viernes, 1 de enero de 1999

EL "TRATADO BREVE" DE SPINOZA


Para Miguel Ángel Herchiga, “Aristos”

Baruch Spinoza (1632-1677), descendiente de judíos portugueses, huidos al parecer de Videferre (Orense) a fines del siglo XV, fue un filósofoso holandés, nacido en Ámsterdam, y una de las principales figuras del pensamiento racionalista, junto con Descartes y Leibniz. Vivió en una época en que la ciencia estaba experimentando un gran impulso, transformando las ideas antes comúnmente aceptadas. Fue educado en el seno de una comunidad hebrea formada por inmigrantes, donde adquirió conocimientos sobre la religiosidad judía tradicional. Se enemistó con sus miembros debido a su gran espíritu crítico, acercándose a grupos cristianos minoritarios de mentalidad liberal. Aplicó en sus estudios los progresos de la ciencia moderna, destacando en el campo de las matemáticas, y se familiarizó especialmente con la filosofía cartesiana, de la que tomó gran parte de la terminología empleada en sus obras. La raíz de su pensamiento está en la interpretación de la realidad como un sistema único en que las partes remiten al todo, el cual les sirve de fundamento. Esta sustancia única que se identifica con la totalidad de lo real sería Dios, a su vez identificable con la naturaleza. Por tanto la filosofía de Spinoza tiene notables y novedosos principios panteístas. Una de sus expresiones favoritas, ilustrativa de su panteísmo racionalista, era “Deus sive natura” (Dios o la naturaleza). Le granjeó numerosos enemigos el defender que los valores establecidos por los hombres son en realidad arbitrariedades. En el terreno político abogó por conceptos democráticos.

El pensador holandés sólo publicó dos libros en vida: “Principios de la filosofía de Descartes” y “Tratado teológico-político”. El mismo año de su muerte sus amigos publicaron, tanto en latín como en holandés, todas las obras inéditas que encontraron en su casa. Entre ellas no estaba un manuscrito algo caótico, relacionado con la ética, el llamado “Tratado Breve”. Éste no se halló hasta 1852, publicándose inmediatamente. Es un libro que permite acercarse a las concepciones que Spinoza tenía acerca de Dios, un tanto frías, al margen del mensaje de la revelación. En él se muestra partidario de un estricto determinismo, contrario a la idea del libre albedrío, de modo que la libertad humana se desarrollaría no en función de la voluntad, sino tan sólo a través del conocimiento intelectual. El escritor vasco Miguel de Unamuno (1864-1936), que tanto reflexionó acerca de si tenía sentido la creencia en Dios y en la vida ultraterrena, citó con frecuencia a Spinoza en sus obras, oponiéndose a sus argumentaciones racionalistas, pero también extrañado y admirado a la vez por el hecho de que éste se hubiese considerado capaz de demostrar filosóficamente la existencia de Dios.

Spinoza considera que la existencia de Dios es demostrable. Hacia este objetivo van encaminados sus razonamientos, que resumimos a continuación. Todo lo que pertenece a la naturaleza de una cosa lo podemos afirmar verdaderamente de esa cosa. La existencia es uno de los rasgos pertenecientes a la naturaleza de Dios, luego los hombres pueden afirmar que Dios existe. Las esencias de las cosas son eternas e inmutables. La existencia de Dios es esencia, luego Dios es eterno e inmutable. Si existe una idea de Dios, la causa de esa idea debe existir formalmente y contener en ella todo cuanto la idea tiene objetivamente. Los hombres tienen una idea de Dios, luego Dios existe. Esa idea estará más próxima a la realidad cuanto más sea el hombre capaz de protegerla frente a sus subjetividades. Si la ficción del hombre fuera la única causa de su idea, sería imposible que él pudiera comprender algo. Pero como el hombre comprende algunas cosas, está claro que su idea de Dios no procede de una ficción.

Un entendimiento finito no puede comprender totalmente lo infinito, pero sí su existencia. Por tanto, aunque el hombre no pueda definir con exactitud a Dios, sí que llega a entender el hecho de que existe. Un entendimiento finito no puede entender nada por sí mismo a menos que sea determinado por algo exterior. Luego Dios no está exclusivamente en la mente de los hombres, sino que es también una entidad independiente y por tanto comprensible. No hay duda de que los hombres tienen la idea de Dios, puesto que entienden sus atributos. Estos atributos no son obras de los hombres, pues de lo imperfecto no puede surgir lo perfecto. Dios no es Dios por sus atributos, sino que éstos son meros adjetivos desglosados que el hombre aplica a lo perfecto. En opinión de Spinoza sólo hay un Dios, pues el infinito no tiene partes. A diferencia de los hombres, Dios no puede depender de nada exterior, pues es omnipotente. De todo lo anterior se desprende que la existencia de Dios se puede demostrar, tanto a priori como a posteriori. E incluso, en contra de lo que pensaba Santo Tomás de Aquino, mejor a priori que a posteriori, ya que Dios es la primera causa de todas las cosas y causa también de sí mismo.

Demostrada a su juicio la existencia de Dios, Spinoza intenta explicar qué es Dios. El Ser Supremo cuenta con infinitos atributos, cada uno de los cuales alcanza una perfección culminante. No existe ninguna sustancia limitada. Y es que ninguna sustancia desea limitarse a sí misma. Dios podría limitar las sustancias, pues es omnipotente, pero no lo hace porque es la plenitud de la bondad. No hay dos sustancias iguales, pues cada sustancia es perfecta en su género. Una sustancia no puede producir otra, pues entonces la perfección de la sustancia productora se transmitiría a la sustancia producida, haciendo que ésta fuese igual a la primera, algo imposible. Lo que ha sido creado no proviene de la nada, sino que necesariamente debe haber sido creado por aquello que existe realmente. Si buscamos la causa de toda causa nos retrotraemos al infinito, por lo que para detenernos y descansar es necesario que lleguemos a la sustancia única y primigenia, Dios.

En el entendimiento infinito de Dios no hay ninguna sustancia que no esté presente de manera formal en la naturaleza. Y es que en virtud del infinito poder de Dios, no existe causa alguna por la cual él pueda crear una cosa antes o mejor que otra. Su voluntad es simple, y no puede dejar de hacer ningún bien. Por tanto, de la naturaleza se afirma absolutamente todo. La naturaleza consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales es perfecto en su género. Por consiguiente la definición de la naturaleza concuerda puntualmente con la definición de Dios. El Ser Supremo ha producido todo lo que tenía en su entendimiento y ha hecho que exista en la naturaleza. Esta operación requeriría para él tan sólo de un instante. La naturaleza, al igual que Dios, tiene una esencia infinita, a la que corresponden infinitos atributos. La naturaleza es una unidad, un ser único. Si en ella hubiera seres distintos no podrían unirse unos con otros ni serían comprensibles en su conjunto. Es imposible que una sustancia que no existe comience a existir. La naturaleza no procede de ninguna causa, y aun así sabemos que existe, luego debe ser necesariamente un ser perfecto, identificable con Dios.

Para determinar si la extensión es un atributo de Dios hay que seguir un encadenamiento de ideas. La extensión no parece convenir a un ser perfecto. Como la extensión es divisible, el ser perfecto constaría de partes, algo que no corresponde a Dios, que es un ser simple. Además, si la extensión es dividida también es pasiva, lo cual no puede jamás tener lugar en Dios, el cual es impasible. En relación con esto se debe valorar que parte y todo no son seres reales, sino solamente entes de razón, de modo que en la naturaleza no existen ni todo ni partes. Una cosa compuesta de partes distintas debe ser tal que, si sus partes son tomadas en particular, la una puede ser concebida y entendida sin la otra. La extensión, en cambio, al ser una sustancia, no tiene partes, pues no se puede hacer ni menor ni mayor, y ninguna de sus inexistentes partes podría ser entendida en particular. Por tanto todas las sustancias, y entre ellas la extensión, son infinitas por su naturaleza. Esta afirmación permite incluir la extensión entre los atributos de Dios. La operación de dividir en la naturaleza jamás tiene lugar en las sustancias, sino en los modos de las sustancias. Así, si se vierte el agua de una jarra en dos vasos se divide el modo de la sustancia, pero no la sustancia, que es siempre la misma: agua.

Para Spinoza, fuera de Dios no existe absolutamente nada. Él es una causa inmanente, es decir, unida inseparablemente a su propia esencia. En cambio, la pasión, cuando el agente y el paciente son distintos, es una clara imperfección, ya que el paciente depende de aquello que desde el exterior le ha causado la pasión. De un agente que actúa en sí mismo jamás se puede decir que tiene la imperfección propia de un paciente, ya que no depende de otro. Este es el caso del entendimiento, el cual es una causa de sus conceptos. La sustancia, al ser el principio de todos sus modos, merece ser considerada más un agente que un paciente. Si el cuerpo fuera una cosa que subsiste por sí misma y no tuviera más propiedades que el largo, el ancho y el alto, entonces no habría en él, en cuanto a que sería auténtico reposo, ninguna causa para comenzar a moverse a sí mismo. Pero la naturaleza es un ser del cual se afirman todos los atributos. De modo que el movimiento está incluido entre los atributos de los cuerpos. Entre los atributos de Dios los que son estrictamente conocidos por nosotros son el pensamiento y la extensión. Los demás elementos que atribuimos a Dios son denominaciones extrínsecas o relativas a sus operaciones. Todos estos elementos extrínsecos son propios de Dios, pero no permiten que conozcamos qué es Dios. Mientras no se tenga de Dios una idea tan clara que permita unirse a él íntimamente de forma que no se amen cosas fuera de él, no se puede decir que se está verdaderamente en unión con Dios ni que se depende inmediatamente de él.

Spinoza piensa que las cosas no pueden ni existir ni ser entendidas sin Dios ni fuera de Dios. Por lo que se puede decir que Dios es causa de todo. Es una causa productiva de sus obras. Es una causa eficiente, con capacidad actuante. Es una causa inmanente, ya que lo produce todo en sí misma. Es una causa libre, no sujeta a condicionamientos. Es una causa por sí misma y no por accidente. Es la causa primera, origen de todas las demás. Es una causa universal, en cuanto a que el universo es obra suya. Es la causa próxima de las cosas que son infinitas e inmutables y de las cuales se dice que han sido creadas inmediatamente por él. Y en cierto sentido, Dios es también la causa última de todas las cosas particulares.

