En
este espacio nuestro deseo es acercarnos al pensamiento del escritor romántico
prusiano Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822) a través de las ideas de
corte autobiográfico vertidas en uno de sus últimos cuentos, terminado unos 72
días antes de fallecer. Se trata de “La ventana”, texto también traducido al
castellano con el título de “El Observatorio” o de manera más precisa como “La
ventana esquinera de mi primo”. Fue dictado a su ayudante o secretario, pues
por entonces Hoffmann ya estaba seriamente afectado por una parálisis que le
impedía ser autónomo. El tratamiento recibido para combatir la enfermedad, en
el que se incluía la aplicación de hierros candentes a ambos lados de su espina
dorsal, le provocaba intensos dolores que disminuían casi del todo sus ganas de
acrecentar su producción literaria. Ésta empezó relativamente tarde, hacia 1808,
ya que la verdadera vocación de Hoffmann se había relacionado más con la
composición musical. La fama le llegó con la publicación periódica de sus inquietantes
cuentos, elaborados entre medias de sus ocupaciones como jurista. Su formato
preferido era por tanto la narración corta de aire misterioso. Destacó también
como dibujante, faceta que le permitió mostrar de manera más completa su visión
de los ambientes que frecuentaba. Algunos de ellos eran bastante sórdidos, pues
le era más fácil encontrar allí la inspiración que necesitaba para caracterizar
a los personajes de sus relatos. Los excesos de sus últimos años, especialmente
el consumo habitual de ponche, le precipitaron en una situación personal
complicada, acumulándosele las deudas.
El año 1822 se avecinaba para
Hoffmann como terrible. Se había visto involucrado en pleitos legales por
burlarse en “Maese Pulga” de algunos funcionarios públicos de rango relevante,
hasta el punto de haber tenido que rehacer su obra para resultar menos
ofensivo. Esta enemistad con algunos detentadores del poder judicial resultó en
el futuro muy dañina para su viuda, al influir en el hecho de que se le negara
en 1828 una ayuda económica. El bajo estado anímico que tenía el escritor se
transparenta también en los otros relatos que dictó por entonces: “La curación”
y “El enemigo”. El primero de ellos revela la esperanza personal de reponerse
de manera casi milagrosa, mientras que el segundo es el inicio de una novela inspirada
en Durero, en la que el autor reflexiona sobre el amor por el arte y su temor
reverencial hacia el mismo. Casi siempre que el escritor acometía una novela
larga, ésta quedaba inconclusa, era abruptamente abreviada o reunía en realidad
textos dispares, conectados mediante malabarismos intelectuales. Este último es
el caso de “Opiniones del gato Murr”, recopilación de aforismos que se publicó
entreverada con la narración autobiográfica de “Las horas lúcidas de un músico
demente”. La novela larga que sí pudo acabar Hoffmann lleva por título “Los
elixires del diablo”, reflejo alucinógeno de todas sus angustias a través de un
monje con doble personalidad, el cual se debate entre impulsos malignos y
fuerzas espirituales salvíficas. De atribución discutida es la novela erótica
anónima “Sor Mónica”, que algunos críticos adjudican a Hoffmann. Cada vez son
menos sus escritos no publicados en España, donde la acogida que tuvo su obra
fue tardía, sin poder apenas influir en el desarrollo del romanticismo
autóctono.
Intentaremos ir desmenuzando el
contenido del cuento de “La ventana” para comprender las sensaciones
experimentadas por Hoffmann en los meses finales de su vida, partiendo de la
base de su casi plena identificación con el personaje principal de la obra.
Éste lucha contra la amargura y la excesiva melancolía, haciendo balance de su
trayectoria artística, y aferrándose a la vida para seguir creando historias en
medio de sus pesares. Una de las razones del éxito literario que conoció el
escritor prusiano fue el transmitir a sus personajes sus propios temores,
convirtiéndolos en expresión de sus tendencias obsesivas. Se interesó por las
múltiples causas que pueden llevar a las personas a arruinar y destruir sus
vidas, tanto por las propias decisiones como por cruzarse con variados
torrentes de desgracia. Coqueteó con la aproximación a la locura, retratándola
desde fuera, pero consciente de que cualquiera de nosotros puede desembocar en
ella, bien por el azar o bien por causas ligadas a nuestra propia naturaleza. Al
morir fueron sus amigos los que corrieron con los gastos de su entierro,
realizado en un cementerio protestante de Berlín. La lápida indicativa de su
tumba es muy esclarecedora por el símbolo grabado en la parte superior de la
misma: una mariposa, metáfora de la transformación en una realidad más bella,
pero a la vez frágil y fugaz, sometida al capricho del viento. Esta
variabilidad e inconstancia se da incluso en la misma localidad de nacimiento
de Hoffmann, la antigua ciudad alemana de Königsberg, que se corresponde con la
actual población rusa de Kaliningrado.
