Están muy bien
documentados para al menos el período comprendido entre finales del Siglo XV y
comienzos del Siglo XVII unos extraños y diversos tocados femeninos,
voluminosos y muy llamativos, que fueron usados principalmente por las mujeres
del Norte peninsular, en concreto de Asturias, Norte de León, Cantabria, Norte
de Burgos, País Vasco, Norte de La Rioja y Navarra. Sin duda tendrían
precedentes de raigambre medieval, peor conocidos por ser un asunto irrelevante
para las fuentes escritas de la época, que además son mucho menos abundantes. Gran
parte del área mencionada tendría un gusto común por los tocados femeninos
impactantes, dándose a la vez multitud de variaciones regionales. Algunos de
los tipos, por la insistencia en su uso, llegaron a adquirir carácter
identificativo para las mujeres de determinados valles, o se convirtieron en un
elemento característico de la adscripción comarcal. Muchas de las implicaciones
sociales y de las connotaciones semánticas de estos tocados siguen siendo
motivo de discusión. Su dilatada pervivencia, sorteando crecientes presiones, merecen
estudios más detallados que permitan comprender su origen y evolución. Como
imagen efectista podríamos pensar, viajando en el tiempo, en cuál sería nuestra
actitud si de repente tuviésemos que dirigirnos a una mujer de la primera mitad
del Siglo XVI, con su pelo largo envuelto en paños, formando un cuerno de un
tercio de metro inclinado hacia la frente.
El clérigo e historiador
Prudencio de Sandoval menciona en sus crónicas que la reina Isabel “la
Católica”, al visitar los pueblos, se vestía y tocaba al uso de cada uno de
ellos. Recurría para hacerlo posible a las mujeres de más merecimiento del
lugar, las cuales le prestaban las ropas y joyas que fueran necesarias. Luego
la reina, al devolvérselas, incorporaba en ellas ciertas mejoras como muestra de
afecto, contribuyendo esta reciprocidad a que la acogida en los siguientes
pueblos fuera también cálida. Incide en esta cercanía de Isabel hacia sus
súbditos Baltasar de Echave al narrar que la reina no dudaba en lucir los
tocados típicos del País Vasco cuando era convidada en esta tierra con motivo
de bodas y otras fiestas. Si a la reina piadosa por excelencia no le parecían
descarados los tocados vascos es una pena que un siglo después dichos tocados
empezasen a ser mal vistos por prelados excesivamente puntillosos. El que los
Reyes Católicos mudasen sus hábitos por los trajes vascos estando allí es
interpretado por Baltasar de Echave como muestra de respeto hacia las antiguas
costumbres y hacia los viejos linajes de dicho territorio. Tanto Sandoval como
Echave escriben sobre estas circunstancias aproximadamente un siglo después de
acontecer, en lo que pudiera verse un intento de defender las amenazadas
peculiaridades de la vestimenta de los distintos lugares que conformaban el
reino. Entra en cierta contradicción con esta condescendencia de los Reyes
Católicos el hecho de que en su reinado se emitieran pragmáticas destinadas a
limitar la excesiva ostentación en el uso de joyas y adornos, quedando exentas
de cumplirlas las mujeres asturianas, por haber aducido que se trataba de una
costumbre muy antigua en su tierra el ir profusamente enjoyadas.
Laurent Vital, flamenco encargado
de la buena conservación del vestuario de Carlos I en 1517, momento en que el
joven rey desembarca en Asturias proveniente de Flandes, comenta por escrito su
extrañeza al contemplar los adornos y atavíos que llevan las mujeres del
concejo de Villaviciosa en la cabeza, altos y largos, sin que sean tamboriles,
sino más bien imitación de respaldos, quedando el pelo generosamente cubierto
por telas. Se trata de lienzos de poco precio, pero que al ser tan largos
gravan la economía doméstica, haciéndose además difíciles de llevar por su
volumen. Uno de estos tocados de esmerada confección podía valer tanto como el
resto de las ropas que lucía la mujer. Laurent Vital incide en el contraste
entre la sencillez del vestido y la aparatosidad del tocado, lo que revela la
importancia que socialmente se concedía al mismo. En su descripción menciona
que estos tocados tenían una apariencia continuista con respecto a un genérico
estilo pagano. Se trata de un dato importante, ya que nos revela que podían
distinguirse claramente en los atuendos de la época elementos que respondían a
concepciones precristianas, en el sentido de buscar atraer con rotundidad las
miradas, recurriendo incluso a añadidos estrambóticos. Para subrayar la
exageración de estos tocados, Laurent Vital los compara con pisos de colmenas y
cestas de cerezas, no comprendiendo además cómo no se circunscriben a contextos
más rurales.
