CONSIDERACIONES SOBRE EL GALGO ESPAÑOL
La Federación Canina Internacional asignó el número 285 a la raza del galgo español, definida en gran medida gracias a los esfuerzos realizados desde la década de 1970 por David Salamanca, que estudió numerosos ejemplares. La palabra “galgo” es de raíz celta y deriva del primitivo nombre romano de “canis gallicus”. El galgo español presenta numerosas coincidencias en su aspecto externo con el greyhound inglés. Ambas razas tienen un origen común y son las más empleadas en las carreras de lebreles. El greyhound es más rápido, lo que hizo que los criadores españoles recurriesen a cruces desde la década de 1920, buscando así una mayor velocidad. Con respecto al greyhound, de complexión más fuerte, el galgo español tiene a su favor una mayor resistencia y una mayor elasticidad que le permite reaccionar ágilmente a los quiebros y cambios de ritmo de las liebres. En los últimos años las carreras de galgos, estrechamente ligadas con las apuestas, han ido perdiendo aficionados en España, a la vez que se intensificaba el interés por recuperar el estándar de la raza autóctona.
En una primera impresión, el galgo español parece menos atlético y de rasgos menos aerodinámicos que el greyhound. Es ligeramente más pequeño, con una altura en la cruz que suele ir de los 60 a los 65 centímetros. Los machos adultos pesan normalmente entre 25 y 30 kilos, y las hembras entre 20 y 25. Su cabeza es más larga y estrecha que la del greyhound, con la depresión frontonasal suave y las orejas semierectas. Los ojos son oblicuos, almendrados y oscuros, de mirada atenta, tranquila y dulce. Los dientes son fuertes, blancos y sanos, con mordida en tijera. El cuello es esbelto y de sección ovalada. Su lomo es menos curvado que el del greyhound, las ancas están más elevadas, su tórax es profundo y alargado. Su pecho, menos ancho, nunca llega al codo. La grupa no es redondeada, sino en pupitre. Las patas son menos arqueadas, y la musculatura general no es tan prominente. Los pies (parte extrema de las patas) son largos y robustos, de liebre. Las almohadillas plantares son amplias y fuertes, disminuyendo así el riesgo de lesiones en terrenos difíciles. La cola, que puede llegar a ser muy larga, es flexible y en gancho. La escala cromática es amplia, variando del leonado al negro, del atigrado al blanco con manchas. Los ejemplares de tonos claros y uniformes suelen llevar una máscara negra poco extendida. El galgo español es el único lebrel que puede tener tanto un pelaje liso (más habitual) como duro, normalmente corto y lustroso. El costillar, los músculos y los tendones se perfilan claramente bajo su piel.
Hubo diversas épocas en que los lebreles estuvieron especialmente relacionados con las clases sociales altas, acompañando por ejemplo a los señores en sus actividades cinegéticas. Conformaban junto con el caballo la estampa característica de los nobles practicando la caza como divertimento en ausencia de guerras o como entrenamiento para las mismas. En la primera frase de “El Quijote” nos encontramos a un galgo entre los elementos utilizados para describir la idiosincrasia y las pertenencias del viejo hidalgo. En la cultura islámica los lebreles son aún los perros que gozan de un mayor prestigio, asociado al de sus propietarios, frente a otras razas que son casi despreciadas o consideradas impuras. En los países de cultura islámica son frecuentes varias razas de lebreles, como el afgano, caracterizado por su largo pelaje, el saluki persa, que es una de las razas caninas más antiguas, el llamado perro de los faraones, estandarizado por iniciativa maltesa y británica, el elegante azawahk de Mali, y el sloughi norteafricano, presente sobre todo en Marruecos. Durante los siglos de dominio árabe en la península ibérica llegaron a la misma acompañando a sus señores numerosos sloughi, los cuales fueron cruzados con los galgos autóctonos. Se trataba además de una selección dirigida, al estilo de la practicada con las palomas y los corceles, para conseguir canes más rápidos y ágiles. Pero en el territorio ibérico siempre hubo además lebreles con propietarios de peor condición socioeconómica, adscritos a los espacios rurales, donde la mezcla de ejemplares fue mucho más casual y no sólo orientada hacia la caza.
