En estas líneas intentaré acercarme a la huidiza realidad histórica suévica. El nombre de los suevos sirvió inicialmente para designar a una rama de los herminones. A su vez los suevos constituían un conjunto de pueblos germánicos que ocupaban la cuenca del río Elba, y entre los que conocemos a los semnones, hermunduros, marcomanos, cuados y alamanes. En los siglos previos al cambio de era, algunos grupos suévicos se desplazaron hacia el curso medio del Rhin, estableciéndose en torno a dos de sus afluentes, el Main y el Neckar. La presencia de los marcomanos en el Main es ya un hecho en el tránsito del siglo II al I a.C. Y en cuanto al Neckar, parece corresponderse con el “Suebi Nicretes” mencionado por algunos autores antiguos. Ariovisto, al frente de un contingente suevo, derrotó a los eduos y planeó conquistar la Galia oriental. Pero sus proyectos se vieron truncados por César, que le venció en Alsacia en el 58 a.C. Fue César el que citó por vez primera a los suevos. Tácito, por error, aplicó el nombre de los suevos a una gran parte de los pueblos germánicos orientales, e incluso llamó al Báltico “Suebicum Mare”.
Durante el principado de Augusto, los romanos efectuaron operaciones militares destacadas en Germania, pues querían llevar sus fronteras hasta el Elba. En estas campañas Druso obtuvo grandes éxitos, mientras que entre los derrotados estuvieron los grupos suévicos de los cuados y los marcomanos. Tiberio y Domicio Ahenobarbo consiguieron nuevas victorias en Germania. Este último erigió en el Elba un altar en honor de Augusto con el que quería expresar la lealtad de los pueblos germánicos sometidos. Pero las revueltas internas surgidas en Pannonia impidieron a los romanos hacer efectivo su control sobre Germania. Los marcomanos y los cuados, que habían tenido que emigrar, se establecieron respectivamente en Bohemia y Moravia. Maraboduo, rey de los marcomanos, logró crear un poderoso estado suévico en Bohemia, desde donde ejerció una gran influencia antirromanista sobre otros pueblos del Elba.
Entre el 166 y el 180 se desarrollaron las llamadas guerras marcomanas, con las que Marco Aurelio consiguió frenar las incursiones suévicas por los territorios imperiales. En esta época empezamos a encontrar colonos y dediticios de estirpe sueva en algunas provincias romanas. Los distintos pueblos suévicos mantuvieron actitudes políticas diferentes frente a Roma, y ya en el período de las invasiones se hizo más acusada su dispersión geográfica. Dejaron su nombre a la región de Suabia, en la Alemania suroccidental, donde se encuentran las fuentes del Danubio.
En el siglo IV, los cuados y los marcomanos recibieron una fuerte influencia cultural por parte de los vándalos, con quienes efectuaron algunas correrías por Pannonia. Experimentaron una profunda aristocratización, según revela la proliferación de tumbas principescas. Los grupos suévicos de los semnones y los hermunduros crearon una confederación. Los semnones habitaban Brandenburgo, mientras que los hermunduros se establecieron en Turingia. Los alamanes eran un grupo étnico de formación tardía al que se sumaron algunas gentes no suévicas. Bandas alamánicas ya habían saqueado diversas ciudades hispanas a mediados del siglo III, provocando en algunos casos el inicio de su decadencia. Partiendo del Valle del Main, los alamanes ocuparon en el siglo V Alsacia, Lorena y otras regiones próximas.
A principios del siglo V, debido en parte a la presión ejercida por hunnos y godos, diversos pueblos germánicos y orientales penetraron en el Imperio Romano. Para facilitar la incursión, se unieron en la expedición suevos, vándalos y alanos. Los suevos que se integraban en este grupo eran principalmente cuados y marcomanos, así como algunos alamanes. Recuperaron el prestigioso nombre suevo como elemento unificador. La expedición bárbara atravesó el Rhin a fines del 406. Ya en territorio galo, los contingentes bárbaros, temporalmente separados, se dedicaron a la depredación y al saqueo. Los suevos optaron por dirigirse hacia Bélgica. Sufrieron un serio revés militar frente a los romanos en Cambrai. Continuaron hacia Bretaña, y poco después volvieron a juntarse a los vándalos y a los caucásicos alanos para acometer otra gran empresa: Penetrar en Hispania.