Cinco días después la
comitiva del futuro Emperador llega al concejo de Ribadesella, donde la
población se encuentra en plenas fiestas, luciendo por tanto sus mejores galas.
Laurent Vital no puede sino dejarse arrastrar por la alegría del recibimiento,
pasando a describir los tocados femeninos que más le sorprenden, consistentes
algunos de ellos en estrafalarios canutos de apariencia fálica en los que queda
atrapado el pelo largo de las mujeres casadas. Su impresión es tal que le hace
recordar a mujeres enloquecidas con un gallo sobre la cabeza. Este canuto,
adorno de tela blanda o crespón, va recogido y volcado sobre la cabeza,
presentando un desarrollo de unos cuarenta centímetros, quedando la punta
próxima a la frente. Con frecuencia la punta es de un color distinto al del
resto del canuto, primando la combinación del blanco y del amarillo por ser los
tonos más comunes de los lienzos sencillos. En algunas de las mujeres más
airosas el entelado va muy rígido y tirante, obligándolas a ir bien erguidas y
acentuando su sensualidad. Es probable que tanto esmero en la elaboración de
los tocados no se diese a diario, sino especialmente en los días de descanso y
en las jornadas festivas. No pueden llevarlos las jóvenes sin casar, lo que
revela claramente que en estas últimas resultarían demasiado escandalosos para
la sociedad. Sí que los lucen las viudas, incorporando en ellos códigos
cromáticos o formales que expresan de manera inmediata su actual condición.
Al hablar distendidamente
Laurent Vital con la mujer de la vivienda en que circunstancialmente se aloja,
ella le cuenta que a las mujeres de la región no les hace demasiada gracia
tener que llevar esos tocados, por resultar caros, pesados y difíciles de lucir
sin fatiga, dando además calor. Sugiere incluso que el rey ordene sustituirlos por
otros más corrientes. Carlos y los nobles flamencos que le acompañan encuentran
los tocados divertidos, no osando el rey, recién llegado, hacer cambios sin
reflexión en algo tan arraigado en las costumbres de las gentes. Entramos aquí
en la discusión de si estos adornos para el pelo, de tremenda potencia visual,
eran un signo de libertad para las mujeres de la época o si les venían
impuestos por tradiciones culturales en las que hubieran intervenido
decisivamente los hombres. Al querer indagar sobre el origen de los complicados
tocados femeninos norteños, Laurent Vital se adentra en el terreno de la
fantasía. Indica que a través de un trujimán (intérprete e intermediario) supo
la versión de un anciano asturiano, que, tras señalar que nada con certeza
sabía, refirió una historia, según la cual las mujeres habían sido condenadas a
llevarlos por haber ofrecido mayor resistencia que los hombres a convertirse al
cristianismo. Habría una contradicción en las apreciaciones del cronista
flamenco, que inicialmente veía en estos tocados pervivencias paganas y
finalmente los consagra como elementos simbólicos de la victoria sobre el
paganismo. Más probable es que fuesen la cristalización de elementos
ancestrales en un cristianismo alegre y poco rigorista, que se complacía en que
las mujeres casadas los llevasen para enfatizar la idoneidad de su estado y la importancia
social adquirida.
Pasados otros cinco días,
encontramos al Rey Carlos I y su concurrido séquito en San Vicente de la
Barquera, ya en la actual Cantabria, coincidiendo con la festividad de San
Miguel, ofreciéndole las autoridades una improvisada capea en la misma playa.
