturaleza apenas necesitaba a los demás hombres, salvo para cubrir ciertas necesidades afectuosas y sexuales. Frente a los que llaman miserable al hombre natural, Rousseau argumenta que éste no se quejaba de las circunstancias de su vida ni se planteaba el suicidio, contrariamente a lo que ocurre en las modernas sociedades. El hombre salvaje era libre, ni bueno ni malo, ni virtuoso ni vicioso. En cambio podemos albergar serias dudas acerca de si el progreso ha proporcionado al hombre mayor virtud y libertad, o si por el contrario le ha condenado a una frustrante dependencia mutua. Rousseau critica la afirmación de Hobbes de que el hombre es un ser naturalmente malo. Piensa que el error de Hobbes radica en atribuir al hombre natural un sinfín de pasiones que en realidad son obra de la sociedad. Considera contradictoria la afirmación de Hobbes de que el hombre salvaje es a la vez robusto y dependiente. Ello sirve al escritor ginebrino para abogar por el recto comportamiento del hombre natural. Retoma así la hipótesis del buen salvaje, imagen abundante entre los tratadistas españoles, surgida del contacto reiterado con pueblos con formas de vida primitivas en los lugares que se iban descubriendo y conquistando. Es el sosiego de las pasiones y la ignorancia del vicio lo que hace que el hombre salvaje sea bueno. Prueba de esta bondad natural es el hecho de que los hombres se enternezcan ante el sufrimiento de sus semejantes. Los hombres serían monstruos si su razón no se viese acompañada por la piedad. Ésta es la virtud de la que arrancan otras muchas, pues desear que alguien no sufra equivale a desear que sea feliz, actitud a todas luces loable. En cambio de la razón parte el amor propio, la indiferencia ante el dolor ajeno.
El hombre salvaje se guía por el principio: “Procura tu bien con el menor mal posible para tu prójimo”. Aunque el hombre natural era arisco, poco dado a entablar relaciones con sus semejantes, no por ello era malvado, sino que más bien tendía a evitar altercados sangrientos. Para él no existían el honor, la propiedad, la justicia y la venganza. La debilidad de las pasiones que recorrían el alma del buen salvaje hacía innecesaria la existencia de leyes. Y lo que es más: Quizás las leyes surgieron a la vez que los crímenes, y desde entonces no han podido poner fin a éstos, lo que cuestiona su eficacia. Uno de los asuntos del discurso rousseauniano que más debió de escandalizar a los hombres de mediados del siglo XVIII fue la manera en que el escritor ginebrino habla sobre el amor. Se muestra en este sentido tremendamente frío y crítico. Considera que lo moral en el amor es un sentimiento ficticio, nacido del uso de la sociedad y ensalzado por las mujeres para hacer prevalecer sus caprichos entre los hombres. Libera al buen salvaje de los prejuicios morales relativos al sexo, equiparándole a los animales, que se conforman con aplacar su deseo. El hombre natural se uniría a cualquier mujer con indiferencia, lo cual evitaría vanas disputas ocasionadas por los celos. Rousseau critica la hipocresía que subyace tras la fidelidad conyugal y el honor familiar, pues ambas realidades son sepulcros blanqueados que encierran adulterios y abortos. Muchos de los planteamientos de Rousseau rezuman un sentimiento de exclusión social y misoginia.
El autor piensa que la desigual educación que reciben los diferentes niños es la causa de la mayor parte de sus desigualdades. Son por tanto mucho más numerosas las desigualdades sociales que las impuestas por la naturaleza. Rousseau piensa que en el estado de naturaleza los hombres no se oprimían los unos a los otros, pues ello les ocasionaría más fatigas que beneficios. Como los hombres primigenios se bastaban por sí mismos no necesitaban ni amos ni servidores. No tenían necesidad de ostentar o potenciar los dones recibidos de la naturaleza, pues ello no les proporcionaba un estatus superior al del resto de los hombres ni mayor felicidad personal. Al recordar la supuesta dicha del buen salvaje, Rousseau siente nostalgia, y mira con desprecio al hombre social y al mundo civilizado.
Rousseau aborda el estudio del proceso de perfeccionamiento de la razón humana. Piensa que la sociedad civil surgió cuando los hombres aceptaron el principio de la propiedad privada. El hombre primigenio, consciente de su existencia y guiado por su afán de subsistir, satisfacía sus pocas necesidades con la espontaneidad que le transmitía su instinto. Más tarde tuvo que aprender a superar circunstancias adversas que atentaban contra su bienestar. La especie humana se fue extendiendo sobre la tierra. El hombre tuvo que adaptarse a climas y terrenos muy diferentes. Para sobrevivir en las estaciones en que la tierra y los árboles no daban fruto, se vio obligado a cazar y pescar. El fuego debió de ser para él un descubrimiento extraordinario, pues le proporcionaba calor y le permitía hacer más digestivos y sabrosos los alimentos, además de darle luz en la noche. El hombre comenzó a reflexionar antes de actuar. Supo dominar al resto de los animales, lo que generó en él un sentimiento de orgullo que pronto le llevó a querer ser el primero de entre los hombres. Observó las semejanzas que existían entre él y sus congéneres, lo que hizo que se fuera aficionando a su compañía. Se unía a otros hombres laxamente en busca del bien común, y se separaba de ellos cuando veía peligrar su interés personal. Estas primeras relaciones amistosas entre humanos dieron lugar a toscas formas de lenguaje, basadas en gritos, gestos y sonidos imitativos o torpemente articulados. Y durante mucho tiempo los hombres fueron progresando a ritmo muy lento.
Los lentos progresos fueron seguidos por otros más rápidos. El hombre empezó a fabricar instrumentos cada vez más complejos. Optó por la vida en familia y se construyó una vivienda. La continuada convivencia familiar hizo aflorar bellos sentimientos de amor y ternura. La mujer se fue haciendo más sedentaria y se dedicó al cuidado de los niños. Los hombres se procuraron diversas comodidades que debilitaron su cuerpo y su espíritu. Estas comodidades les esclavizaron, pues se sentían desdichados cuando esporádicamente se veían sin ellas. Rousseau piensa que las lenguas debieron de originarse en las islas y perfeccionarse en el seno familiar. Recoge una vaga referencia al diluvio universal e intuye el proceso de separación de los continentes, aunque en realidad éste fue muy anterior a la aparición del hombre sobre la tierra. Los hombres empezaron a vivir en grupos cada vez más amplios, lo que propició el intercambio genético entre los mismos. Es así como se forjaron las culturas y los sentimientos de solidaridad mutua. En estas primeras sociedades la gente cantaba y danzaba para dar sustancia a su ociosidad. Los hombres empezaron a valorar la estimación pública, lo que fue fuente de vanidades y envidias. Se fueron estableciendo normas de cortesía, cuya violación originó venganzas y comportamientos sanguinarios. Rousseau considera que la época más feliz y duradera debió de ser aquella en que las sociedades estaban naciendo, pues por entonces el hombre se mantenía a la misma distancia de la indolencia de su estado primitivo y de la impetuosa actividad propia del orgulloso hombre actual.