La existencia de lebreles en la península ibérica está atestiguada ya para el Neolítico, como indican las pinturas rupestres de Alpera (Albacete). Desde su adopción como animales domésticos, los hombres se valieron de los galgos en la caza menor, para atrapar presas tales como liebres y zorros, así como en las tareas de localización y asedio de presas mayores, como ciervos, osos y jabalíes. En una época tan antigua, en la que el aprovisionamiento de comida no siempre sería una tarea fácil, la incansable compañía de los galgos en las salidas para cazar crearía importantes vínculos afectivos con sus propietarios. La generalización de las prácticas agrícolas y ganaderas durante el Neolítico favoreció la aceptación en las comunidades aldeanas de otros tipos de perros no tan especializados en la caza. El hecho de que gran parte de las representaciones primitivas de lebreles provenga del ámbito del Próximo y Medio Oriente y de Egipto no prueba el que los lebreles sean originarios de dicho espacio, aunque quizás fue allí donde antes se produjo su domesticación. Sería más lógico hablar de una dilatada existencia de los lebreles en Eurasia y en el Norte del continente africano, atribuyendo a la vez a las pujantes culturas civilizadoras de Mesopotamia, Próximo Oriente y Egipto la principal responsabilidad en los inicios de su domesticación y en la extensión por el Mediterráneo de dichas prácticas de acompañamiento.
Entre las representaciones más antiguas de lebreles se pueden citar las pinturas rupestres con cacerías de Çatal Hüyük (Turquía) y los montes Tassili (Argelia). También los lebreles comenzaron a ser representados en los objetos de uso cotidiano, como cerámicas, cilindros-sellos y tablas de maquillaje. En el arte egipcio destacan los relieves y pinturas murales que muestran a lebreles de orejas tiesas y cola enroscada participando en la caza de especies autóctonas. Su nombre egipcio era “tesem”, y su aspecto pervive en distintos tipos de lebreles y podencos extendidos especialmente por el Mediterráneo y también de forma curiosa en las Canarias, cuyo poblamiento originario se realizó a partir de tribus provenientes del continente africano. En Egipto momias de estos perros acompañaban a las de sus amos, y estaba prohibido matarlos, lo que supone una avanzada legislación proteccionista. En la extensión por el Mediterráneo de las variantes de lebrel próximo-orientales desempeñarían una función destacada los comerciantes fenicios, aunque no conviene exagerar las aportaciones difusionistas a ellos asignadas.
En el ámbito griego prosperó durante el I milenio a.C. el lebrel de tipo laconio, que recibe su nombre de su abundante presencia en la región espartana. No es casual la asociación entre los lebreles y los “aristoi” espartanos, término clasista alusivo a “los mejores”. El lebrel es el tipo de perro más representado en las monedas de las antiguas ciudades griegas y cartaginesas. En cambio la presencia de los molosos casi se reduce a las monedas acuñadas por la tribu del mismo nombre, que habitaba en el Epiro (Noroeste de Grecia). En las monedas los lebreles eran representados en distintas actitudes, como por ejemplo erguidos, sentados, saltando, con la cabeza vuelta hacia atrás, olisqueando, rastreando, devorando la cabeza de un ciervo, amamantando a un niño, acompañando a la diosa de la caza Ártemis o acompañando a algún otro cazador. Casi siempre los ejemplares representados tienen las orejas tiesas, lo que los relaciona con el tipo de can propio de la iconografía egipcia. Entre las ciudades que se valieron de los lebreles como elementos simbólicos en sus monedas, sobre todo en las argénteas, destacan varias urbes cartaginesas del Oeste de la isla de Sicilia: Eryx, Motya, Panormo y Segesta. Para los cartagineses, cuya sociedad era fuertemente clasista, tanto el lebrel como el caballo, ambos muy empleados en sus monedas, eran sinónimos de nobleza. Segesta, ya antes de caer en poder cartaginés en el año 409 a.C., acuñó como colonia griega monedas de gran belleza con el motivo del lebrel. Las ciudades étnicamente griegas que más utilizaron el lebrel como motivo iconográfico en sus monedas fueron, además de Segesta, Siracusa (en la isla de Sicilia), Nuceria Alfaterna (en el Sur de Italia, cerca de Nápoles), Madytos (en Tracia, en el estrecho de los Dardanelos), Kidonia y Phaistos (en la isla de Creta), y Same (en la isla de Cefalonia). Resulta curioso el carácter insular o al menos costero de las urbes mencionadas, lo que podría señalar que la expansión colonial griega y cartaginesa por el Mediterráneo fue beneficiosa para la difusión de los lebreles metropolitanos y para la domesticación de los lebreles de los territorios indígenas explorados. Mercenarios del ámbito ibérico y balear actuaron desde el siglo V a.C. al servicio de los poderes imperialistas enfrentados en la isla de Sicilia, pudiendo traerse consigo a su regreso algunos ejemplares de lebreles.