Dando comienzo al análisis de “La
ventana”, diremos que la voz que cuenta la historia es en la ficción el primo
del personaje principal, en el que veremos que hay claros paralelismos con los
sentimientos finales del propio escritor. Como es común en los relatos de
Hoffmann, no se dan los nombres de muchos personajes, en este caso ni siquiera
de los más destacados. A diferencia de otros cuentos, aquí sí que es
tremendamente precisa la localización. Se trata de una plaza céntrica de
Berlín, la “Gendarmenmarkt” o Mercado de los Gendarmes, donde solía celebrarse
una bulliciosa feria periódica de compraventa de alimentos y otros productos.
La plaza está presidida por un hermoso y gran teatro, luego conocido como
“Konzerthaus” o Sala de Conciertos, finalizado en 1821, es decir, el año
anterior a la redacción del cuento de “La ventana” por parte de Hoffmann. A un
lado de la plaza queda la catedral francesa y al otro la catedral alemana,
ambas de carácter protestante, al haber servido la zona como refugio de los
hugonotes franceses huidos de su país a fines del Siglo XVII. La ventana del
gabinete del protagonista, también escritor de profesión, daba a uno de los
rincones de la impresionante plaza, desde donde podía contemplar un trasiego
constante de gente, el cual era como si quisiese reactivar sus paralizadas
piernas. El escritor vivía en un cuarto pequeño, en una última planta de techos
bajos, el arquetípico alojamiento bohemio de los poetas pobres.
El relato empieza con la comparación
de la parálisis del escritor con la padecida por el autor satírico francés Paul
Scarron (1610-1660), que hacia los 28 años adquirió un reumatismo tuberculoso
que ya no le abandonaría hasta su muerte. Scarron, especializado en las novelas
cómicas, comentaba con frecuencia sus dolores, siempre intentando que no se
apoderase de él el mal humor. En su conocido epitafio puede leerse: “Éste que
aquí ahora duerme / hizo sentir más piedad que envidia, / y padeció mil veces
la muerte / antes de perder la vida”. Se menciona en el cuento que el escritor
alemán, igual que Scarron, chanceábase en sus obras y en sus conversaciones de
su propia desgracia, pero sin querer herir a los demás con sus sátiras, en lo
que puede verse cierta disculpa hacia las personas a las que en el pasado
hubiera podido ofender con su afilada pluma. Contrapone metafóricamente la
sazón natural de sus escritos con la más rara asafétida, especia oriental que
si no es antes frita puede provocar náuseas y vómitos. Un enfermero, también
inválido, le ayudaba a incorporarse, trasladándole de la cama a un sillón con
almohadones, y de allí otra vez a la cama. Es normal que ya no quisiera ver a
nadie, alejándose de su vida anterior, que en el caso de Hoffmann le llevaba de
manera frecuente a tabernas y saraos. Muchas veces las personas y los animales,
cuando perciben la cercanía de la muerte, no quieren ser vistos, escondiéndose
para morir tranquilos, de modo que los demás no acudan a compadecerse de su
triste estado. En el caso de los animales es también porque, sabiéndose más
débiles, no quieren que un depredador agilice su final.