Rousseau intenta simplificar con fines aclaratorios el proceso de formación de la sociedad civil. Piensa que cuando el hombre necesitó la ayuda continuada de otro desapareció la igualdad, surgió la propiedad y se hizo necesario el trabajo. Los bosques se transformaron en campiñas. Rousseau acierta al considerar que la agricultura y la metalurgia impulsaron el proceso de civilización del hombre. Yerra en cambio al situar la metalurgia cronológicamente antes que la agricultura, lo que invalida su explicación acerca de la implantación de ambas actividades. Piensa que fue el reparto de las tierras cultivables lo que dio lugar al derecho de propiedad. Este derecho sólo se justifica por el trabajo continuado en una determinada parcela de tierra. Una vez establecido este sistema socioeconómico, la desigualdad natural propia de los hombres originó diferencias en el nivel de la producción agrícola y artesanal, dando lugar a desigualdades de índole social. Este proceso de diferenciación entre los hombres se fue agravando conforme aparecían nuevas artes y evolucionaban las anteriores. Los hombres se fueron jerarquizando en función de sus cualidades y del uso que sabían dar a éstas. Se preocuparon por aparentar y por situarse por encima de los demás, aunque fuera con engaños y opresiones. La rivalidad se hizo cada vez más despiadada. Una vez que todas las tierras y ganados ya tenían dueño, los pobres se vieron abocados al robo para poder sobrevivir. Entretanto los ricos disfrutaban sojuzgando a los demás hombres.
Al quebrantamiento de la igualdad siguió un tremendo desorden. El derecho del más fuerte chocaba con el derecho del primer ocupante. La sociedad se vio convulsionada por un estado de guerra permanente. Entonces los ricos, viendo amenazada su plácida existencia, desplegaron su demagogia para convencer al pueblo de la necesidad de instaurar leyes e instituciones que garantizasen el mantenimiento de un orden aparentemente justo, pero que en realidad sólo legalizaba la desigualdad. El pueblo aceptó someterse a las leyes, pues tenía la esperanza de ver resueltas sus querellas, y no preveía los abusos que podían cometer aquéllos en quienes recayese el poder sobre las instituciones comunes. Fue así como quedó definitivamente destruida la libertad natural. Las sociedades se extendieron por toda la faz de la tierra. La ley natural, bajo el nombre de derecho de gentes, pervivió con dificultad, pero bajo la autoridad suprema de las artificiosas leyes civiles. La mayor parte de los hombres, defensores ariscos de sus propiedades, perdió su piedad natural. Rousseau aprovecha su discurso para realizar una llamada en favor de la unidad universal de todos los pueblos, lamentándose de las barreras que el proceso civilizador ha establecido entre ellos.
La división del género humano en diferentes sociedades trajo consigo guerras nacionales de terribles consecuencias. Rousseau rebate los argumentos de quienes piensan que la sociedad civil fue instaurada por conquistadores o debido a una decidida unión de los oprimidos. La sociedad no consistió al principio más que en unas cuantas convenciones generales que todos los individuos se comprometían a observar y de cuyo cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de ellos. Como esta endeble constitución no remedió los desórdenes sociales, fue preciso que la autoridad pública se depositase en magistrados que debían hacer cumplir las deliberaciones del pueblo. Por tanto, las leyes fueron anteriores a los jefes, los cuales fueron elegidos por los pueblos para que defendiesen su libertad, y no para que los esclavizasen. Es falso que los hombres tengan una inclinación natural a la servidumbre. Lo que ocurre es que una vez que han perdido la libertad pierden también el gusto por ella. Rousseau se burla de quienes llaman paz a la más miserable servidumbre. Al ensalzar la valentía de los que luchan por conservar su libertad, quizás Rousseau critica veladamente el incipiente colonialismo europeo. Con fortísimas argumentaciones Rousseau desarticula el tópico que identificaba el poder del rey con la autoridad paternal, y lanza airadas críticas en contra de las incoherencias del absolutismo. Ataca la tesis de la institución voluntaria de la tiranía, y para evitar suspicacias afirma que la monarquía francesa no es en modo alguno tiránica, puesto que está sometida a las leyes.
El escritor ginebrino afirma que va contra el derecho natural despojarse de la propia vida o de la propia libertad. Esas operaciones implican degradación personal, y en todo caso no deben vincular a los vástagos. Rousseau acepta la tesis de que el poder hace degenerar a quienes lo ostentan. Los gobiernos recién instaurados siguen al menos ciertas pautas loables, pero más tarde desembocan en la arbitrariedad represiva. Rousseau enuncia ya el principio del contrato social, base sobre la que se establece el cuerpo político. Los magistrados, que reciben su poder gracias a la voluntad popular, deben preferir en todo momento la utilidad pública a su propio interés. El magistrado debe ser el más interesado en mantener la constitución elegida por el pueblo, pues la destrucción de la misma invalidaría su propia autoridad. Si prescindiéramos de la sanción divina que hace intocable a la autoridad soberana, podríamos decir que el pueblo tiene derecho a revocar el contrato que le une a sus jefes. Pero como este derecho podría ser causa de alteraciones políticas frecuentes, es mejor aceptar que el poder soberano está protegido por la voluntad divina.
Rousseau piensa que las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más o menos grandes que se daban entre los individuos en el momento de su implantación. Es así como surgieron monarquías, aristocracias o democracias, en función de si uno, varios o todos los individuos mostraban capacidad política y habilidad gubernativa. Mientras que en algunos de estos regímenes las leyes fueron respetadas, en otros se llegó a la tiranía. En los diversos gobiernos, todas las magistraturas fueron inicialmente electivas. Algunos criterios que favorecían el ser elegido eran la riqueza, el mérito y la edad avanzada. A pesar de ser contenedores de experiencia y tradición, los consejos de ancianos no agradan a Rousseau, pues piensa que desencadenan intrigas, guerras civiles y tendencias nepotistas nada beneficiosas para el sumiso pueblo. Rousseau cree que la degeneración de los sistemas políticos da lugar primero a distinciones entre ricos y pobres, después entre poderosos y débiles y por último entre amos y esclavos. Los vicios que hicieron necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso de las mismas. Sofísticamente Rousseau se vale de este argumento para señalar que siempre en las instituciones sociales habrá elementos corruptos. Considera lógico que los pueblos viles en los que florece la ambición tengan malos gobiernos. El crecimiento de la desigualdad política entre el pueblo y sus jefes da lugar a su vez a onerosas distinciones civiles, relativas a la riqueza, el honor, el poder y el mérito. La conjunción de estas distinciones genera inestabilidad social. De entre todas las desigualdades, la relativa a la riqueza es la principal, puesto que es la más inmediatamente útil al bienestar y la que sirve para adquirir casi todo. El afán que tenemos los hombres por sobresalir es sin duda la causa de lo mejor y de lo peor que legamos a la humanidad. La perversidad del rico es tal que sólo se alegra de su propio estado si los demás hombres están en la miseria, siempre que ésta no genere conflictos que hagan peligrar su riqueza.
Rousseau alude a la posibilidad de realizar una obra en la que se analizasen las ventajas y los inconvenientes de todo gobierno en relación con los derechos del estado de naturaleza. Es decir, ya albergaba en su interior el deseo de escribir “El Contrato Social”. Piensa que el ejército, la policía y los impuestos no son sino secuelas de las desgracias que conlleva el vivir en una sociedad civilizada. Se recrea describiendo con un lenguaje apocalíptico el proceso de degeneración de las sociedades, debido a la proliferación y el agravamiento de las desigualdades, los prejuicios, los recelos mutuos… Vaticina el triunfo de las tiranías y del despotismo. Fiel a su capacidad para sorprendernos, el pensador ginebrino nos dice que una vez alcanzado el último límite de la desigualdad, todos los hombres volverán a ser iguales, meros súbditos de un amo cuyo poder se basará únicamente en su propia fuerza. Los hombres regresarán a un estado muy similar al de naturaleza, un estado fruto del exceso de corrupción, en el que primará la ley del más fuerte. Esta idea podría servirnos para atribuir a Rousseau cierta concepción circular de la historia. En sus reflexiones finales, el autor reconoce que muchas de las ideas del libro se basan principalmente en su imaginación. Opina que el género humano cambia de forma paralela al sucederse de las generaciones. Establece un marcado antagonismo entre el hombre natural y el hombre actual. La indiferencia del primero contrasta con la febril actividad del segundo. Frente a la espontaneidad del salvaje, el hombre civilizado está lleno de hipocresía. Mientras que el hombre natural vive en sí mismo, el hombre sociable vive de las opiniones que los demás tienen sobre él, de tal modo que nuestro mundo se ha convertido en el salón en que se celebra un colorido baile de disfraces. En lugar de dejarnos guiar por nuestras inclinaciones naturales, nos hemos apartado de ellas para nuestra propia perdición. Rousseau finalmente deja claro que sólo se valió en su discurso del uso de la razón, sin acudir a realidades trascendentes.
