martes, 1 de mayo de 2001

NUEVA TENTATIVA TIPOLÓGICA DE LAS PUNTAS DE LANZA IBÉRICAS


Nuestro objetivo es realizar una tipología simplificada de las puntas de lanza ibéricas. Este intento de simplificación ha determinado ya de por sí la tipología propuesta, que prima los aspectos formales más fácilmente identificables en las puntas de lanza. En este sentido utilizaremos como criterios definitorios principales la forma de la hoja y las características del cubo. Ambos elementos están estrechamente relacionados con la función de las lanzas, de modo que nos servirán para distinguir las armas empuñadas de las arrojadizas (jabalinas). No recurriremos a las medidas del cubo para establecer una primera clasificación cuyas variantes se definan por la forma de la hoja, ya que algunos grupos de lanzas de fuerte personalidad específica, como las jabalinas de punta maciza, quedarían entonces mal ubicados y divididos. Aunque la mayor parte de los tipos se definan primeramente por la longitud del cubo, otros tienen en cuenta como primer criterio clasificatorio la forma de la hoja, como es el caso de las lanzas de hoja flameante o las lanzas de hoja losángica aristada. Nuestra propuesta tipológica responde a un planteamiento clásico en cuanto a que prima unas variables sobre otras en la búsqueda de unos patrones claros que sean fácilmente aplicables en la identificación práctica de las piezas concretas. Para diferenciar algunos tipos y subtipos será necesario introducir ciertos criterios métricos y matemáticos, si bien atenuando en lo posible el carácter artificial y subjetivo que su elección puede conllevar. En la selección de las longitudes diferenciadoras se han tenido en especial consideración las conclusiones tipológicas del análisis acumulativo de Quesada (1997, 343-434). A pesar de ello resulta inevitable que en ocasiones varias piezas similares queden adscritas a tipos o subtipos diferentes por cuestión de unos pocos milímetros. Pero estos casos concretos no cuestionan a nuestro juicio la validez general del sistema clasificatorio, cuyo empleo permite descubrir las tendencias formales más generalizadas en la producción de las puntas de lanza ibéricas.

Pensamos que el artesano ibérico tenía en su mente una idea general de la punta de lanza que en cada caso quería fabricar, de modo que, aunque tuviese delante el modelo que deseaba reproducir, las variaciones dimensionales eran comunes e incluso buscadas, tanto por las preferencias del cliente como por la experimentación en aras de una mayor eficacia militar. Esta última determinaría en cada época y región el éxito y la difusión de algunos tipos o su rápido abandono. En la configuración primaria de los tipos no hemos introducido el criterio de las secciones, ya que ello habría generado una excesiva variabilidad, haciendo perder al sistema su carácter operativo. Abogamos más bien por un estudio diferenciado de las secciones, cuya vinculación preferente con ciertos tipos y regiones ya fue demostrada por Quesada (1997, 392-398). La pretendida simplificación nos ha hecho relegar también a un segundo plano otras variables, de manera que algunos subtipos amplios, como las puntas de lanza de hoja de sauce o laurel, integran ejemplares bastante distintos, desde piezas que alcanzan el ancho máximo en una zona bien delimitada de la hoja a otras que mantienen sus filos casi paralelos a lo largo de buena parte de su desarrollo, si bien estas últimas no son numerosas.

Para intentar dar validez al sistema clasificatorio sugerido hemos tenido que aplicarlo a las puntas de lanza procedentes de las sepulturas de dos yacimientos peninsulares: uno abulense, el de “La Osera” (Chamartín de la Sierra), y otro murciano, el de “El Cigarralejo” (Mula). Es preciso reconocer que la valoración y el estudio de estas piezas concretas nos obligó a realizar cambios importantes en el diseño tipológico que inicialmente habíamos pensado utilizar. Nos tuvimos que centrar en el análisis de las piezas mejor conservadas o que al menos fuesen de tipo precisable, abarcando así en total 100 puntas de lanza de “El Cigarralejo” y 50 de “La Osera”, números que facilitan la obtención de porcentajes. Para algunas puntas de lanza incompletas aceptamos las reconstrucciones existentes en dibujos de sus medidas hipotéticas, aunque en unos pocos casos creímos conveniente variar la aproximación a sus dimensiones por aspectos formales o comparativos. En la nomenclatura de los tipos hemos prescindido del factor numérico para dar cierto sabor popular al sistema clasificatorio y para favorecer la rápida y clara asunción de la terminología tipológica propuesta. En definitiva, las puntas de lanza ibéricas han quedado agrupadas en nueve tipos, dentro de la mayoría de los cuales pueden distinguirse a su vez subtipos, incluso de gran entidad en cuanto al elevado número de piezas que engloban. En la descripción de los tipos y subtipos se apreciará la importancia del criterio matemático como elemento diferenciador, algo que resta naturalismo al sistema, pero que a la vez lo agiliza, esquivando así muchas de las dudas tipológicas que suelen plantearse.

Las puntas de lanza de hoja triangular y de hoja foliácea para ser tales tienen que tener más de 19’00 centímetros de longitud total y un cubo comparativamente corto, es decir, de longitud inferior al 75% de la hoja. Las puntas de lanza de hoja triangular, dentro de las cuales distinguimos entre las mayores y las menores de 40,00 centímetros, tienen que presentar su anchura máxima dentro del primer décimo de la hoja. Las piezas que sean triangulares desde su anchura máxima, pero que alcancen ésta entre el 10 y el 20% de la hoja, quedan englobadas entre las foliáceas de sauce de proyección triangular, dentro de las cuales distinguimos también entre las mayores y menores de 40’00 centímetros. Los otros subtipos de hoja foliácea son el de sauce y el de laurel, que se distinguen en función de si su hoja, que por lo normal presenta filos ligeramente curvos, alcanza su anchura máxima dentro del primer quinto de la hoja o pasado el mismo. Las puntas de lanza de hoja flameante son las que tienen una hoja cóncavo-convexa con forma de llama, independientemente de si alcanzan o no los 19’00 centímetros o de cuál sea la medida de su cubo. Las lanzas de cubo largo son las que, midiendo su punta más de 19’00 centímetros, presentan un cubo mayor o igual que el 75% de su hoja, comparativamente estrecha. Las jabalinas de cubo corto y de cubo largo miden menos de 19’00 centímetros, distinguiéndose en función de si su cubo es menor o mayor que el 75% de su hoja. Las lanzas de cubo largo, las jabalinas de cubo corto y las jabalinas de cubo largo tienen subtipos caracterizados por la forma de la hoja, que puede ser triangular, de sauce o de laurel, reproduciéndose así un esquema tripartito. Las jabalinas de punta maciza constituyen un tipo bien definido, dentro del cual las variantes quedan caracterizadas por su punta piramidal achatada, por su punta piramidal estilizada o por su cubo largo abultado. Finalmente nos encontramos con dos tipos minoritarios en cuanto al número de ejemplares identificados, y que se definen respectivamente por su hoja losángica aristada o por un cubo de pésima factura, chapuceramente doblado.

Hemos excluido del sistema tipológico la pieza de la necrópolis de Oliva, que ya Quesada (1997, 387) consideró como una posible herramienta. En cuanto a los ejemplares de filos casi paralelos, que en su mayoría presentan secciones aplanadas, los hemos incluido entre las puntas de lanza de hoja foliácea, ya que algunas piezas dudosas o intermedias así lo aconsejaban. Hay que observar también que algunas de las lanzas que no quedan englobadas en nuestros tipos de jabalinas pudieron servir como tales o pudieron tener un uso mixto. El caso inverso es menos probable, es decir, las piezas que hemos considerado jabalinas difícilmente podrían haberse usado como armas empuñadas, salvo en casos excepcionales.

En las puntas de lanza de hoja triangular la base de la hoja puede presentar formas diversas. En un principio barajamos la posibilidad de establecer subtipos en función de la forma de la base de la hoja de estas puntas triangulares, pero advirtiendo que el desgaste o daño ritual de las piezas dificultaba la identificación precisa de la base de las mismas, optamos por atenuar su valor como elemento diferenciador. La base puede ser recta y perpendicular al cubo. Otras bases presentan un desarrollo de curva convexa. Hay también bases formadas por dos curvas cóncavas o por dos líneas rectas que se unen al cubo en dos puntos que quedan por debajo de las aristas inferiores de la hoja triangular. Las variaciones en la forma de la base posiblemente indican en algunos casos tendencias regionales o distinciones cronológicas, al menos antes de la generalización de los distintos modelos posibles. En “El Cigarralejo” las puntas de lanza de hoja triangular presentan bases convexas o de dos curvas ligeramente cóncavas o de dos líneas rectas caídas hacia el cubo. No se documentan en este yacimiento las bases rectas y perpendiculares al cubo a menos que usemos un concepto laxo de las mismas, admitiendo como tales las de dos líneas ligeramente oblicuas o las de aristas inferiores matadas con curvas, algo que consideramos confuso e incorrecto. En todos los casos, para considerar una punta de lanza como de hoja triangular es preciso que ésta cumpla el requisito de alcanzar su anchura máxima dentro del primer décimo de la hoja, ya que en caso contrario el concepto de triangular quedaría excesivamente desvirtuado y resultaría demasiado forzoso. La introducción de este criterio matemático general hace que algunas piezas que son “primas hermanas” queden separadas en tipos distintos. En el análisis de las piezas de “La Osera” no encontramos ningún ejemplar que pueda identificarse claramente como de hoja triangular. La diversidad de tamaños observada en las piezas de hoja triangular de “El Cigarralejo” nos señaló la necesidad de crear dos subtipos que atendiesen a algunas de las conclusiones derivadas de las investigaciones tipológicas efectuadas por Quesada (1997, 360-366). Las piezas mayores de 40’00 centímetros son las que mejor encajan con la idea de arma empuñada de tipo homérico, propia de las aristocracias militares indígenas desde al menos el siglo VI a.C. Los ejemplares menores de 40’00 centímetros son menos abundantes, y algunos podrían estar ilustrando una derivación tipológica con respecto a las piezas más alargadas y estrechas, facilitando un uso mixto como arma empuñada y arrojadiza, más ligera y económica. En el caso de “El Cigarralejo” todos los ejemplares analizados de hoja triangular mayores de 40’00 centímetros superan también los 50’00 centímetros, excepto una pieza mal conservada de unos 42. Sólo hay tres puntas de lanza de hoja triangular menores de 40’00 centímetros entre las analizadas de este yacimiento frente a las doce que superan dicha medida, prueba de que las piezas de hoja triangular solían ser casi por definición muy largas. Seis de las piezas mayores de hoja triangular llevan anillo resaltado en el cubo.

Para la caracterización de las puntas de lanza de hoja foliácea nos hemos basado en el parentesco terminológico existente entre las lanzas y algunas hojas de árboles, que por su forma reciben el nombre de lanceoladas. Hemos distinguido tres subtipos de puntas de lanza de hoja foliácea: de sauce de proyección triangular, de sauce y de laurel. Para designar los subtipos hemos recurrido a los nombres tradicionales de hoja de sauce y hoja de laurel, si bien se trata simplemente de términos, los cuales no tienen una correspondencia exacta con las respectivas hojas de los árboles, ya que éstas pueden presentar una gran variabilidad de formas dependiendo de la especie e incluso en el mismo árbol.

El subtipo de hoja de sauce de proyección triangular podemos decir que es un subtipo transicional, emparentado evolutivamente tanto con las puntas de lanza de hoja triangular como con las de hoja de sauce. Es un subtipo un tanto ficticio que surge por la necesidad de ubicar en el sistema clasificatorio las puntas de lanza que, alcanzando su anchura máxima entre el 10 y el 20% de la hoja, presentan desde la misma un desarrollo triangular. Este subtipo no estaba contemplado en el diseño inicial de la tipología, sino que fuimos definiéndolo a partir del estudio de las piezas de “El Cigarralejo”. En el caso de “La Osera” el subtipo no parece estar representado, encajando bien esta situación con el hecho de que tampoco aparezcan en este yacimiento las puntas de lanza de hoja triangular, lo que remarca el gusto regional por los filos ligeramente curvos y no rectilíneos. La introducción del criterio métrico de los 40’00 centímetros para definir dos variantes dentro del subtipo arroja un panorama muy distinto al de las puntas de lanza de hoja triangular. En el caso de las piezas de hoja de sauce de proyección triangular de “El Cigarralejo” hay doce ejemplares menores de 40’00 centímetros frente a ocho mayores (seis de ellos con anillo resaltado en el cubo), disminuyendo también entre éstos la longitud media con respecto a las puntas de lanza de hoja triangular, apreciándose además la existencia de ejemplares que se acercan bastante por arriba o por abajo a los 40’00 centímetros. Hay una relación directa entre la disminución de la longitud de las piezas y la elevación porcentual del punto en que éstas alcanzan su anchura máxima, perdiéndose así estilización con respecto a las piezas de hoja triangular. Mientras que los ejemplares mayores entrarían dentro de un concepto evolucionado de arma empuñada de las elites guerreras, las piezas menores se dotarían de un significado funcional, social e ideológico diferente, más diversificado y menos elitista, y que iría ganando vigencia. Tanto este subtipo foliáceo como las lanzas de hoja triangular ilustran el éxito que en “El Cigarralejo” tuvieron los filos rectilíneos.