Dios lo puede realizar todo tan perfectamente como está comprendido en su idea. Cuando se afirma que Dios no ha podido dejar de hacer aquello que ha hecho, ello se deduce de su perfección, pues en Dios sería una imperfección el poder omitir lo que hace. Pero sí que puede dejar de hacer algunas de las cosas que tiene en su idea, sin que por ello se le pueda atribuir imperfección alguna. Todo lo que Dios hace debe haber sido necesariamente predeterminado por él desde la eternidad. Si Dios dejara de hacer algo, ello provendría de una causa que está en él o de ninguna. En la cosa creada es una perfección el existir y el haber sido producida por Dios. Pero a la vez, como la salvación y la perfección de todo es la voluntad de Dios, si Dios quisiera que esta cosa no existiese, la salvación y la perfección de esa cosa consistirían siempre en no existir.

Spinoza niega que Dios pueda dejar de hacer lo que hace, idea que escandaliza a muchos por su concepto diferente de la libertad. La libertad no es el poder hacer u omitir algo bueno o malo, sino que es la causa primera, la cual no es de ningún modo coaccionada o forzada, sino que, en virtud de su perfección, es causa de toda perfección. Por tanto Dios no puede dejar de hacer el bien, no puede dejar de ser perfecto en lo que hace. La verdadera libertad tiene para el holandés su máxima expresión en la perfecta voluntad de Dios. Si la naturaleza hubiera sido creada de forma distinta de como ahora es, de ahí debería seguirse necesariamente que Dios habría tenido una voluntad y un entendimiento distintos de los que tiene, y por tanto antes o ahora no sería perfecto. Pero este razonamiento no tiene sentido, pues Dios, ahora, antes y por toda la eternidad es, ha sido y será inmutable.

La providencia es uno de los atributos propios de Dios. Se entiende por providencia el conato que hace que la naturaleza y las cosas particulares tiendan a mantener y conservar su propio ser. Pues es evidente que ninguna cosa podría tender de forma natural a su propia aniquilación, sino que cada cosa tiende a garantizar su propio estado y a mejorarlo en lo posible. Podemos distinguir entre una providencia universal, relativa al conjunto de cosas que integran la naturaleza, y una providencia particular, relativa a cada cosa entendida como un todo. La predestinación es para Spinoza otro de los rasgos de la divinidad. Es contingente aquello que puede suceder o no suceder. En opinión del filósofo, no hay ninguna cosa contingente en la naturaleza. Lo contingente no tiene ninguna causa para existir, luego es imposible que exista. No es necesario preguntarse por qué existe Dios, pues la existencia forma parte de la naturaleza de Dios. Pero sí que es conveniente preguntarse por qué existen las cosas, y en este caso todas las respuestas llevan a Dios, que es la primera causa de todo.

Entre los numerosos elementos que tienen una causa externa también está la voluntad del hombre, de modo que podría decirse que es Dios el que ha diseñado no sólo al hombre, sino también las características de la libertad del mismo. Muchos se preguntan por qué Dios permite que haya tanto desorden en la naturaleza y por qué Dios hizo al hombre con capacidad para pecar. Para Spinoza, no se puede afirmar que haya desorden en la naturaleza, pues los hombres, al no conocer las causas de la misma, no pueden juzgarla. Un gran error que lleva a los pensadores a criticar el orden natural es la definición de falsas ideas universales, que en realidad no existen. Sólo las cosas particulares tienen causa. La auténtica perfección de Dios consiste en el hecho de que inyecta en cada cosa particular su propia esencia divina. Es decir, todos los elementos de la naturaleza están impregnados de la esencia de Dios. De ahí que muchos hombres sientan la presencia de Dios al contemplar la naturaleza o al rebuscar en su interior. En cuanto al bien y el mal, para Spinoza no son cosas ni acciones que existen en la naturaleza, sino sólo entes de razón que sirven para comparar y trazar relaciones. Las cosas deben concordar con sus ideas particulares, cuyo ser constituye una esencia perfecta, y no con las interpretables ideas generales, entre las que se pueden incluir el bien y el mal. En cuanto al pecado, es sólo un ente de razón basado en la comparación de actitudes y acciones. Spinoza afirma que el pecado no existe, ya que en su opinión todas las obras que hay en la naturaleza son perfectas.

El filósofo holandés considera que es tradicional atribuir a Dios toda una serie de características que de por sí no le pertenecen y que no contribuyen a que lo conozcamos mejor. Entre estos rasgos están la omnisciencia, la misericordia y la plenitud de todas las virtudes. Todos estos elementos son propios de Dios, pero no nos ayudan a saber qué es Dios, por lo que no se deberían incluir en su definición. Dios es un ser que existe por sí mismo, que se da a conocer a sí mismo y que se demuestra por sí mismo. Por tanto todos los atributos de Dios deben ser conocidos por sí mismos, y no desde nuestra subjetividad. Spinoza diferencia entre naturaleza naturante y naturaleza naturada. La primera es el ser que captamos clara y distintamente por sí mismo y sin tener que acudir a algo diferente de él. Este ser es Dios. La segunda a su vez tiene una vertiente universal y otra particular. La universal consta de todos los modos que dependen inmediatamente de Dios. La particular consta de todas las cosas particulares que son causadas por los modos universales. Estos modos universales son dos: el movimiento en la materia y el entendimiento en la cosa pensante. Ambos modos han existido siempre y permanecerán siempre.


BIBLIOGRAFÍA:

-Spinoza, Baruch; “Tratado Breve”; Traducción, prólogo y notas de Atilano Domínguez; Alianza Editorial; Madrid; 1990.

miércoles, 1 de julio de 1998

LA POLÍTICA EXPANSIONISTA DE FILIPO II DE MACEDONIA


LA CONSOLIDACIÓN DEL REINO MACEDONIO

Tras una desastrosa batalla contra los ilirios, librada en el 360 a.C., Filipo se convirtió en regente de Macedonia. Quedó bajo su protección el heredero legítimo, el pequeño Amintas, hijo del recién fallecido Pérdicas. Filipo tenía por entonces unos 22 años. Durante su juventud había pasado unos años en Tebas en calidad de rehén. Aquella estancia debió de contribuir a su formación, especialmente en el terreno militar. En Tebas pudo comentar con sus compañeros los éxitos del ejército confederal beocio, sus novedades tácticas y la brillantez de sus generales. Ya desde el 365 a.C. Filipo había ejercido el gobierno de un distrito macedonio, lo que le permitiría familiarizarse con las tareas de la administración y el reclutamiento. Cuando Filipo asumió la regencia, graves problemas amenazaban la integridad del reino macedonio. Las urgentes misiones emprendidas entonces por Filipo contribuyeron a consolidar su poder. Los ilirios habían ocupado la Lincéstida. Los peonios, pastores nómadas, se disponían a invadir el Norte del reino. Las disputas entre tracios y tesalios ponían en peligro la inmunidad del territorio de Macedonia. Atenas trataba de recuperar Anfípolis. Los calcidios querían extender su dominio territorial a costa de mermar las posesiones macedonias. En el interior del reino surgieron tres pretendientes al trono: Argeo, Arquelao y Pausanias. Argeo tenía el apoyo de los atenienses, y Pausanias había logrado la colaboración de los tracios. En cuanto a Arquelao, hijo bastardo de Amintas III, quería imponer su primogenitura frente a los derechos de la rama legítima. Afortunadamente para Filipo, los conflictos internos de Grecia reforzaban la seguridad del reino macedonio. Las grandes ciudades griegas estaban cada vez más fragmentadas y débiles por sus luchas continuas, de modo que se alcanzó un equilibrio forzoso desde la batalla de Mantinea del 362 a.C.

En la resolución de sus conflictos más acuciantes, Filipo dio muestras de valía como estadista. Desarrollando una incesante actividad, compró la retirada de los peonios y la amistad del caudillo tracio Berisades, el cual retiró su apoyo al pretendiente Pausanias. Coyunturalmente, Filipo reconoció los derechos del rey ilirio Bardilis sobre la Lincéstida, casándose además con su hija Audata. Se volvió entonces contra los aspirantes al trono. Eliminó a Arquelao y se dispuso a hacer frente a Argeo, que había ocupado Egas (Vergina) con ayuda de algunos soldados atenienses de la guarnición de Metone. Regresando a esta ciudad, Filipo capturó a Argeo y ordenó su ejecución. El regente liberó a los prisioneros atenienses y propuso retomar la antigua amistad entre Atenas y Macedonia. Y efectivamente, en el 358 a.C., ambos estados pactaron. Atenas conservó sus derechos sobre Anfípolis y se comprometió a devolver Pidna. Consolidado su poder y renovada la amistad ateniense, Filipo emprendió acciones militares más decididas. Sometió la Peonia aprovechando la muerte de su rey Agis. Penetró luego en la Lincéstida, derrotando a los ilirios en un enfrentamiento muy comprometido. Filipo, que dirigía personalmente el batallón de élite, planteó la batalla con evoluciones de la caballería contra los flancos del ejército enemigo. Con esta victoria, los macedonios recuperaron la Lincéstida, y llevaron sus fronteras casi hasta el lago Licnítida, hoy llamado Ocrida. Como el territorio de Elimea, también sojuzgado, había respetado siempre la soberanía macedonia, Filipo respetó su dinastía, e incluso tomó por esposa a una hermana del príncipe elimeo. Pero los dinastas de la Lincéstida y la Oréstida fueron reducidos a simples nobles por haber colaborado con los ilirios. Filipo extendió su influencia en Tesalia al socorrer a los Alévadas de Larissa contra los tiranos de Feras. Contrajo un nuevo matrimonio con la princesa epirota Olimpia, hija del rey de los molosos, Neoptolemo. Olimpia, futura madre de Alejandro Magno, aportó como dote a Filipo el territorio de Tinfaia.


LA CONQUISTA MACEDONIA DE ANFÍPOLIS Y PIDNA

En el 357 a.C., Filipo emprendió la conquista de dos ciudades ribereñas muy importantes para los intereses de Macedonia: Anfípolis y Pidna. Aunque Filipo se había comprometido a respetar los derechos de Atenas sobre Anfípolis, decidió luego tomar la ciudad, vital para la salida marítima de los recursos forestales y mineros de Macedonia. Por entonces Atenas tenía serias dificultades en Eubea y el Quersoneso, y preparaba una respuesta a la secesión de sus aliados. Anfípolis cayó en poder macedonio tras un asedio en el que se emplearon excelentes máquinas de asalto. Para justificar la pasividad ateniense se ha aducido, a partir del testimonio de Teopompo, que Atenas había suscrito un pacto secreto que obligaba a Filipo a conquistar Anfípolis para luego canjearla por Pidna. Esto parece poco probable, pues contravenía la legalidad y la ética aliancista de los atenienses. Filipo concedió a Anfípolis una escasa autonomía e instaló una guarnición macedonia en la ciudad. Los anfipolitanos más opuestos a Filipo fueron desterrados, redistribuyéndose sus propiedades entre otras manos. La ciudad de Pidna, que no pudo recibir apoyo militar por parte de los atenienses, también sucumbió ante el empuje del regente macedonio, teniendo que aceptar un trato probablemente similar al dispensado a Anfípolis.