LA CRÍTICA A LA SOCIEDAD EN EL PENSAMIENTO DE ROUSSEAU
Rousseau establece una clara relación entre la corrupción de la vida moral del hombre y el desarrollo de la cultura. Ello le sirve de base para declarar que las repúblicas de Grecia y Roma eran éticamente superiores a los estados modernos. Intuye que los hombres del futuro experimentarán un sentimiento de malestar al contemplar el resultado social del progreso. Denuncia que la naturaleza humana ha sido desvirtuada por la influencia de la civilización, hasta el punto de que el hombre moderno se preocupa más por parecer que por ser. Este deseo por aparentar, típico de nuestra sociedad, nos impide conocer la naturaleza original del verdadero ser humano. El hombre moderno se ve privado de su individualidad, y empieza a vivir conforme a meras convenciones sociales. Rousseau admite como un retrato válido de la sociedad moderna la descripción de Hobbes del hombre como adversario del hombre, pero critica a su predecesor por atribuir al hombre natural características emanadas de la vida social.
Para Rousseau, un hombre que se deja arrastrar por sus locas pasiones es digno de compasión. Nuestro mundo ha contemplado el declive físico y moral de los hombres. Mientras que la fuerza de los antiguos residía en su sacrificada capacidad de identificarse con el espíritu de su comunidad, el hombre moderno ha visto su personalidad enajenada debido a su servidumbre a necesidades artificiales. Al perseguir febrilmente bienes materiales, el hombre moderno los ha convertido en un fin en sí mismos. Igualmente, la concepción del conocimiento ha degenerado hasta convertir a éste en una ciencia vana y en una curiosidad inútil. La reflexión ha debilitado el carácter de los hombres, los cuales están esclavizados por objetos externos y falsas metas. Rousseau es uno de los primeros pensadores que ha insistido en la idea de la alienación del hombre, debida en gran parte a la tumultuosa vida urbana. El hombre moderno está siempre en contradicción consigo mismo, pues busca la felicidad a través de actividades y cosas que nunca le satisfacen. Ello se manifiesta en un estado permanente de ansiedad y en una huída hacia el futuro debido a lo frustrante del presente. Rousseau piensa que los verdaderos placeres del hombre provienen de su naturaleza y son fruto de su trabajo, sus relaciones y sus necesidades. Esta convicción interior lleva al pensador ginebrino a criticar el teatro y otros espectáculos artificiosos que hacen que los hombres se evadan brevemente de sí mismos. Rousseau tiene una visión tradicionalista de la mujer. Piensa que la mujer debe ser humilde, pudorosa y dócil. Debe buscar su felicidad en su hogar y su familia, intentando agradar con su rectitud ejemplar a su esposo. Rousseau ensalza continuamente la virtud, fuerza interna que permite a los hombres conducirse con frugalidad y mantenerse impasibles ante las pasiones corruptoras. Para Rousseau, la virtud indica una cierta rigidez, una especie de desafío heroico a los valores mundanos. En este sentido propone siempre como modelo a imitar a la sobria Esparta.
LA CONCEPCIÓN ROUSSEAUNIANA DEL ESTADO DE NATURALEZA EN EL HOMBRE
En el pensamiento de Rousseau se da un marcado contraste entre el hombre original, libre y dichoso, y el hombre moderno, esclavizado y decadente. Rousseau se vale de un concepto algo indefinido de naturaleza para indicar qué es lo que no es propiamente humano. El ginebrino se esfuerza por distinguir los elementos originales y artificiales del ser humano. Para dilucidar cuál era el estado primario del hombre, Rousseau emprende un recorrido temporal en el que los hitos pseudohistóricos son enunciados a partir de intuiciones hipotéticas. Rousseau cae en la ambigüedad implícita que existe en la idea del ser original del hombre, pues la naturaleza humana no puede ser separada por entero de la idea de su desarrollo en el tiempo. Para Rousseau, el estado primigenio del hombre expresa la pureza y la simplicidad de sentimientos básicos que no han sido corrompidos por la sociedad. La penosa condición actual del hombre indica que la naturaleza humana está todavía en un estado potencial. El hombre sólo se realizará cuando desarrolle adecuadamente las posibilidades auténticas de su ser. Estas posibilidades no pueden realizarse hasta que el hombre perciba su estrecha relación con el orden universal. Estas ideas muestran el amplio significado ontológico y metafísico que la naturaleza tiene en el pensamiento rousseauniano. El filósofo ginebrino cree que el hombre atravesó por una fase presocial en la que cada individuo vivía casi del todo volcado sobre sí mismo.
La función hipotética del concepto filosófico de estado de naturaleza ya era aceptada por la mayoría de los pensadores algo anteriores a Rousseau. Los filósofos que precedieron a Rousseau habían considerado la existencia humana de forma relativamente estática, y atribuían al hombre originario características propias del hombre social. En cambio Rousseau resaltó la concepción del hombre como un ser que adquiere nuevas facultades a lo largo de su desarrollo. Grocio, Pufendorf y Locke habían considerado al hombre primitivo como un ser esencialmente racional y social. Por el contrario Rousseau entendía el estado de naturaleza como un simple punto de partida en el que el hombre poseía las mínimas cualidades que le diferenciaban de los animales. Hobbes anteriormente había mantenido una postura similar. Pero para éste la naturaleza del hombre es básicamente agresiva y egoísta. Creía además que la naturaleza humana no se había visto transformada radicalmente por la sociedad, sino que sólo estaba controlada por el poder de las leyes. Es decir, para Hobbes, el estado de naturaleza pervive en el fondo del hombre social, pero teme manifestarse por la presión censuradora de las leyes y de las convenciones. Rousseau creía en la capacidad del hombre para evolucionar y mejorar. De entre los pensadores que precedieron a Rousseau cabe citar a Spinoza, que atribuyó a la sociedad una función importante en el desarrollo de la libertad y la racionalidad del hombre.
Aunque Rousseau coincide con Hobbes en negar al hombre primigenio el sentido moral y la sociabilidad que le atribuye la Escuela del Derecho Natural, niega rotundamente que el hombre sea débil y perverso por naturaleza. Rousseau opina que el estado de naturaleza es pacífico, y permite que el hombre lleve una existencia independiente, sin entrar en conflicto serio con los demás hombres. El hombre primitivo rousseauniano está dominado por dos impulsos esenciales: La autopreservación y la piedad. Rousseau no defendió la vuelta del hombre actual a su estado primitivo, pues ello implicaría una indefendible carencia de valores. A pesar de ello, creía que el estado de naturaleza era más ventajoso que la situación presente del hombre, pues permitía a éste ser feliz a través de la satisfacción desinhibida de sus deseos inmediatos. El hombre moderno depende onerosamente de los otros y no consigue estar satisfecho. Cuando el hombre tomó conciencia de sí mismo como ser diferenciado empezó su desdicha. El hombre actual es débil y medroso por su cómoda vida, y se siente atormentado interiormente porque por más que piensa no logra que nada le satisfaga. Al contrario de lo que pudiera parecernos, Rousseau piensa que el hombre puede frenar su proceso de degradación. Esta evitable tendencia hacia la degeneración es lo que ha causado la desigualdad entre los hombres.