Las piezas de filos ligeramente convexos y convergentes, mayores de 19’00 centímetros y de cubo comparativamente corto pueden ser foliáceas de sauce o de laurel. Las primeras se caracterizan porque su hoja alcanza su máxima anchura dentro del primer quinto de la hoja, en tanto que las de laurel tienen su anchura máxima más arriba, una vez superado el primer quinto de la hoja. El carácter escalonado de las diferentes posiciones de las anchuras máximas de las piezas revela que la distinción entre hoja de sauce y hoja de laurel es algo artificiosa, si bien en su conjunto las piezas foliáceas pueden manifestar la tendencia del artesano hacia uno u otro perfil. La diferenciación entre hoja de sauce y hoja de laurel no siempre puede precisarse a simple vista, pero sí tomando unas pocas medidas, las cuales permiten identificar todas las piezas completas y algunas de las estropeadas, cuyo carácter foliáceo en todo caso suele ser evidente. Algunas de las puntas de lanza que hemos denominado de hoja de sauce alcanzan su anchura máxima dentro del primer décimo de la hoja, pero siempre que la misma no sea triangular desde ese punto. Dentro del subtipo de hoja de laurel se da una considerable diversidad, desde hojas que tienen su anchura máxima poco después de superar el primer quinto de la misma hasta otras que alcanzan su anchura máxima hacia la mitad de la hoja, presentando en este caso un aspecto losángico suavizado, es decir, sin aristas intermedias. El criterio del lugar en que las hojas alcanzan su anchura máxima es fundamental en la definición de varios tipos y subtipos; pero hay que tener en cuenta que no siempre los dos alerones son exactamente simétricos, lo que dificulta en unos pocos ejemplares de peor factura su adscripción tipológica.

Unas pocas piezas que hemos incluído como foliáceas se caracterizan por tener filos casi paralelos durante buena parte de su desarrollo. Son en su mayoría de hoja de sauce, ya que alcanzan la anchura máxima en un punto bajo de la hoja, casi manteniéndola luego, pues su disminución es lenta y progresiva, salvo en la parte final, donde la convergencia de los filos exige una curvatura más brusca. Tienen normalmente una sección aplanada, y presentan con frecuencia un estrechamiento en el arranque de la hoja e incisiones en su borde (Quesada, 1997, 387). En el planteamiento inicial anterior a la redacción definitiva de la tipología dábamos a estas piezas el carácter de tipo propio, designándolas laxamente como oblongas por su parecido con hojas de árboles de forma así definida, pero su escaso número y la existencia de ejemplares dudosos nos llevó a incluirlas finalmente entre las foliáceas.

Pocas piezas foliáceas de los yacimientos estudiados sobrepasan los 40’00 centímetros, por lo que en este caso prescindimos de cualquier otro criterio métrico de diferenciación de variantes. Las piezas foliáceas de más de 40’00 centímetros englobadas en nuestro estudio son dos de sauce de “El Cigarralejo”, dos de sauce de “La Osera”, y dos de laurel de “El Cigarralejo”, una de las cuales (573) tiene un precioso cubo decorado, que incorpora además el anillo en resalte de las piezas antiguas y largas. Es curioso el hecho de que la otra pieza de “El Cigarralejo” que presenta el cubo decorado (664) sea una jabalina de cubo corto con hoja también de laurel. En definitiva, los subtipos foliáceos de sauce y de laurel son subtipos amplios, integradores de modelos diversos, y menos estilizados que las lanzas de hoja triangular o que los ejemplares mayores del subtipo fioliáceo de sauce de proyección triangular. Están bien representados en casi todos los yacimientos peninsulares con puntas de lanza, incluyendo los dos que componen la aplicación práctica de nuestra tentativa tipológica.

Las hojas de las lanzas de tipo flameante presentan un perfil compuesto cóncavo-convexo de influencia norpirenaica (Quesada, 1997, 366), como si se hubiera combinado una punta de lanza larga y estrecha con otra corta y ancha. El resultado es una llama, que es la que da nombre al tipo. Los ejemplares más típicos y fácilmente identificables son los de base ancha y cambio abrupto del sentido de la curvatura, pero hay otros más estrechos y alargados en los que la transición de la curva es más suave. En algunas piezas la concavidad superior es tan ligera que es fácil que pasen por foliáceas. Todas las piezas con este tipo de hoja son flameantes, independientemente de que superen o no los 19’00 centímetros y de cuál sea la longitud de su cubo. Una pieza (4789) de “La Osera” de 18’7 centímetros está considerada como de las flameantes más pequeñas aparecidas en la Península. No la agrupamos entre las jabalinas aunque pudo ser tal para no complicar y echar por tierra el esquema tripartito seguido en buena parte de los tipos. En el caso de que se demostrase la idea de que las hojas flameantes no correspondieron nunca a jabalinas, la pequeña pieza de “La Osera” sería un excelente apoyo a la utilización del criterio de los 19’00 centímetros como diferenciador tipológico, al estarnos indicando un límite dimensional aproximado para que las lanzas empuñadas pudieran ser empleadas como tales. Tanto en “La Osera” como en “El Cigarralejo” aparecen respectivamente seis piezas flameantes. Es más común que las lanzas flameantes se distribuyan por la Meseta, por lo que los ejemplares de “El Cigarralejo” resultan algo sorprendentes. Dos de “La Osera” (4911 y 4912) especialmente estrechos y estilizados aparecen en la misma tumba (1060). Su carácter dudoso queda superado por el claro parentesco que mantienen con otra pieza (4902) del mismo yacimiento, también flameante.

Las lanzas de cubo largo son aquéllas cuya punta tiene una longitud total superior a los 19’00 centímetros y cuyo cubo es igual o mayor que el 75% de su hoja. Ello equivale a decir que su “Índice 2”, salido de dividir la longitud de la hoja entre la longitud del cubo, ha de ser igual o inferior a 1’33. Se trata de puntas de lanza de hoja normalmente estrecha, de secciones variables, y con una longitud media de unos 21 centímetros (Quesada, 1997, 379). La única pieza segura de este tipo que hemos encontrado entre los dos yacimientos estudiados es una (4774) de “La Osera” de 20’4 centímetros de longitud. Una dudosa (370) de “El Cigarralejo” optamos por incluirla finalmente entre las foliáceas de hoja de laurel por no poder precisar dónde el cubo da paso a la hoja. Esta misma pieza es problemática por más motivos, ya que el desgaste de sus filos curvos la hace parecer losángica aristada. Dentro de las lanzas de cubo largo podemos distinguir tres subtipos en función de la forma de la hoja: triangular, de sauce y de laurel. Las de hoja triangular, además de tener filos rectilíneos, deben alcanzar la anchura máxima dentro del primer décimo de la hoja. Las de sauce alcanzan su anchura máxima dentro del primer quinto de la hoja, e incluyen, además de las de filos ligeramente curvos, las de filos rectilíneos que tienen su anchura máxima entre el 10 y el 20% de la hoja. Las de laurel tienen su anchura máxima una vez superado el primer quinto de la hoja. El ejemplar (4774) documentado en “La Osera” es una lanza de cubo largo y hoja de sauce. Es preciso reseñar que un buen número de piezas de este tipo presenta filos casi paralelos. Las incluiríamos en los subtipos de sauce o laurel en función de dónde alcanzasen la anchura máxima.

Las jabalinas de cubo corto tienen una punta de longitud total igual o inferior a los 19’00 centímetros y un cubo menor que el 75% de su hoja. Se trata de jabalinas de punta corta y compacta, con hoja que resulta ancha para su pequeño tamaño (Quesada, 1997, 385). Dentro de este tipo distinguimos también tres subtipos en función de la forma de la hoja y conforme a los mismos criterios empleados para el tipo anterior. Del estudio de las piezas de los yacimientos de “La Osera” y “El Cigarralejo” parece desprenderse que de los tres subtipos el menos frecuente es el de hoja triangular, del que se documenta una sola pieza (595), procedente de la necrópolis murciana. En cuanto al subtipo de hoja de sauce, está representado por cinco ejemplares de “La Osera” y tres de “El Cigarralejo”. El subtipo más extendido es el de hoja de laurel, confirmando la idea de que cuanto más pequeña es la hoja más normal es el que la anchura máxima esté en un punto porcentualmente elevado, dando lugar incluso a ejemplares de aspecto losángico suavizado. En “La Osera” se registran seis de estas jabalinas de cubo corto y hoja de laurel, mientras que en “El Cigarralejo” hay ocho, con perfiles de tendencia y anchura variable.

Las jabalinas de cubo largo tienen una punta de longitud total igual o inferior a los 19’00 centímetros y un cubo igual o mayor que el 75% de su hoja. Su cubo largo es precisamente la característica por la que mejor se ajustan a la definición canónica de cómo deben ser las mejores lanzas arrojadizas (Quesada, 1997, 385). La anchura máxima de su hoja tiene una media de unos 2’1 centímetros, siendo inferior a la de las jabalinas de cubo corto. Dentro de este tipo y fieles a un repetitivo esquema trinómico, distinguimos tres subtipos en función de la forma de la hoja y conforme a los mismos criterios empleados para las lanzas de cubo largo, con respecto a las cuales estas jabalinas son una versión reducida. Del subtipo de hoja triangular no hemos encontrado ninguna pieza en los dos yacimientos estudiados. Del subtipo de hoja de sauce aparece una pieza en “El Cigarralejo”, mientras que no hay ninguna en “La Osera”. El subtipo de hoja de laurel vuelve a ser el más representado, con dos ejemplares de muy diferente factura en “El Cigarralejo” y cinco ejemplares en “La Osera”. Una de las piezas (857) de “El Cigarralejo” parece emparentada con la problemática pieza número 370 del mismo yacimiento, tanto por la forma de la hoja como por la disminución progresiva de la anchura del cubo, cuya medida en este último caso no está clara. Las jabalinas de cubo largo son menos frecuentes que las de cubo corto, quedando en desventaja con éstas por 8 a 23 si sumamos las piezas de los dos yacimientos referidos.

La punta maciza es lo que define esencialmente a uno de los tipos de jabalinas. Dentro de estas jabalinas de punta maciza podemos distinguir tres subtipos en función de las características de la punta y el cubo. Uno de estos subtipos lo hemos designado como de punta piramidal achatada; se trata de puntas muy cortas, normalmente menores de 13 centímetros, dotadas de un cubo más largo que su achatada punta, la cual puede ser de sección triangular o preferentemente cuadrangular. La transición entre el cubo y la punta queda bien marcada por el ensanchamiento del arranque de la punta. Cabré (Cabré, Cabré y Molinero, 1950, 186), que las denominó “chuzos”, pensó que podían ser “puntas de estoques de sacrificios rituales”. Se asemejan a las puntas de algunas máquinas de guerra, pero su presencia en tumbas ibéricas y celtibéricas no romanizadas indica que debieron de servir como puntas de venablos (Quesada, 1997, 392), si bien de escasa capacidad penetrante. En “La Osera” aparecieron tres de estas puntas; dos de ellas (4796 y 4797), de 6 y 5 centímetros respectivamente, se encontraron en la misma tumba (350). La otra supera ligeramente los 9 centímetros. Otro subtipo de jabalinas de punta maciza se caracteriza por la punta piramidal estilizada; se trata de puntas también muy cortas, de entre 10 y 16 centímetros aproximadamente, compuestas por un cubo hueco de sección circular que se prolonga en una punta maciza de sección cuadrada (Quesada, 1997, 382). La transición entre cubo circular y punta cuadrada es brusca y queda marcada por un pequeño resalte. Se hallaron trece de estas puntas (474-486) o fragmentos de un número algo menor de puntas en una misma sepultura (147) de “El Cigarralejo”. Otro subtipo se define por su largo cubo circular con un abultamiento que da paso a una punta maciza de sección cuadrada, la cual tiene una longitud similar a la del cubo. Es un subtipo bastante mayor que los anteriores, pero minoritario, hasta el punto de pensarse que pudo ser un regatón más elaborado de lo normal, si bien parece más factible su uso como punta de jabalina (Quesada, 1997, 387). Este subtipo no aparece en los yacimientos estudiados.

Tampoco hay ejemplares en “La Osera” o “El Cigarralejo” del tipo con menor número de lanzas conocidas, unas tres en total, y que hemos designado como de hoja losángica aristada. Son puntas de lanza de hoja romboidal de ángulos muy marcados, aparecidas hasta ahora sólo en Cataluña, y deudoras de tradiciones armamentísticas galas (Quesada, 1997, 392). Aunque los ejemplares conocidos sean bastante cortos, con longitudes comprendidas entre los 18 y los 24 centímetros, es la forma de la hoja y no el conjunto de medidas lo que define a este tipo. El último tipo incluye las puntas de lanza cuyo cubo está chapuceramente doblado sobre la hoja, independientemente de la forma de la misma. Se trata de lanzas que tienen normalmente una hoja muy plana, sin nervio y con dimensiones variables (Quesada, 1997, 382). Dada su tosquedad podrían ser armas de caza. Se conocen unos seis ejemplares, dos de los cuales (686 y 707), de 14’5 y 36’5 centímetros respectivamente, proceden de “El Cigarralejo”.