LA AMPLIACIÓN TERRITORIAL DE LAS AMBICIONES MACEDONIAS

Poco después de la rendición de Anfípolis, los olintios habían querido aproximarse a Atenas, pero sus propuestas no fueron escuchadas. Filipo concluyó ahora una alianza con Olinto, centro de la Liga Calcídica, comprometiéndose a entregarle la región de Antemonte y a ayudarle en la conquista de Potidea, a cambio de que Olinto no tratase separadamente con Atenas. La alianza fue sancionada por el santuario de Delfos, pues Filipo quería que sus negociaciones con los griegos pasasen por este prestigioso filtro. Como resultado del pacto, las tropas calcídicas y macedonias tomaron Potidea en el 356 a.C. La ciudad fue arrasada y su territorio fue entregado a Olinto. A los clerucos atenienses que estaban asentados en Potidea se les permitió regresar a su patria. Filipo ocupó también la ciudad de Crénides, que por entonces pertenecía a los tracios, pero que había sido fundada por los habitantes de la vecina isla de Tasos para explotar las minas auríferas del monte Pangeo. El regente macedonio fortificó la villa, cambió su nombre por el de Filipos e instaló en ella a colonos de su reino, los cuales gozaron de autonomía monetaria durante doce años. Este enclave contribuyó sin duda al retroceso de la influencia helénica en Tracia.

Alarmada por la exitosa política de Filipo, Atenas firmó alianzas con buena parte de los poderes que se emplazaban alrededor del reino macedonio. Se mostró dispuesta a ayudar militarmente a sus nuevos aliados, y proclamó que su misión finalizaría sólo cuando Filipo restituyese los territorios conquistados. Pero la verdad era que los atenienses no estaban en condiciones de poder enviar tropas al frente macedonio. Moviéndose con suma rapidez, Filipo sometió a los tracios de Cetríporis e impuso su dominio a los peonios de Lipeo. Por su parte, el brillante general macedonio Parmenión pudo derrotar a los ilirios de Grabo. La flota ateniense sólo logró defender Neápolis, el puerto de la antigua Crénides. Los territorios que cayeron en la órbita macedonia aportaron en adelante a Filipo importantes contingentes militares. Los triunfos de Filipo se vieron coronados por dos felices sucesos: El nacimiento de su primogénito Alejandro y la victoria de uno de sus caballos en los Juegos Olímpicos. Tras la Guerra Social, el predominio en Atenas de los moderados y pacifistas, liderados por Eubulo, favoreció los designios de Filipo. Entre el 355 y el 354 a.C., el regente macedonio conquistó la ciudad de Metone. El asedio fue duro, y en el mismo Filipo perdió el ojo derecho por herida de una flecha. Metone fue arrasada, sus habitantes tuvieron que dispersarse y las propiedades rústicas se repartieron entre colonos macedonios. Abdera y Maronea, dos ciudades de la costa tracia, engrosaron los territorios del reino de Filipo. Éste para entonces ya se había hecho proclamar rey por la asamblea macedonia, si bien no se conoce la fecha exacta de su coronación. Su sobrino Amintas, desposeído del derecho a reinar, recibió como compensación a la hija de Filipo en matrimonio. Más adelante, al morir Filipo, Amintas intentará en vano arrebatarle el trono a Alejandro. El estado de guerra continuó entre Atenas y Filipo, pero sin que hubiese enfrentamientos, pues los atenienses habían sido expulsados de las regiones cercanas a Macedonia.


EL ESTALLIDO DE LA TERCERA GUERRA SAGRADA

El estallido de la Tercera Guerra Sagrada brindó a Filipo la oportunidad de intervenir en los asuntos de la Grecia Central. El conflicto había surgido en el seno de la Anfictionía délfica. El santuario de Delfos estaba administrado por el consejo de los “hieromnemones”, nombrados por los doce pueblos griegos que componían la Anfictionía, asociación de tipo político y religioso. En los asuntos más graves intervenían además los doce anfictiones. Las sesiones del consejo eran presididas siempre por los tesalios. Las principales autoridades de los focidios fueron declaradas en el 356 a.C. culpables de haberse apropiado tierras sagradas para el cultivo, siendo condenadas al pago de una fuerte multa. La acusación ante el consejo partió de los beocios, a quienes incomodaba la independencia de los focidios, y fue finalmente aprobada. Si la multa no era satisfecha en un plazo fijo, el territorio de la Fócide sería militarmente ocupado, y consagrado por entero al dios pítico. Los focidios, ignorando la condena, demostraron gran arrojo. Movilizaron a su ejército de peltastas, contrataron tropas mercenarias y tomaron el santuario de Delfos. Filomelo, general en jefe de los focidios, recibió ayuda económica de Esparta y Atenas, ciudades que querían debilitar el poderío beocio. Con los tesoros del santuario délfico, los focidios acuñaron monedas con las que pagar a los soldados y reclutar nuevos mercenarios. La pequeña Fócide, engreída por el poder militar obtenido por la vía pecuniaria, agitó considerablemente el panorama político griego.

En la reunión del consejo anfictiónico, celebrada en las Termópilas, declararon la guerra a la Fócide los beocios, los tesalios, los locrios y los dorios. Filomelo obtuvo algunas victorias militares frente a los locrios y los tesalios, pero murió en un enfrentamiento con los beocios. Le sucedió Onomarco, que nombró lugarteniente a su hermano Faílo. Con los ingentes fondos de que disponía, Onomarco compró los servicios de los tiranos de Feras y contrató un impresionante ejército de mercenarios. Sometió a los locrios, saqueó la Dóride, ocupó Orcómeno y asedió Queronea. En el 353 a.C., Filipo se decidió a participar en el conflicto. Ni él ni los beocios eran conscientes de la magnitud del peligro que ofrecía el ejército focidio. Los beocios habían cometido la imprudencia de enviar a Asia a su gran general Pármeno, que acudió al frente de cinco mil mercenarios en ayuda del sátrapa rebelde Artabazo. Filipo facilitó el tránsito de estas tropas por su reino en dirección a Asia. Los Alévadas de Larissa solicitaron el auxilio de Filipo, que penetró así en territorio tesalio. Los tiranos de Feras y Cranón recibieron el apoyo de siete mil combatientes dirigidos por el focidio Faílo. Filipo venció inicialmente, pero sufrió luego dos derrotas consecutivas ante el ejército de refuerzo movilizado en Tesalia por Onomarco. El rey macedonio optó por retirarse temporalmente a sus posesiones. En el apogeo de su poderío, Onomarco derrotó al ejército de la Liga Beocia y se hizo con el control de Coronea, ciudad situada al Sureste de Queronea, y que era hostil a Tebas.

Filipo regresó a Tesalia en el 352 a.C., e intentó sin éxito tomar Feras. Sí que pudo conquistar el puerto de Pegasas, al que no consiguió socorrer a tiempo la flota ateniense. El ejército macedonio se encontró con el focidio en la llanura de Crocus. La caballería macedonia inclinó la batalla del lado de Filipo, que obtuvo una gran victoria. Para sembrar el terror y mostrar su celo religioso, Filipo crucificó el cadáver de Onomarco e hizo ahogar en el mar a tres mil prisioneros del bando focidio, castigo que estaba reservado a los sacrílegos. Toda Tesalia quedó sometida a Filipo, el cual respetó parte de la autonomía de sus ciudades. Reorganizó la Confederación Tesalia, se hizo elegir jefe de la misma y puso bajo su mando a todos los efectivos militares de la región. Instaló guarniciones en las ciudades costeras e impuso tasas comerciales para financiar sus campañas militares. En el 351 a.C., el rey macedonio obligó al rey ilirio Clito a reconocer su soberanía, anexionándose además la Paravea epirota. Tras suscribir alianzas con las ciudades de Perinto, Bizancio y Cardia, Filipo, alegando la obligación moral de castigar a los focidios por sus sacrilegios, se dirigió hacia la Grecia Central. Pero el paso de las Termópilas estaba bloqueado por más de diez mil soldados, entre atenienses, espartanos, miembros de la Liga Aquea y mercenarios de los antiguos tiranos de Feras. Prudentemente los macedonios optaron por regresar a su patria. Se desentendieron durante seis años de la Tercera Guerra Sagrada y de sus secuelas al Sur de Tesalia. En su desesperada defensa de las Termópilas, los atenienses consumieron más de doscientos talentos, acusando así la táctica de desgaste utilizada por Filipo.

Las ciudades de Amadoco, Perinto y Bizancio, presionadas por el rey tracio Cersobleptes, solicitaron la ayuda del ejército macedonio, que pronto restableció la tranquilidad en la zona. Por entonces los macedonios ocuparon el Heraion Teichos, fortaleza situada a un centenar de kilómetros del Quersoneso, en una región vital para el abastecimiento de grano ateniense. Filipo entregó la fortaleza a los perintios para asegurarse así su fidelidad hasta que tuviese tiempo para someterles. En el Epiro, Filipo cuidó de que se respetasen los derechos al trono de su cuñado Alejandro, al que llevó consigo a Pella para perfeccionar su formación. Los atenienses vieron cómo el comercio con Tracia y el transporte del trigo norteño se complicaban por la acción de Filipo, el cual utilizaba sus barcos y los de sus aliados para efectuar correrías piráticas. Demóstenes empezó a clamar vehementemente contra Filipo, al que presentó como un enemigo de la libertad y de la democracia.