Escritores griegos, como Platón y Jenofonte, no dejaron de citar a los lebreles en algunas de sus referencias cinegéticas. También está presente el lebrel en las variadas manifestaciones del arte grecorromano, apreciándose en ellas un claro regodeo en su marcada esbeltez. Dicha estilización se plasmó por ejemplo en los mosaicos romanos que adornaban los suelos de las estancias de las villas, como el tunecino de El Djem, que muestra a los lebreles participando junto con otros tipos de perros en una cacería de liebres. Es la persecución de las liebres el hecho preciso y repetido que hizo surgir la palabra lebrel. El historiador grecolatino Flavio Arriano escribió en el siglo II una obra sobre la caza en la que puede leerse la recomendación de soltar tras la liebre sólo dos galgos, con lo cual se disfrutaría más de la belleza de la carrera y el acorralamiento de la pieza. Él diferenció por vez primera el lebrel de pelo corto (“Vertragus”) del lebrel de pelo duro (“Segusin”). Los lebreles aparecen representados en denarios romanos de la gens Postumia (74-73 a.C.) y de la gens Hosidia (69-64 a.C.). En el primer caso el lebrel es representado corriendo, con collar y junto a una lanza, mientras que en el segundo aparece enganchando con sus mandíbulas a un jabalí, lo que quizás sea una exageración mítica de la valentía del animal.
Desde el período bajomedieval podemos considerar ya configurado en sus rasgos morfológicos básicos el tipo del galgo español, producto de la mezcla de los lebreles existentes en época romana con otros traídos desde la Galia por los bárbaros, y sobre todo con los traídos de África por la invasión islámica. Pareja al gusto andalusí por el galgo cruzado selectivamente fue la admiración que en los reinos cristianos despertaban en las monterías los ejemplares más hábiles. El galgo se adaptó brillantemente a la aridez del campo hispano y a su clima extremo, esquivando con agilidad los peligros naturales. La posesión y el mantenimiento de los galgos quedaban asociados casi siempre a la hidalguía, tanto a la real como a la teatralizada. Es decir, aunque alguien no fuese noble, el tener galgos ayudaba a parecerlo. En el caso de la incipiente Castilla del siglo IX, cualquiera que pudiera costearse un caballo y el armamento ya era considerado caballero, lo que escandalizaba a la nobleza tradicional, más parapetada en los argumentos de la sangre que en el ejercicio de la “virtus”. Los nuevos caballeros castellanos se hicieron con la compañía de galgos, queriendo reforzar así su porte noble. El paradigma idealizado de caballero de Castilla, el Cid, es presentado en algunos relatos y romances cuidando de sus galgos.
En las representaciones medievales de los galgos se aprecia el hecho de que llevan collares, lo que revela su sujeción a los intereses del propietario, preferentemente relacionados con la caza y la autodefensa. Destaca el fresco soriano de la ermita mozárabe de San Baudilio, fechado hacia 1130, que muestra tres galgos cazando liebres. El sitio de los galgos estaba tanto en el hogar como en las cuadras, tanto acompañando al señor como entre sus caballos. Si un señor mataba a otro señor y pretendía quedarse con sus galgos, éstos solían mostrarse fieros y rencorosos, no aceptando el cambio de dueño. Los pintores renacentistas italianos y flamencos se valieron de los lebreles, especialmente de los greyhound, para añadir belleza a los retratos de los nobles, bien en posados o bien en situaciones de movimiento.
Hasta la década de 1920 el galgo español conservó sin problemas su estándar, dentro de una cierta variedad reflejada por ejemplo en la admisión de dos tipos de pelaje. Desde entonces y debido a la popularización de las carreras de campo y pista, su cruce con los greyhound fue intenso. Ello no nos debe hacer pensar en un empobrecimiento natural, pues tan bella y digna es esa mezcla como el mantenimiento del estándar. Pero sí que sería una pena que no quedara ni un galgo español prototípico. De ahí que sea necesaria la revitalización del patrón tradicional, tarea que se lleva acometiendo con éxito en los últimos años. Dentro de una sencilla clasificación de los lebreles, realizada por los tipos de orejas, el galgo español estaría entre los de orejas semierectas o semicaídas en rosa, grupo mayoritario en Europa. Los de orejas caídas son más característicos de Asia y el Norte de África. El último grupo, que es el más exiguo, es el de orejas tiesas, propio de las antiguas representaciones egipcias, al que pertenecen algunos lebreles y podencos del ámbito mediterráneo y canario.