Tanto el primo del protagonista como
este último actúan como un desdoblamiento de la personalidad de Hoffmann. Ello
puede apreciarse claramente cuando el narrador indica que no comprendía la fama
que había alcanzado el escritor, prefiriendo él sus simples charlas. El éxito
literario siempre sorprendió a Hoffmann, al no tratarse de su profesión
principal ni de su verdadera vocación. Una vez adquirido el impulso narrativo,
se convirtió en la mejor vía de escape para sus inquietudes artísticas. Su
desbordada imaginación lucha ahora contra los impedimentos puestos por su mala
salud, hasta el punto de que afirma haberse rendido. Describe la enfermedad que
inutiliza sus dedos y embota su mente como un demonio. Había caído en la
peligrosa melancolía, ese estado en el que parece mucho más brillante e intenso
el pasado que el futuro, antojándosele ya éste como muy breve. Un día de
mercado, pasa el primo del escritor andando por allí, y divisa por la susodicha
ventana al mismo con su gorra colorada, bata rusa y pipa turca, invitándole a
subir. Abrió la puerta el enfermero, que le indicó que pasase, llegando así
ante la poltrona del escritor, en el que parecía haber renacido la esperanza de
curarse. La habitación estaba limpia, signo importante de no haberse dejado
vencer aún del todo por el abatimiento, y podía leerse en un biombo un papel
con una frase latina, escrita con letras gruesas: “Et si male nunc, non olim
sic erit”. No se nos da la traducción, que sería: “Y si ahora mal, no siempre
será así”. Es una frase importante, ya que es también con la que finaliza el
relato, tras la vertiginosa descripción del ambiente colorista del mercado. Es
una frase que actúa casi como invocación para olvidar los dolores, para
enfrentarse a la enfermedad, para disfrutar aún de la belleza que proporciona
el exterior.
La alegría del escritor al ver a su
primo, uno de sus lectores más críticos, desata su lengua, que de manera
impetuosa irá comentando las actitudes de las personas que circulan por el
mercado, vistas a través de su ventana, que le sirve de inmenso consuelo y que
le ha devuelto el amor por la vida. El escritor, debido a su enfermedad, ha
pasado de la primacía de la actuación a centrarse en la contemplación, pero no
como frío ejercicio ascético de la vejez, al tener aún sólo 46 años, sino como
medio de impregnarse de toda esa vitalidad, para hacer así despertar sus
debilitados miembros inferiores. Reconoce que apenas va de un sitio a otro
dentro de la casa, o donde quiere llevarle su enfermero en un sillón de ruedas.
Se ha vuelto dependiente, es otro el que físicamente le conduce, pero sigue
dirigiendo él mismo su pensamiento. El primo del escritor, al asomarse a la
ventana, se muestra al principio mucho menos entusiasmado que él, señalando que
toda esa masa compacta de gente yendo y viniendo terminaría por fatigarle.
Compara la escena con la de tulipanes que oscilan con el viento, es decir,
introduce el factor de que esas personas, a pesar de su apariencia, no son del
todo libres, sino que su actividad obedece a causas que se les escapan. El
escritor explica a su primo que para él todo aquello es una excelente
representación de la vida burguesa, materia prima para no parar de escribir. Le
cede sus gemelos y se ofrece a iniciarle en el arte de la observación.
Por insistencia del escritor, de
cada persona ambos van trazando un posible perfil, llegando incluso a
determinar su origen y posición económica, fantaseando sobre sus parejas y
relaciones sociales. Realizan un fetichista seguimiento de algunos individuos,
extrayendo de unos cuantos elementos sueltos conclusiones generales acerca de
su imaginada idiosincrasia. Asusta el hecho de poder sentirse observado por
ojos tan escrutadores, que pretendan analizar tus pasiones y problemas con
demasiada ligereza. La vorágine de gente evita que ese análisis sea demasiado
minucioso, al poder uno escaparse pronto del marco de la estratégica ventana.
En esta época no se habían inventado aún ni la fotografía ni el cine, que sin
duda habrían impresionado profundamente a Hoffmann, el cual se anticipó ya en
algún relato de terror al mundo de los avances de la óptica y de los autómatas.
Las prendas llamativas, como el pañuelo amarillo que lleva en la cabeza la primera
mujer divisada, facilitan a los dos primos el poder seguir las evoluciones de
la gente por los puestos del mercado. Éste presenta un ambiente festivo, más
todavía por contraste con el recuerdo de las difíciles circunstancias ocasionadas
por las recientes guerras napoleónicas, mencionadas en el texto, y que
supusieron la llegada de más soldados y civiles franceses a Berlín. El escritor
equipara su propio espíritu descriptivo de la sociedad circundante al de los
admirados grabadores Callot (1592-1635) y Chodowiecki (1726-1801), que
retrataron a la perfección los más variados ambientes de sus respectivas
épocas, adentrándose también en la representación de los miedos colectivos.