LA GUERRA DE OLINTO

La Liga Calcídica se sentía amenazada por el expansionismo macedonio. Filipo había cruzado con su ejército el territorio calcídico, actitud que en Grecia podía tomarse como una declaración de guerra. El rey macedonio procuró estimular dentro de la Liga Calcídica el surgimiento de una facción política favorable a su persona, mientras que Olinto, centro neurálgico de la Liga, buscó el apoyo de Atenas. En el 349 a.C., Filipo exigió a los olintios la entrega de sus hermanastros Arrideo y Menelao, con la excusa de que ambos habían intentado arrebatarle el trono. Al no ser satisfecha la demanda, estalló la guerra, que fue vista por muchos griegos como una deslealtad de Macedonia. Para apoyar a los olintios, Atenas envió hacia Anfípolis un cuerpo de dos mil mercenarios y 38 trirremes al mando de Cares. Pero la ayuda militar ateniense resultaba insuficiente. Filipo fue conquistando una tras otra todas las ciudades calcídicas, e inició el asedio de Olinto. En Atenas, Demóstenes pronunció tres arengas conocidas como las Olintíacas para reforzar la moral del bando contrario a Macedonia. Filipo logró promover una revuelta en Eubea. Toda la isla se sublevó contra Atenas, salvo la ciudad de Caristo. Si enviaban más refuerzos a Olinto, los atenienses no podrían sofocar el levantamiento euboico. El político moderado Eubulo convenció a los atenienses de que era mejor concentrar los esfuerzos militares en Eubea. Allí fue enviado un ejército de ciudadanos, que tras varios choques tuvo que rendirse. Atenas reconoció la independencia de los eubeos y tuvo que pagar cincuenta talentos para rescatar a los prisioneros. El general ateniense Caridemo, al frente de cuatro mil mercenarios, llegó a Olinto desde el Helesponto, donde había recibido ayuda económica del sátrapa Orontes. En dos batallas sucesivas libradas en campo abierto, los macedonios derrotaron a las tropas olintias y atenienses. Atenas votó el envío de un nuevo contingente, dos mil hoplitas y trescientos jinetes, esta vez ciudadanos. La flota se retrasó por causa del “meltemi”, viento del Noroeste, y cuando ya casi avistaba las costas de Olinto, la ciudad capituló. Filipo vendió a una parte de los olintios como esclavos, redujo a otros a la condición de siervos y trasladó a algunos grupos a las colonias creadas en el interior del reino. Los olintios que lograron escapar se refugiaron en su mayoría en Atenas, convirtiéndose en vigorosos propagandistas de la lucha contra Macedonia. La ciudad de Olinto fue demolida. La península calcídica, con sus 32 ciudades, fue incorporada al reino de Filipo, y sus territorios se dividieron en grandes parcelas que se entregaron a los nobles macedonios.


LA PAZ DE FILÓCRATES Y EL FINAL DE LA TERCERA GUERRA SAGRADA

En la Grecia Central continuaba la Tercera Guerra Sagrada, ya polarizada entre focidios y beocios. Muerto Faílo en el 351 a.C., los focidios eligieron como sucesor a Faleco, hijo de Onomarco. Diodoro Sículo alude sumariamente a las razzias realizadas por Faleco en territorio beocio hasta el 346 a.C. Las fuerzas de los beocios estaban esquilmadas, mientras que los focidios no cesaban de reclutar mercenarios. Filipo envió unas pocas tropas de apoyo a los tebanos. Los focidios, para conseguir la ayuda espartana y ateniense, prometieron que les entregarían las fortalezas que custodiaban el paso de las Termópilas, lo que serviría para obstaculizar un futuro avance de Filipo hacia la Grecia Central. El rey espartano Arquidamo acudió a las Termópilas con mil hoplitas, y el general ateniense Proxeno se presentó allí con cincuenta naves. Pero Faleco, desautorizando las promesas gubernamentales focidias, se negó a entregarles los baluartes.

Hizo saber Filipo a los atenienses que deseaba la paz porque la flota ática hostigaba sus puertos, haciendo disminuir sus ingresos. En realidad buscaba la neutralidad ateniense para poder dar un golpe definitivo a los focidios. En Atenas, debido a los sucesivos fracasos militares, había una opinión favorable a las negociaciones. Las anteriores propuestas que Atenas había lanzado a los griegos para crear un potente frente antimacedónico no habían tenido respuesta, por lo que la opción de la paz cobraba fuerza. En el 346 a.C. llegó a Pella una embajada compuesta por diez delegados atenienses, entre los que se encontraban Filócrates, Esquines, Demóstenes y un ciudadano de Ténedo, el cual representaba a los estados de la confederación marítima. Los embajadores atenienses quisieron que Filipo reconociese sus derechos sobre el Quersoneso tracio y Anfípolis, y abogaron por la admisión en el tratado de los focidios, el puerto de Halo y el rey tracio Cersobleptes. El monarca macedonio, que trató diligentemente a los embajadores, rebajó sus pretensiones, aceptando sólo el no intervenir en el Quersoneso. Añadió a su oferta la propuesta de una alianza. Ya en Atenas, los embajadores atenienses debatieron los términos de la paz con Antípatro y Parmenión, legados de Filipo. Se llegó al acuerdo de que en la firma de la paz se nombrase a los aliados de Atenas, pero sin incluir entre los mismos a los focidios, Halo y Cersobleptes. Tras varias reuniones acaloradas de la asamblea, Filócrates redactó un “probouleuma”, que resultó aprobado, y que fue aceptado por Demóstenes como mal menor. En virtud del acuerdo, ambos estados conservaban los territorios que ya poseían, garantizaban la libertad de navegación y expresaban su condena a la piratería. Atenas pudo conservar de este modo el Quersoneso, aunque sin la ciudad de Cardia. El tratado, conocido como la Paz de Filócrates, fue jurado por Atenas y sus confederados ante los legados macedonios. Para que el tratado fuese jurado también por Filipo, una embajada ateniense se desplazó nuevamente a Pella. Los embajadores atenienses tuvieron que esperar un mes a que Filipo regresase de la campaña en que sometió al rey tracio Cersobleptes. De regreso a Pella, Filipo retrasó el juramento cuanto pudo, e incluso solicitó la colaboración ateniense para combatir a los focidios a cambio de una eventual ayuda para recuperar Eubea. Finalmente, en la ciudad de Feras, Filipo juró la Paz de Filócrates ante los embajadores atenienses.

Seguidamente Filipo se encaminó hacia las Termópilas, donde Faleco capituló sin combatir a cambio de poder retirarse con sus mercenarios hasta el Peloponeso. Los atenienses fueron invitados a participar en la rendición definitiva de la Fócide, pero la asamblea se negó, adoptando en cambio una actitud recelosa y defensiva. Con ayuda de beocios y tesalios, el ejército macedonio ocupó la Fócide. Muchos focidios optaron por refugiarse en el Ática. Filipo consiguió que el consejo anfictiónico dictase una sentencia ejemplar contra los focidios. La Confederación Focidia fue disuelta, sus ciudades fueron arrasadas y su población quedó dispersada en aldeas. Los focidios tuvieron que entregar sus armas y caballos, y se comprometieron a restituir los tesoros délficos malgastados. Fueron excluidos del santuario pítico, y sus dos votos traspasados al rey macedonio, cuyo reino empezó a ser reconocido como un estado verdaderamente griego. Por primera vez un monarca y no una comunidad obtenía representación en el consejo anfictiónico. El santuario délfico otorgó a Filipo los títulos de bienhechor y próxeno, concediéndole además el derecho a ser el primero en consultar al oráculo de Apolo. Filipo presidió el certamen pítico del 346 a.C. El rey macedonio contaba con bastantes partidarios en el conjunto de Grecia, pues podía limitar la avidez de las ciudades más poderosas. Las urbes grecominorasiáticas vieron a Filipo como aquél que podía liberarlas del yugo persa. Los enemigos de Macedonia no se decidían a unirse para luchar contra Filipo. Con sus discursos panhelenistas, Isócrates trató de persuadir al rey macedonio para que liderase la lucha contra los persas. En cambio Demóstenes acusó a Filipo de entrometerse en los asuntos de la isla de Eubea.


LA TENSA PAZ ARMADA

Desde el 346 a.C., aunque la paz persistía, tanto Atenas como Macedonia consolidaron sus posiciones en previsión de nuevos enfrentamientos. En Atenas fue creciendo la influencia del partido favorable a la guerra. Demóstenes advirtió a los atenienses que Filipo pretendía cortarles el suministro de trigo. Filócrates, negociador de la paz que llevó su nombre, fue ejecutado por traidor. Atenas robusteció su flota y creó un impuesto especial para construir un nuevo arsenal en el Pireo. Filipo atacó a los ilirios y dardanios, pero fue herido y no logró someterlos. Más tarde ayudó a las ciudades tesalias a expulsar a sus tiranos. Reorganizó por completo la Liga Tesalia, instalando tetrarquías en las ciudades y reagrupándolas en cuatro distritos. Se hizo elegir arconte vitalicio de la Liga Tesalia y dispuso del tesoro de la misma a su antojo. Impuso en Tesalia el uso de la moneda macedonia e instaló una guarnición en Feras. Progresivamente empeoraron las relaciones diplomáticas entre Filipo y los atenienses. El monarca macedonio intervino en los asuntos del Epiro a favor de su cuñado Alejandro, ayudándole a extender sus dominios hasta el golfo de Ambracia. Dos ciudades de esta región, Ambracia y Léucade, pidieron ayuda a su metrópolis, Corinto. A su vez Corinto solicitó la colaboración de Atenas, la cual con una expedición frenó las ambiciones expansivas de Filipo. Se produjo en Grecia una paulatina inversión de alianzas, pues Corinto, Argos, Arcadia, Mesenia y la Liga Aquea se aproximaron a Atenas. Y ello a pesar de que Filipo había ayudado a los estados peloponesios frente a Esparta. Hacia el 343 a.C., Macedonia llegó a un acuerdo de paz con Persia en el que hubo una garantía de respetar las mutuas fronteras. Ya iniciado el 342 a.C., Filipo buscó un nuevo acercamiento con respecto a los atenienses. Se mostró dispuesto a cederles la pequeña isla de Haloneso, propuso la firma de un tratado comercial, y la transformación de la Paz de Filócrates en una paz común. Pero la asamblea ateniense, próxima ya a las posturas antimacedónicas de Demóstenes, rechazó la negociación. Atenas fortificó las bases navales del Norte del Egeo y envió nuevos contingentes de clerucos al Quersoneso. Entretanto Filipo emprendió la conquista de Tracia con la probable intención de alcanzar el Mar Negro y el Danubio. Quería hacerse con el control de las numerosas minas de oro y plata de la zona. En el 339 a.C., los macedonios lograron vencer a los escitas en la desembocadura del Danubio, pero a continuación fueron derrotados por los tríbalos, que frenaron así su avance.

