domingo, 1 de diciembre de 1996

EL IMPERIALISMO ROMANO EN LA REPÚBLICA TARDÍA


El imperialismo, sin ser tan antiguo como la especie humana, sí que es tan antiguo como su organización social. Roma supo desarrollar grandes impulsos imperialistas, recompensados con la gloria de las victorias. La política exterior romana estuvo en gran medida determinada por una oligarquía gobernante que alcanzó el cenit de su poder en el siglo II a.C. Durante la mayor parte de este siglo la política romana se caracterizó en cierto modo por un sofisticado sistema que quiso disimular su avidez por realizar anexiones territoriales. Esta actitud fue puesta en práctica tras las guerras victoriosas contra Cartago, Macedonia y Grecia. Tito Quinto Flaminio supo presentar a Roma como la liberadora de los griegos. El senado romano esperaba que los griegos pudiesen resolver dentro del orden sus propios asuntos. Pero ante las insistentes solicitudes de ayuda de las ciudades griegas, Roma fue incrementando su intervencionismo en las mismas para restaurar el orden y su prestigio.


De forma progresiva la interferencia romana en Asia y Europa se hizo más abierta e insistente con el fin de eliminar las convulsas ambiciones de todas las grandes potencias. Roma fue dispersando guarniciones militares por ámbitos políticos fragmentados que eran sometidos a una constante vigilancia. Todavía Roma no asumió el control directo de los estados a los que había vencido militarmente, sino que se limitó a salvaguardar su propia seguridad. Parece que la oligarquía sintió durante largo tiempo una aversión natural a ejercer el dominio sobre estados extranjeros, con los que intentó mantener una coexistencia tranquila que se ajustase en demasía a sus propios criterios. Roma mantuvo una actitud distinta frente a los estados considerados civilizados que frente a las regiones percibidas como bárbaras. En estas últimas el poder romano avanzó a través de dilatados procesos de conquista. El estado romano siempre aspiró a ejercer una clara hegemonía en los contextos políticos en los que se podía ver envuelto con otros estados. Su deseo de preeminencia existía incluso cuando se firmaban tratados de hipotética igualdad.

Se aprecian claras contradicciones en la política exterior romana. Los romanos deseaban implantar sus modelos de conquista a los territorios bárbaros antes que aplicarlos sobre los estados desarrollados, pues dudaban de sus capacidades para administrar todo lo anexionado. El tiránico comportamiento del que con frecuencia hacían gala los gobernadores provinciales truncaba los idealistas proyectos estatales de administración directa de un vasto imperio. Pero aun así parecía más productiva la impetuosa conquista que la cautelosa política de no anexión, pues esta última solía desembocar en la necesidad de realizar repetidas intervenciones militares en los mismos ámbitos. Los romanos decidieron desplegar en los territorios bárbaros una política brutal de conquista con la que obtener gloria que amedrentase a los otros estados civilizados mediterráneos. Roma pretendía así que dichos estados aceptasen las directrices de un hegemónico arbitraje. Por tanto en el esquema expansionista romano descubrimos claras concomitancias con las antiguas actitudes bélicas griegas, más propensas a la conmiseración con otros griegos que con los bárbaros.

Dentro de la aristocracia romana el concepto de virtud estaba enormemente arraigado. La virtud era la fuerza motora del general y del hombre de estado. Era un principio casi mágico que hacía que los aristócratas se sintiesen con seguridad llamados a un elevado destino. La virtud caracterizadora de los valores nobiliares impregnó a la sociedad romana, impulsando a la misma en su conjunto a afrontar sin temor la conquista de un amplísimo espacio vital. El prestigio del nombre de Roma encontró su principal soporte en el mantenimiento de los éxitos militares. El triunfo era un componente esencial para la vida política romana. Eran tradicionales en el mundo romano los prolíficos vínculos clientelares desplegados por la nobleza. Muchos de esos vínculos hacían que los aristócratas romanos mantuviesen una carismática superioridad con respecto a gentes que habitaban tanto la propia Roma como otras ciudades. En la nobleza romana se había desarrollado una instintiva tendencia al patronazgo que tuvo luego una traducción imperialista. En la mentalidad nobiliar romana la obediencia de los débiles a los fuertes era casi una eterna ley moral, más todavía si era a Roma a la que correspondía la digna ostentación de la fuerza.

Los estudios centrados en el imperialismo romano suelen descubrir en el mismo una serie de motivaciones económicas. Pero durante la República tardía tales motivaciones estaban subyugadas al rápido y a veces inesperado desarrollo de las circunstancias políticas y militares. Conforme progresaban sus conquistas, los romanos iban estableciendo impuestos en las regiones anexionadas. En los ámbitos conquistados existían recursos naturales que empezaron a ser explotados por los romanos de manera más efectiva y organizada de lo que lo hacían sus anteriores posesores. Los beneficios económicos que las guerras traían consigo eran bien acogidos por los romanos, pero no constituían la única motivación que suscitaba las acciones políticas y militares. Los territorios conquistados pronto se convertían en excelentes mercados en los que se desarrollaban activas operaciones comerciales que redundaban en provecho del estado romano. Badian considera que las motivaciones económicas de la política exterior romana de la República tardía han sido sobrestimadas por muchos historiadores, que las situaron por encima de las causas políticas e ideológicas.