Los bárbaros cruzaron los pasos pirenaicos occidentales en el 409, momento en que el poder romano avanzaba hacia su progresiva disolución. Los suevos llegados hasta Hispania serían unos 30.000, de los cuales sólo un tercio eran combatientes. Su líder era Hermerico, posesor de un estatuto real basado en gran medida en su propia capacidad militar. Durante varios años, suevos, vándalos y alanos sumieron en una situación apocalíptica a buena parte de Hispania. La furia de los suevos pudo estar alimentada por su deseo de vengarse de los romanos, que tantas veces les habían vencido. En el 411 los distintos grupos bárbaros se repartieron por sorteo las provincias peninsulares. Sólo la Tarraconense siguió bajo la autoridad romana, dificultando así el acceso de los bárbaros al Mediterráneo. A los suevos les correspondió la Gallaecia, que al principio tuvieron que compartir con los vándalos asdingos. El núcleo en el que se concentró la mayor parte de la población sueva fue la mitad costera del convento jurídico bracarense, si bien hubo elementos poblacionales menores en Lugo y Astorga, protegidos por pequeñas guarniciones. Los suevos dieron muestras de un mayor sedentarismo. Convirtieron Braga en su capital. Disminuyeron su acción vandálica en la Gallaecia, reemplazándola parcialmente por el establecimiento de impuestos. La realeza militar sueva intentó afianzar su poder, lo que conllevó serios choques con las aristocracias galaicorromanas.
Constancio, valedor de los intereses del emperador Honorio, se sirvió de los visigodos para intentar restablecer el poder romano sobre Hispania. Los ejércitos visigodos, dirigidos por su rey Valia, emprendieron en el 416 ágiles campañas bélicas que se saldaron con la derrota de los vándalos silingos y alanos. Después de estas victorias, los visigodos se establecieron por mandato imperial en Aquitania. Los restos de las fuerzas silingas y alanas derrotadas se fundieron con los vándalos asdingos. Éstos, por veleidades hegemónicas, atacaron a los suevos, que lograron defenderse eficazmente en los enigmáticos Montes Nerbasios. El que los suevos no fuesen por entonces aniquilados se debió en parte a las intimidaciones que los romanos lanzaron sobre los vándalos. Tras saquear durante una década las regiones más ricas del sur peninsular, los vándalos pasaron al norte de África en el 429, si bien antes tuvieron que reprimir una razzia suévica que no sabemos si pretendía poner en dificultades la operación de embarque. Los suevos eran ya los únicos bárbaros que aún permanecían en la península ibérica.
Los advenedizos suevos mantuvieron tensas relaciones con las autoridades municipales y eclesiásticas de la Gallaecia. La existencia de consecutivas paces interétnicas rotas es la mejor prueba de la intensa conflictividad social. Parece que jóvenes galaicos de condición humilde se integraron en el ejército suevo. Tres años antes de morir, Hermerico cedió la autoridad real a su hijo Rekhila, lo que quizás confirma la idea de que la monarquía sueva se basaba en la plenitud para ejercer el liderazgo militar. Rekhila inició en el 438 campañas depredatorias extragalaicas. Tras vencer a un ejército prorromano en el Genil, tomó Mérida, Mértola y Sevilla. Esta vez los suevos no se conformaban con la obtención de botín, sino que perseguían además el reconocimiento de su autoridad por parte de las poblaciones locales. La última tentativa imperial de restaurar su dominio sobre las provincias meridionales hispanas fue la fracasada expedición de Vito, que más que liberar a los hispanorromanos supuso para éstos una onerosa carga fiscal adicional.
El mantenimiento de la ruta marítima que unía la Gallaecia con el Mediterráneo está constatado gracias a las actividades piráticas de los vándalos, que hacia el 445 se presentaron con algunas naves ante las costas pontevedresas. En el 448 subió al trono suévico Rekhiario, que buscó cierto reconocimiento exterior e interior a través de su casamiento con una princesa visigoda y a través de su conversión al cristianismo. El nuevo monarca devastó algunas regiones de la Tarraconense, donde ardía la revuelta bagáudica. El rey visigodo Teodorico II, adalid del romanismo, quiso frenar para siempre el expansionismo suevo. Penetró en Hispania al frente de un gran ejército, y con el mismo venció a los suevos en la batalla del Órbigo, librada en el 456 cerca de Astorga. Los visigodos se pasearon luego por el reino galaico de los suevos, y dieron muerte a Rekhiario. Cuando los godos regresaron a las Galias, hubo un período de seis años en que el pueblo suevo se dividió en facciones con reyes distintos, prueba de que la etnogénesis no había sido perfecta. Estas facciones se repartieron los ámbitos de saqueo, entre los que estuvieron Lisboa, Coimbra y diversas comarcas gallegas.