PRESENCIA DE LOS DIFERENTES TIPOS DE SECCIONES EN LAS PUNTAS DE LANZA DE LAS NECRÓPOLIS DE “LA OSERA” Y “EL CIGARRALEJO”


En nuestra tentativa tipológica sobre las lanzas ibéricas no incorporamos las secciones como factor de diferenciación entre tipos, ya que ello habría hecho más complejo y menos manejable el sistema clasificatorio. En la mayor parte de las clasificaciones de las lanzas ibéricas efectuadas anteriormente, tanto generales como aplicadas a yacimientos concretos, las secciones fueron tomadas en consideración como elemento de distinción tipológica, lo cual derivó en la formación de tipos más homogéneos, pero multiplicando su número hasta hacer perder operatividad al sistema. No es que defendamos que lo más sencillo esté más próximo a la verdad, pero pudiendo optar por un número elevado de planteamientos tipológicos, nos pareció más lógico definir un sistema en el que la primera división de las piezas se basase en unos pocos criterios formales y métricos de fácil identificación que originasen pocos tipos, dejando otros matices estructurales para la definición de los subtipos y las variantes. En este sentido podría decirse que nuestro sistema tipológico no está acabado, en cuanto a que subtipos amplios, como los foliáceos, podrían ser fragmentados en variantes de mayor homogeneidad interna. En todo caso defendemos que el análisis de las secciones no debe suponer una traba para ninguna tipología de lanzas, sino que debe efectuarse de forma segregada y complementaria. Determinados perfiles de hojas de puntas de lanza tienen una distribución amplia por la Península Ibérica, pero diferenciándose regionalmente por sus asociaciones preferentes con ciertas secciones. Habiéndose demostrado (Quesada, 1997, 392-398) el gusto regional por algunas secciones, las cuales aportan también datos cronológicos, no tiene sentido su introducción en la definición de los tipos básicos de lanzas, pues ello implicaría multiplicarlos en función de la variabilidad regional. Sí que sería lógico un estudio combinado de tipos y secciones para descubrir la dispersión geográfica de tales asociaciones, pero dejando claro que ambos elementos no se necesitan para autodefinirse.

El análisis de las secciones de las puntas de lanza de las necrópolis de “La Osera” y “El Cigarralejo” encaja con las tendencias y tradiciones regionales explicadas por Quesada, de modo que, a pesar de su amplia difusión, queda claro el carácter preferentemente meseteño de las secciones aplanadas sin nervio (4,5,7 y 11) y de la sección aristada (9), así como la repartición mayoritaria por territorio propiamente ibérico de las secciones con nervio marcado no aristado (1,2,3 y 6). De estas últimas hay en “El Cigarralejo” 65 piezas, mientras que sólo 9 en “La Osera”. En cuanto a las secciones aplanadas sin nervio, son propias de la mitad de las piezas de “La Osera”, donde se hallaron 25 ejemplares de tales características, mientras que en “El Cigarralejo” su presencia porcentual es considerablemente menor, documentándose sólo 13 piezas. La sección aristada corresponde sólo a 7 piezas de “La Osera”, no documentándose en “El Cigarralejo”. Este tipo de sección es céltico, ya que fue característico de muchas lanzas latenienses europeas. El hecho de que las secciones con nervio marcado no aristado tengan cierta representación en “La Osera” a pesar de ser típicas del área cultural ibérica se debe en parte a la cronología relativamente temprana de las tumbas estudiadas (fines del siglo IV y principios del siglo III a.C.), ya que en época posterior su presencia en la Meseta fue disminuyendo. La mayor parte de las lanzas de “El Cigarralejo” tiene una cronología comprendida entre el 425 y el 300 a.C., si bien un grupo pequeño de piezas corresponde al siglo II a.C., mientras que el siglo III a.C. está muy poco representado.

Más de la mitad de las piezas de “El Cigarralejo” con nervio marcado no aristado presentan nervio redondo (1), superando así ampliamente a las de nervio cuadrangular o rectangular (2 y 6) y a aquéllas cuyo nervio no alcanza la punta terminal (3). Estas últimas tienen cierta presencia en “La Osera”, donde también destacan las de nervio redondo entre las de nervio marcado no aristado. Por tanto el nervio redondo parece el preferido dentro de esta clase de piezas. En cuanto a las puntas de lanza con secciones aplanadas sin nervio, las preferidas en “La Osera” son las bifacetadas (4), mientras que en “El Cigarralejo” predominan las no facetadas (5 y 7). Las trifacetadas (11) no aparecen en “El Cigarralejo”, pero sí en “La Osera”, donde se documentan 3 ejemplares. La sección acanalada (8) es poco común en ambos yacimientos, si bien porcentualmente su presencia es más significativa en “La Osera”, con 3 piezas (6%), que en “El Cigarralejo”, con 2 (2%). Las secciones macizas (10 y 12) deben exclusivamente su importancia cuantitativa en “El Cigarralejo” al hallazgo de 13 piezas pequeñas en una misma tumba (147), mientras que en “La Osera” sólo se documentan 2 puntas de estas secciones. No siempre son identificables con precisión las secciones, lo que se traduce en 7 ejemplares dudosos de “El Cigarralejo” y 4 de “La Osera”.

En los tipos de lanzas que hemos definido, las asociaciones con ciertas secciones quedan determinadas por el gusto regional. Es decir, en los tipos que están presentes tanto en “La Osera” como en “El Cigarralejo” priman respectivamente las secciones aplanadas sin nervio y las secciones con nervio marcado no aristado. Por tanto nuestra tipología perdería inmediatamente toda su validez si se quisiesen introducir las secciones para confirmar su asociación preferente con ciertos tipos y ayudar a definir estos. En el caso del tipo triangular y del subtipo foliáceo de sauce de proyección triangular, que sólo se dan en “El Cigarralejo”, donde la tradición de filos rectilíneos en las lanzas fue muy importante (35 piezas), priman las secciones con nervio marcado no aristado, lo que no hace sino corroborar la tendencia general del yacimiento hacia esta clase de secciones. Asociaciones bastante generales son las secciones aplanadas para las lanzas de cubo toscamente doblado y las secciones macizas para las jabalinas de punta maciza.

Son precisamente las secciones las que hacen descender los niveles de concordancia de la tipología de Quesada (1997, 343-434) con nuestra tentativa tipológica, a pesar de lo cual hay acuerdo en lo relativo a algunos de nuestros tipos definidos a partir de los suyos, como las lanzas de hoja flameante, las lanzas de cubo largo, las de hoja losángica aristada, las de cubo toscamente doblado y las jabalinas de punta maciza. Pero lo más sorprendente son las interrelaciones encontradas entre la tipología de Quesada y la nuestra en tipos definidos por caminos muy distintos, hasta el punto de que si prescindimos de las letras indicativas de los subtipos de Quesada (en muchos casos originados por la valoración de las secciones), el nivel de concordancia llega a ser alto. Incluso nuestros subtipos foliáceos de sauce y de laurel, caracterizados por acoger elementos de morfología muy diversa, se corresponden mayoritariamente con los tipos 5 y 6 de Quesada. El acuerdo es también bastante grande en lo referido a las lanzas de hoja triangular y a las foliáceas de sauce de proyección triangular, siempre que haya subtipos separados por el criterio de los 40’00 centímetros. Y es que tanto este criterio métrico como el de los 19’00 centímetros, por debajo de los cuales nos quedan definidas las jabalinas, los obtuvimos parafraseando algunas de las conclusiones extraídas por Quesada (1997, 360 y 385) del análisis de numerosas piezas, lo que explica algunas de las convergencias detectadas.


EL ESTUDIO DE LAS LANZAS A TRAVÉS DEL CONTEXTO FUNERARIO

Lo ideal es estudiar las lanzas en su contexto funerario, el cual proporciona elementos de diferenciación entre las piezas empuñadas y las arrojadizas. Si la punta de lanza aparece en una sepultura en cuyo ajuar hay además un bocado o arreos de caballo lo lógico es que se trate de una lanza apta para un jinete (Sanz Mínguez, 1997, 425). Si nos aparecen en una misma tumba una punta de lanza y un regatón es probable su vinculación a una misma lanza, pero no segura, por lo que en todo caso habrá que recurrir a las comprobaciones métricas que corroboren o desmientan la proporcionalidad de las dimensiones de ambas piezas. No había al parecer preferencias asociativas claras entre determinados tipos de puntas y regatones (Cuadrado, 1989, 63) que fueran más allá de su proporcionalidad métrica y ponderal. Si en la sepultura encontramos dos puntas de lanza de tamaños muy distintos con sus probables regatones quizás estemos ante un arma empuñada y una jabalina. Las jabalinas no suelen aparecer individualizadas, sino acompañando a una lanza más larga o acompañándose varias entre sí. De “faltar” regatones, es más probable que les falten a las jabalinas que a las lanzas empuñadas. Es también posible encontrar en la misma tumba dos o más puntas de lanzas empuñadas, solas o con una o más puntas menores de jabalinas, si bien este caso es más extraño que la combinación de varias jabalinas. Y es que lo normal es que no haya más de una lanza empuñada por tumba. En lo que se refiere a las jabalinas, cuanto más pequeñas son sus puntas más fácil es que se unan en la misma sepultura, como acontece con las de punta maciza. Son raras las tumbas en que el regatón no está acompañado por ninguna punta, lo cual refuerza el valor representativo y emocional del primero, tal vez perteneciente a una lanza partida cuya punta se perdió en combate o en otras circunstancias, a veces relacionadas con el rito deposicional. La mayor o menor riqueza de los ajuares, indicativa en muchos casos del estatus socioeconómico del difunto, determinaba el que las lanzas estuviesen o no acompañadas de otras armas de mayor o menor prestigio y valor, como la falcata u otro tipo de espada, la caetra, otras armas defensivas, puntas de flecha… En la articulación de nuestra tentativa tipológica de las puntas de lanza ibéricas hemos valorado en lo posible las indicaciones funcionales aportadas por el contexto funerario de las piezas halladas en las necrópolis de “La Osera” y “El Cigarralejo”.


TIPOLOGÍA APLICADA POR CARLOS SANZ MÍNGUEZ A LAS PUNTAS DE LANZA DE LA NECRÓPOLIS DE “LAS RUEDAS”

Carlos Sanz Mínguez (1997, 421-426) desarrolló una tipología para poder clasificar las puntas de lanza aparecidas en la necrópolis de “Las Ruedas”, situada en Padilla de Duero (Valladolid). Tuvo principalmente en consideración para elaborar su tipología las dimensiones de las puntas, la proporción que la hoja presenta en relación a la longitud total de la pieza, las secciones y los perfiles de las hojas, la presencia de nervaduras y el diverso desarrollo de sus alerones. Diferenció tres modelos básicos de perfiles de las hojas: de sauce, de laurel y triangular. El de sauce se caracteriza por presentar una zona de contacto huidiza entre el cubo y la hoja, definiendo así al exterior un ángulo obtuso acusado; en estas piezas la relación anchura / longitud de la hoja se sitúa entre 0,13 y 0,20; son puntas de lanza muy estrechas y bastante alargadas, lo que las dota de una gran capacidad de penetración; los bordes de sus alerones siguen un trazado suavemente convexo hasta la punta. Los perfiles de laurel presentan en cambio alerones ensanchados en la base que forman en el contacto con el cubo ángulos menos obtusos; en este caso el cociente anchura / longitud de la hoja se sitúa por encima de 0’24, con la excepción de algunos modelos transicionales; los bordes de sus alerones pueden mostrar hacia su tercio superior una suave concavidad. Las hojas triangulares presentan unos alerones que conforman un ángulo aproximadamente recto en su contacto con el cubo, diferenciándose además de las de laurel por el trazado recto de sus bordes.

En su estudio tipológico, hecho específicamente para las piezas de una sola necrópolis, y carente por tanto de pretensiones extensivas, Carlos Sanz Mínguez (1997, 424) distinguió cinco tipos de secciones en las hojas: romboidales simples o a cuatro mesas, romboidales con arista central prominente, romboidales con nervio de sección circular, romboidales con nervio de sección hexagonal y lenticulares. Descubrió ciertas tendencias asociativas entre perfiles de hojas y tipos de secciones. Así, se aprecia que las secciones con nervio abultado, ya sea hexagonal o circular, concurren sólo en modelos triangulares o de laurel, mientras que las secciones romboidales simples son las más universales, afectando a todo tipo de hojas, y abundando entre las de sauce. Las secciones lenticulares corresponden sobre todo a hojas pequeñas de perfil triangular o de laurel.