En general, y teniendo en cuenta las diferencias entre los distintos ejemplares, los galgos españoles tienen un carácter serio y retraído. Son perros altivos que muestran gran confianza en sí mismos. Profesan hacia su propietario una fidelidad completa, mientras que tratan a los demás de manera algo desdeñosa. Establecen con su amo un casi ciego vínculo vasallático, identificando el comportamiento del dueño con lo correcto. Tienen un importante componente agresivo, que es encauzado por los criadores hacia la caza o la competición. En el caso de las carreras, se selecciona desde cachorros a los ejemplares de carácter más equilibrado y a la vez más persistentes en la persecución de las piezas. Los criadores intentan controlar el temperamento del galgo, excitándolo antes de las carreras para que los músculos rindan al máximo. La felicidad del galgo, dadas sus innatas características atléticas, implica casi siempre la posibilidad de pasear y correr a diario en espacios abiertos. Su secular educación para la caza provoca también en el galgo una mala convivencia con otros animales, como aves de corral, ratas y gatos, con los que puede mostrarse fiero. Incluso no siempre tolera bien la compañía de otros perros, como si se tuviese a sí mismo en demasiada alta estima. En cierto modo, recordando el dicho popular de que el carácter del perro es a menudo como el carácter de su amo, los galgos españoles parecen réplicas caninas de los orgullosos y levantiscos nobles del Medievo. Las madres son tremendamente protectoras con sus cachorros, no permitiendo a casi nadie que se acerque.
La alimentación del galgo ha de ser ajustada a su condición atlética, más por motivos de salud que en aras de su posible trayectoria en competición. Los huevos constituyen el eje de su alimentación, hasta el punto de ser recomendable la ingesta de un huevo diario. Además de los copos o trozos de la comida prefabricada, conviene incluir en la dieta alimentos naturales en adecuada proporción, como leche, requesón, fruta, aceite vegetal, miel, carne cruda, pan integral, mantequilla, arroz y verdura al vapor, así como sustancias dulces en muy pequeña medida. Las proteínas ayudarán al galgo en la formación y conservación de los tejidos, como músculos, huesos y órganos internos. Las grasas aumentarán sus reservas energéticas, favorecerán la asimilación de ciertas vitaminas, le protegerán contra el frío, preservarán sus órganos más sensibles, le proporcionarán un pelaje sano e incrementarán la intensidad de los sabores. Los hidratos de carbono le aportarán fibras y energías para esfuerzos inmediatos. Los minerales regularán sus fluidos corporales y favorecerán el desarrollo de huesos, dientes y pelaje. Y las vitaminas equilibrarán su metabolismo y le harán más resistente. Siendo cachorro, el galgo debe ser alimentado unas cuatro veces al día, mientras que más adelante se puede suprimir alguno de estos turnos. A los galgos les gusta participar del ambiente familiar y permanecer junto al amo el mayor tiempo posible. Su inquietud casi permanente y sus ansias de campo y cielo les llevan a sentirse más integrados en espacios naturales o en grandes parques. Prefieren hacer sus necesidades al aire libre. Como lecho les vale casi cualquier superficie mullida, pero siempre dentro de un espacio habitacional que no les agobie.
Poco después de haber cumplido su primer año, el galgo está preparado para recibir intensos entrenamientos, si es que su futuro está en las carreras. En esta clase de vida aprenderá a convivir con otros lebreles, entrando por así decirlo en sociedad. Los lugares de entrenamiento han de tener grandes extensiones llanas, pero también ligeras pendientes. En ellos se ha de evitar que el galgo se meta en huecos, toperas y galerías subterráneas, donde podría lesionarse fácilmente. Lo normal es que correr sea la principal pasión de los galgos, pero si algún ejemplar no quiere hacerlo, entonces no se le debe obligar. En muchas fases del galope se puede ver al galgo totalmente suspendido en el aire, o apoyando tan sólo una de sus patas de manera alternativa e increíblemente bien coordinada. Un estudio detenido de sus movimientos en carrera permite entender la velocidad alcanzada. La carrera se convierte en una especie de sucesión de saltos dada la amplitud de cada zancada. Si el galgo nos sale marrullero y poco deportivo será seguramente descalificado en carreras de grupo, pero podrá ser inscrito en pruebas individuales por tiempos.