No se puede considerar al
escritor como mirón en el sentido peyorativo actual del término, en cuanto a
que no pretende violentar la intimidad de las personas dirigiendo su vista a
sus ventanas, sino que se centra en lo que ocurre en la calle, eso sí,
observándolo con avidez. Tal vez dejándose arrastrar por su instinto o por su
subconsciente, el escritor realiza bastantes más descripciones físicas y
psicológicas de mujeres que de hombres, moviéndose en un espectro que va desde
la idealización hasta el prejuicio. Abundan las enumeraciones de tipos de ropas
y tocados, tratando de inferir a partir de ellos rasgos dispares de las personalidades
estudiadas. Como ocurre todavía actualmente, el mercado al aire libre era
espacio propicio para el encuentro, la interactuación, la amistad, el coqueteo,
las galanterías… mezclándose el lenguaje despreocupado de los que ya se conocen
con el respeto necesario de los tenderos hacia los posibles nuevos compradores.
A pesar de recurrir a la observación detenida del mercado para aliviar su
tristeza, el escritor parece no considerarlo como una escuela adecuada para los
demasiado jóvenes, presentándolo incluso como antítesis de la tradicional
formación académica. El concepto de mercado que se maneja en el cuento está
próximo al de lugar de lucimiento de las destrezas que cada uno ha desarrollado
en la vida real, descendiendo por tanto al hecho básico y primordial de
conseguir alimento, sin que haya cabida para zarandajas filosóficas. Adquieren
en este sentido gran relevancia los contenedores en los que la gente lleva sus
compras, en su mayoría cestas de mimbre, pero también redes o sacos. El escritor
se recrea asombrado en la caracterización de un ciudadano alto con una caja
bajo el brazo, en cuyos cajones va introduciendo los productos adquiridos,
metiendo incluso aves enteras en los enormes bolsillos de su anticuado traje. Es
el ejemplo perfecto de adaptación al medio, de capacidad para conseguir y
transportar presas.
Una de las mujeres que peor
parada sale de las suposiciones realizadas por el escritor es una muchacha que
se abre paso a codazos, que penetra con rabia entre la muchedumbre, que lanza
miradas furibundas, que toquetea de mala forma todo el género de los puestos y
que apenas compra nada. Cada cuatro días de mercado le acompaña atosigada una
criada distinta, bien porque la muchacha renueva su servicio cada poco tiempo o
bien porque las criadas no la soportan y se marchan. El escritor la imagina
como la hija de un burgués rico, buena administradora de los recursos del
hogar, cuyo secretario particular está condenado a escucharla constantemente
como si se tratase de un organillo mecánico con una sinfonía compuesta por el
mismo demonio. Tanto en este relato como en otros de Hoffmann son frecuentes los
momentos en que el autor decide nombrar de manera expresa y poco reflexiva al
demonio, situando a éste en el origen o en el desarrollo de las malas
experiencias. El elogio de considerar a la muchacha hacendosa y con dotes para
dirigir adecuadamente la economía familiar se le atraganta al escritor, que
enseguida matiza esa apreciación con otras que le llevan a considerarla como
difícil de sobrellevar. Late aquí el hecho de que Hoffmann durante su vida no
realizó una buena gestión de sus bienes y ganancias, actuando con un entusiasmo
excesivo a la hora de gastar, malogrando los recursos obtenidos como miembro
del engranaje judicial del reino prusiano.
En la siguiente escena la vista
de los primos se centra en dos viejas que desde sus banquetas controlan unos
grandes cestos con las ropas que venden. Una de ellas muestra sobre todo
lencería de ocasión de mala calidad y la otra se dedica principalmente al
comercio de medias de lana y de otros tejidos. Una joven de no más de 16 años,
bellísima y de aspecto pobre, se acerca a la lencera interesándose por una tela
blanca con dibujo. La chica llega a un acuerdo con la vendedora sobre el precio
a pagar, pero al comprobar el dinero que lleva encima se da cuenta con inmenso
pesar de que no tiene suficiente. Se aleja sofocada y con lágrimas en los ojos,
mientras la vieja ríe irónicamente, volviendo a colocar la mercancía. El
escritor imagina entonces que ambas viejas charlan un rato sobre la muchacha,
contándose la una a la otra el origen de su miseria, aderezado probablemente
con alguna infamia. Comparten café despellejando a la chiquilla, olvidando las
antiguas diferencias entre ellas y focalizando en esta ocasión sus ironías en
quien no puede defenderse. La muchacha descrita simboliza para Hoffmann la
inocencia, la identificación inmaterial que existe entre la belleza y la
nobleza. No elige para su moraleja a una joven pobre y fea, sino pobre y
hermosa como la aurora. Llevaba su dinero envuelto en un pañuelo, pensó que
tendría bastante, como si dentro de su pañuelo el dinero pudiera multiplicarse…
No quiere renunciar a una vida feliz, a lucir ropas bonitas. Las dos vendedoras
encarnan en cambio la vida ya amortizada, la retroalimentación de la maldad de
bajo porte.