Dos años antes, en el 341 a.C., nos encontramos en Eubea con contingentes macedonios que intentan favorecer a las facciones oligárquicas. Pero lograron imponerse los demócratas, de modo que la nueva Confederación Eubea se alió con Atenas, sin verse obligada a entrar en la Liga y sin tener que pagar contribuciones. En Tracia, Filipo había logrado someter a los odrisios, firmando además importantes alianzas con las ciudades de Apolonia, Odesa y Eno. Suscribió un acuerdo con el tirano que dominaba la Tróade, Hermias de Atarneo. Viendo amenazados sus intereses en el Quersoneso, los atenienses enviaron hasta allí a un ejército de mercenarios dirigido por Diopites. Éste realizó algunas maniobras contra Cardia y, para pagar a sus tropas, saqueó muchas localidades tracias que estaban bajo la autoridad de Filipo. Ante las protestas del rey macedonio, los atenienses hicieron regresar a Diopites, medida que no agradó nada a Demóstenes. Bizancio, que se sentía cada vez más amenazada por Filipo, se alió con Atenas, la cual además obtuvo la adhesión de Abidos, Quíos y Rodas. En el 340 a.C., Demóstenes logró reunir un congreso que cristalizó en el establecimiento de una “comunidad para la paz” entre Atenas, Acarnania, Acaya, Ambracia, Léucade, Corinto, Mégara, Eubea y Corcira. Los estados aliados no lograron convencer a beocios, tesalios y magnesios para que abandonasen el bando de Filipo. Por su labor diplomática, Demóstenes obtuvo de la asamblea ateniense una corona de oro. Filipo optó por asediar la ciudad de Perinto, pero ante la resistencia de la misma trasladó el ataque a Bizancio, donde también fracasó el cerco macedonio. El monarca ordenó apresar en el fondeadero de Hierón, a la entrada del Bósforo, 230 barcos cargados con mercancías de la región cimeria, los cuales esperaban a unas trirremes atenienses que les protegiesen para pasar al Helesponto. Filipo se reservó como botín 180 navíos comerciales, y dejó partir a los restantes. Al conocer la noticia, la asamblea ateniense declaró la guerra al reino macedonio.


LA GUERRA GRECOMACEDONIA

Los atenienses se mostraron dispuestos a desplegar su potencial bélico en el mar. Demóstenes fue elegido comisario supervisor de la flota, cargo desde el que aumentó los impuestos a los ciudadanos más ricos. El orador encauzó todos los recursos económicos disponibles hacia la caja militar. Atenas envió sucesivamente dos escuadras para ayudar a Bizancio, a cuyo asedio renunció Filipo. Aunque los atenienses dominaban el mar, la superioridad terrestre correspondía al ejército macedonio. Era crucial la actitud que adoptasen los tebanos, los cuales podían estorbar o no el paso de las tropas macedonias por la Grecia Central. Quizás por coacción de Filipo, los locrios de Amfisa acusaron a Atenas en la Anfictionía délfica de haber ofendido al dios con ofrendas poco respetuosas. Los delegados atenienses respondieron solicitando la condena de estos locrios por haber cultivado el suelo sagrado de la llanura de Crisa. El consejo anfictiónico decretó la guerra sagrada contra Amfisa y propuso a Filipo como “hegemón” encargado de dirigir las tropas en la expedición de castigo. Rápidamente Filipo entró con su ejército en la Dóride. Cruzó la Fócide y se adueñó de la ciudad de Elatea, cortando así las comunicaciones entre Beocia y el Norte. Una embajada ateniense de la que formaba parte Demóstenes partió hacia Tebas y ofreció una ventajosa alianza a la Liga Beocia. Según la propuesta ateniense, sólo un tercio de los gastos militares recaería sobre los beocios. El mando supremo por tierra correspondería a los tebanos y el mando marítimo sería compartido. Atenas renunciaría a Platea, Tespias y Oropo, y prestaría apoyo a los tebanos en caso de revuelta interna. La asamblea beocia aceptó el tratado y rompió con Filipo. Los nuevos aliados cerraron el paso a Filipo hacia Amfisa. Entretanto los macedonios lograron la alianza de los focidios, los etolios y los locrios orientales. Los estados del Peloponeso optaron por la neutralidad. En el 338 a.C., Filipo realizó una oferta de paz que fue rechazada por beocios y atenienses. Con una decidida ofensiva, los macedonios rompieron la línea que protegía Amfisa y tomaron la ciudad. Llegados a Delfos, protegieron una reunión de la Anfictionía, y marcharon luego a ocupar Naupacto, que entregaron a los etolios. Una nueva proposición de paz realizada por Filipo fue rechazada otra vez.

Las tropas atenienses y beocias se replegaron al Sur del Quersoneso, donde determinaron librar el combate definitivo. Los dos ejércitos enfrentados contaban aproximadamente con los mismos efectivos. Filipo logró desarticular la formación enemiga, y su joven hijo Alejandro, dirigiendo repetidos ataques de caballería, aniquiló el batallón sagrado de los tebanos. La victoria macedonia en esta batalla, conocida como la batalla de Queronea, puso toda Grecia a merced de Filipo. El monarca decretó la disolución de la Liga Beocia, restituyendo así la autonomía de todas sus ciudades. Retiró a los tebanos los votos en el consejo anfictiónico y los repartió entre otras ciudades beocias. Instaló una guarnición en la Cadmea para apoyar a un gobierno promacedónico de trescientos oligarcas. Entregó Oropo al Ática, y trató con severidad a la población tebana. En cuanto a Atenas, aunque vio disuelta su Liga marítima, fue tratada con benevolencia. Conservó muchas de sus cleruquías y la soberanía sobre Delos, pero perdió el Quersoneso tracio. La generosa paz que Filipo impuso a los atenienses es conocida como la Paz de Demades. Atenas conservó su independencia política interna y pudo usar libremente su flota y sus puertos. La asamblea ateniense, como muestra de agradecimiento, otorgó muchos honores a Filipo, así como a su hijo, sus generales y sus embajadores.


LA FORMACIÓN DE LA LIGA DE CORINTO

Filipo completó el sometimiento de Grecia por medio de verdaderos paseos militares. Eubea se rindió sin condiciones y Cálcide tuvo que acoger a una guarnición macedonia. Acarnania y Ambracia fueron ocupadas sin resistencia. En una gran parada militar, Filipo atravesó el Istmo, recibiendo la rendición de Corinto y la Liga Aquea. Un contingente de tropas fue acuartelado en la acrópolis de Corinto para vigilar la estratégica región. Todo el Peloponeso se entregó a Filipo excepto los lacedemonios, uno de cuyos reyes, Arquidamo, estaba en Tarento combatiendo a los bárbaros. Como castigo, Filipo realizó una incursión en Laconia y arrebató a Esparta varios territorios fronterizos. El rey macedonio quiso encauzar bajo su régimen la política externa de todos los estados griegos del continente. Desechó para lograrlo el ampliar la Anfictionía délfica. Filipo invitó a los distintos estados griegos para que enviaran sus representantes a Corinto con el objeto de definir los derechos y obligaciones respectivos. Sólo Esparta desoyó la convocatoria. Reunidos en Corinto en el 337 a.C., los embajadores de las ciudades griegas establecieron una paz general, reforzada mediante la conclusión simultánea de una alianza, conocida como la Liga de Corinto. El tratado de paz garantizaba la libertad y la autonomía de todos los estados, así como sus fronteras y el derecho a no recibir guarniciones extranjeras, con excepción de las ya instaladas. Se prohibió cualquier intento de cambiar las constituciones o de dictar medidas que fomentasen la revuelta social, tales como repartos de tierra, abolición de deudas, liberación de esclavos… Se declaró la libertad de comercio marítimo y la resolución legal de los conflictos interestatales. Se acordó la formación de un “synedrion” helénico en el que cada estado participaría con un número de delegados proporcional a la entidad de su aportación militar. El “synedrion” quedaba definido como el órgano central de una alianza militar constituida por todos los integrantes de la Liga de Corinto. El “synedrion” fijaba las obligaciones militares de cada estado griego y decidía en lo relativo a la guerra o a la negociación de la paz. La Liga de Corinto y Filipo II juraron un pacto defensivo y ofensivo a perpetuidad por el que los griegos reconocían al rey macedonio la hegemonía de la alianza, que llegado el caso podría ejercer personalmente con el título de “strategós autokrátor”. Detrás de esta concesión se ocultaba en realidad la capacidad de Filipo para manejar el “synedrion” conforme a sus deseos. El panhelenismo que encerraba en su concepción la Liga de Corinto quedaba parcialmente desvirtuado por la hegemonía unipersonal de Filipo, el cual tenía ya proyectada una gran campaña de los griegos contra el Imperio persa.


LA MUERTE DE FILIPO II

Llevando la guerra a Asia para liberar a los griegos de aquella región Filipo pretendía acrecentar su soberanía y su prestigio. En el 336 a.C., una vanguardia de unos diez mil hombres, mandada por los generales macedonios Parmenio y Atalo, pasó el Helesponto ayudada por la flota. Estaba previsto que Filipo pronto se les uniese con el resto del ejército de la Liga de Corinto. La expedición griega fue bien acogida en Cízico y otras ciudades grecominorasiáticas, que empezaron a sublevarse contra Persia. En Éfeso se erigió una estatua de Filipo en el templo de Ártemis, y el sátrapa de Caria ofreció a su hija como esposa de Arrideo, hijo de Filipo. El momento era propicio para atacar a los persas, pues Artajerjes III Oco (358-338 a.C.) había sido asesinado y en el Imperio reinaba la anarquía. La situación política en Atenas se inclinó en favor de los macedonios. Se recuperó la economía ateniense bajo la dirección de Licurgo, y Foción convenció a sus conciudadanos para que suministrasen caballería y barcos en la expedición contra Persia. Sólo el asesinato de Filipo en la boda de su hija Cleopatra con el rey Alejandro del Epiro detuvo la expedición contra los persas. El asesino, de nombre Pausanias, miembro de la guardia real y relacionado con la casa de Oréstida, actuó, según la opinión de Aristóteles, por motivos personales. El rey, que avanzaba hacia el teatro de Egas, mandó a sus acompañantes que se adelantasen, pues no creía necesitar la protección de sus guardias. Poco antes Filipo había participado en una procesión en la que representó el papel de un dios olímpico. La soledad coyuntural del monarca fue aprovechada por su asesino, que segó su vida a la edad de 46 años. Perseguido por dos guardias reales, Pausanias fue asesinado a su vez. Quizás el homicida actuó instigado por Olimpia, esposa a la que Filipo había repudiado, o tal vez se viese impulsado por algunos círculos de la nobleza macedonia. El propio Alejandro Magno pudo estar implicado en la muerte de su padre, ya que éste le podía descartar de la sucesión al trono. En todo caso, Pausanias fue un involuntario aliado de los persas, pues la proyectada invasión asiática se truncó momentáneamente.