En su clasificación tipológica, Carlos Sanz Mínguez (1997, 424) tomó como caracteres prioritarios la longitud total de las piezas, la proporción que la hoja presenta con respecto al valor previo (%H), y el índice obtenido de dividir la anchura entre la longitud de la hoja, relegando a un plano secundario la sección y el perfil de las hojas. La interrelación de estos factores le permitió definir cinco grupos. El primero de ellos integra piezas pequeñas, de entre 7 y 15 centímetros, a su vez divisible en dos subgrupos, uno de cubo muy desarrollado en el que la %H es menor al 53%, y otro en el que la %H se sitúa entre 60 y 65%. Se trata sin duda de jabalinas. El grupo segundo es muy homogéneo, con longitudes situadas entre 17 y 20 centímetros y una %H entre 63 y 68%. El grupo tercero reúne las puntas de lanza de longitud total comprendida entre 21 y 23 centímetros, distinguiéndose dos subgrupos, uno de %H situada entre 65 y 71% y otro de %H mayor, caracterizado además por el perfil de sauce, el gran desarrollo longitudinal, el estrangulamiento intermedio del perfil, la decoración incisa y el estrechamiento basal del cubo, todo lo cual nos remite a una factura de influencia cántabra o del Norte de Palencia. El grupo cuarto incluye piezas de entre 25 y 29 centímetros, con una %H de entre 66 y 72%, y hojas preferentemente de sauce. El grupo quinto aúna piezas mayores de 35 centímetros y con una %H de 72 o 73%, diferenciándose dos subgrupos, uno de amplios alerones facetados que convergen en una estrecha y prominente punta, y otro de hoja de laurel, sección romboidal simple y alta capacidad penetrante.

Se trata en definitiva de una tipología escalonada por longitudes y valores porcentuales de la hoja con respecto a la longitud total, apreciándose en algunos casos asociaciones de grupos con ciertos perfiles y secciones mayoritarios, pero no excluyentes. Su carácter no seriativo sino de aplicación a un conjunto cerrado de piezas bastante completas se manifiesta en que quedan longitudes, secciones y otros rasgos sin cubrir. Además su diferenciación de perfiles es quizás demasiado simplista, agrupando en un solo tipo algunos modelos foliáceos y flameantes. Su distinción entre el perfil de sauce y el de laurel no se basa en el lugar en el que la hoja alcanza el ancho máximo, sino en la valoración de las anchuras y de los ángulos que la hoja forma con el cubo. A pesar de dedicar bastante atención a la articulación de los distintos tipos de perfiles y secciones, luego relega estos factores en su propuesta tipológica global, utilizándolos sólo cuando ayudan a definir grupos bastante homogéneos.


TIPOLOGÍA APLICADA POR EMETERIO CUADRADO A LAS PUNTAS DE LANZA DE LA NECRÓPOLIS DE “EL CIGARRALEJO”

En su estudio sobre la panoplia ibérica de “El Cigarralejo”, Emeterio Cuadrado (1989, 56-65) distingue nueve tipos de puntas de lanza y cinco de jabalinas. Las primeras en bastantes casos tienen subtipos, y básicamente pueden dividirse en dos grupos. El primer grupo se caracteriza porque las puntas presentan un nervio, normalmente de sección rectangular redondeada, donde se produce su ajuste al cubo tubular, si bien este nervio desaparece en algunos casos o se convierte en una arista de unión de las dos mesas o alerones. El segundo grupo se caracteriza porque las puntas presentan un nervio que es prolongación del cubo cónico, desapareciendo también en ocasiones. Dentro del primer grupo están los cinco primeros tipos, mientras que el segundo grupo engloba los cuatro tipos siguientes. El tipo 1 tiene hoja con silueta de hoja de laurel, nervio de refuerzo, mesas simétricas y una anchura de unos 4 centímetros. El subtipo 2 A tiene hoja con silueta de hoja de sauce, y anchura máxima por encima del cuello, teniendo ésta un carácter muy variable, pero de 3 a 4 centímetros de media. El subtipo 2 B es muy largo y estrecho, con un “Índice 1” (longitud de la hoja entre ancho máximo de la misma) superior a 9. El subtipo 2 C tiene los bordes de la hoja biselados. El tipo 3, muy raro, presenta su máxima anchura en la base de la hoja. El tipo 4, similar al 2, tiene los filos de la punta cóncavos. El subtipo 5 A integra piezas con mesas muy estrechas y con una longitud de la hoja superior a los 45 centímetros, lo que hace que el “Índice 1” sea superior a 12. En el subtipo 5 B el nervio se transforma cerca del extremo en arista, por lo que su sección pasa a ser romboidal. El tipo 6, similar al 1, se diferencia de éste por su nervio cónico. El subtipo 7 A, similar al 2, presenta también como rasgo distintivo su nervio cónico. El subtipo 7 B es como el anterior, pero con los bordes de la hoja biselados. El tipo 8 tiene hoja de mesas estrechas y nervio cónico hasta la punta. El subtipo 9 A es como el 1, pero sustituyendo el nervio por una arista. Finalmente, el subtipo 9 B es como el 2, pero sin nervio y con hoja de sección lenticular.

En cuanto a las jabalinas, el tipo 1 presenta una punta piramidal de sección cuadrada y con unos salientes en las cuatro esquinas, debidos al estrechamiento del cuello para pasar a sección circular, midiendo en total de 12 a 16 centímetros. El tipo 2 es el caso contrario al anterior, ya que en el cuello del cubo se pasa de la sección circular hasta la cuadrada, ya más estrecha. El tipo 3 es como las lanzas del tipo 2, pero de pequeño tamaño. El tipo 4 es como las lanzas del tipo 1, pero de pequeño tamaño. El tipo 5 es como las lanzas del tipo 9, pero de pequeño tamaño y sin nervio ni arista. Emeterio Cuadrado considera (1989, 64-65) que la diferencia esencial entre las puntas de lanza y las de jabalina es el menor peso y tamaño de estas últimas, cuya media oscila entre los 11 y 15 centímetros, sin rebasar en ningún caso los 20. El asta de madera de las jabalinas sería más delgada, corta y manejable que la de las lanzas empuñadas, situándose su diámetro en torno a 0’8 centímetros, si bien con moharras robustas su diámetro podía ser mayor. En cambio las astas de las lanzas empuñadas presentaban en su mayoría en su contacto con el cubo un diámetro de entre 1’6 y 2’2 centímetros.


ALGUNAS GENERALIDADES ACERCA DE LAS LANZAS IBÉRICAS

La costumbre funeraria ibérica de quemar al guerrero muerto en compañía de sus armas provocaba el que el asta de madera de las lanzas se perdiese, depositándose luego en las sepulturas sus puntas y regatones, sin que se pueda por tanto determinar a partir de su posición la longitud del arma. Es posible incluso que la lanza fuese partida ritualmente antes de echarla a la pira. En algunas tumbas de inhumación italianas y suizas las lanzas fueron colocadas enteras junto al difunto, de modo que ha sido posible determinar su longitud, que oscilaba entre 1’5 y 2’5 metros. El asta era la parte principal de la lanza en cuanto a que era ella la que hacía posible su manejo. La selección del tipo de madera era una cuestión importante, ya que su flexibilidad variaba. Las astas, que podían decorarse con pinturas, serían principalmente cilíndricas, quizás en algunos casos algo más gruesas hacia su parte central para facilitar su agarre. Las jabalinas podían tener “amentum”, pedazo de cuerda, cuero o hilo metálico que permitía arrojarlas más lejos y con mayor puntería. El regatón era más propio de las armas empuñadas, pero también las jabalinas podían llevarlo. Servía de contrapeso, como punta de emergencia, para apoyar la lanza hincada en el suelo y para rematar a los caídos. Su presencia en las sepulturas es bastante menor que la de las puntas (Sanz Mínguez, 1997, 422), tanto por el hecho de que no todas las lanzas y jabalinas tenían regatón como por su posible pérdida en la pira, o bien por las prácticas rituales de deposición o por cierto sesgo en las excavaciones antiguas, que despreciaban algunos restos metálicos en muy mal estado quizás identificables con regatones. Es común en muchas puntas de lanza, y sobre todo en las más antiguas y de mayor tamaño, la presencia en el cubo de un anillo de cobre o hierro que servía para presionar el asta (Cuadrado, 1989, 57). Este anillo, que también podía estar presente en los regatones, lleva una cortadura longitudinal, la cual se abría al meter el asta. Después se introducía el anillo dilatado al fuego, de modo que al enfriarse se comprimía el hierro contra la madera. El enmangue podía quedar además asegurado por un pasador de hierro, como indican los agujerillos que a veces tienen los cubos en su parte inferior y los regatones en su parte superior. Unas pocas puntas de lanza conservan en buen estado los motivos curvos con que se decoraban, y que eran en su mayor parte realizados mediante damasquinados en plata.

Existió entre los indígenas de la Península Ibérica un predominio táctico y numérico de las lanzas sobre las espadas, si bien el simbolismo y aprecio de éstas solía ser mayor. Tenemos representaciones de lanzas ibéricas en las cerámicas, esculturas, estelas, exvotos y monedas, pero el valor de estas imágenes como elementos de diferenciación tipológica y funcional es casi siempre problemático. Se aprecia aun así que las imágenes más antiguas corresponden a lanzas empuñadas, mientras que en las imágenes más recientes se detecta un claro aumento de las lanzas arrojadizas, algo que encaja con las conclusiones cronológicas derivadas del registro arqueológico de las piezas auténticas. Y es que parece que en general las lanzas ibéricas fueron haciéndose más cortas, livianas y sencillas, alejándose de los largos modelos empuñados y elitistas iniciales del siglo VI a.C. La heroización del guerrero muerto podía venir expresada mediante estelas en las que se grababan varias lanzas, quizás en alusión a los enemigos vencidos, o en las que el difunto aparecía como jinete lancero. La acción de las jabalinas era especialmente efectiva con su lanzamiento casi al unísono por parte de grupos amplios de infantes o jinetes. Prácticas similares de cohesión comunitaria habría en el empleo de las lanzas empuñadas o de uso mixto una vez que se generalizasen, dejando atrás o como algo anecdótico el combate inconexo entre aristócratas en favor de formaciones más organizadas y de extracción social más amplia. Según se desprende de algunas representaciones, sería común el que un mismo guerrero acudiese al combate con varias jabalinas, pudiendo así hostigar reiteradamente al enemigo desde cierta distancia. Prueba del uso constante y del valor simbólico, afectivo y autoidentificativo de las lanzas en la protohistoria hispana es el motivo del jinete lancero de las monedas celtibéricas. En ellas el jinete suele llevar la lanza horizontal a la altura de la cadera (Quesada, 1997, 420), tanto por los problemas espaciales del cospel circular como por el influjo de modelos helenísticos de Tarento, Siracusa o Macedonia, los cuales aluden a una caballería pesada extraña a la forma de combatir ibérica. Algunos textos antiguos de carácter historiográfico, etnológico, descriptivo o poético hacen referencia a las armas de asta empleadas por las poblaciones primitivas de la Península Ibérica, aunque en ocasiones incorporan confusiones terminológicas y contradicciones. Algo así le ocurre a Estrabón al señalar que los lusitanos usaban lanzas con puntas de bronce, queriendo de esta forma hacer resaltar su barbarismo, cuando en realidad los hallazgos indican que casi todas las lanzas ibéricas tenían puntas de hierro. Dicen también que, apoyándose en su lanza (símbolo de soberanía e “imperium” para los clásicos), Viriato miró con desprecio el banquete que le ofrecía su romanizado suegro.


Bibliografía:

-ARRIBAS, ANTONIO. (1967). "La necrópolis bastitana del Mirador de Rolando (Granada)". Pyrenae, Vol. 3; Páginas 67-106. Barcelona.

-CABRÉ AGUILÓ, JUAN; CABRÉ DE MORÁN, ENCARNACIÓN; MOLINERO PÉREZ, ANTONIO. (1950) .“El castro y la necrópolis del hierro céltico de Chamartín de la Sierra (Ávila)”. Ministerio de Educación Nacional. Comisaría General de Excavaciones Arqueológicas. Madrid.

-CUADRADO DÍAZ, EMETERIO. (1987). “La necrópolis ibérica de El Cigarralejo (Mula, Murcia)”. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid.

-CUADRADO DÍAZ, EMETERIO. (1989). “La panoplia ibérica de El Cigarralejo (Mula, Murcia)”. Servicio Regional de Patrimonio Histórico. Editora Regional de Murcia. Murcia.

-OLIVA PRAT, MIGUEL. (1955). "Actividades de la Delegación Provincial del Servicio Nacional de Excavaciones Arqueológicas de Gerona en el año 1955". Annals de l'Institut d'Estudis Gironins, nº 10; Páginas 317-411. Gerona.

-QUESADA SANZ, FERNANDO. (1997). “El armamento ibérico. Estudio tipológico, geográfico, funcional, social y simbólico de las armas en la Cultura Ibérica (siglos VI-I a.C.)”. Éditions Monique Mergoil. Sarreguemines.