Tanto en la escena anterior como
en la que ahora mencionaremos, el escritor trae a colación la labor artística
del pintor satírico británico William Hogarth (1697-1764), considerando que en
aquel mercado encontraría abundante inspiración para sus pinceles. Hoffmann
describe incluso un cuadro concreto de Hogarth, en el que un diablillo se
desliza debajo de la silla de una mujer devota. La reflexión extraída es que
aunque a alguien le vaya todo muy bien, su buena fortuna puede irse al traste
en unos instantes, si interviene quien no debe, si se cruza en su camino un
agente aciago. Lejos de comentarlo con seriedad, el escritor parece decirlo con
picardía, como si se alegrase en cierto modo de la volubilidad de los asuntos
humanos, como si estuviese convencido de que las asechanzas de la desgracia no
se pueden esquivar por largo tiempo. En esta misma línea, Hogarth había
realizado una serie de cuadros burlescos y moralizantes sobre el camino hacia
el desastre de un joven inglés, arrastrado por sus vicios, constatación plena
de que el diablo nunca descansa. La persona que en el mercado ilustra para el
escritor la prosperidad es una mujer gruesa que cada día de feria incrementa el
repertorio de sus mercancías y sus ingresos. Actúa con gran aplomo, tiene un
espíritu fuerte, no se deja afectar por los regateos, se muestra tranquila,
segura, digna. Lleva las manos casi siempre metidas debajo de un delantal
blanco, y no cambia su sencilla silla de mimbre a pesar de lo rápido que mejora
su comercio. Ha diversificado su negocio cada vez con más objetos de metal,
cristal y porcelana, elementos de escaso valor pero muy funcionales, clave de
su progreso económico, no avergonzándose el escritor de reconocer que envidia
su suerte.
Las dos siguientes muchachas
descritas son muy diferentes. La primera, conocida de antemano por el escritor,
es hija de un empleado de hacienda. Pertenece a una clase acomodada, tiene intereses
que distan mucho de los relacionados con las compras del mercado, ámbito en el
que se desenvuelve muy mal. En el momento en el que elige una coliflor, la
cocinera que le acompaña la sustituye por otra, recriminándole el que no sepa
escoger bien el género. Este tipo de reveses merma su incipiente voluntad, hace
que mire avergonzada, que se mueva con paso vacilante entre tanta gente
desconocida. Es ella la que paga las compras, pero se ve arrastrada por las
opiniones categóricas de su cocinera. El escritor comenta que los últimos años
es común entre la burguesía enviar a las muchachas al mercado a aprender
economía doméstica. De manera bastante elitista el escritor dice que no aprueba
esa medida, por las influencias negativas que las jóvenes pueden recibir allí,
mezclándose con las clases bajas, escuchando barbaridades y quedando a merced
de los galanes que se pasean a pie o a caballo. El primo del escritor comprueba
desde la ventana que son varias las muchachas que responden a este perfil. Van
muy bien vestidas, tienen un aspecto distinguido, y suelen ir acompañadas por
cocineras impolutas, encargadas de llevar las cestas. Conforme a los clichés de
su época, el escritor alaba la forma de ser de la hija del empleado de
hacienda, considerándola sumamente femenina, de tacto y finura exquisitos. Piensa
que su empanamiento es normal para su edad, casi una garantía de que no esté
quemando las etapas de su vida demasiado rápido.