Los tres historiadores principales que se preocuparon por las andanzas suévicas en Hispania fueron Orosio, Hidacio y Juan de Bíclaro. Entre los dos primeros y el último hay un vacío informativo de casi una centuria (468 - 567). El alumbramiento arqueológico de este largo período y de los restantes sería de gran utilidad para comprender ciertos procesos de ruralización, fusión social y evolución de la conciencia religiosa. Sabemos que hacia el 465, Ajax, obispo procedente de las Galias, convirtió a los suevos al arrianismo, fe que también abrazó su monarca Remismundo. Los galaicorromanos de las ciudades eran preferentemente católicos, pero en los ámbitos rurales tenían gran fuerza el ascético priscilianismo y las mágicas supersticiones de corte céltico. La distinción religiosa no debió ser un factor decisivo que impidiese el enamoramiento y la fusión racial de suevos y galaicos, ¿con las reticencias o con el apoyo de las aristocracias respectivas? Antes de su eclipse, las fuentes escritas recogen el nombre de un pueblo que se enfrentó valientemente a los suevos: los aunonenses, pertenecientes a algún lugar desconocido de la diócesis de Tuy.
A mediados del siglo VI, los bizantinos se hicieron con el control militar de una amplia franja costera en el sureste peninsular. Por entonces llegó a la Gallaecia el eclesiástico pannonio Martín, que logró que la monarquía sueva asumiese la fe católica, reforzando así su amistad con el reino franco y el imperio bizantino. Martín promovió los concilios bracarenses del 561 y 572, que revistieron de una mayor carga religiosa la dignidad real y dividieron el reino suevo en trece sedes episcopales, agrupadas en torno a Braga y Lugo. El monasterio de Dumio, fundado por Martín, se convirtió en un importante foco de difusión de la cultura católica.
El rey suevo Mirón se atrevió en el 572 a rebasar sus límites territoriales para agredir a los rucones, que es probable que se emplazasen entre Asturias y Cantabria. El reino suevo se sentía renovado, pero esta actitud procedía sólo de una ficción sin sólidas bases reales. Pronto el rey visigodo Leovigildo se anexionó la Sabaria y el territorio de los auregenses, que en teoría habían estado bajo la autoridad sueva, pero que en la práctica eran casi independientes. Mirón quizás aceptó una especie de vasallaje de tipo germánico con respecto a Leovigildo. Más tarde rompió este vínculo al intentar prestar apoyo al rebelde gótico Hermenegildo. Su fracaso sumió a los suevos en una difícil situación interna. En el 585 el reino suevo dejó de existir, pasando a formar parte de las posesiones visigodas. Su último rey, Audeca, fue encerrado por Leovigildo en un monasterio. Malarico pugnó en vano por restaurar la independencia sueva.
Hablar de la pervivencia suévica en el noroeste peninsular podrá parecer una excentricidad, pero hay elementos hipotéticos demasiado sugerentes como para no hacerlo. El primero de ellos nos lleva al asunto del nacimiento de Portugal, que curiosamente se fraguó en la región en la que el poblamiento suevo había sido más intenso. El independentismo portugués incorporó elementos claramente arraigados en el período tardorromano, como el orgullo episcopal bracarense, la osadía militar y la conciencia étnicocultural distintiva. Otro debate polémico podría darse en torno a la originalidad de Galicia, que sigue todavía siendo una de las autonomías menos castellanizadas. El nacionalismo galaico ha acudido tradicionalmente como rasgo de afirmación a la impronta céltica prerromana. Pero quizás lo céltico en Galicia fue más un influjo cultural que una realidad poblacional palpable de origen foráneo. Los ideólogos gallegos no han incidido apenas sobre la filiación suévica de su tierra. Ello ha podido deberse al escaso valor numérico de los suevos y al carácter opresivo de su dominación. Pero ya no hay motivo para despreciar la fusionada herencia suévica, presente cuanto menos en el color de los ojos.
Bibliografía :
- García Moreno, Luis A. ; “Historia de España Visigoda” ; Cátedra ; Madrid ; 1989.
- Isla Frez, Amancio ; “La sociedad gallega en la Alta Edad Media” ; CSIC ; Madrid ; 1992.
- Musset, Lucien ; “Las invasiones. Las oleadas germánicas” ; Labor ; Barcelona ; 1967.
-Orlandis, José ; “Historia del Reino Visigodo Español” ; Rialp ; Madrid ; 1988.
- Pallarés, Portela y Otros ; “Historia de Galicia” ; Alhambra ; Madrid ; 1981.
No hay comentarios:
Publicar un comentario