Según la concepción rousseauniana, en el estado de naturaleza existía una igualdad real e indestructible entre los hombres, pues sus diferencias físicas no eran notables. En cambio en la sociedad la gente se ve forzada a competir entre sí, de modo que se genera un proceso aberrante en el que van creciendo las desigualdades. El hombre abandonó su placentero estado natural porque libremente se decidió a emplear sus capacidades virtuales en un momento en que quizás se produjo un fenómeno físico inesperado. Se inició entonces un largo camino histórico en el que el hombre fue cambiando de estado gracias al buen o mal empleo de su capacidad para perfeccionarse. La progresiva intimidad de las relaciones entre los hombres condujo a la formación de actitudes morales rudimentarias y a la voluntad de basar la conducta en principios aceptados de común acuerdo. El surgimiento de la primera sociedad permitió a los hombres experimentar placeres que antes les eran desconocidos. Los primeros hombres sociales empleaban su razón armonizándola con sus necesidades simples, lo que permitió que fueran dichosos hasta la aparición del orgullo y la vanidad.
El hombre, al desarrollar las capacidades individuales que le eran personalmente ventajosas, entorpeció progresivamente la convivencia con los demás. La división del trabajo y la implantación de la propiedad forjaron una sociedad cuyos miembros eran rivales cada vez más desiguales. Cada uno empezó a buscar con artimañas engañosas su propio beneficio pisoteando a los demás. El ansia de bienes materiales hizo que los hombres entraran en un estado de mutua hostilidad. Los ricos, para no tener que temer la pérdida de sus bienes, diseñaron la sociedad política, que encadenó a los hombres a las leyes. Las distintas sociedades políticas empezaron a luchar unas contra otras, ya que no reconocían una autoridad superior a su propia fuerza. Rousseau expone que el poder político actúa siempre en beneficio de los fuertes y en detrimento de los débiles, idea acogida luego con fervor por los pensadores marxistas. La asociación civil institucionaliza las desigualdades existentes y regulariza un perverso ordenamiento comunitario que convierte a la mayoría de los hombres en esclavos. La llegada del despotismo cierra el proceso histórico a través del cual el hombre ha ido perdiendo su libertad.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE ROUSSEAU A TRAVÉS DEL “CONTRATO SOCIAL”
Aunque Rousseau criticó múltiples aspectos de la sociedad civil, también intentó definir los principios políticos más ventajosos para ésta. Para Rousseau, la moral sólo surge con la aparición de la sociedad. Cuando el individuo establece unas relaciones estrechas con sus congéneres desarrolla unas capacidades que antes tenía adormecidas. El desarrollo del yo implica la necesidad de relacionarse con otra gente. El individuo, que ya no tiene suficiente con la libertad del hombre solitario, acepta basar su existencia en un orden humano comunitario regido por principios morales. Es en el seno de esta asociación donde surgen las virtudes y los vicios. El hombre descubre que su verdadero ser no está exclusivamente en él mismo, pues necesita de los demás para dar sentido a sus proyecciones. Cuando el hombre empieza a guiarse por la voluntad y la razón está ejercitando su verdadera libertad, la cual es de mayor calidad que la que poseyó en su instintivo estado natural. Al intentar establecer un determinado ordenamiento social, hemos de resolver el problema de cómo reconciliar la libertad del individuo con la libertad de los demás.
Conforme a su elevada concepción de la libertad, Rousseau defiende que la única sociedad política aceptable es la que descansa en el consentimiento general. Roussseau coincide con los pensadores liberales anteriores al considerar que toda sociedad política debe fundarse en la libre participación de sus miembros. Esta idea es una exigencia del derecho natural, pues la supresión de la libertad viola la naturaleza esencial del hombre. Los pensadores políticos que desde el siglo XVI venían criticando el absolutismo real de supuesto origen divino, insistían en el principio del contrato social como alternativa política justa. Los contractualistas consideraban que la sociedad nace por un acto concreto de la voluntad y por una elección deliberada por parte de todos sus miembros. A partir de estas premisas, Rousseau desarrolló planteamientos innovadores que se basaban en su peculiar concepción del derecho natural. Rousseau rechaza la explicación tradicional de que el origen de la sociedad política se debe al ejercicio incontrolado de la fuerza. Critica a los pensadores de la Escuela del Derecho Natural, como Grocio y Pufendorf, por defender que un pueblo cautivo puede aceptar la esclavitud incondicional a cambio de salvar su vida. Rousseau también rechaza la idea de que la sociedad es fruto de la sociabilidad innata del hombre. Para Rousseau, el hombre no es sociable por nacimiento. La formación de la sociedad no depende de sentimientos espontáneos, sino de una opción racional. Ello lleva a Rousseau a rechazar cualquier analogía entre la sociedad y la familia.
Rousseau vincula estrechamente la política y la moral. La sociedad política, como expresión de la libertad humana, implica los atributos morales esenciales para cualquier forma válida de libertad. El hombre no puede comprender el significado pleno de las cuestiones morales más que a través de su participación en las relaciones de la vida sociopolítica. Sólo en el seno de la sociedad puede el hombre convertirse en un ser libre e inteligente, capaz de gozar de la experiencia de la justicia y el derecho. Al diseñar un orden político, hay que establecer condiciones que permitan participar a todos los miembros de la sociedad en situación de igualdad en una asociación civil basada en el principio de la libertad. Aunque la libertad política presupone siempre un alto grado de autonomía moral, no puede actuar en el vacío, sino en relación a la influencia formativa del entorno. Es decir, todos debemos mantener una relación sana y profunda con lo que habitualmente nos rodea. Rousseau pensaba que los hombres son a largo plazo lo que el gobierno les hace ser. La historia demuestra que el hombre puede llegar a ser desgraciado y débil a causa de la ineptitud y malicia de sus instituciones. Partiendo del principio de que el ciudadano se ve influido por la sociedad en que nace, Rousseau busca la naturaleza idónea que permita a un gobierno formar un pueblo virtuoso. Para Rousseau, el desarrollo histórico de la humanidad ha sido desgraciado, puesto que ha corrompido los principios básicos sobre los que se sustenta la sociedad. Ello explica el hecho de que los principios políticos fundamentales no puedan determinarse a partir del simple examen histórico de cualquier gobierno real. Para Rousseau, los análisis políticos deben versar sobre principios más que sobre hechos, sobre el establecimiento de criterios y normas más que sobre el estudio de cualquier gobierno concreto. Esto permite comprender el carácter abstracto del “Contrato Social”, que descansa sobre la única fuerza del razonamiento. En cambio Montesquieu prefirió estudiar el derecho positivo de los gobiernos vigentes.