EL EJÉRCITO COMO PIEZA CLAVE EN LA REORGANIZACIÓN DEL REINO MACEDONIO

El reino administrado por Filipo tenía una superficie extensa e importantes recursos militares. Gran parte de la tierra pertenecía a los nobles macedonios, muchos de los cuales frecuentaban la corte de Pella. Los nobles tenían una destacada participación en la dirección del ejército y en las tareas secundarias del gobierno. Estaban considerablemente grequizados en sus costumbres y familiarizados con la lengua griega. Se llamaban a sí mismos “hetairoi” (compañeros), como los príncipes homéricos, y reconocían al rey como el primero entre ellos. Con frecuencia el rey les recompensaba con tierras y siervos. Los artesanos y los campesinos, que no eran todos dependientes, estaban sujetos a tributos, e integraban la infantería del reino bajo el nombre de “pezetairoi”. La estructura básica del ejército databa de época de Arquelao I (413-399 a.C.), pero Filipo aumentó su eficacia y disciplina, utilizando además mercenarios y cuerpos de tropas aliadas. En la caballería macedonia servían los nobles, conducidos por los “ilarcas” y acompañados por jinetes tesalios. Se repartían en escuadrones y llevaban espada, casco, coraza corta y lanza. Los jinetes ligeros, empleados en labores de reconocimiento, eran en su mayoría peonios. Los infantes se agrupaban en unidades de mil hombres a su vez divididas en compañías de cien, a cuyo frente se situaban de forma respectiva los “taxiarcas” y los “locagos”. Los infantes se protegían con casco, coraza y escudo curvo, y atacaban provistos de la espada y la “sarissa”. Esta última era una pesada lanza de longitud comprendida entre los 5 y 7 metros aproximadamente, en función de las distintas filas de la falange, que quedaba así constituida como un muro erizado difícil de atravesar. Ante la erizada falange macedonia, las tropas enemigas tendían a quedar inmovilizadas, de modo que eran entretanto envueltas por la caballería. Los infantes ligeros y los “hipaspistas”, antiguos ayudantes de los “hetairoi”, pasaron a integrarse en unidades especiales de mil hombres, dirigidas por “quiliarcas”. Un batallón de “hipaspistas” y un escuadrón de caballería constituían la guardia real. En este escuadrón de caballería solían hacer su aprendizaje militar los jóvenes de las grandes familias nobiliares. Filipo utilizó un sistema de reclutamiento organizado en torno a unos diez distritos militares. Intervenían en sus campañas bastantes tropas auxiliares, bien enviadas por los aliados o bien reclutadas a sueldo en el exterior: exploradores, cazadores, honderos, dardistas, arqueros… Los artilleros e ingenieros, dedicados a las máquinas de guerra, procedían principalmente de Tracia. Los cuerpos auxiliares podían estar dirigidos por un “estratego”, si bien el rey tomaba en ocasiones el mando de los mismos. La variedad de fuerzas con que contaba proporcionó al ejército macedonio una gran capacidad de adaptación a las distintas circunstancias bélicas.

Filipo no se valió de la táctica oblicua tebana, sino que optó por la coordinación equilibrada de unidades ligeras y pesadas. Introdujo una austeridad y una disciplina rígidas en el ejército, habituándolo a pelear en cualquier estación del año, y sometiéndolo a maniobras de forma permanente. Filipo se rodeó de hábiles ingenieros, como el tesalio Polieido, cuya labor le permitió mejorar y multiplicar las máquinas bélicas usadas hasta entonces. Pero no siempre las catapultas, las torres y las tortugas permitieron a los macedonios rendir las ciudades a las que habían puesto cerco. Filipo contó con un estado mayor del que formaban parte los miembros más aguerridos de la nobleza macedonia, así como algunos asesores extranjeros, principalmente griegos. Algunos generales, como Antípatro y Parmenión, se distinguieron por los servicios prestados a Macedonia y contribuyeron a perfeccionar la capacidad del ejército, aumentando además con sus victorias las fronteras del reino. Entre las virtudes militares de Filipo destaca su tenacidad a la hora de proseguir con todas las operaciones emprendidas, sin desalentarse por los fracasos parciales. Si la remodelación del ejército facilitó a Filipo la realización de su política exterior, los triunfos militares conseguidos por sus soldados le permitieron experimentar con la organización de los territorios conquistados. Dentro del reino, Filipo impulsó la creación de nuevas rutas que enlazaban la capital con los distritos y que permitían efectuar rápidos desplazamientos hasta las regiones fronterizas. Potenció las localidades que actuaban como cabezas de sus respectivos distritos, y creó además nuevos asentamientos. La multiplicación de los centros urbanos tuvo a la larga importantes consecuencias. Las ciudades atrajeron a los grandes propietarios agrícolas, y albergaron a grupos de población expresamente desplazados para su consolidación, tanto griegos como macedonios. Las ciudades favorecieron la convivencia entre gentes de distinto origen y aceleraron la difusión de la cultura griega. Contribuyeron a institucionalizar las festividades religiosas y a potenciar el comercio. Con los territorios conquistados, Filipo recompensó a los nobles fieles y a los miembros del ejército. En algunos casos destruyó las antiguas villas griegas, y en otros rebautizó los enclaves poblacionales con su propio nombre. Las fundaciones en las tierras recién conquistadas respondían no sólo a intereses económicos y militares, sino que iban acompañadas del establecimiento de soldados y labriegos macedonios que actuaban como instrumentos de aculturación.


LOS RESORTES HEGEMÓNICOS EMPLEADOS POR FILIPO II

El rey macedonio hizo un uso avispado de los distintos resortes que la tradición y la situación política pusieron a su alcance. El ejército sirvió como un elemento fortalecedor de la propia esencia monárquica. Filipo, que consolidó su poder de forma un tanto ilegítima, supo atraer a la asamblea militar macedonia hacia los objetivos expansionistas de su política. Los proyectos políticos de Filipo calaron hondamente en Macedonia, y prueba de ello es el hecho de que fueron escrupulosamente continuados por su hijo Alejandro, que en muchos aspectos emuló su comportamiento. Las cuantiosas riquezas ingresadas en la hacienda macedonia fueron constante y eficazmente empleadas para sufragar los gastos militares. La moneda macedonia, acuñada en los talleres de Pella, alcanzó gran solvencia y prestigio en el conjunto de Grecia. La plata utilizada en su fabricación se obtenía principalmente en las minas de Disoro y Pangeo. No fue tanto como se ha especulado el dinero que Filipo gastó en comprar los favores de influyentes políticos griegos. Filipo acabó encontrando en los aristócratas macedonios a los colaboradores indispensables para el funcionamiento de la administración y de las relaciones exteriores. En la cancillería macedonia desempeñaron también importantes funciones algunos griegos, como Eumenes de Cardia, Pitón de Bizancio, Nearco de Creta y sobre todo el ateniense Calístrato, experto en finanzas. En las principales ciudades griegas hubo además un buen número de ardientes defensores de la causa macedonia, los cuales no sólo actuaban por los incentivos económicos que les proporcionaba Filipo, sino también por convencimiento propio. El rey macedonio explotó con habilidad las rivalidades e imprudencias de los estados griegos. Intentó retardar la formación de peligrosas coaliciones contrarias a sus intereses, y realizó efímeras concesiones territoriales a algunos estados mientras buscaba tiempo para golpearlos. A los vencidos, Filipo les imponía condiciones duras o estudiadamente generosas según le conviniera, respetando en este último caso ciertas dosis de autonomía. El carácter ambiguo de sus promesas y acuerdos permitía a Filipo modificar sus planteamientos políticos sin apenas incurrir en flagrantes violaciones de tratados. Su cortesía y sus virtudes oratorias un tanto diletantes dejaban sorprendidos a los embajadores extranjeros. Llegó a producirse cierta identificación entre Macedonia y Filipo, el cual, libre de ataduras institucionales, adoptó enérgicas iniciativas de rápidos resultados, aprovechándose de la pasividad e indecisión de las ciudades griegas.


LAS FUENTES

Nuestro conocimiento de la historia de Macedonia previa a la entronización de Filipo se reduce prácticamente a un breve relato de Tucídides. Ya para la época de Filipo disponemos de fuentes de muy diversa naturaleza. De la “Historia de Filipo” escrita por Teopompo sólo han llegado hasta nosotros fragmentos escasos. Sobre la misma fue construido el núcleo de la narración de Diodoro de Sicilia, en la cual abundan las inexactitudes. La obra de Diodoro se centra especialmente en los asuntos relativos a la política exterior de Macedonia, e incurre en una exaltación excesiva de la figura de Filipo. En el siglo I a.C. Trogo compuso una historia sobre Filipo que fue luego resumida por Justino. Los discursos de Esquines e Isócrates suponen una valiosa fuente de información sobre la actividad política de Filipo. Esquines se mostró en un principio partidario del partido pacifista de Eubulo. Pero tras la caída de Olinto llegó a viajar por las “poleis” griegas para animarlas a unirse contra Filipo. Más tarde Esquines se convirtió en uno de los líderes del partido promacedónico en Atenas. Es posible que aceptase recompensas económicas proporcionadas por Filipo. Esquines era el representante de un sector ateniense acomodado que no quería verse gravado por una política exterior agresiva. Los discursos de Esquines dan muestras de su fluida elocuencia, pero no siempre reúnen argumentos convincentes. También Isócrates ocupaba posiciones promacedónicas. Desarrolló desde fecha temprana ideas relativas a la unión de todos los griegos por medio de la lucha contra los persas. Isócrates se mostraba favorable a la forma monárquica de gobierno y opuesto al agitado sistema democrático. Vio en Filipo al posible artífice de la unidad de los griegos, y dedicó sus esfuerzos compositivos a preparar ideológicamente el triunfo de la monarquía sobre el sistema de las “poleis” libres. Otros discursos que nos aportan información sobre la época de Filipo son los de Hipérides y Dinarco. Algunos testimonios epigráficos reflejan también la intensa lucha diplomática y aliancista que Atenas mantuvo contra Filipo de Macedonia.