-SANZ MÍNGUEZ, CARLOS. (1997). “Los vacceos: cultura y ritos funerarios de un pueblo prerromano del valle medio del Duero: la necrópolis de Las Ruedas. Padilla de Duero (Valladolid)”. Salamanca.

domingo, 1 de abril de 2001

ALEGORÍA REPUBLICANA


La República Española recurrió a un repertorio alegórico similar durante sus dos etapas de existencia, tanto en carteles y dibujos satíricos como en monedas y billetes. Fue representada principalmente como una mujer con gorro frigio o con corona mural torreada, si bien en algunas imágenes prescinde de todo ornato. En representaciones de identificación más laxa o menos segura pudo llevar espigas de trigo u otros elementos agrarios en el pelo, como las divinidades de época clásica. El gorro frigio, que figura ya en algunas monedas cartaginesas de Sicilia del siglo IV a.C., enlaza con la tradición revolucionaria francesa; fue adoptado por la estética oficial de numerosos Estados Republicanos. Para dotar de un carácter más autóctono a la imagen de la República Española se la coronó de la misma forma que a la Cibeles, cuyo aspecto había sido popularizado por la fuente madrileña. Esta diosa procedía también del ámbito frigio, en la actual Turquía, por lo que se creaba así una curiosa asociación con el típico gorro republicano. Los escudos republicanos españoles estaban igualmente rematados con la corona mural. Al valor relacionado con la naturaleza y con los frutos de la tierra propio de la Cibeles se añadió la protección a las ciudades, que es lo que teóricamente pudo representar en época grecorromana la corona almenada. No era exclusiva de Cibeles, ya que en algunas monedas chipriotas sirvió para ensalzar a Afrodita. Los leones, encargados de tirar del carro de Cibeles, fueron también empleados como símbolos liberales y republicanos, protegiendo con sus zarpas la Constitución, representada por un libro, y la estructura organizativa dada al país, reflejada mediante el escudo.

Ya el Gobierno Provisional, anterior a la proclamación de la Primera República de 1873, utilizó en las primeras pesetas y en sus divisores una iconografía próxima a la republicana, aludiendo a la nación soberana a través de la mujer. En 1937, durante la Guerra Civil, la fuente madrileña de la Cibeles apareció en un billete republicano, el cual tenía en su otra cara una “Níke” acéfala, la Victoria de Samotracia, trasunto de la esperanza de vencer en el conflicto armado. Algunos de estos símbolos de raigambre clásica no siempre tendrían un significado claro para la mayor parte del pueblo, cuyas imperiosas necesidades no le permitían detenerse en análisis iconológicos. Pero sí que era generalmente asumida la imagen femenina de la República, como demuestra la denominación popular de “Rubia” dada por su color a la peseta republicana de latón de 1937, en la que aparecía una cabeza de mujer. En algunas representaciones, la República sostiene una ramita de olivo, que es uno de los símbolos agrarios más propios de la iconografía numismática mediterránea, junto con la espiga de trigo y el racimo de uvas. En su sencillez reside la fuerza propagandística de estos motivos, pues sin alimentos de nada valen los metales preciosos. Para aludir a la industria el mayor convencionalismo era la rueda dentada. La feminización simbólica de los valores supremos del pueblo, aunque tenga en su base una criticable identificación de la mujer con la fertilidad de la tierra y una obsesiva búsqueda de alegorías de belleza estética, constituyó un elemento tremendamente motivador para muchos ciudadanos y ciudadanas, que sin duda habrían luchado con el mismo arrojo por sus ideas fuese cual fuese el rostro de su República.

lunes, 1 de enero de 2001

LAS ÁNFORAS PRERROMANAS DE LA PROVINCIA DE ALICANTE


RESUMEN

Entre las producciones anfóricas prerromanas presentes en el ámbito alicantino destacan por su número las de origen fenicio-púnico, así como las diversificadas imitaciones ibéricas surgidas a partir de las mismas. Ya desde el siglo VIII a.C. el impacto comercial fenicio se hizo sentir en el área alicantina, generando probablemente a inicios del siglo VI a.C. la fabricación local de ánforas en la Penya Negra de Crevillent y la producción de vino indígena en el Alt de Benimaquia (Denia). De los siglos V y IV a.C. se conocen algunos restos en la región alicantina de ánforas massaliotas, así como un ánfora etrusca completa, elementos indicativos de un comercio moderado de vino de lujo. La concentración de ánforas fenicio-púnicas en el Tossal de Manises (Alacant) durante el período de la presencia bárquida en la Península Ibérica (237-206 a.C.) y en los decenios inmediatamente posteriores parece señalar la importancia que tuvo por entonces este enclave fortificado. La provincia de Alicante recibió de manera continuada ánforas fabricadas en los alfares de Ibiza, isla con la que mantuvo intensas relaciones comerciales y culturales. Tras la II Guerra Púnica se produjo un florecimiento del comercio desarrollado por los poblados de tradición fenicia, apreciándose un incremento de la circulación anfórica del que participaron también los tipos greco-itálicos, y que se dejó sentir en el ámbito alicantino. Desde la destrucción de Cartago por parte de los romanos en el 146 a.C., motivada en parte por su pujanza económica, decayeron las producciones anfóricas fenicio-púnicas, a la vez que declinaban las greco-itálicas en favor de la llegada de ánforas romanas, las cuales heredaron algunos rasgos morfológicos púnicos. En el caso alicantino, las últimas producciones anfóricas de tradición púnica se redistribuyeron, junto con otros tipos más novedosos, desde puertos tan activos como el de Denia.


INTRODUCCIÓN: EL ESTUDIO DE LAS ÁNFORAS

El material anfórico, sometido a clasificaciones cada vez más perfeccionadas, viene demostrando su utilidad en la formulación de apreciaciones arqueológicas de gran interés científico, derivadas tanto de la distribución geográfica de sus tipos como del estudio de la evolución de sus aspectos formales, así como de su adecuada valoración dentro de los contextos en que aparece, por lo normal, muy fragmentado. Cuando los restos anfóricos consisten en simples fragmentos su adscripción tipológica exacta puede convertirse en una tarea bastante engorrosa, a pesar de contar con la referencia de los ejemplares completos o casi completos, que son los empleados normalmente para definir los tipos. Además, parte de los fragmentos anfóricos perteneció a hornadas erróneas desechadas, por lo que no guardan las características homogéneas deseables. Los avances efectuados en la clasificación tipológica del material anfórico prerromano han facilitado considerablemente la redacción de este artículo, que está centrado en los hallazgos de procedencia alicantina.

La imagen de las ánforas ha sido un tanto popularizada mediante su inclusión en las monedas de veinticinco pesetas del año 1997. Estas monedas, dedicadas a la ciudad autónoma de Melilla, la antigua Russadir púnica, en el quinto centenario de su toma por las tropas de la Casa de Medina Sidonia, presentan como elemento emblemático de sus raíces culturales un ánfora fenicio-púnica, correspondiente a los hallazgos efectuados a principios del siglo XX en la necrópolis del Cerro de San Lorenzo. El interés social por el estudio de los recipientes anfóricos se ha visto incrementado por el hecho de que muchos de los hallazgos arqueológicos recientes más espectaculares son los de embarcaciones hundidas repletas de ánforas. Así, en enero del año 2000, la Compañía Marítima de Peritaje, mientras buscaba los restos del avión en que desapareció el escritor Antoine de Saint-Exupéry, localizó cerca de las costas francesas, entre Marsella y la isla de Porquerolles, los restos de siete barcos griegos y romanos cargados con numerosas ánforas. Además de proporcionar gran cantidad de material anfórico, los barcos hundidos pueden indicarnos qué tipos fueron contemporáneos, convirtiéndose de este modo en una excelente herramienta para el estudio del comercio en la Antigüedad. Las ánforas participaban en algunos casos del carácter industrial con que se podían producir sus contenidos, y se solían ajustar a prototipos normalizados. Las ánforas ibéricas escapaban en gran medida a esta estandarización productiva, de modo que sus variedades tipológicas llegan a ser numerosas (PASCUAL, 1968).

En la elaboración de este artículo sobre la presencia de las ánforas prerromanas en la provincia de Alicante se han seguido dos ejes fundamentales: la información obtenida de Ramón Torres (1995) acerca de las producciones anfóricas fenicio-púnicas, y los trabajos realizados por Ribera Lacomba (1982), especialmente útiles en lo relativo a la sistematización de las ánforas ibéricas del País Valenciano. Para aludir a las ánforas fenicio-púnicas emplearemos la tipología establecida por Ramón Torres (1995), mientras que para referirnos a las producciones anfóricas ibéricas recurriremos a la clasificación tipológica efectuada por Ribera Lacomba (1982). En la descripción de los tipos anfóricos seguiremos respectivamente la terminología utilizada por los dos autores citados.


ÁNFORAS FENICIO-PÚNICAS

La aparición de las ánforas fenicio-púnicas en el área alicantina en el siglo VIII a.C. se documenta junto con otros indicios arqueológicos de la presencia semita en la región, la cual se vio inmersa en un proceso cultural de fuerte influencia orientalizante. La abundancia de ánforas del tipo 10.1.1.1 en los centros fenicios del Extremo Occidente parece indicar que se trata ya de producciones locales (RAMÓN, 1995). En la provincia de Alicante estas ánforas están representadas en los yacimientos orientalizantes de la Penya Negra de Crevillent, Los Saladares (Orihuela) y Guardamar. No son una estricta reproducción de ningún tipo oriental, sino una reinterpretación personalizada de algunos modelos anfóricos de raigambre fenicia. Su producción se inició antes de la mitad del siglo VIII a.C. en buena parte de los centros afectados por el comercio fenicio, especialmente en aquéllos que contaban con ciertos recursos agrícolas y pesqueros. Además de servir para almacenar la producción local, estos recipientes anfóricos contendrían preferentemente vino, que escaseaba en Occidente en el período inicial de la colonización protagonizada por los comerciantes fenicios, que fueron quienes incentivaron el cultivo de la vid en la Península Ibérica. El tipo anfórico aludido está presente a lo largo de las costas andaluzas y levantinas, así como en el ámbito tartésico y en enclaves tan interiores como Los Villares (Caudete de las Fuentes; Valencia).

Las ánforas del tipo 10.1.1.1 se diversificaron ya iniciado el siglo VII a.C. y debido a la labor de distanciados talleres en multitud de variantes, agrupadas en el tipo 10.1.2.1. Estas nuevas ánforas aparecen en los yacimientos alicantinos conocedores del tipo anterior, así como en Xàbia y el Alt de Benimaquia (Denia), que las utilizarían probablemente para el almacenaje y la comercialización de sus propias mercancías. En el caso del Alt de Benimaquia, donde han sido localizados unos lagares (GÓMEZ BELLARD y GUERIN, 1995), las ánforas servirían principalmente para envasar el vino producido en la región. Los lagares del Alt de Benimaquia, pequeño enclave fortificado próximo a Denia, son prueba del temprano desarrollo de la actividad vitivinícola entre los iberos. La producción y el consumo del vino estarían controlados por las elites indígenas, que encontraban en dicho producto un elemento de prestigio social y un medio para alcanzar un estado anímico gozoso en el que lo deseado y lo intuido se hacían más cercanos. El cultivo de la vid sería impulsado en estas tierras por las elites locales a partir de los conocimientos proporcionados por los comerciantes fenicios, que frecuentaban la región en busca de hierro. Para envasar el producto los iberos recurrirían a producciones anfóricas propias realizadas a imitación de las ánforas en las que los fenicios comercializaban sus bienes, o es posible que en algunos casos importasen expresamente para tal fin ánforas ibicencas. Las ánforas fenicio-púnicas encontradas en el Alt de Benimaquia son del tipo 10.1.2.1, un tipo que sabemos que fue producido con intensidad en los alfares de Ibiza.

Los cultivos se encontrarían cerca de los lagares, probablemente en la vaguada que se extiende entre el yacimiento y las cumbres superiores de la Sierra del Montgó (GÓMEZ BELLARD y GUERIN, 1995). Todavía a fines del siglo XIX Denia era una de las regiones alicantinas que más hectáreas dedicaba al viñedo, sólo por detrás de Villena y Monóvar (PIQUERAS, 1981). La fortificación del enclave no sólo revela la necesidad de proteger y prestigiar el sistema productivo desarrollado, sino que además está en consonancia con su alto valor estratégico, pues desde allí se divisan las costas ibicencas y las embarcaciones provenientes de las mismas (SCHUBART, FLETCHER, OLIVER, 1962). Los excedentes vinícolas generados podrían ser empleados por las elites ibéricas para obtener otros productos suntuarios con los que manifestar su elevada posición. La producción industrial desarrollada en el Alt de Benimaquia parte de los inicios del siglo VI a.C., es decir, en el final del período orientalizante, cuando la aparición de la cultura ibérica es ya un fenómeno inminente. El origen del iberismo tuvo en la asunción y reformulación de los aportes culturales exógenos una de sus claves, y en este proceso habría que incluir la adopción de prácticas vitivinícolas enseñadas por los comerciantes foráneos y aprovechadas por las elites locales para remarcar su status.