El “Contrato Social” no es exclusivamente utópico en el sentido de estar totalmente divorciado de la realidad. Rousseau no intenta definir un gobierno ideal que quede relegado al terreno de las ensoñaciones. Piensa que la elaboración de principios críticos básicos, aplicables a cualquier gobierno lícito, conducirá a una nueva valoración del orden existente y a un esfuerzo constructivo para eliminar algunos de sus principales defectos. En el “Contrato Social”, el filósofo ginebrino compagina elementos ideales y reales, morales y psicológicos. Trata de considerar a los hombres tal y como son en su ser original, y a las leyes tal y como debieran ser. Entiende que las cuestiones de la justicia y el derecho deben unirse a las exigencias del interés y la utilidad. Parte de la idea de que el hombre estará siempre preocupado por su propio interés, de modo que el ordenamiento social sólo será estable si ofrece a cada individuo ventajas positivas. Hay que garantizar a los hombres su propia seguridad y su bienestar material antes de involucrarles en la lucha por el bien común. Al alcanzar la madurez moral y racional, los hombres superarán su característico egoísmo para adscribirse a formas más nobles de satisfacción, que también llegarán a considerar como una expresión de su verdadero interés. Los hombres han de esforzarse por adquirir la virtud que les permita subordinar sus inmediatos deseos personales a un bien social más elevado. Ello implica una desnaturalización, entendida como la pérdida progresiva de los insolidarios instintos primitivos. Así el hombre podrá disfrutar de una nueva plenitud vital ennoblecedora.
Rousseau intenta encontrar los medios para eliminar la desigualdad propia de la sociedad civil, o al menos someter esa desigualdad a determinadas condiciones que neutralicen sus nocivos efectos y la encaucen hacia canales políticos útiles. Aboga por la conjunción de las diversas capacidades individuales para crear una fuerza colectiva encargada de la preservación y el bienestar de la comunidad. Es preciso sustituir la rivalidad por una asociación que proteja con toda la fuerza colectiva la persona y los bienes de cada asociado. La fuerza común no puede ser efectiva a menos que incluya a todos los ciudadanos sin excepción. Cada individuo, si desea verse protegido por la fuerza conjunta de la comunidad, debe a su vez ceder totalmente su propio poder. Esta acción voluntaria permite sustituir los defectos perniciosos de la desigualdad por una igualdad civil. No habría verdadera libertad política sin esta igualdad civil, ya que sin ella los ciudadanos vivirían siempre expuestos a la amenaza de la opresión.
Uno de los ejes del pensamiento político de Rousseau es la necesidad de proteger al estado frente a la usurpación del poder por parte de individuos o grupos determinados. Desea crear un lazo indestructible entre cada individuo y la comunidad, pues desconfía de los poderosos, siempre tendentes a manipular a la sociedad en su propio interés. Siguiendo la opinión de Hobbes, Rousseau cree que no puede existir ninguna filosofía política válida hasta que no se haya definido clara y firmemente la naturaleza y el origen de la soberanía política. La soberanía, como origen último de la autoridad, debe ser absoluta. No puede estar limitada más que por sí misma, si bien no debe ser arbitraria. La soberanía es el instrumento indispensable para la preservación del estado. Debe tener un carácter colectivo. Para garantizar su supervivencia, la comunidad en su conjunto debe asumir la responsabilidad absoluta del control del poder supremo. La soberanía no puede quedar sometida a decisiones pasadas o a promesas para el futuro, por lo que se caracteriza por su permanente actualidad.
El poder supremo no necesita garantía con respecto a sus súbditos, pues es imposible que el cuerpo soberano desee dañar a sus miembros o actuar en contra de sus intereses. La obligación recíproca que existe entre los ciudadanos y el cuerpo político asegura que su acción será siempre la adecuada. El ciudadano, como miembro del poder soberano, sabe que no puede trabajar para otros sin hacerlo a la vez para sí mismo. Aunque la soberanía no está limitada por ninguna autoridad externa, debe por lógica obedecer las leyes de su propio ser y respetar el propósito para el que ha sido instituida. La soberanía es indivisible, puesto que está ligada con la comunidad en su conjunto. Pertenece a todos los ciudadanos sin excepción. La soberanía es inalienable, ya que los ciudadanos no pueden renunciar a ella sin destruir los fundamentos de su existencia en cuanto asociación política. Por tanto en esta cuestión Rousseau difiere de Hobbes, el cual había permitido que la soberanía se transfiriera a un gobernante todopoderoso. Para Rousseau, la soberanía nace con la fundación de la sociedad civil, de modo que sólo podrá desaparecer con la disolución de esta sociedad y la vuelta de sus miembros al estado de naturaleza. En la asociación política existe una estrecha interdependencia de las partes con el todo, idea comprensible a través de la imagen del cuerpo compuesto de múltiples miembros, cada uno de los cuales debe cumplir una determinada función.
El pacto social propuesto por Rousseau establece entre los ciudadanos tal igualdad que todos se comprometen en las mismas condiciones y deben disfrutar de los mismos derechos. Las obligaciones y los derechos han de formar parte de la vida cotidiana de los ciudadanos. La igualdad social evitará el que unos hombres dependan de las arbitrariedades de otros. Las condiciones son las mismas para todos y todos las aceptan voluntariamente. La soberanía se convierte así en la garantía de la libertad. El poder soberano no es un hecho físico aislado, sino una fuerza activa respaldada por el derecho. Los ciudadanos forman un cuerpo moral, y sus pautas morales han de venir expresadas a través de su poder soberano. Por tanto la soberanía no es un concepto estático, sino una realidad inseparable del ejercicio de la voluntad. Esta voluntad que anima a la soberanía es una voluntad general, inspirada por la obligación social más que por el interés egoísta. Rousseau acepta la concepción que tenía Diderot de la voluntad general. Ésta es un acto puro del intelecto de cada individuo que razona, en el silencio de las pasiones, sobre lo que el hombre puede exigir a su igual y lo que éste puede exigirle a él. La voluntad general se basa en la subordinación de los intereses particulares al bien común. Podemos decir que para ser efectiva la soberanía debe expresarse como la voluntad general.
Rousseau diferencia la voluntad general de la voluntad de todos. Esta última es sólo una suma de los deseos particulares de los individuos que circunstancialmente persiguen el mismo objetivo. La simple coincidencia de votos no es garantía de rectitud, ya que la voluntad de todos puede no ser más que la expresión de intereses egoístas que perjudican a los auténticos intereses del estado. La voluntad general es siempre constante, incorruptible y pura, pues implica indefectiblemente la firme determinación de conseguir el bien común. Algunos pensadores liberales se escandalizaron de que Rousseau defendiera el que en determinadas circunstancias el ciudadano debe ser obligado a ser libre. Y es que los propios deseos y sentimientos del individuo pueden ser tan poderosos como para inclinarle a subordinar su voluntad de ciudadano a su voluntad en cuanto individuo, y a buscar su exclusivo beneficio a expensas del bien general. Aunque el ciudadano puede desear siempre su verdadero interés, a veces se ve incapaz de identificarlo. Entonces habrá que recordar al ciudadano descarriado cuál es su verdadero interés, e incluso forzarlo a actuar en contra de sus obtusos deseos inmediatos. Rousseau admite que la única manifestación viable de la opinión pública es el sufragio, y que la comunidad debe someterse normalmente al sufragio de la mayoría, pero a la vez señala que el voto es sólo una acción física que en sí misma carece de valor moral. Una reducida minoría virtuosa puede estar más cerca de la voluntad general que una amplia mayoría mal encauzada que desea obtener ventajas materiales alejadas de los auténticos intereses del estado.
