viernes, 1 de marzo de 2002

LA CIERVA BLANCA DE SERTORIO


Entre los años 82 y 72 a.C. se desarrollaron en la península Ibérica las llamadas guerras sertorianas, insertas dentro del enfrentamiento civil que sacudía por entonces a la sociedad romana. Estas guerras reciben su nombre del militar sabino Sertorio, perteneciente a la facción popular, defensora de una reforma agraria que reequilibrase las rentas ciudadanas. Sertorio, que había sido nombrado gobernador de la provincia Hispania Citerior, quedó proscrito desde el momento en que la facción oligárquica retomó el poder en Roma. Inició así una larga aventura militar, narrada por los escritores clásicos con ciertos tintes novelescos. Salustio y Plutarco nos transmitieron relatos heroizantes de la vida de Sertorio, incidiendo en las cualidades que le llevaron a ganarse la voluntad de numerosos pueblos hispanos. La historiografía nacionalista española malinterpretó la figura de Sertorio, pues éste no quiso conducir a los indígenas ibéricos hacia una nueva independencia, sino que se valió de ellos tanto para sobrevivir como para crear inestabilidad en el seno del partido senatorial romano con la esperanza de alentar una insurrección general contra el régimen oligárquico. Sí que es posible que defendiera un trato más suave y justo hacia las provincias imperiales, pero siempre dentro de la legalidad romana, como demuestra el hecho de que intentase reproducir la institución senatorial en el exilio, o el hecho de que siempre sus comandantes fueran romanos.

Poco después de comenzar su rebelión, Sertorio tuvo que abandonar Hispania, alcanzando, en compañía de su ejército y de piratas cilicios, las costas norteafricanas. Allí emprendió varias acciones bélicas que le permitieron engrosar su ejército y tomar la ciudad de Tingis (Tánger). Se enteró entonces de que los lusitanos se habían alzado nuevamente contra Roma, de modo que, llamado por ellos, regresó a la península para dirigirlos. Tras haber reorganizado militarmente a los nativos y conquistado algunos territorios colindantes, Sertorio recibió por parte de un hombre de campo llamado Spanós un regalo consistente en una cervatilla blanca recién nacida. Inicialmente Sertorio no prestó mucha atención a la cierva, la cual creció dócil siguiéndole a todas partes, sin atemorizarse de las ruidosas actividades desplegadas por los soldados en el campamento. El general se percató de que podía utilizar a la cierva como una supuesta portadora de los mensajes divinos para de esta forma, aprovechando la predisposición supersticiosa de los indígenas hispanos, afianzar su confianza de cara a las nuevas campañas militares. La cierva, cuyo carácter extraordinario venía dado principalmente por su atípico color blanco, pasó así a ser considerada como un “numen” o signo de la inspiración divina. Entre las tropas se extendió la fábula de que Ártemis, Diana o una diosa indígena de atribuciones similares dispensaba mediante la cierva su protección a Sertorio, conduciéndole así de victoria en victoria. Las informaciones que recibía Sertorio de sus mensajeros acerca de posibles peligros o del resultado de las batallas libradas por sus comandantes no eran transmitidas de forma inmediata y directa a los soldados, sino a través de las fingidas virtudes mágicas y oraculares de la cierva, con la que Sertorio decía hablar en sueños. El general no comunicaba a los soldados las derrotas de sus otros ejércitos para no desanimarlos. Incluso mató al mensajero que le informó de la derrota de su comandante Hirtuleyo en Segovia, para que así la mala nueva no se conociese. Y si recibía noticia de una victoria, se las ingeniaba para que la cierva se pasease saltarina entre las tropas “mágicamente” coronada con una guirnalda, fortaleciendo así la moral común de sus heterogéneos efectivos militares, en los que se integraban romanos, indígenas y algunos cientos de libios.

En el año 75 a.C., en la misma época en que las tropas de Sertorio y Pompeyo se enfrentaron en la igualada batalla del Sucro (Río Júcar), la cierva blanca se extravió, dejando al bando sertoriano sin su talismán. No pasaron muchos días hasta que unos exploradores consiguieron recuperar al animal, llevándoselo después a Sertorio. Éste les prometió una fuerte suma de dinero tanto por el hallazgo como por su silencio, pues quiso dar apariencia milagrosa al suceso, de modo que hizo que la cierva se le acercase por sí misma ante todos mientras despachaba diversos asuntos en lo alto del tribunal. Los asistentes se maravillaron y, con renovado entusiasmo, aclamaron a Sertorio. Pero su suerte comenzaba ya por entonces a declinar, viéndose cada vez más acosado por las maniobras militares de Pompeyo y Metelo, generales del partido político rival. También crecía el descontento entre sus propios comandantes, y varias ciudades ibéricas antes fieles se le rebelaron. Sertorio abandonó su comportamiento magnánimo anterior y ordenó matar o vender a los hijos de algunos nobles ibéricos, para cuya “instrucción” tenía retenidos en su capital, Osca (Huesca). Fue allí donde, en el transcurso de un banquete y sin que su cierva le avisase, Sertorio cayó víctima de una conjura, organizada por su comandante Perpenna.

No sabemos si el escritor sevillano Gustavo Adolfo Bécquer conocía la historia de la cierva blanca de Sertorio cuando escribió la leyenda de “La corza blanca”, ambientada en la región zaragozana de Tarazona. La leyenda narra cómo el joven Garcés da caza y mata a una corza blanca para regalársela a la burlona mujer a la que ama, Constanza, transfigurándose en su agonía la corza en la amada para desesperación del atónito cazador. La leyenda becqueriana rescata y traslada a época bajomedieval parte del primitivo significado religioso que los cérvidos tuvieron en la Hispania protohistórica y romana, tanto en el área céltica como en la ibérica, donde estaban vinculados a una diosa a la vez fúnebre y fecundante, trasunto de la perfección del orden natural. Ya el mito que habla del rey tartésico Habis alude a que fue cuidado en su infancia por una cierva, la cual le enseñó a correr velozmente por los montes. Entre las regiones de cultura ibérica en que el ciervo tuvo un mayor protagonismo iconográfico destaca el Sureste de la provincia de Albacete, donde se han encontrado varias esculturas funerarias de cérvidos en las localidades de Higueruela, Caudete y Liétor, así como representaciones pintadas de dicho animal en las cerámicas del yacimiento del Tolmo de Minateda (Hellín). Varios fragmentos de estas cerámicas muestran al ciervo no inmerso en cacerías comunes o rituales, sino tranquilo, con la cabeza agachada y bajo una gigantesca flor, indicio de sus probables connotaciones religiosas.