El considerable material anfórico del tipo 10.1.2.1 recogido en la Penya Negra de Crevillent revela el acrecentamiento de la presencia fenicia en dicho enclave (RAMÓN, 1995). Muchos de los restos anfóricos corresponden a una producción local efectuada probablemente por los colonos fenicios con vistas a la comercialización de algún producto o de los propios recipientes, mientras que otros materiales similares parecen de importación. Las producciones anfóricas crevillentinas, fechadas hacia la primera mitad del siglo VI a.C., se suelen caracterizar por un tipo de borde muy largo y estrecho, vertical u oblicuo-divergente. La pasta se define por una buena cocción y colores claros, marrones, rojizos y anaranjados, frecuentemente formando capas estratificadas, pero careciendo por lo general y salvo alguna excepción de núcleo gris (RAMÓN, 1995).

Durante el siglo V a.C. adquirieron una gran proyección comercial las ánforas fenicio-púnicas del tipo 11.2.1.3, presentes incluso en Corinto. En la provincia de Alicante aparecen en yacimientos apenas afectados por las anteriores producciones anfóricas fenicio-púnicas, como es el caso de El Oral (San Fulgencio) y Santa Pola. Son recipientes de origen andaluz y norteafricano, relacionados probablemente con el comercio de salazones de pescado. En el siglo IV a.C. las ánforas fenicio-púnicas del área del estrecho de Gibraltar decayeron, aminorándose su presencia en los escenarios económicos exteriores, de modo que fueron reemplazadas en el ámbito alicantino por las pujantes producciones anfóricas ibicencas. Una excepción con respecto a este declive la constituyó el tipo anfórico gaditano 8.2.1.1, de larga vida, y presente en los yacimientos de Alcoi y en el Tossal de Manises (Alacant). Todos los tipos anfóricos bitroncocónicos de la serie 8 producidos en Ibiza están bien representados en el territorio alicantino, signo de la existencia de fluidas relaciones comerciales y culturales entre ambos espacios, confirmadas por los materiales rescatados de los pecios existentes entre las dos regiones. La gran expansión de las producciones anfóricas ibicencas estimuló en el área alicantina la fabricación de imitaciones ibéricas de estos recipientes.

Los primeros elementos de cultura material de carácter fenicio-púnico presentes en la región alicantina tuvieron una procedencia meridional, tanto desde las colonias costeras andaluzas como desde el ámbito tartésico-turdetano. Si bien pronto la colonia fenicia de La Fonteta (Guardamar) se implicó en el activo comercio de la zona. Posteriormente fue Ibiza la que se encargó de mantener la esencia púnica que había impregnado muchas de las manifestaciones culturales ibéricas del ámbito alicantino. La colonia fenicio-púnica de Ibiza suministró al área contestana productos suntuarios para las elites indígenas, como los collares de cuentas de pasta vítrea, los pebeteros o terracotas, y el vino, que viajó en ánforas bitroncocónicas y de otros tipos, producidas en gran medida en la propia Ibiza (LLOBREGAT, 1974). Ésta también orientó hacia la región alicantina determinadas producciones cerámicas de calidad, como las vajillas campanienses, quizás relacionadas con la dignificación del consumo del vino y de otros alimentos. A su vez desde la Contestania marcharon a Ibiza otros productos, tanto alimenticios como cerámica ibérica pintada (NICOLÁS y CONDE, 1993), y probablemente también las agujas de hueso con cabeza decorada.

Las monedas ibicencas halladas en la Contestania son numerosas (CAMPO, 1994), incluyendo los tesoros valencianos de Moixent y Vallada y el tesoro alicantino de Pedreguer. Estas piezas atestiguan de manera significativa la influencia púnica sobre la región, que tuvo que ser especialmente marcada durante el período bárquida (237-206 a.C.). A esta etapa corresponderían muchas de las monedas púnicas de Ibiza, Cartagena y Cádiz encontradas en el Tossal de Manises y en su necrópolis de la Albufereta (Alacant), teniendo en cuenta que la cronología de esta última se cierra dentro del siglo III a.C. Es posible que algunas de las acuñaciones monetales bárquidas tradicionalmente atribuidas a Cartagena fuesen emitidas en realidad en la desconocida Akra Leuké, mientras que otras pudieron realizarse en talleres móviles durante el desarrollo de las campañas militares. La mayor parte de las monedas púnicas halladas en el área alicantina corresponden ya a fenómenos comerciales desarrollados tras el conflicto armado. Por otro lado, la escasez de moneda griega parece limitar o retrotraer considerablemente la posible acción de los comerciantes griegos en la zona, si bien la moneda, introducida tardíamente, pudo ser un elemento prescindible en sus transacciones. Entre las monedas anteriores a la mitad del siglo I a.C. halladas en la provincia de Alicante las más abundantes son las romano-republicanas, así como las ibéricas de las cecas de Saiti, Cástulo y Arse (LLOBREGAT, 1968). La abundancia de piezas de Saiti es lógica, puesto que ésta era la principal ceca de la Contestania, sin rival hasta la aparición del centro acuñador de Ilici (Elche). Las piezas de Cástulo refuerzan la hipótesis de que existió una importante vía de comunicación entre la Alta Andalucía y la región alicantina, utilizada quizás ya en época tartésica. La presencia de las acuñaciones saguntinas de Arse indica la existencia de relaciones comerciales por vía marítima y terrestre entre diversos enclaves de la costa levantina.

Un ejemplar anfórico fenicio-púnico hallado en el Tossal de la Cala (Benidorm) definió por sí mismo la serie tipológica 15. Es un ánfora con el cuerpo superior acilindrado y el cuerpo inferior cónico, fechada entre el 350 y el 250 a.C. Parece una extraña mezcla tipológica cuyas diminutas asas apenas serían funcionales. No sabemos si fue fabricada en el ámbito alicantino o en algún centro púnico más meridional.

El desarrollo de la II Guerra Púnica contribuyó a la aparición, potenciación y dispersión de algunos tipos anfóricos, si bien su proyección comercial fue mayor tras el enfrentamiento (RIBERA, 1982). Las producciones ibicencas del tipo 8.1.3.1 adquirieron gran relevancia en todo el archipiélago balear y en las costas catalanas y levantinas durante el período de la presencia bárquida en la Península Ibérica. Estas ánforas han aparecido en Xàbia, en el Cap Negret (Altea) y en el Tossal de Manises (Alacant), enclave que tuvo cierto protagonismo en estos momentos. También encontramos en el Tossal de Manises ánforas cilíndricas producidas en los alfares de Cartago, correspondientes a los tipos 5.2.3.1 y 5.2.3.2. Todos los tipos anfóricos fenicio-púnicos aparecidos en el área alicantina con cronología que abarca el período bárquida están representados en el Tossal de Manises, lo que permite sustentar la idea de que la ciudad ibérica allí emplazada mantuvo importantes contactos marítimos con la misma Cartago, convirtiéndose en un destacado elemento de referencia para los conquistadores púnicos.

F.Figueras (1947) indicó la existencia en el Tossal de Manises de un posible horno cerámico asociado a un almacen con “multitud de ánforas de diversas formas extrañas a las típicas del romanismo. Las encontramos cilíndricas, abellotadas, fusiformes y bicónicas”. “En el almacen de que hablamos y colocadas a veces unas junto a otras en contacto a sus muros aparecieron ánforas de todos los tipos, lo mismo de las cartaginesas que de las romanas. En conjunto, toneladas de restos, con bastantes ejemplares indemnes, o por lo menos restaurables”. Es interesante incidir en la convivencia de las ánforas greco-itálicas y romanas con las de morfología fenicio-púnica, reveladoras del mantenimiento de antiguas tradiciones y rutas comerciales en un período caracterizado ya por el dominio romano (RIBERA, 1982). Quizás el vino experimentó cierto retroceso en el comercio púnico por la competencia itálica, potenciándose en cambio el tráfico de ánforas fenicio-púnicas con aceite y salazones. La mayor parte de los materiales anfóricos fenicio-púnicos hallados en el Tossal de Manises corresponden al último tercio del siglo III y los primeros decenios del siglo II a.C. Las ánforas cilíndricas de los tipos 5.2.3.1 y 5.2.3.2 presentes en el yacimiento parecen indicar la existencia de un fluido comercio con Cartago, donde se localizaron alfares especializados en la producción de estos tipos anfóricos. En el Tossal de Manises son numerosos los fragmentos de ánforas ibicencas, y se documentan también ejemplares del área del estrecho de Gibraltar del tipo 8.2.1.1. Estos materiales, presentes tanto en el poblado como, en menor medida, en su necrópolis de la Albufereta, indican una participación intensa en las redes comerciales púnicas, cuya vigencia se prolongó tras la derrota frente a los romanos.

El Tossal de Manises es uno de los yacimientos alicantinos que ha proporcionado mayor cantidad de elementos anfóricos fenicio-púnicos. Se trata de un asentamiento ibérico cuya cronología arranca de fines del siglo V a.C. y que se convirtió con el tiempo en la Lucentum romana. F. Figueras (1952) y J. Lafuente (1957) defendieron la idea de que este enclave pudo corresponderse con Akra Leuké, la ciudad fundada por el general cartaginés Amílcar en el año 231 a.C. como centro militar y administrativo. Posteriores propuestas plantearon la posibilidad de que Akra Leuké estuviese en la Alta Andalucía por no citar las fuentes su hipotético carácter costero, o en la costa sur peninsular por tratarse de una fundación efectuada en un momento poco avanzado de la conquista bárquida. La ubicación del enclave ha sido objeto de una intensa polémica, y es previsible que no se resuelva fácilmente.

Además de la abundancia de ciertos tipos anfóricos, hay otros elementos que apoyan la posible identificación del Tossal de Manises con Akra Leuké, sin que a pesar de ello se pueda dar por zanjada la cuestión. El asentamiento experimentó un considerable crecimiento en el último tercio del siglo III a.C., adquiriendo potentes estructuras defensivas realizadas con novedosas técnicas de corte helenístico (OLCINA y PÉREZ JIMÉNEZ, 1998). La muerte de Amílcar en el invierno de 229-228 a.C. aconteció cuando ponía sitio a la ciudad de Heliké (HUSS, 1993), quizás identificable con Elx o con Elche de la Sierra (Albacete), es decir, cuando trataba de someter a poblaciones interiores más o menos próximas a su principal acuartelamiento. En el caso de que Elche de la Sierra u otro poblado próximo a la Sierra del Segura fuese la Heliké de las fuentes, su asedio por parte de los cartagineses pudo deberse al deseo de eliminar los posibles peligros de la ruta abierta entre la Alta Andalucía y la costa levantina, donde la fundación de Akra Leuké habría podido suponer un hito en el avance del proceso conquistador púnico de cara a unas comunicaciones marítimas más directas con Cartago. Otra posibilidad sería situar Akra Leuké en el otro extremo del llamado camino de Aníbal, es decir, en el entorno de Cástulo, pero sin que pueda identificarse con esta importante población minera, que siguió conservando su propio nombre. Sabemos que Akra Leuké fue reemplazada como capital iberopúnica en el 227 a.C. por la “Ciudad Nueva”, la actual Cartagena, cuyo carácter portuario y cuya proximidad a las costas norteafricanas serían requisitos ya buscados por los cartagineses en su anterior centro de poder. Por otro lado, y sin concederle carácter probatorio, existe una relevante similitud fonética entre el término Leuké, que Fernández Nieto (1991) relaciona con el color blanco de los salientes rocosos próximos a la costa de la ciudad de Alicante, y el nombre de Lucentum, que recibió la ciudad romana ubicada en el Tossal de Manises. Los abundantes materiales foráneos hallados en el asentamiento y en su necrópolis de la Albufereta (FIGUERAS, 1956; 1971) revelan la existencia de prolongados contactos comerciales mantenidos con los fenicios, y también probablemente con los griegos. Y es que la rapidez con la que las autoridades romanas enviaron a Amílcar una embajada tras la fundación de Akra Leuké pudo deberse a la información suministrada por los comerciantes griegos que frecuentaban dicho establecimiento (ROLDÁN, 1988), lo que apoya su posible carácter costero.

Los elementos de importación presentes en la necrópolis de la Albufereta, como cerámicas áticas y de barniz negro, amuletos, piezas orfebres y adornos de pasta vítrea, son muy similares a los aparecidos en la necrópolis de la Serreta de Alcoi, datada en el siglo IV y principios del siglo III a.C., por lo que se ha propuesto la existencia de una relación comercial estable entre el centro costero del Tossal de Manises y el poblado ibérico de la Serreta (OLCINA, GRAU, SALA, MOLTÓ, REIG y SEGURA, 1998). El Tossal de Manises pudo actuar prolongadamente como receptor de los productos comerciados por los fenicios, redistribuyéndolos hacia las comarcas interiores de la Contestania.