La segunda joven que
mencionábamos es la antítesis de la anterior, en cuanto a que se muestra ligera,
decidida, moderna, alegre… Hace sus compras con cuidado, elige por sí misma las
mercancías, ajusta bien los precios… todo lo ejecuta de un modo especial y con
viveza extraordinaria. Va acompañada de una sirvienta un poco mayor que ella, intuyéndose
entre ambas una gran cordialidad. Por sus zapatos blancos de seda y por la soltura
con la que actúa, los primos deducen que debe ser bailarina, cómica, actriz… o
al menos estar relacionada con el espectáculo. Ambos se dan cuenta de que las
compras no parecen su principal objetivo, y pronto comprueban que la muchacha
se había citado por allí con un joven alto y guapo, un estudiante. La actriz
deja caer del puesto de fruta una manzana colorada, el estudiante la recoge y
se la entrega. Entablan conversación, reanudan su antiguo conocimiento y quedan
para verse de nuevo. Todo parece demasiado teatral, como si se quisiese que el
flirteo no llame demasiado la atención de los demás. La manzana representa el
amor carnal, la realización del deseo sexual, el disfrute desacomplejado de la
belleza. La actriz y el estudiante, a pesar de su intensa atracción mutua, no
se saltan los códigos sociales relacionados con el cortejo, sino que dejan que
éste acentúe su pasión.
Al aludir su primo a los puestos
de flores del mercado, el escritor cuenta un episodio vivido con una de las
floristas, el cual supuso para su vanidad de artista un duro golpe. El escritor
se vio hace tiempo interesado por el hecho de que con frecuencia dicha florista
estaba embebida leyendo libros, que cambiaba periódicamente en la editorial de
Kralowski. Un día determinado comprobó que la muchacha leía con tal fruición
que sus mejillas estaban encendidas, sus labios temblaban y parecía
completamente trasladada al lugar en que se desarrollaban los acontecimientos
del libro. Con la excusa de comprarle unas flores, pudo comprobar que el libro
que ella leía era uno de los escritos por él. La chica conocía perfectamente el
argumento, como si lo hubiera leído varias veces. El ansia de incrementar su cultura
rezumaba por todo su ser. Orgullosísimo, el escritor le confesó que él era el
autor de dicha obra, esperando quizás que ella se emocionase por conocerle.
Pero en cambio se quedó petrificada, como si no concibiera que los escritores
existiesen, como si pensase que los libros brotan como las setas. Su
incomprensión le llevó a preguntar al escritor si él había escrito todos los
libros de la editorial de Kralowski. En esta anécdota queda claramente
reflejado el hecho de que a la mayoría de las personas lo que les interesa de
los libros es el contenido de los mismos, no las circunstancias plácidas o
tormentosas de la vida de quienes los escriben. Se trata en cierta forma de una
queja desgarrada de Hoffmann acerca de la invisibilidad del creador. Las obras
de los artistas románticos estaban impregnadas de tal manera de su propia vida
que estos no entendían que la gente pudiera consumirlas sin preguntarse quién
estaba detrás, quién derramaba su locura de manera tan impetuosa. Para conectar
a través de las generaciones con un escritor concreto, para entender bien los
mensajes vertidos en sus obras, es preciso interesarse por cómo discurrió la
vida de esa persona.
Mientras el escritor contaba esta
experiencia, su primo no había apartado la vista de la hija del empleado de
hacienda, a la que califica como su favorita. Es decir, el escritor ha logrado
que su primo se sumerja plenamente en la observación de los viandantes, hasta
el punto de no poder dejar de mirar a una joven determinada. La chica ha
elegido un ramito de flores, y se ha puesto a comer cerezas de la cesta. Luego
el protagonismo en la charla de los primos pasa a un caballero que ya habíamos
mencionado, indicando su elevada altura y su capacidad para hacerse con toda
clase de productos, como si tuviera la idea de preparar un gran banquete. El
escritor se ha fijado en él otros días de mercado, considerándole enigmático. Ha
diseñado para él dos posibles historias. En la primera de ellas le imagina como
un antiguo profesor alemán que ha ganado a lo largo de su vida mucho dinero, no
compartiéndolo nunca con nadie, y que tiene como único placer el comer bien. En
la segunda historia el escritor le convierte en un pastelero francés, que junto
con otros tres compatriotas llegó a Berlín a fines del Siglo XVIII, trabando ya
todos ellos desde jóvenes una gran amistad. Los cuatro se habían visto con el
tiempo reemplazados en sus oficios (baile, esgrima, idiomas y pastelería) por
otras personas más imbuidas de las nuevas tendencias. El pastelero se había
hecho cargo de la cocina, haciendo la compra y guisando para tan compacto grupo
de amigos, unidos siempre en las dificultades de abrirse paso en un país nuevo.