La voluntad general debe concretarse en la ley. Las leyes, al ser creadas por un acto deliberado de la voluntad, extraen su significado de la actividad y circunstancias que las han originado, por lo que no es necesario buscar sus relaciones con la naturaleza de las cosas. Las leyes son la fuerza motriz del cuerpo político, el alma del estado. Cuando las leyes se ignoran o están corrompidas, el estado está perdido. La sublime importancia de las leyes impide que Rousseau las conciba en un sentido prolijo y represor. La fuerza de las leyes no reside en su sutileza y complejidad, sino en su escasez y simplicidad. La peor nación es la que tiene muchas leyes. La existencia de múltiples leyes significa que los ciudadanos sienten la necesidad de someterse a limitaciones externas, en lugar de confiar en su propio corazón, que es en definitiva el origen de la ley. La instauración de las leyes es una misión casi mística, de importancia sublime, puesto que las leyes determinan la historia futura de la comunidad. La voluntad general es siempre justa, pero el juicio que la rige no es siempre acertado, lo que hace valiosa la figura del legislador. Éste es el hombre virtuoso que crea las principales leyes, lo que le convierte en el fundador del estado. El legislador tiene la responsabilidad de transformar la naturaleza humana y de convertir a los individuos aislados en seres morales y sociales. La figura del legislador revela la ambigüedad que existe en Rousseau respecto al asunto de la autoridad. Aunque sus principios políticos son claramente democráticos, tiende a dudar de la capacidad del hombre para ponerlos en práctica sin la ayuda de algún ser superior. El legislador debe educar políticamente a los ciudadanos. No tiene una autoridad oficial, sino sólo un carisma especial del que se ha de valer para ayudar a la comunidad a desarrollar sus adormecidas capacidades.
Entre los conceptos generales que configuran la base de cualquier constitución, Rousseau no incluye la cuestión del gobierno. A diferencia de algunos de sus predecesores, Rousseau se negó a admitir cualquier forma de relación contractual entre el soberano y el gobierno. Para él, sólo podía existir un contrato: Aquél por el que todos los ciudadanos establecen libremente la sociedad civil. Los ciudadanos nunca ceden su poder legislativo, por lo que los gobernantes son sólo funcionarios elegidos por el pueblo para realizar ciertas tareas. El gobierno tiene un papel muy subordinado, ya que su función principal consiste en ejecutar las decisiones emanadas de la voluntad general. Aunque Rousseau se opone a una total separación de poderes, insiste en que el gobierno debe tener una función distintiva. No es conveniente que el poder soberano y el gobierno estén unidos, ya que la conjunción de las funciones legislativa y ejecutiva podría descuidar la persecución del bien común. Es mejor que el poder soberano no esté absorbido por actividades concretas para que así vigile eficazmente el desarrollo de la labor ejecutiva del gobierno. Éste actúa como intermediario entre las dos funciones que tiene el pueblo: Hacer las leyes y obedecerlas.
Para definir las características idóneas de un gobierno es preciso tener en cuenta las características específicas de la comunidad en cuestión. La estructura política de cualquier comunidad depende de muchos factores, como la extensión del territorio, la cantidad de población, la fertilidad del terreno, las tradiciones, la cultura… Rousseau nos habla sobre los distintos tipos de gobierno. Entiende por democracia el gobierno popular que actúa como un organismo y que ejerce las funciones legislativas y ejecutivas. Este concepto de democracia es muy distinto de la idea moderna de gobierno representativo. Rousseau considera que la democracia sólo es practicable en los estados pequeños poblados por gentes virtuosas. Piensa que la aristocracia es la forma más prudente de gobierno, ya que su esencial moderación la hace idónea para estados de tamaño y poder no muy grande. Trata con dureza a la monarquía, pues los reyes tienden a ejercer su poder de forma absolutista. Nos dice que la monarquía parece ser la única forma de gobierno adecuada para los grandes estados, los cuales caminan sin remedio hacia su perdición. Rousseau piensa que sería desastroso pretender implantar un mismo tipo de gobierno en todos los estados, pues el gobierno debe ajustarse a las peculiaridades de cada país. Aunque los fundamentos del estado son los mismos para todos los gobiernos, cada forma de gobierno tiene su propia razón de ser que la hace preferible a cualquier otra, según los hombres, las épocas y los lugares.
Rousseau, al valorar la influencia poderosa que ejercen la pasión y los sentimientos sobre la lealtad política, tiende al pesimismo doctrinal. Sabe que los intereses egoístas lucharán contra cualquier forma de idealismo. La ley del más fuerte, incompatible con el derecho, pervivirá en la práctica en la sociedad. Rousseau se pregunta desconsolado cómo persuadir a los hombres para que sitúen a la ley por encima de sí mismos. Utiliza imágenes biológicas para describir la vida y la muerte del estado. No se puede legislar para la eternidad, pues incluso las mejores constituciones están condenadas a perecer. A pesar de ello, los hombres pueden prolongar la vida del estado desarrollando una firme y meditada actitud política. Rousseau destaca la tendencia de los dirigentes y funcionarios a permitir que sus deseos personales dominen su sentido de la responsabilidad cívica. Intenta contrarrestar este peligro mediante el fortalecimiento de la unidad de la sociedad política. Aspira a que el ciudadano dependa sólo del estado, de modo que nunca pretenda asociarse a otros hombres con un propósito antisocial.
Rousseau idealiza algunas sociedades, especialmente del pasado. Alaba constantemente a la austera Esparta, modelo de comunidad compacta basada en un potente sentido cívico. Probablemente Ginebra ejerció cierta influencia sobre la formulación de sus ideas políticas y favoreció su predilección por las comunidades pequeñas estrechamente relacionadas. Creía que sus ideas políticas sólo podían tener esperanza de encontrar expresión real en los pequeños estados. Se sentía horrorizado al contemplar las grandes ciudades, en las que apreciaba cierta deshumanización. Admiraba a los estados que sabían expresar los aspectos genuinamente humanos de la vida cívica. En sus proyectos de constitución para Córcega y Polonia muestra una peculiar fusión de idealismo y realismo, incorporando sus propios sueños y aspiraciones. Sabe que la lealtad política no puede sustentarse sólo en la aceptación de unos principios abstractos, sino que debe fundamentarse en los corazones de los ciudadanos. Por ello es preciso infundir en los ciudadanos el sentimiento de solidaridad nacional, el entusiasmo patriótico. Rousseau califica el patriotismo como la más heroica de todas las pasiones, generador de acciones inmortales. La concepción rousseauniana del patriotismo difiere del nacionalismo moderno, pues incluye una intensa inspiración moral y un lazo indisoluble con la virtud y la libertad. Rousseau piensa que los sentimientos del hombre no pueden ampliarse fácilmente hasta abarcar a toda la humanidad, lo cual sería noble pero inadecuado para fortalecer la lealtad civil.
Rousseau insiste en que el pueblo es más fácilmente sometido por la opinión que por la razón. Para fundar una nación hay que prever cómo controlar las opiniones, para así por medio de ellas gobernar las pasiones de los hombres. La ley también debe tener en cuenta las costumbres, pues los hombres obedecemos con más prontitud nuestros propios impulsos que las órdenes ajenas. Para dotar a los miembros de la sociedad de una unificadora fuerza moral, Rousseau introduce interesadamente la idea de la religión civil. Mediante ésta pretende además conferir al estado una ratificación fundamental, susceptible de situar a la ley por encima de los hombres. Para el ginebrino, la religión civil debe incluir unas pocas y sencillas creencias, enunciadas con precisión, sin explicación o comentario alguno. Entre estas creencias deben encontrarse la existencia de Dios, la vida futura, el premio de los justos, el castigo de los perversos y la santidad del contrato social y de las leyes. Estas doctrinas son sentimientos de sociabilidad sin los cuales en su opinión es imposible ser un buen ciudadano. Pero es una religión demasiado fría y aséptica, que no concede el derecho al debate teológico y ético interno. Considera que el que no acepte la religión civil debe ser expulsado del estado por antisocial, a pesar de lo cual, contradictoriamente, pretende mostrarse contrario a la intolerancia. Él creía que los principios de la religión civil eran tan sólidos y evidentes que ningún ser racional debía rechazarlos. Ya Locke había optado por excluir a los ateos de su diseño estatal, sin valorar la contribución al sistema que podrían realizar. La excesiva sencillez y el estudiado pragmatismo de la religión propuesta por Rousseau era difícil que convenciese a cualquier sociedad, rastreándose en su diseño además los bandazos que dio el escritor durante su vida en lo que a adscripción religiosa se refiere.