La concentración de ánforas fenicio-púnicas en las costas alicantinas señala que estas regiones estuvieron prolongadamente integradas en el sistema comercial desplegado por los navegantes y colonos fenicios, el cual se consolidaría con la fugaz conquista cartaginesa, manteniéndose e incluso intensificándose tras la II Guerra Púnica. La destrucción de la ciudad de Cartago por parte de los romanos en el 146 a.C. pudo estar motivada en gran medida por el hecho de que seguía controlando importantes redes económicas y comerciales (RIBERA, 1982). A lo largo del siglo II a.C., ya iniciada la romanización, la región alicantina no estuvo monopolizada comercialmente por gentes fenicio-púnicas, como indican los hallazgos de ánforas greco-itálicas y Dressel 1. Sí que es posible que en época anterior los púnicos hubiesen intentado desplegar, al menos al sur de Cartagena, una política comercial monopolista, según se desprende del carácter de algunos de los tratados romano-cartagineses. Pero el área alicantina quedó dentro de un espacio comercial más proclive a las transacciones libres, de modo que, a pesar de la probable primacía comercial fenicio-púnica, los comerciantes griegos podrían actuar con soltura. La mayor parte de las ánforas fenicio-púnicas encontradas en la provincia de Alicante son de fabricación posterior a la II Guerra Púnica; ello se explica por el hecho de que ciudades como Cádiz e Ibiza, tras pactar con los romanos, pudieron seguir desarrollando sus actividades comerciales (RIBERA, 1982), que afectaban considerablemente al área alicantina. Muchas de las ánforas fenicio-púnicas son relacionables con el comercio de las salazones y del vino, el cual era valorado tanto por su carácter alimenticio y alcohólico como por sus usos rituales y terapéuticos. Los fenicios no sólo comerciaban con el vino producido por ellos mismos, sino también con el prestigioso vino griego y con el menos valorado vino indígena.

Antes de la destrucción de Cartago, las ánforas del tipo 5.2.3.1 llegaron a la Alcudia de Elx, y las del tipo 7.4.3.1, también producidas en Cartago, al Tossal de la Cala. Destruida la famosa Cartago, adquirieron gran dinamismo comercial los tipos anfóricos 7.4.3.2 y 7.4.3.3, fabricados en el área del estrecho de Gibraltar. Ambos tipos los encontramos en Denia, y el último de ellos aparece también en el Cap Negret, el Tossal de la Cala y la Alcudia de Elx. Del alfar ibicenco de Can Rova de Baix (Sant Antoni de Pormany) salieron consagradas las ánforas del tipo 8.1.3.3, que perduraron más allá del cambio de era, y que abundan en el ámbito alicantino. Su presencia en Denia junto a los dos tipos anteriormente citados revela el destacado peso económico adquirido por esta ciudad portuaria durante la romanización, referencia física y comercial en las actividades marítimas que afectaban a Ibiza. El pecio ebusitano denominado “Bajo de la Campana 2”, fechado en el siglo II a.C., parece que transportaba hacia Cartagena un cargamento mayoritario de ánforas del tipo 8.1.3.2 (RAMÓN, 1995). Es posible que barcos como el aludido hiciesen escala frecuente en uno o varios puertos alicantinos. Las producciones anfóricas sardas no están documentadas en el área alicantina, pero ello no basta para afirmar de momento que los contactos entre ésta y Cerdeña fueron escasos, ya que en la isla italiana hay cerámica ibérica pintada (NICOLÁS y CONDE, 1993). Progresivamente, en los dos siglos previos al cambio de era, se fueron imponiendo las ánforas greco-itálicas y romanas, que en algunos casos adoptaron ciertos rasgos morfológicos de tradición púnica. La amplia boca en forma de embudo característica de las ánforas fenicio-púnicas del grupo 7.4 fue heredada por las ánforas para salazones más tardías, lo que indica que las primeras pudieron usarse con el mismo fin (PASCUAL, 1968).


ÁNFORAS IBÉRICAS

Buena parte de las ánforas ibéricas presentan formas derivadas claramente de prototipos fenicio-púnicos. Al ser un producto por lo general poco industrializado, estas ánforas tienen muchas variedades formales con distinta cronología y distribución geográfica. Las ánforas ibéricas parece que servirían más para guardar y conservar alimentos que para transportarlos, si bien la producción anfórica de El Campello se orientó hacia la comercialización de sus salazones de pescado. En los poblados ibéricos, para almacenar los productos se podían utilizar, además de las ánforas, grandes “pithoi”, así como otros contenedores de madera o piel animal. Estos dos últimos eran también empleados en el transporte de las mercancías por el interior del territorio, efectuado con animales de carga y tracción o por vía fluvial. En el caso alicantino, los valles de los ríos Segura y Vinalopó, los cuales al parecer desembocaban conjuntamente, se configurarían como buenas rutas de penetración comercial hacia el interior.

El único tipo anfórico ibérico que aparece con cierta frecuencia en yacimientos submarinos es el I-3 (RIBERA, 1982), el cual presenta rasgos próximos a los recipientes anfóricos púnicos. La inmensa mayoría de las ánforas ibéricas ha aparecido en los poblados, en algunos de los cuales se encontraron varios o muchos ejemplares juntos en posibles almacenes. En el caso del Tossal de Manises, las ánforas ibéricas aparecían agrupadas junto a otras fenicio-púnicas y greco-itálicas, muestra de la convivencia de diversos tipos anfóricos de orígenes dispares, tal vez utilizados con fines no coincidentes. Las ánforas de producción local solían servir para envasar los productos del entorno. El contenido de las ánforas ibéricas debía ser muy heterogéneo, desde vino, leche, agua y otros líquidos a productos sólidos, como el grano y la sal. En lo referente al vino, el tipo de contenedor anfórico podía ser indicativo de la procedencia del producto, la cual ya era valorada en la Antigüedad como un elemento añadido de prestancia. La forma de las ánforas ibéricas no parece estar del todo relacionada con su contenido. Las ánforas de forma especializada corresponden ya a un fenómeno potenciado en época imperal romana (PASCUAL, 1968). En muchas situaciones las ánforas ibéricas serían empleadas en los poblados para almacenar los excedentes comunitarios o privados. En algunos casos aparecen junto a las ánforas de almacenamiento los cuencos empleados para la extracción regular de una parte pequeña de su contenido. La presencia de recipientes anfóricos en las sepulturas no está demasiado documentada. Se sabe de la existencia de ánforas fenicio-púnicas en la necrópolis de la Albufereta, y de ánforas de tipología dudosa en la necrópolis de la ladera de San Antón en Orihuela (RIBERA, 1982).

En el municipio de El Campello, justo enfrente de la Illeta, se ubicó un alfar ibérico con producción anfórica, cerca de una factoría salazonera. El yacimiento fue descubierto por F. Figueras (1943), quien describió de esta manera los restos anfóricos: “Todos, con ligeras variantes, obedecen al mismo tipo: ánforas de forma abellotada, carentes de cuello y provistas de pequeñas asas cerca de la boca, la cual generalmente aparece orlada por un pequeño resalte”. Se trataba de un alfar dedicado a la fabricación de ánforas de tipo ibérico, las cuales en su mayoría pudieron emplearse para contener las salazones producidas en el mismo enclave. La Illeta dels Banyets (El Campello) y su entorno inmediato acumulan una serie de estructuras arquitectónicas, entre las que se incluyen las gubernativas y religiosas, que son reveladoras del carácter empórico mantenido por el asentamiento a lo largo del siglo IV a.C. (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1998). Los análisis de pastas incluidos por Ribera (1982) afectaron a diversos materiales anfóricos fenicio-púnicos e ibéricos procedentes del Tossal de Manises y de El Campello. Indicaron que las pastas no eran arcillosas ni finas, sino más bien arenosas y frágiles.


ÁNFORAS MASSALIOTAS

Se han encontrado algunos restos de recipientes anfóricos massaliotas (ROUILLARD, 1990 y 1991) de los siglos V y IV a.C. en el área alicantina. Dos de ellos proceden de hallazgos submarinos: uno efectuado frente a las costas de Xàbia y otro de localización imprecisa. Un tercer recipiente se ha documentado por un borde aparecido en la Alcudia de Elx. Según la clasificación de Michel Py (1978), el cual diferencia la tipología de las formas y la de los bordes, los hallazgos submarinos corresponderían a una forma de tipo 2 con bordes de los tipos 3 y 5 respectivamente, mientras que el borde de la Alcudia sería del tipo 2. Los bordes de los tipos 2 y 3 son alargados de perfil redondeado, mientras que el borde de tipo 5 está en cuarto de círculo con semiplano inclinado hacia el exterior. La forma anfórica de tipo 2 tiene cuello corto o ligeramente cóncavo, panza de perfil ovoide o esferoide, y fondo rematado por un pivote cónico. También en Denia, que fue seguramente un punto de convergencia de tradiciones comerciales de distinto origen, han aparecido restos de ánforas massaliotas (DOMÍNGUEZ PÉREZ, 1999), las cuales fueron reemplazadas a lo largo del siglo IV a.C. por tipos anfóricos fenicio-púnicos. Los hallazgos de procedencia massaliota podrían estar relacionados con el comercio del vino griego, efectuado probablemente por comerciantes de origen diverso en pequeños barcos que llevarían cargamentos mixtos de moderadas proporciones. Los grandes cargamentos de un solo producto fueron más propios de los barcos de época romana.


ÁNFORAS ETRUSCAS

En el Museo Arqueológico de Alicante se conserva un ánfora etrusca completa del tipo 4 de Michel Py, fechable en el siglo V a.C. Procedía de una colección particular formada por piezas de procedencia local, y fue dada a conocer por Ribera (1981). Otros fragmentos de ánforas etruscas se encontraron en aguas próximas a la ciudad de Valencia, mezclados con otros muchos restos cerámicos de tipos anfóricos griegos, fenicio-púnicos e ibéricos, vinculados quizás a algún antiguo embarcadero (RIBERA y FERNÁNDEZ, 1989). Los restos anfóricos etruscos hallados en el País Valenciano probablemente se relacionan con el comercio del vino, originario de centros vinícolas tan conocidos como Vulci, Tarquinia y Populonia. Pero seguramente en todos o en la mayoría de los casos, el vino etrusco llegaría a las costas ibéricas más meridionales en embarcaciones fenicias, griegas o incluso de los propios intermediarios indígenas. El vino etrusco sería introducido en la Contestania a fines del siglo VI o principios del siglo V a.C., pero en cantidades muy limitadas, pues apenas podía competir con el vino griego y el vino fenicio-púnico, que tenían distribuidores comerciales más estables en la región. Los contactos comerciales directos entre Etruria y las costas levantinas ibéricas no parecen muy probables, y si se produjeron serían esporádicos. A pesar de ello, la influencia de la técnica y la simbología etruscas sobre las producciones orfebres, armamentísticas y escultóricas ibéricas es bastante apreciable, y tal vez pueda relacionarse con la “koiné” mediterránea impulsada por los comerciantes y por los artistas itinerantes.


ÁNFORAS GRECO-ITÁLICAS

De los tipos anfóricos greco-itálicos definidos por Will (1982), los más tardíos (C, D y E), correspondientes al siglo II a.C., aparecen en algunos yacimientos alicantinos junto a cerámicas campanienses y ánforas de tradición púnica, diluyéndose progresivamente en favor de la generalización de las ánforas de tipo Dressel. Restos de ánforas greco-itálicas más antiguas, de mediados del siglo IV a.C., con una “M” estampillada en el interior de sus cartelas, aparecen en Denia junto a otras clases de recipientes vinarios, lo que se ha interpretado como un signo de la pugna por los interesantes mercados del litoral mediterráneo peninsular (DOMÍNGUEZ PÉREZ, 1999). La presión cartaginesa ejercida en época bárquida sobre los enclaves levantinos era contraria al libre comercio, por lo que suscitaría crecientes protestas entre los comerciantes griegos, que querían propiciar así la intervención romana, alentada también por el deseo de consolidar y abrir nuevos mercados para los productos itálicos, así como por obtener nuevas fuentes de riqueza y aprovisionamiento. El vino itálico conoció una destacada difusión comercial en la Península Ibérica durante la romanización de la misma, lo que se reflejó en la llegada de nuevos tipos anfóricos (PASCUAL, 1968).


ESTAMPILLAS

Las ánforas podían presentar esporádicamente estampillas impresas mediante una matriz dura sobre la arcilla del recipiente aún sin cocer, grafitos realizados mediante un objeto punzante antes o después de la cocción del recipiente, e inscripciones o motivos pintados, conocidos como “tituli picti” (RAMÓN, 1995), generalizados en época romana. La información proporcionada por las estampillas es diversa, y por lo general incompleta. Las epigráficas aluden normalmente a nombres propios, en algunos casos con indicación de pertenencia a un taller productor de ánforas o a un productor o negociador de la mercancía a envasar. Las anepígrafas pueden consistir en símbolos, como rosetas, el signo de Tanit o los atunes, presentes en las ánforas gaditanas, que en muchos casos servirían para el transporte de salazones. Más que ser símbolos urbanos, estos motivos obedecerían a iniciativas económicas y propagandísticas de carácter privado (RAMÓN, 1995), imitando formalmente algunas prácticas griegas.