Ambas historias son muy fantasiosas, y revelan la facilidad para crear perfiles
a partir de unos pocos elementos reales. En la segunda el personaje analizado
tiene tintes mucho más luminosos que en la primera, contraponiéndose el
compartir con el acaparar.
Con precisión matemática una
labradora extrae y distribuye de un gran barril su delicioso contenido, dulce
de ciruela, definido por el escritor como el caviar del pueblo. Llega ahora uno
de los pasajes más emotivos del cuento, al describirse la figura de un hombre
que pide limosna apoyado en la fachada del lujoso teatro. Es ciego, echa hacia
atrás la cabeza como si quisiera penetrar en la oscuridad que le rodea. Lleva
ropa vieja de soldado. Todos los días de mercado acarrea los cestos de verdura
de la vendedora que le controla, y que gestiona luego las limosnas recibidas.
Son muchos los ciudadanos que se detienen para dejar caer alguna moneda en sus
manos, siendo casi imperceptible su gesto de gratitud, como si en realidad el
dinero no le importase, ya que nada le aprovecha si no lo entrega a quien le
controla. El escritor se detiene en las múltiples maneras observadas de dar
limosna. Hay quien lo hace rápido, sin que nadie se dé cuenta, y quien en
cambio organiza toda una representación. Quien puede dar mucho a veces da muy
poco, y quien parece más humilde a veces da más. Una mujer elegante, esbelta,
entrega al ciego una moneda, pero no parece cuidar mucho a su propia sirvienta,
astrosa y con la cesta desvencijada. Criadas con las cestas repletas y andar
apresurado no dudan en pararse para dar al ciego una moneda, como si se tratase
de una obligación moral. Un caballero quizás rico se pone a conversar con él y,
emocionado por su miseria resignada, termina tal vez entregándole hasta su
último céntimo. Identificándose con el ciego por compartir invalidez, Hoffmann señala
que su imagen le sugiere infinidad de reflexiones. Piensa que su vista interior
llega más allá, vislumbrando la luz eterna, que le ofrece consuelo y alegría
sin límites.
Realiza después el escritor un
juego literario con los colores, hablando en pocas líneas del cromatismo
pintoresco del mercado, del blanco de los carros de harina de los molineros y
del negro de una familia de carboneros. Acerca de los molineros asegura poder
contar algo repugnante, pero no lo hace, dejando en el aire el cuestionamiento
de su aparente blancura. Se centra en la valoración de los carboneros, que
antes solían situarse frente a su ventana, pero que ahora se han trasladado al
otro extremo de la plaza. En esta familia, a la que echa de menos, destaca un
hombre enorme y robusto, de manos y pies colosales, el prototipo de carbonero
que pudiera aparecer en cualquier novela. El segundo miembro, pura inquietud,
es en cambio bajito y de apariencia cómica, pero fuerte y trabajador. Se
encarga de llevar los sacos de carbón a las casas. No deja pasar una criada sin
piropearla, excediéndose a veces en los modales. Siempre es recibido por ellas
con sonrisas amistosas, demostrando un don especial para caer bien, para ser
invitado a todas las celebraciones. Dos mujeres fornidas y poco simpáticas, con
los rostros manchados de carbón, forman parte también de la familia, en la que
hay además chiquillos, niñas y un perro lobo, sirviendo éste como nexo de unión
para el grupo, que se mueve entre la naturaleza y la civilización. Los primos
se muestran desafortunados al hacer gracietas sobre posibles deformidades que
en realidad no existen o que quedan bien disimuladas. Lo hacen al hablar de
tipos que a primera vista parece que tienen joroba, pero que luego es imposible
determinar dónde. Tal vez se refieren con poco tacto a la escoliosis, patología
bastante frecuente caracterizada por la desviación de la columna vertebral.