DEMÓSTENES

Los encendidos discursos de Demóstenes, el gran orador ateniense del siglo IV a.C., nos ilustran acerca de lo que pensaban los que se oponían a la política expansionista de Filipo. En algunos papiros egipcios se han conservado los comentarios que hizo Dídimo en el siglo I a.C. a los discursos de Demóstenes. Plutarco realizó una biografía del orador, la cual aporta una interesante perspectiva de la política macedonia, tal como era entendida cuatro siglos después, en pleno auge imperial de Roma. Los discursos de Demóstenes representan los recelos de los atenienses hacia Filipo, lo que exige una cuidadosa reinterpretación de los datos históricos que nos aportan. Demóstenes atribuye a Filipo muchas cualidades negativas, e incide en el hecho de que no fuera heleno, sino un bárbaro. Sus discursos eran marcadamente antimacedónicos y estaban dirigidos a salvaguardar la existencia de un estado ateniense independiente y democrático. El orador expresaba los intereses de los artesanos y los grandes mercaderes, a los que beneficiaba la política comercial decidida de Atenas en el Ponto Euxino (Mar Negro). Demóstenes propuso repetidamente en la asamblea que se debía recompensar con los más altos honores a los reyes del Bósforo por su benevolencia en las relaciones comerciales mantenidas con los atenienses. La penetración de los macedonios en Tracia hizo peligrar los intereses económicos de Atenas, y Demóstenes no dejó de denunciarlo. Durante mucho tiempo, la apreciación historiográfica de la actividad oratoria de Demóstenes osciló desde la extrema idealización hasta la crítica más despiadada. Y es que por un lado utilizó su don de la palabra para agitar, para conducir a Atenas y a sus ciudades aliadas a una escalada bélica de la que salió mal parada, además de favorecer con su radicalismo ideológico las purgas internas. Cuando tuvo la oportunidad de combatir, en la batalla de Queronea del 338 a.C., actuó según diversas fuentes de manera poco honorable, lo que pone en evidencia la distancia tan grande que había entre sus proclamas altisonantes y sus hechos vitales. Hacía bien en desenmascarar el imperialismo macedonio, pero no a costa de sembrar la división entre sus compatriotas, conduciéndolos entre hermosas declamaciones a una probable muerte. Por otro lado, Demóstenes encarna la defensa retórica a ultranza de lo que él consideraba el mantenimiento de la justicia y de las libertades en las “poleis” griegas, y del deseo de que Atenas volviese a situarse al timón de la política y de la economía del conjunto de la Hélade, extendiendo a la vez el sistema democrático. Demóstenes es con frecuencia puesto como ejemplo de superación, ya que se dice que de niño tartamudeaba, circunstancia que venció practicando discursos con piedrecitas en la boca. Su gran enemigo, tan presente en el contenido de sus arengas, fue Filipo II, el rey que condujo a Macedonia a una posición política preeminente en Grecia. Éste allanó el camino de su hijo y sucesor, Alejandro III (336-323 a.C.), conocido como Alejandro Magno, que llevó a los ejércitos griegos, unidos bajo la égida macedonia, hasta las puertas de la India.


BIBLIOGRAFÍA:

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-Ginouvès, René (Editor); “Macedonia. From Philip II to the Roman conquest”; Princeton; Nueva Jersey; 1994.
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-Pascual González, José; “Grecia en el Siglo IV a.C.: Del imperialismo espartano a la muerte de Filipo de Macedonia”; Síntesis; Madrid; 1997.
-Struve, V. V.; “Historia de la Antigua Grecia”; Akal; Madrid; 1974.

lunes, 1 de junio de 1998

EL PERONISMO Y LA IGLESIA


El advenimiento del gobierno revolucionario impuesto en Argentina en 1943 se vio favorecido por varios elementos: las perspectivas de continuismo del llamado fraude patriótico; el escepticismo popular derivado de una malsana práctica política; la pérdida de la confianza en los preceptos legales que amparaban los derechos teóricos de los ciudadanos, escarnecidos en la vida real; la incertidumbre que acuciaba a los sectores industriales ante el posible final de la segunda guerra mundial; la probabilidad de un retorno a la política económica tradicional, dominada por el sector primario exportador; y las necesidades insatisfechas de los grupos obreros. El nuevo gobierno denunció la corrupción que había imperado en la política argentina, decretó la disolución de los partidos políticos e implantó la enseñanza religiosa obligatoria, pues el movimiento militar dirigente se había colocado bajo la advocación de Dios. Entre los jefes del movimiento pronto se destacó Perón, que en sucesivas manifestaciones públicas dio muestras de conocer las aspiraciones de los sectores industriales, las necesidades de industrialización del país, el desamparo en que se encontraban los obreros y las causas desencadenantes de la política fraudulenta. Perón se presentó a sí mismo como el ejecutor de los postulados de la doctrina católica. Se mostró dispuesto a llevar a la práctica las doctrinas sociales expuestas en las encíclicas papales “Rerum Novarum” y “Quadragesimo Anno”. Acusó a los partidos políticos anteriores de haber falseado la moral y de haber provocado que los argentinos estuviesen a punto de perder la esperanza y la fe.

Con premura Perón, que fue nombrado en 1944 ministro de guerra, vicepresidente y secretario de trabajo y previsión, desplegó una amplia política social, atendiendo así las reclamaciones del grupo asalariado. Sus medidas laborales fueron tan osadas y populistas que generaron incluso las protestas del partido socialista, que temía un descalabro económico. El prestigio de Perón creció cuando éste se convirtió en abanderado de un nacionalismo moderado que rechazaba el fascismo, el racismo y el imperialismo. Perón satisfizo buena parte de las necesidades perentorias de los obreros, y se dirigió a los mismos en términos por los que éstos se sentían redimidos y considerados como seres humanos. La Iglesia católica brindó su apoyo tanto a la revolución de 1943 como a la figura emblemática de Perón. Los portavoces de la Iglesia afirmaron por entonces que un gobierno que disuelve los partidos no es necesariamente totalitario, ya que la base de la dignidad humana no consiste en la libertad política y social, sino en el afianzamiento del bien común. Esta polémica aseveración fue concretamente realizada por monseñor Franceschi, que quería así criticar los supuestos teóricos en que se había amparado el liberalismo argentino, netamente distanciado de la dura realidad social. Pero tras el posicionamiento de monseñor Franceschi se escondía en cierta medida la malversada voluntad de considerar como totalitarios sólo los regímenes que ponían trabas a la libertad de acción de la Iglesia.

La Iglesia católica argentina consideró que la lamentable situación por la que atravesaba el país tenía como culpables a todos los partidos políticos que habían funcionado con anterioridad a la revolución de 1943. La Iglesia acusó a estos partidos de interesarse por el pueblo sólo con motivo de las campañas electorales, imponiendo luego desde el poder un capitalismo desalmado, basado en la explotación económica de los sectores sociales más desfavorecidos. Para la Iglesia, las nefastas prácticas políticas de los representantes de la vieja escuela liberal habían contribuido a extender, por filiación o por reacción, teorías sociales peligrosas para la estabilidad del país. La crítica de la Iglesia fue injusta al englobar a todos los partidos prerrevolucionarios, pues algunos de ellos sí que habían luchado contra la corrupción y contra el intelectualismo que despreciaba a las masas. Éstas eran llamadas “cabecitas negras” o “descamisados” por los viejos partidos, que creían que se movían exclusivamente por su estómago y que supuestamente encarnaban la perversión moral. Desmarcándose de estas actitudes, la Iglesia argentina consideró que los partidos políticos de época reciente habían impedido el cumplimiento de lo establecido por la constitución, implantando en cambio un capitalismo feroz que favorecía más a los agentes extranjeros que al conjunto de la nación.

Algunos sectores eclesiásticos argentinos empuñaron un lenguaje fuertemente combativo en contra del liberalismo, el marxismo y la fantasmagórica masonería, defendiendo a la vez el llamado nacionalismo católico. Por nacionalismo católico entendía García de Loydi “el acervo doctrinario cristiano de nuestra raza, que es nuestra herencia hispánica y el alma de nuestra argentinidad”. La Iglesia argentina no consideró el gobierno revolucionario como totalitario porque éste no buscaba el provecho personal ni pretendía absorber la personalidad de los individuos. El apoyo eclesiástico a Perón encerraba otros matices. Le presentaba a la Iglesia la oportunidad de participar en un movimiento social de vastas proporciones, ya que hasta entonces se había mantenido alejada de las vicisitudes de los obreros y de las luchas sociales, salvo para aplacarlas. La situación era propicia para acercar las ideas cristianas a las masas asalariadas. Según los sacerdotes, los obreros argentinos no eran ateos, pero vivían como si Dios no existiera. La clase obrera era en su mayoría anticapitalista, y sospechaba que la Iglesia era aliada del capitalismo, por lo que miraba a la misma con desconfianza. Los resortes eclesiásticos se dispusieron a cristianizar con ilusión los sentimientos sencillos del pueblo.

El movimiento social impulsado por Perón era visto por la Iglesia como el más trascendente de la historia argentina, por lo que la Iglesia se aprestó a cristianizar este movimiento. Las autoridades eclesiásticas intentaron presentar al pueblo sus reivindicaciones tradicionales de justicia social para que el pueblo dejase de percibir a la Iglesia como una entidad opulenta aliada siempre a los poderosos. Fue desenmascarado el viejo deseo liberal de que el pueblo siguiese siendo religioso para que así se apartase sumisamente de las ideas revolucionarias. La Iglesia, ante la despreocupación social mostrada por los partidos anteriores, quiso hacerse revolucionaria para reconquistar las almas de obreros cuyo trabajo fuese por fin dignificante. El apoyo eclesiástico se mantuvo una vez que Perón accedió al poder, y contribuyó a impulsar la legislación del trabajo, la organización de los sindicatos y las mejoras salariales. Lo que es más problemático es dilucidar si el apoyo eclesiástico fue excesivamente personalista o si más bien se sustentó en el programa de redención social esgrimido por Perón. El padre Filippo, en su primera intervención en la Cámara de Diputados, dijo con palabras premonitorias : “Maldito el hombre que en el hombre confía. Estamos, pues, con las ideas de los hombres. El día que esos hombres, cualesquiera fuesen, no defendieran ideas nobles, nosotros no estaríamos con su posición”.

El pueblo se encandiló con las proclamas e iniciativas de Perón, encaminadas a satisfacer las necesidades ineludibles de los hombres concretos. Perón cobró un extraño ascendiente sobre las masas, que se sentían totalmente representadas e identificadas con el líder. El pueblo seguía a Perón no por los conocimientos políticos de éste, sino porque el líder intuía cuáles eran sus sentimientos. La instauración del peronismo hizo que la gente se sintiese partícipe de las decisiones políticas. Las palabras de Perón resultaban cuanto menos esperanzadoras : “La revolución del 4 de junio no ha sido un acto intrascendente, no pudo serlo para los trabajadores, porque si no la revolución ya habría muerto y habría sido enterrada. Su contenido fundamental ha sido de carácter social, por la simple razón de que el mundo evoluciona hacia lo social, y el gobierno de los pueblos va siendo cada vez menos político para ser cada día más social. Ello implica una grave responsabilidad para la masa trabajadora, que conquistará en el futuro el derecho de intervenir en la administración y en la dirección del Estado”. Es probable que el apoyo eclesiástico se confundiese indisolublemente con el carisma de Perón, y no sólo con sus ideas. Cuando Perón sea derrocado, los trabajadores no se volcarán a favor del partido demócrata cristiano, a pesar de que éste era la expresión política continuadora de la doctrina social católica. Por lo tanto, el catolicismo se había visto más beneficiado por su apoyo a la figura concreta de Perón que por haber asumido la herencia de su política social.