Los canódromos suelen presentar una pista ovalada, de forma similar a los antiguos circos romanos, que estaban destinados principalmente a las carreras de bigas y cuádrigas. Hay también circuitos redondos o en forma de W. La pista puede ser de césped o de arena. En el caso de las pistas de césped, se echa arena en la salida, en la meta y en las curvas para que sufran menos las patas de los lebreles. Las pistas normales tienen una longitud comprendida entre los 400 y los 480 metros. En el primer caso la pista es métricamente casi una reproducción de una pista de atletismo. Las carreras se hacen por lo regular sobre distancias establecidas entre los 300 y los 960 metros. Es decir, o bien se suprime una curva o se dan una o dos vueltas al circuito. En cada prueba no suelen competir más de seis perros, los cuales afrontan la salida desde unos cajones individuales. Una vez sueltos persiguen una liebre mecánica recubierta de piel o fibra, y que va a unos 20 metros del perro más adelantado. En la meta se paran los cronómetros y se define el orden de llegada, recurriendo a fotos, vídeos o microchips en caso de dudas. Los vencedores de cada carrera en ocasiones disputan semifinales y finales, hasta obtenerse al gran campeón. Éste, si es a la vez sereno, es con frecuencia también galardonado en las exposiciones caninas, pues el deporte le ayuda a cumplir con los cánones estéticos prefijados.
Los grupos ecologistas y defensores de los derechos de los animales han denunciado repetidamente los abusos que se cometen en el entorno de las carreras de galgos, sobre todo en los canódromos relacionados con las apuestas. Entre ellos está el tráfico internacional de greyhounds en malas condiciones de transporte; el hacinamiento de los perros en pequeñas jaulas; el abandono o asesinato tras lesiones o al término de la vida deportiva; y el contagio de filaria u otras enfermedades por las malas atenciones higiénicas. Todas estas situaciones deben ser eliminadas mediante la aplicación rigurosa de las leyes, incluso llegando cuando sea preciso al cierre de los canódromos. Pero a la vez ha de preservarse la existencia de las carreras de galgos, realizadas en condiciones vitales dignas para estos animales, pues suponen un enriquecimiento cultural. En España aún subsiste la bárbara costumbre, enraizada en el período medieval, de ahorcar en los árboles a los galgos ya mayores o inservibles tras la temporada de caza. Pero afortunadamente dicha práctica está en franco retroceso, existiendo ya albergues para los galgos veteranos abandonados. Y por supuesto lo mejor sería que el amo cuidase de su galgo hasta el fin no violento de sus días. En nuestro país los galgos españoles gozan de una especial protección por parte de las instituciones, pero los greyhounds importados para las carreras y luego desechados son víctimas de terribles situaciones, lo que se hace necesario resolver.
El único canódromo fijo que existía en España era el “Canódromo Meridiana” de Barcelona. Ocasionalmente se montan canódromos en otras ciudades o en áreas rurales, destacando en este sentido el ámbito extremeño. Ha sido una lástima la desaparición del canódromo barcelonés, ligado a las apuestas, y cuyo ambiente recordaba el furor que causó en pasadas décadas la competición galguera en diversas ciudades españolas. En el momento de la publicación de este artículo se nos comunicó el cese de sus actividades. Fue inaugurado en 1964 y organizaba carreras diarias de lebreles. Las apuestas consistían en una especie de quiniela en la que había que acertar los dos o tres primeros perros clasificados.
Para titular y finalizar la presente exposición de ideas escogimos la expresión popular “¿Dónde vas, lebrel?”, alusiva al buen mozo que escapa de la actitud cariñosa y receptiva de la muchacha. La aplicamos en este caso al futuro de los lebreles y de sus carreras en España. El galgo español presenta unas excelentes perspectivas de futuro, situándose en posición ventajosa con respecto a otros tipos de lebreles importados, que hasta ahora gozaban de las preferencias de los criadores. Mientras que en cambio las carreras afrontan un incierto porvenir, tendiéndose a la supresión de los canódromos en favor de la competición en campo abierto. La figura alargada del galgo, enraizada en nuestro territorio, incorpora algo nostálgico, convirtiéndose, dada la abundante documentación a él referida, en un trozo de historia en movimiento, en fanfarronería hidalga galopando.
Bibliografía:
-Gallarza, José; “El galgo y su vida”; Prensa Española; 1966.
-Jara, José; Mingo, Manuel; “El galgo en el deporte”.
-Przezdziecki, Xavier; “Les lévriers”; París; 1975.
-Salamanca, Francisco; “Galgos españoles. Corredores de sueños. Orígenes e historia y momento actual de la raza”. En Internet.
-Sear, David R.; “Greek coins and their values”; Bath; 1978.
-Schritt, Ingeborg y Eckhard; “Los lebreles. Manual de consulta para los propietarios de estas razas”; Barcelona; 1993.