Siguiendo con impulsos bastante
primarios, el primo del escritor muestra su excitación al comprobar que dos
verduleras han abandonado sus banastas para discutir acaloradamente,
acercándose para pegarse. Es la gente la que se interpone entre las dos mujeres
para calmar la disputa, sin que sea necesario el que intervengan los guardias
municipales. El escritor cuenta que justo en la jornada anterior de mercado
otra pelea mucho más seria fue también apaciguada por los vendedores,
comprometiendo incluso su propia integridad. Estas circunstancias sirven al
escritor para introducir un elogio acerca de la conducta de los berlineses, que
en su opinión han ganado en categoría moral y en elevación de espíritu desde
que se logró la expulsión de las tropas invasoras francesas. Los escritores
románticos actuaron como caja de resonancia del patriotismo que se extendió por
Europa como reacción a las ansias imperiales napoleónicas, que despertaron
numerosas identidades nacionales dormidas. El escritor piensa que antes el
pueblo berlinés era grosero y bruto, mostrándose burlón y desconsiderado con
los forasteros. Ahora en cambio recibe a los extranjeros con cortesía y
amabilidad. Antes el mercado era centro de todas las pendencias y de todos los
engaños, habiendo ganado ahora mucho en tranquilidad. Incluso los golfillos no
responden ya tanto al perfil de vagos que se mofan de todo lo que les chirría,
sino que son más bien aprendices de algún oficio, con cierto toque de honor e
ingenio que se mixtura con sus perversidades. Al hablar de que ya hay menos
individuos que introducen la cizaña en el ambiente del mercado, el escritor
recuerda que también antes acudía más gentuza a alistarse en los regimientos. Y
es que desde siempre los ejércitos han intentado canalizar la violencia de
personas extraídas de contextos muy turbios hacia fines que pudieran revertir
en beneficio de la defensa del estado.
Más escéptico acerca de las
bondades de los berlineses es el primo del escritor, que refiere que hace poco,
paseando por la zona de la Puerta de Brandeburgo, se vio acosado por unos
cuantos cocheros para tomar asiento en alguno de sus vehículos, de tal forma
que uno de ellos llegó a cogerle por el brazo. Poco a poco el sonido del
mercado se fue apagando. La policía ordenaba el tráfico de los carros de los
vendedores, que iban abandonando la gran plaza. El escritor sentía que el vacío
se apoderaba de su vida a la vez que de la plaza, obligándole a regresar a la
conciencia de sus espantosos dolores. El reloj dio la una, y el enfermero
condujo al escritor a la mesa, donde le esperaba una sopa sustanciosa, un huevo
blando y medio panecillo. La carne la tenía casi vedada, pues al masticarla e
intentar ingerirla sentía mucho dolor. Su primo le abrazó con cariño, señalando
hacia la hoja del biombo, cuya frase fue repetida por el escritor con voz
conmovedora para dar fin al cuento: “Et si male nunc, non olim sic erit”. “Y si
ahora mal, no siempre será así”. Era la esperanza de recuperarse mezclada con
el deseo de trascendencia.
Tras alumbrar este relato,
elaborado con el orden interno de una partitura, Hoffmann siguió dictando lo
que salía de su imaginación hasta el día anterior a su muerte. En ese penúltimo
día de vida, en su novela inacabada sobre Durero, pone en boca del pintor
alemán una referencia hacia los santos y su capacidad para enardecer el alma.
En plenitud, Hoffmann se había mostrado más bien panteísta, epicúreo y
descreído, pero dejaba ahora abierta la posibilidad de una nueva vida, como si quisiera
vislumbrar la misma luz del ciego de su relato. No hay símbolos cristianos en
su lápida, encargada por quienes le conocían bien. Hoffmann recurrió en sus
narraciones con frecuencia a contextos religiosos y mencionó numerosas veces al
demonio, como si esa personificación del mal no fuera una mera fantasía a la
que culpabilizar de los errores. En los cafés acudía a reuniones de artistas
heterodoxos, bastante aficionados a los relatos sobre espíritus. Quizás siempre
achacó sus propias alucinaciones al alcohol y otras causas fácilmente
explicables. Recurrió al sueño como técnica para alcanzar una realidad superior
y nutrirse de hilos argumentales. Vivió en poesía, pero no en el sentido
estricto de la elaboración de versos, sino que quiso experimentar la poesía
desde el cultivo atormentado de la música, el dibujo y la narrativa. “La
ventana” es verdaderamente un cuento de terror, porque es terrorífico el
padecer cada día grandes sufrimientos, esperando la llegada del posible día final
observando a través de una ventana cómo la gente va de un lado para otro. Nos
queda la duda de si Hoffmann llegó a concebir la muerte como liberadora, pues
parecía aferrarse a la vida con determinación, soportando tratamientos criminales.
Siempre le quedaba algo por dictar, siempre tenía un mensaje irónico que
transmitir. Casi doscientos años después, en la exótica Iberia de su admirado
Calderón, sigue teniendo eco su voz sincera e infatigable.
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