La oposición antirrevolucionaria, representada por la Unión Democrática, integraba sectores políticos comunistas que mantenían malas relaciones con la Iglesia. Poco antes de las elecciones de 1946, la jerarquía eclesiástica emitió una carta pastoral que incluía una serie de recomendaciones hacia el clero y los fieles de la república. Esta carta pastoral indicaba que ningún católico podía afiliarse o votar a partidos que defendiesen el laicismo escolar, el divorcio y la separación de la Iglesia con respecto al Estado. La Iglesia se opuso a la hipotética supresión de las disposiciones legales que reconocían los derechos de la religión y particularmente del juramento religioso y de las palabras en que la constitución invocaba la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia. La Iglesia consideraba que tal supresión equivaldría a una profesión pública de ateísmo nacional. Como la Unión Democrática incorporaba en su programa electoral muchas medidas dañinas para el clero, éste no dudó en apoyar a Perón, evitando así el ascenso comunista. En detrimento de la Iglesia argentina hay que decir que la misma atribuyó, sin hacer las necesarias y justas distinciones, a todos los partidos opositores una responsabilidad conjunta en la situación que agobiaba a la nación antes de 1943, cuando en realidad algunos sectores políticos habían luchado contra el fraude y la corrupción, buscando la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores.

Los jefes militares prepararon la prolongación de la revolución por medio de un régimen legal liderado por Perón. Éste, desde el poder, desarrolló una estructura de organizaciones obreras que alcanzaron hasta las actividades empresariales, pero que impedían una verdadera participación de los sectores interesados en la dilucidación de los problemas que los aquejaban. Se definió un aparato montado con rigidez y verticalidad que ofrecía a Perón el máximo control sobre las bases, sirviéndole de eficaz ayuda el adiestramiento de una serie de cuadros intermedios que le eran incondicionalmente adictos. Pronto se observaron entre los miembros del partido peronista los mismos vicios que habían sido considerados como patrimonio propio de los partidos opositores. Se empezaron a aplicar formas pervertidas de democracia política. En la confección de su estrategia política, Perón demostró que no tenía unos principios fijos, sino que estaba dispuesto a oscilar en función de las circunstancias, aunque ello le hiciera caer en claras contradicciones. La Iglesia tuvo ocasión de sufrir este modo de actuar. Tuvo roces con Perón desde el comienzo de su gobierno, pero no le retiró su apoyo hasta que la tensión mutua se hizo insostenible. Perón, que en 1946 había puesto en manos de la Iglesia las almas de los obreros argentinos, optó algunos años después por dificultar severamente la misión apostólica del clero. Los sacerdotes convirtieron entonces cada púlpito en cátedra desde la cual defender su libertad de acción.

Según Félix Roberto Loñ, la Iglesia argentina no estuvo acertada al adherirse a la expresión política de la justicia social que representaba Perón. Los beneficios iniciales obtenidos por el clero se difuminaron a la vez que el predominio político del carismático líder. Al afirmar que la base de la dignidad humana no consiste en la libertad política y social, los portavoces eclesiásticos dieron un apoyo excesivo a un régimen que, a pesar de haberse legitimado con actuaciones sociales concretas, podía invertir en cualquier momento sus posiciones, como en efecto ocurrió. Los errores políticos no sólo provinieron del gobierno peronista y de la Iglesia nacional, sino también de la oposición. Los socialistas se mostraron demasiado apegados a los preceptos de corte liberal. Los comunistas atendían más a la consolidación del régimen ortodoxo stalinista que a la problemática sociopolítica nacional. Los radicales no supieron incorporar hasta 1948 principios programáticos ajustados a las reivindicaciones sociales. Se fue configurando en Argentina una marcada bipolaridad entre peronistas y antiperonistas que sobrevivió ampliamente al gobierno de Perón. La superación de este antagonismo se presentó como un elemento necesario para que pudiera continuar el desarrollo nacional. La controvertida experiencia peronista demostró que la socialización de la actividad política debía realizarse a través de fórmulas democráticas y no por medio de la arbitrariedad en el uso del poder.

Para poder dirigirse hacia los intelectuales, Perón había revestido sus ideas de un ropaje filosófico. Llegó a enviar una ponencia al Congreso de Filosofía de Mendoza, donde trató de presentar una doctrina que él denominó justicialismo. Este cuerpo doctrinal tenía un cierto poso ideológico de filosofía cristiana. Sabemos que un amplio sector del catolicismo votó por Perón en las elecciones de 1946. Los electores católicos habían tenido que elegir entre la Unión Democrática, cuyos planteamientos políticos atentaban contra la carta pastoral emitida por el clero, y el Partido Peronista, fuerza política casi improvisada que aparentemente estaba hermanada con la Iglesia argentina. Pero el Partido Peronista tampoco era del todo ortodoxo desde la perspectiva cristiana, pues incluía ya algunos principios políticos cuyo desarrollo futuro podía entrar en abierto conflicto con la religión. En el voto de algunos católicos pudo influir, más que los planteamientos de la jerarquía eclesiástica, el asesoramiento sacerdotal en la confesión, o bien el consejo de los directores espirituales. Y en este campo se nos escapan las posibilidades de rastreo sociológico o empírico. La mayor parte de los católicos se decantó en favor del peronismo, si bien dentro de la Unión Democrática militó desde el primer momento también una fuerza católica, incluso con algunos eclesiásticos.

Perón transplantó al justicialismo la doctrina social cristiana, tomando para ello como referencia las encíclicas de los pontífices. Las autoridades eclesiásticas supieron aprovechar el hecho de que ya con el gobierno inmediatamente anterior al gobierno de Perón se había implantado la enseñanza de la religión católica en las escuelas oficiales. La Iglesia consideró que esto no era una dádiva, sino el reconocimiento de su derecho de magisterio. El mantenimiento de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa contribuyó a que la Iglesia apoyase el peronismo, pues éste tendría cuanto menos algo de la doctrina social cristiana. El peronismo triunfó en gran parte por el apoyo de los católicos. Con el transcurso de los años fueron apareciendo todos los rasgos que alejaron al peronismo no sólo de la Iglesia, sino también de los conceptos cristianos. El peronismo fue incurriendo en cada una de las situaciones en que podían haberse encontrado antes los adversarios, y fue realizando cada uno de aquellos puntos que de acuerdo con la pastoral del episcopado impedían el voto al partido opositor. El gobierno peronista privó a la Iglesia de algunas de sus libertades, aprobó el divorcio y suprimió la enseñanza religiosa. Desató además en ciertos sentidos una persecución religiosa como jamás se había dado antes en Argentina. El malestar causado en el seno de la Iglesia repercutió en algunos sectores militares, que aceleraron la caída de Perón. En sus declaraciones, el episcopado argentino laceró al régimen peronista, ayudando así a su derrocamiento.

Según Bidart Campos, fue lógico el que la Iglesia argentina intentase orientar la voluntad política de los ciudadanos antes de las elecciones de 1946, pues del resultado de las mismas dependían elementos no sólo políticos, sino también otros que podían afectar socialmente para bien o para mal a los cometidos espirituales de los religiosos. Para este mismo autor, la Iglesia no llegó a enfrentarse con el peronismo, sino que simplemente condenó las actitudes y los principios en los que había desembocado, tremendamente distintos a las ideas católicas asumidas inicialmente por el movimiento. La Unión Democrática había querido evitar el apoyo electoral de los católicos al peronismo intentando demostrar que su hipotético gobierno no perjudicaría a la Iglesia. El candidato de la Unión Democrática a vicepresidente, Mosca, desconocía la constitución santafesina de 1921, en la cual se establecía la desvinculación de la Iglesia y el Estado. El acuerdo de la Iglesia con el triunfante peronismo subsistió hasta 1954. Antes ya habían existido voces disidentes dentro del catolicismo, pero las mismas fueron acalladas o no tuvieron resonancia efectiva, a pesar de que crecía el número de católicos contrarios a Perón. Algo así ocurrió con las críticas vertidas hacia el peronismo por parte del padre Dunphy y el periódico Estrada.

Lurá Villanueva pone en duda el que la motivación del apoyo eclesiástico a Perón residiera en el deseo de la Iglesia de impulsar la justicia social. Este autor considera que a pesar de las encíclicas progresistas, la mayor parte del clero argentino estaba bastante despreocupada de la problemática social. La legislación social argentina, según Lurá Villanueva, no tenía una inspiración precisamente religiosa, si bien Perón dio a sus reformas sociales un barniz cristiano. Para el autor aludido, la Iglesia, a pesar de apoyar el peronismo, no obtuvo gran éxito en su tarea de evangelización de los trabajadores, pues muchos de ellos fueron tendiendo hacia el comunismo. Las iglesias protestantes se opusieron a que en las escuelas se enseñara exclusivamente el catolicismo. Dos periódicos evangélicos se negaron a colocarse una franja negra en señal de luto por el fallecimiento de Eva Perón. Y es que las iglesias protestantes consideraron que en la sociedad argentina se estaba extendiendo un culto casi idolátrico hacia Perón y su esposa, y de ese culto participaron al parecer muchos católicos. Algunas iglesias protestantes apoyaron a Perón cuando éste se indispuso con la jerarquía eclesiástica argentina, dando así muestras de querer obtener beneficios de manera oportunista. En opinión de Lurá Villanueva, tanto la Iglesia católica como las protestantes estaban algo atrasadas en responsabilidad social, pues en ellas se había arraigado cierto aburguesamiento, alimentado en el caso católico por la alianza con el gobierno. Quizás en el apoyo de la Iglesia hacia el peronismo podemos ver tanto un interés meramente institucional como una voluntad sincera de robustecer económica y espiritualmente al pueblo. Lo que es indudable es que desde que Perón se enemistó con la Iglesia argentina, ésta vio debilitados sus apoyos sociales, a pesar de lo cual se revolvió enfurecida para contribuir a la caída del líder.