Se conocen en el yacimiento alicantino de la Penya Negra de Crevillent algunos casos de ánforas fenicio-púnicas del tipo 10.1.2.1, datables hacia la primera mitad del siglo VI a.C., que llevan en su cara superior externa pequeñas estampillas en forma de sencilla o doble circunferencia concéntrica encerrando un pequeño motivo cruciforme (RAMÓN, 1995). La mayoría de estas piezas corresponden a ánforas de producción local, si bien una de ellas, con dos de estas estampillas, parece importada desde algún taller fenicio extremo-occidental. Las estampillas presentes en las ánforas crevillentinas responden seguramente a un fenómeno heredado del mundo de las ánforas orientales. En el yacimiento de la Alcudia de Elx, procedentes del nivel E (225-50 a.C.), se hallaron tres estampillas sobre fragmentos de asas de ánforas púnicas de tipo no precisable. Una de ellas presenta una inscripción púnica transcribible como “hl” en el interior de una cartela cuadrada. Las otras dos estampillas, muy parecidas entre sí, llevan una inscripción púnica transcribible como “mnr” en el interior de una cartela rectangular. Del mismo yacimiento procede un asa de ánfora con marca en caracteres ibéricos de tipo turdetano (RIBERA, 1982), con posible lectura “CU-N-CA-E”. De la Serreta de Alcoi se conocen dos ánforas de tipo ibérico con estampillas. Una de ellas, en ibérico, se leería “BA-N”, y otra, si fuese púnica, se transcribiría “np” (RIBERA, 1982).


CONTENIDOS

El mayor motivo de interés histórico de los recipientes de transporte y almacenaje es su contenido, que constituía su verdadera razón de ser (RAMÓN, 1995). Los análisis de contenidos efectuados en los restos anfóricos no han sido demasiado numerosos, y en muchos casos no han aclarado si a cada tipo de ánfora correspondía un determinado contenido, o si por el contrario cada tipo de ánfora se asociaba con contenidos diversos, reutilizándose según las necesidades de cada momento. Muchas de las ánforas que transportaban vino o salazones, tanto de pescado como de carne, tenían sus paredes interiores recubiertas con materia resinosa, es decir, con brea, con el fin de impermeabilizarlas. Este recubrimiento interior desaparece con facilidad en el medio terrestre, pero se conserva mejor en el caso de los restos anfóricos hallados en los pecios. El recubrimiento resinoso interior desaconsejaba la reutilización de las ánforas con otros fines por la posible mezcla de sabores, y no era adecuado en el caso de productos que, como el aceite, podían disolverlo.

Algunos hornos gaditanos y norteafricanos con producción anfórica parecen estrechamente relacionados con las industrias conserveras. Es el caso de los hornos productores de ánforas de los tipos 8.2.1.1 y 7.4.3.3, posiblemente utilizadas para contener conservas de pescado. Las versiones evolucionadas de este último tipo anfórico dieron lugar, confluyendo con otras morfologías tardo-republicanas, a algunos de los célebres envases de salazón sudhispánico de cuello y boca muy exvasados y cuerpo panzudo rematado con pivote (RAMÓN, 1995). Las ánforas del tipo 7.4.3.1, producidas en el área de Cartago y frecuentemente estampilladas, presentan en algunos casos recubrimientos resinosos internos, relacionándose probablemente con el comercio del vino. El hecho de que algunas de sus estampillas estén escritas en caracteres griegos podría señalar la búsqueda de cierta asimilación prestigiosa con respecto a los vinos griegos. Algunas ánforas ibicencas de los tipos 8.1.1.1, 8.1.2.1 y 8.1.3.2 presentan una impregnación negruzca presumiblemente resinosa (RAMÓN, 1995), lo que, junto a la existencia de estampillas hechas a imitación del estilo rodio, invita a pensar en el transporte de vino. También podría ser vino el contenido de algunas ánforas acilindradas producidas en Cartago, como las del tipo 5.2.3.1, una de las cuales ha sido hallada con recubrimiento interior de resina. Sorprende un tanto el hecho de que los análisis de contenidos revelen el habitual comercio de las salazones de carne. Más incógnitas presenta el asunto de los tipos anfóricos frecuentemente empleados para el transporte de aceite, quizás diversificados y no exclusivos de dicho producto. Las ánforas no sólo transportaron y almacenaron vino, aceite y salazones, sino gran cantidad de productos agrícolas y ganaderos, así como esencias o miel. En ocasiones circularían vacías hasta sus centros de provisión. Las ánforas menores podrían asociarse a usos más móviles o a productos de mayor valor.


CONCLUSIONES

Basándonos en el material anfórico prerromano recogido en la provincia de Alicante, parece clara la primacía de la actividad comercial fenicio-púnica en la región con respecto a la desarrollada por los comerciantes griegos. Estos últimos, desde sus pequeñas e hipotéticas factorías costeras o de manera menos reglamentada, se aprovisionarían de productos indígenas y fenicio-púnicos, quizás de forma moderada si se valora la escasez de las contrapartidas conocidas de origen griego. La presencia de los comerciantes fenicios en el área alicantina desde el siglo VIII a.C. generó en la misma un proceso cultural de carácter orientalizante, el cual, unido a otros muchos factores, desembocó en la formación de la cultura ibérica a mediados del siglo VI a.C. Durante la primera mitad del citado siglo las sociedades indígenas ya habían dado muestras de capacidad organizativa, como en el caso de la producción vitivinícola desarrollada en el Alt de Benimaquia. Las ánforas fenicio-púnicas estuvieron presentes de manera continuada hasta el cambio de era en la provincia de Alicante, lo que las convirtió en referencia de las imitaciones indígenas. Aunque los productos transportados por las ánforas serían muy variados, se aprecia en función de los tipos anfóricos y de su distribución la importación de salazones de pescado desde el área del estrecho de Gibraltar y la importación de vino desde el ámbito de Cartago y desde otras regiones, muchas veces a través de la mediación de Ibiza. La abundante presencia de ánforas de Ibiza en la región alicantina indica la fluidez de los contactos entre ambos ámbitos, y explica la esencia púnica conservada por algunos enclaves de la Contestania, elemento propiciador de la ocupación bárquida.

Los vínculos comerciales del área alicantina con los centros de tradición fenicia se reforzaron entre el término de la II Guerra Púnica (201 a.C.) y la destrucción de Cartago (146 a.C.), como señala el aumento de los hallazgos anfóricos. La romanización abrió nuevas rutas comerciales, las cuales favorecieron la llegada del vino itálico junto a otros muchos productos, envasados ya en gran parte en ánforas diferentes a las fenicio-púnicas, pero morfológicamente deudoras de las mismas en algunos de sus rasgos. La Contestania, que fue una de las regiones ibéricas culturalmente más avanzadas, probablemente debió parte del desarrollo alcanzado a la posibilidad de mantener relaciones continuadas con los comerciantes fenicio-púnicos, así como con otros de origen griego, si bien los resortes de la acción cultural protagonizada por estos últimos en el área alicantina plantean todavía muchas dudas. La vocación mediterránea presente en la Protohistoria alicantina, ilustrada por el tráfico anfórico del que participó, facilitó la inserción de la Contestania en el proceso romanizador.


BIBLIOGRAFÍA

AZUAR RUIZ, RAFAEL (coordinador); LAJARA MARTÍN, JOSÉ; INGLESE CARRERAS, OMAR; FERRER CARRIÓN, ROBERTO  (2013): Guía del patrimonio arqueológico subacuático de Alicante. Museo Arqueológico de Alicante - Diputación de Alicante.

CAMPO, MARTA (1994): Les Monedes de l’Eivissa Púnica. La Moneda a l’Eivissa Púnica. Páginas 37-56. Palma de Mallorca.

DOMÍNGUEZ MONEDERO, ADOLFO J. (1998): Poder, imagen y representación en el mundo ibérico. Actas del Congreso Internacional “Los Iberos, príncipes de Occidente”. Saguntum. Extra – 1. Páginas 195-206. Barcelona.

DOMÍNGUEZ PÉREZ, JUAN CARLOS (1999): Ánforas grecoitálicas en la Península Ibérica. II Simposio de Arqueología del Vino (Jerez, 2,3 y 4 de Octubre, 1996). El Vino en la Antigüedad Romana. Páginas 233-240. Madrid.

FERNÁNDEZ NIETO, F. J. (1991): Los griegos en España. Historia de España Antigua. Protohistoria. Tomo I. Editorial Cátedra. Salamanca.

FIGUERAS PACHECO, FRANCISCO (1943): Los alfares alicantinos. Saitabi, 9-10. Valencia.

FIGUERAS PACHECO, FRANCISCO (1947): Las excavaciones de Alicante y su transcendencia regional. II Congreso de Arqueología del Sudeste Español. Páginas 207-236. Cartagena.

FIGUERAS PACHECO, FRANCISCO (1952): Dos mil años atrás: las ciudades, el puerto y la necrópolis de la Albufereta. Alicante.

FIGUERAS PACHECO, FRANCISCO (1956): La necrópolis ibero-púnica de la Albufereta de Alicante. Valencia.

FIGUERAS PACHECO, FRANCISCO (1971): Relación de hallazgos arqueológicos en el Tossal de Manises (Alicante): 1933-1935. Alicante.

GÓMEZ BELLARD, CARLOS; GUERÍN, PIERRE (1995): Los lagares del Alt de Benimaquia (Denia): en los inicios del Vino Ibérico. Arqueología del Vino. Los orígenes del vino en Occidente. Páginas 241-270. Jerez de la Frontera.

HUSS, WERNER (1993): Los cartagineses. Editorial Gredos. Madrid.

LAFUENTE, J. (1957): Alicante en la edad antigua. Segunda edición aumentada. Alicante.

LLOBREGAT CONESA, ENRIQUE (1968): Una aproximación a la circulación monetaria de la costa levantina antes del cambio de Era. Papeles del Laboratorio de Arqueología de Valencia, 5. Páginas 91-106. Valencia.

LLOBREGAT CONESA, ENRIQUE (1974): Las relaciones con Ibiza en la Protohistoria valenciana. VI Symposium Internacional de Prehistoria Peninsular. Páginas 291-320. Barcelona.

NICOLÁS MASCARÓ, JOAN C. DE; CONDE I BERDÓS, MARIA JOSÉ (1993): La ceràmica ibèrica pintada a les Illes Balears i Pitiüses. Mahón.

OLCINA, GRAU, SALA, MOLTÓ, REIG Y SEGURA (1998): Nuevas aportaciones a la evolución de la ciudad ibérica: el ejemplo de la Serreta. Actas del Congreso Internacional “Los Iberos, príncipes de Occidente”. Saguntum. Extra – 1. Páginas 35-46. Barcelona.

OLCINA DOMÉNECH, MANUEL; PÉREZ JIMÉNEZ, RAFAEL (1998): La ciudad ibero-romana de Lucentum (El Tossal de Manises, Alicante). Alicante.

PASCUAL, RICARDO (1968): Algunos aspectos del comercio antiguo según las ánforas. Papeles del Laboratorio de Arqueología de Valencia, 5. Páginas 67-79. Valencia.

PIQUERAS, JUAN (1981): La vid y el vino en el País Valenciano: (geografía económica, 1564-1980). Valencia.

PY, MICHEL (1978): Quatre siècles d’amphore massaliète. Essai de classification des bords. Figlina, 3. Páginas 1-23. Lyon.

RAMÓN TORRES, JOAN (1995): Las ánforas fenicio-púnicas del Mediterráneo Central y Occidental. Col.lecció Instrumenta, 2. Barcelona.

RIBERA LACOMBA, ALBERT (1981): Un ánfora etrusca en el litoral alicantino. Revista del Instituto de Estudios Alicantinos, 34. Alicante.

RIBERA LACOMBA, ALBERT (1982): Las ánforas prerromanas valencianas (fenicias, ibéricas y púnicas). Servicio de Investigación Prehistórica, 72. Valencia.

RIBERA LACOMBA, ALBERT; FERNÁNDEZ, A. (1989): Ánforas etruscas en el País Valenciano. II Congresso Internazionale Etrusco (Firenze, 26 maggio – 2 giugno 1985). Tomo II. Páginas 1115-1122. Roma.

ROLDÁN, J. M. (1988): Cartago y Roma en la Península Ibérica. Historia de España Antigua. Hispania Romana. Tomo II. Editorial Cátedra. Madrid.

ROUILLARD, P. (1990): Les amphores massaliètes de l’embouchure de l’Ebre à l’Andalouise. Les amphores de Marseille grecque. Études Massaliètes, 2. Páginas 179-181. Lattes y Aix-en-Provence.

ROUILLARD, P. (1991): Les Grecs et la Péninsule Ibérique du VIIIe au IVe siècle avant Jésus-Christ. París.

SCHUBART, H.; FLETCHER, D.; OLIVER, J. (1962): Excavaciones en las fortificaciones del Montgó, cerca de Denia. Excavaciones Arqueológicas en España, 13. Madrid.

WILL, E. L. (1982): Greco-Italic Amphoras. Hesperia LI, 3. Páginas 338-356. Princeton.