La concepción de Rousseau sobre la libertad ha sido sometida a severas críticas, e incluso algunos han creído ver en sus ideas un claro precedente del totalitarismo. A pesar de sus diferencias significativas en el enfoque de la cuestión, Rousseau y Locke coinciden al destacar la importancia de la libertad. Los dos creen que la sociedad política surge por un acto voluntario de sus miembros, y que el contrato establecido libremente por mutuo acuerdo es su único fundamento legítimo. Por tanto el concepto de sociedad política es inseparable del hecho de que los hombres son libres por naturaleza. Al igual que los pensadores de la Escuela del Derecho Natural, Locke considera que en el estado de naturaleza los hombres no sólo son libres e iguales, sino que también están familiarizados con ciertos derechos, como los de la vida, la salud, la libertad y la posesión, y con la obligación moral de que nadie debe dañar a otra persona en el ejercicio de estos derechos. La libertad de Locke es en esencia la libertad con respecto a las coacciones externas. Para Locke, la transición del estado de naturaleza a la sociedad no supone una alteración radical en el ser humano, ya que las leyes naturales rigen en ambas situaciones. Según Locke, los hombres entran en la sociedad para colocar sus derechos naturales bajo la protección de la comunidad en su conjunto. Para Rousseau, la función de la sociedad civil es mucho más creativa, pues el hombre sólo llega a ser verdaderamente racional y moral a través de su participación en la sociedad. El derecho natural en el estado de naturaleza rousseauniano se basa principalmente en los instintos y en la fuerza. Por tanto Rousseau coincide con Hobbes y Spinoza en su visión del hombre primitivo como esencialmente irracional. A diferencia de muchos de sus predecesores, Rousseau entiende al ciudadano en términos dinámicos, pues éste va adquiriendo en su desarrollo nuevas capacidades.
Rousseau piensa que el hombre abandonó su feliz condición primitiva no por su propia voluntad, sino debido a la presión de circunstancias externas. En cambio Hobbes considera la aparición de la sociedad como el intento racional por parte del hombre de encontrar la felicidad que no sentía en su estado natural. Hobbes, a diferencia de Rousseau, cree que la naturaleza profunda del hombre casi no cambia con su entrada en la sociedad, pues sigue siendo agresivo y egoísta. Sin embargo el hombre se ve obligado a acatar la ley, entendida como un mandato de quien detenta el poder. Rousseau y Hobbes coinciden en ver la soberanía como la fuente última e indivisible del poder, pero mientras que el ginebrino defiende planteamientos democráticos, el inglés aboga por el absolutismo. Para Rousseau, la justicia no es un principio meramente externo impuesto al pueblo por una autoridad ajena, sino la manifestación auténtica de su propia autonomía moral. Rousseau distingue entre el derecho natural originario y el derecho natural razonado, propio del estado social. Mientras que el primero es un vago sentimiento sin significado moral, el segundo relaciona la naturaleza con nuestra voluntad. La libertad civil y moral es distinta a la libertad natural. El derecho político difiere del derecho primitivo, pues es consecuencia de un acto deliberado de la voluntad humana. Su propósito no es violentar la naturaleza del hombre, sino ayudarle para que desarrolle los aspectos fundamentales de su ser. No puede menoscabar los sentimientos humanos básicos, y en este sentido nada hay más opuesto a la libertad del hombre que el despotismo institucionalizado. Rousseau relaciona estrechamente la libertad y la ley. Aunque los hombres son libres para crear su propio destino, su libertad jamás debe conducir a un comportamiento arbitrario. La sociedad civil es un logro específicamente humano, que encierra todas las posibilidades auténticas del hombre como ser libre. Si los hombres se niegan a impulsar la sociedad civil a través de su libre asentimiento, correrán el riesgo de retroceder hacia su irracional estado primigenio.
CONSIDERACIONES FINALES
Uno de los aspectos más sobresalientes de Rousseau es que optaba con frecuencia por ir contracorriente, tanto por convencimiento personal como por el placer mismo de discrepar. Era como si le molestase el prosaísmo que le rodeaba, lo que nos hace pensar en su alta autoestima y en cierta mentalidad elitista, surgida más de su inteligencia que de su situación económica. Se negaba a plegarse al dictado de las vetustas convenciones sociales. Tenía un gusto exacerbado por la polémica, en parte por el deseo de llamar la atención, lo que le llevaba a exagerar en determinados planteamientos. Era un ardiente defensor de la individualidad, del derecho a pensar y actuar libremente. A pesar de sus convicciones democráticas, no confiaba mucho en la capacidad de los hombres para crear por sí mismos un ordenamiento social, lo que le llevó a introducir la idea del legislador. No hay duda de que él se consideraba un legislador, un hombre virtuoso que podía sugerir a los ciudadanos las leyes más adecuadas a sus circunstancias estatales. No se detenía en la autocomplacencia, sino que deseaba emplear sus facultades en favor del diseño de sistemas sociales más equilibrados. Concebía la humanidad como una masa gigantesca, en la que existían unos cuantos hombres dotados de una brillante capacidad para legislar y promover ordenamientos de convivencia justos. A pesar de las lúcidas construcciones teóricas que realizó, el ginebrino se vio acosado los últimos años de su vida por serios desajustes mentales, hasta el punto de creerse perseguido por grupos opuestos entre sí, lo que nos puede llevar a considerar la escasa distancia que hay a veces entre la inteligencia y la locura.
Rousseau se sentía desencantado al valorar que la virtud era sólo patrimonio de unos pocos. Deseaba que los hombres adquiriesen la virtud desde su más tierna infancia para que luego fuesen capaces de integrarse como miembros dignos en sistemas sociopolíticos admirables, basados en la rectitud moral. Su afán pedagógico provenía del convencimiento de que a través de la educación se podía alimentar e inculcar la nobleza de espíritu. Quería infundir en los miembros de la sociedad política un sentimiento patriótico que garantizase la cohesión y el futuro de la comunidad, pero sin cuestionar apenas las bases étnicas y culturales de la formación del estado. Es decir, es difícil ser patriota si uno no se siente perfectamente imbricado en el tejido social, decisorio y cultural del estado. Éste fue uno de los motivos por los que el prerromanticismo de Rousseau no llegó a ser más que unos primeros rayos del verdadero movimiento romántico y nacionalista del siglo posterior. El hecho de que engarzase la libertad individual con la fidelidad sumisa al estado provocó el que algunos autores le considerasen erróneamente precursor del totalitarismo. El amor a la tierra de nacimiento o de adopción se pesaba en la balanza de si al ciudadano le iban bien o mal las cosas, de si podía o no alcanzar cierto bienestar. De ahí que las luchas sociales posteriores por conseguir mejoras en la calidad de vida integrasen un concepto más universalista de las sociedades, dada la cuestionable capacidad respectiva de los monarcas y gobiernos estatales. En diferentes ocasiones Rousseau manifestó su admiración hacia Esparta, destacando de ella algunos valores, como la sobriedad en la vida cotidiana, la disciplina comunitaria y el arrojo militar. Pero se echa en falta un mayor espíritu crítico hacia algunas conductas implantadas en la sociedad espartana, como la habitual eliminación de los nacidos con malformaciones o retrasos mentales, los violentos ritos de iniciación, consistentes a veces en matar mesenios, la introducción obligada en las prácticas homosexuales, la mayor o menor estima de la mujer en función de si podía o no dar hijos fuertes, y el desprecio por toda clase de resortes económicos, aunque estos pudieran traer ventajas materiales futuras que garantizasen la pervivencia del estado. Con su orgullosa pero obcecada forma de vivir, centrada en la gloria militar, Esparta estaba suicidándose a la larga como comunidad política. Rousseau proponía para el hombre el ideal atlético del mundo griego, de modo que el desarrollo intelectual se viese acompañado del vigor físico. Con cierta sorna afirmaba que es malo reflexionar en exceso, pues ¿hay acaso hombres más infelices que los sabios?