A partir de las posibilidades económicas aportadas por las conquistas, Roma diseñó un amplio y complejo entramado financiero y comercial. Los romanos se percataron con cierto retraso de que la guerra era una provechosa fuente económica, o al menos en sus escritos pretendieron reflejar que lo que provocaba su ardor bélico era ideológicamente más sutil. Los recursos de los territorios anexionados permitían a Roma financiar la conquista de nuevos territorios. La movilización del ejército por sí misma acrecentaba las esperanzas de bonanza económica de los soldados, tanto por la paga y el botín como por el deseo de adquirir la propiedad de lejanas tierras. Los aristócratas proyectaron sus ansias de enriquecimiento en las nuevas adquisiciones territoriales romanas. Las conquistas permitieron que afluyesen al ámbito itálico productos agrícolas baratos que perjudicaron a los campesinos de Italia, pero que facilitaron a la plebe urbana la subsistencia.

El senado durante buena parte de la República tardía tuvo en sus manos el control de la política exterior romana. Muchas veces no aprovechaba las victorias militares para anexionarse ciertos territorios con tal de no adquirir molestas responsabilidades administrativas de dudoso provecho. Algunos nobles romanos obtenían principalmente beneficios económicos de los territorios foráneos incluso antes de que Roma impusiese a los mismos estructuras administrativas bien organizadas. Los políticos romanos se plantearon en ocasiones la conveniencia de detener temporalmente el proceso de engrandecimiento territorial para poner un poco de orden en los asuntos internos del estado. El senado se mostró con frecuencia reacio a entregar la administración de las provincias a individuos que en ellas parecían buscar la gloria y el enriquecimiento personal antes que el beneficio del estado.

Algunas campañas militares fueron impulsadas por personajes de gran prestigio que deseaban con sus victorias acrecentar su renombre con vistas al posible ejercicio de un poder de rasgos autoritarios. Incluso en los momentos de graves tensiones internas, el senado procuró no descuidar la dirección de las empresas expansionistas para de ese modo racionalizarlas, evitando así la adquisición de excesivos territorios que habrían sido materialmente inadministrables. Esta actitud senatorial no recibió apenas críticas populares ni siquiera cuando implicaba la renuncia temporal a la conquista de áreas agrícolamente ricas, como Egipto. Progresivamente los intereses ultramarinos de los senadores se acrecentaron, de modo que la política interna romana quedó definitivamente transida por las implicaciones mediterráneas. Pero hasta la época de la dictadura de Sila (81-80 a.C.), los objetivos de las distintas clases sociales romanas radicaban principalmente en elementos cercanos, espacialmente reducidos, pues la expansión territorial se concebía en cierta medida como una inevitabilidad histórica desencadenada por el elevado destino al que Roma estaba abocada.

El estudio de la República romana es en gran medida el estudio del proceso a través del cual su clase gobernante hizo presente su autoridad en una creciente cantidad de territorios. Mientras que la oligarquía se familiarizaba con el reciente imperio adquirido, individuos concretos de esa clase privilegiada se hicieron con posiciones políticas preeminentes, alimentando su indiscutible prestigio con empresas militares victoriosas. La guerra social y las guerras civiles por las que atravesó Roma durante la República tardía no pudieron detener el afán expansivo romano, ya casi mitificado por la sucesión de los éxitos. La expansión territorial generó en el seno de la sociedad itálica profundas transformaciones. A nivel individual hay que afirmar que los ciudadanos romanos, independientemente de su clase social, ampliaron sus horizontes vivenciales y pudieron dar a sus deseos mayores esperanzas de prosperidad.

Las derrotas inferidas de manera progresiva a los cartagineses, macedonios, seléucidas y griegos no fueron utilizadas por los romanos solamente para adquirir nuevos territorios, sino también para sentar las bases de una futura dominancia administrativamente más madura. En cambio otras regiones más bárbaras sirvieron de campo de experimentación al devastador imperialismo romano. Liguria, Iliria, la península Ibérica y las Galias sucumbieron de manera irrefrenable a las armas romanas, integrando en ocasiones fronteras móviles. Tras las guerras yugurtianas del Norte de África, Mario tuvo que defender las fronteras septentrionales del imperio frente a las incursiones de los teutones y los cimbrios. El reino del Ponto, Armenia y Partia desafiaron con diversa fortuna al poder romano. La Cirenaica y Egipto contribuyeron a ir definiendo el espacio de actuación del estado romano, de ambiciones necesariamente autolimitadas por la precocidad administrativa y por la necesidad de romanizar lo ya anexionado antes de emprender nuevas campañas de conquista.


BIBLIOGRAFÍA:

- Badian, E.; “Roman imperialism in the late Republic”; New York; 1968.

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