Sorprenden las acertadas intuiciones científicas de Rousseau en lo relativo a la evolución de las especies, la separación de los continentes… No renuncia a hacer uso en sus obras de fuertes dosis de imaginación, la cual a veces le hace aproximarse a la verdad y otras le separa de la misma. Defendía la bondad natural del hombre. Era firme partidario del determinismo social y de su impronta sobre los niños. Él mismo tuvo una difícil infancia, por lo que pudo pensar que lo que le había maleado era el conjunto de desagradables experiencias externas que había tenido que ir encajando desde corta edad. Viajó por muchas ciudades, lo que le enseñó a ser tolerante. Como otros ilustrados de su época, combatió ardientemente contra la intolerancia, la cual se había manifestado en el pasado a través por ejemplo de las luchas de religión. Habla con desenfado e ironía sobre aspectos religiosos. Ensombrece la interiorización religiosa que postula con la fría religión civil que se inventa. Privándose a las religiones de los mensajes de la revelación se las deshumaniza, convirtiéndolas en artificios publicitarios para conseguir que los hombres se guíen por impulsos altruistas. El ginebrino sabe que la religión es un mecanismo cohesionador e idealizante, por lo que hace un uso interesado de ella, aplicándola astutamente al ordenamiento social.
El pesimismo parece estar presente en el discurso dialéctico a través del cual Rousseau expone su peculiar concepción del progreso humano. Algunas de sus ideas son de vigente actualidad, como la crítica al crecimiento urbano desenfrenado. E incluso podemos trazar ciertas conexiones entre Rousseau y el ecologismo actual. Su visión apocalíptica del destino de los hombres encuentra en las sociedades actuales sólidas bases, como la pervivencia de las guerras, los desastres naturales, el cambio climático, la superpoblación, la extensión de nuevas enfermedades, el crecimiento de las desigualdades entre los habitantes de ambos hemisferios… Rousseau no se sorprendería demasiado al observar el gran volumen adquirido por las clases medias en las naciones desarrolladas, pues aunque ello cuestiona sus avisos proféticos, sirve de demostración de una de sus convicciones: Si todos fuéramos ricos disminuiría enormemente la inestabilidad social. Y es que la irregular distribución del dinero es una de las principales causas de la desigualdad entre los hombres y del estallido de conflictos. Rousseau creía en la capacidad de los hombres para perfeccionarse y para alargar la vida de la sociedad, pero las iniquidades que observaba diariamente le desalentaban.
Rousseau no tuvo ningún reparo en criticar a la sociedad de su época. Acusaba a las gentes de preocuparse más por aparentar que por ser en realidad. Le repugnaba la feroz competitividad que presidía las relaciones entre los hombres. A pesar de que escribió varias obras de teatro, criticó el carácter artificioso de muchos de los espectáculos que encauzaban la ociosidad de los ciudadanos. Compadecía a quienes se entretenían contemplando historias ajenas desarrolladas en el escenario en lugar de vivir la suya propia con la mayor ejemplaridad posible. La visión idealizada que de la historia tiene Rousseau se debe en parte a su afición por la lectura del imaginativo Plutarco. Afirma que el proceso histórico sólo puede ser juzgado por un principio que lo trascienda y le dé sentido. Es decir, la historia no es una realidad aislada, sino que su principio y su fin conectan con lo que desborda nuestra mente. Rousseau hizo gala de una percepción tradicionalista de la mujer. Él, que tanto había criticado el afán de los hombres por aparentar, considera paradójicamente que las mujeres deben procurar que los hombres tengan una buena opinión de ellas. Su misoginia era común tanto entre los hombres de su contexto histórico como en el de muchas otras épocas precedentes. Rousseau se dio cuenta de la frustración que se genera en los hombres tanto si consiguen como si no consiguen los bienes materiales que desean. Ello le llevó a pensar que la verdadera felicidad está en el dominio de las pasiones, en la vida sencilla, en las buenas amistades y en el trabajo tenaz. No es fácil comprender su idea de que la voluntad general no coincide con la voluntad de todos. La explicación estaría en que la mayoría puede estar equivocada y ser incapaz de reconocer sus verdaderos intereses. Rousseau elevó al grado de axioma el principio de que el poder corrompe. Consideró a los gobernantes como meros funcionarios al servicio del pueblo, de modo que para favorecer los intereses de éste, lo mejor sería que aquéllos no empleasen el poder como si de algo patrimonial se tratase.
A pesar de haber escrito con afán pedagógico y para aportar soluciones a los problemas que surgen en las diversas sociedades, Rousseau no desplegó una vida ejemplar, la cual habría hecho más creíble la eficacia de sus planteamientos. Entre sus comportamientos cuestionables estarían el abandono de sus hijos nada más nacer, su carácter huraño, el gusto por el enfrentamiento más que por el debate con los otros ilustrados, sus cambios de fe por conveniencia… En cuanto a su estilo narrativo, puede parecer quizás demasiado retórico. Aun así, Rousseau es con frecuencia considerado un prerromántico por diversos motivos: Su estrecha vinculación con la naturaleza, su tendencia a la ensoñación, sus afanes idealistas, su soledad existencial, su crítica al prosaísmo social, su ataque hacia lo artificioso, su gusto por la historia seminovelada, su concepción trágica del propio destino, su exaltación de los sentimientos, sus afanes cohesionadores de la comunidad política, su lirismo a veces tierno y a veces impetuoso, su individualismo, su exagerada imaginación… El hecho de que escribiera sus “Confesiones” y otros libros posteriores ya con avanzada edad y con las facultades mentales mermadas le une también al romanticismo en cuanto a la intervención estética y exteriorizada de elementos ajenos al mero racionalismo. El impacto que tuvieron sus ideas políticas y filosóficas en los círculos ilustrados fue un primer atisbo de asalto al antiguo régimen, el cual persiguió algunos de sus escritos y le hizo huir con frecuencia de una ciudad a otra. El ginebrino intentó no atacar directamente en sus obras a quienes podían callarle para siempre, e incluso no dudó en halagar a los mecenas, las instituciones y los soberanos que promocionaron su labor intelectual. Entre las frases con las que intentó alentar a los ciudadanos para que obrasen con justicia y por el bien común estaba ésta: “No es nada fácil abandonar la virtud; ella atormenta durante mucho tiempo a los que la abandonan”.
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