Laurent Vital alude a unas doscientas mozas que vestidas a la morisca, cantando
y haciendo sonar sus panderetas, acompañan a tan ilustres visitantes. Se trata
de jóvenes muy enjoyadas y con cascabeles por el cuerpo, vestidas con camisas
de gala bien fruncidas y aire pastoril. Sus tocados de tela van colgando por
detrás sobre la espalda, y no son redondos sino aplastados, balanceándose
suspendidos, como las capuchas de terciopelo y adornos de corte de la época. Se
asemejan a grandes turbantes de estilo morisco, pero son llevados de maneras que,
incluso para un experto en moda como Laurent Vital, parecen difíciles de
describir. No son tocados provocativos como los de las mujeres de Ribadesella
ni están reservados para las casadas, pero distan también mucho de la
sencillez. Algunos de los tocados femeninos cántabros más empleados en los
Siglos XVI y XVII pueden documentarse en estatuas yacentes de tumbas nobiliarias
conservadas en iglesias dispersas por el territorio montañés. De gran volumen
eran los tocados que en el Siglo XVI llevaban las mujeres de la comarca leonesa de
Astorga, menos encapirotados y más globulares, pareciéndose a veces a turbantes
de cierto desarrollo vertical y mostrando otras veces una especie de amplia
pantalla de tela justo por encima de la frente. El flamenco Lalaing, al
observar que las mujeres de Astorga lucían grandes pendientes y numerosos
anillos, comentó su toque egipciano, palabra que servía para referirse a los
gitanos, por creerse entonces que provenían de Egipto.
Tras la anexión de
Navarra por parte de Fernando “el Católico” en 1512 y la progresiva
pacificación del territorio, fueron incrementando su presencia en la región las
redes de delación inquisitoriales, persiguiéndose con dureza las pervivencias
de los rituales paganos en las áreas montañosas. El uso del tocado corniforme
por parte de las mujeres en el ámbito navarro gozaba por entonces de un
importante arraigo, hasta el punto de haber podido influir, junto con la
infamante coroza de los autos de fe, en la iconografía reciente de las brujas. La
coroza era un tocado cónico de papel grueso con el que se pretendía humillar
aún más a los condenados, pintándose a veces en él llamas, castigos o los
delitos cometidos. En un memorial de hacia el año 1526 conservado en el Archivo
General de Simancas (AGS, CCA, LEG, 184, 18, 1), el rector y concejo de Navaz,
localidad navarra perteneciente hoy en día al municipio de Juslapeña, se
dirigen al rey Carlos I, a través de la Cámara de Castilla, con una petición en
la que puede apreciarse el ambiente de persecución religiosa que se respiraba
por entonces. Suplican la obtención de recursos para hacer una ermita en una
cueva cercana a su pueblo, en la que aseguran que mucha gente del lugar ha
tenido visiones atemorizadoras. Consideran que allí es posible que se reúnan
brujas, y que de los bienes de algunas brujas ya condenadas podría
entregárseles cierta cantidad con la que edificar la ermita. Pretenden mediante
ella neutralizar las influencias malignas de los usos anteriores dados a la
cueva. Su intención es dedicarla a San Antón, al ser éste el iniciador del
movimiento eremítico en similares parajes rocosos.
Algunos cuadros de esa
misma época, alusivos a las tentaciones de San Antón, ayudan a entender el
motivo por el que los habitantes de Navaz veían en él al santo adecuado para
reformular el significado de la cueva, cristianizando su potencia telúrica. En
estas pinturas se representa a San Antón, también conocido como San Antonio
Abad, en lugares montañosos o desérticos, cercado por animales híbridos y
mujeres desnudas. Ellas aluden a la fuerza de la pasión carnal, incluso en
medio de la absoluta soledad, mientras que los animales metamorfoseados adornan
los corredores espirituales que llevan a los abismos. A San Antón se le
adjudicó el patronazgo de los animales por haber ayudado a los que se
encontraba en lugares tan inhóspitos, y por haber convivido con ellos en medio
de la naturaleza. Hay bastante acuerdo en la visión actual que se tiene de las antiguas
y escasas brujas en que tras ellas habría más bien mujeres joviales, muy
conectadas con aspectos sublimados de la naturaleza, mantenedoras de
tradiciones ancestrales, apegadas a antiguas prácticas paganas, conocedoras de
remedios caseros, dadas a experimentar con sustancias psicotrópicas, deseosas
de libertad sexual y de libertad de reunión, contrarias a las imposiciones
sociales y no dispuestas a aceptar el exclusivo ejercicio masculino de la
violencia, plasmado en las guerras libradas por los ejércitos imperiales.
Lo cierto es que en la
cueva de Navaz la ermita nunca llegó a realizarse, sirviendo todavía dicha
cueva como testimonio de sucesión y convergencia de distintas corrientes
espirituales. Transcribimos a continuación el texto comentado, manteniendo la
mayor parte de la grafía antigua: “El Rector y Concejo de Navaz, del Reyno
de Nabarra, dize que en los montes del dicho lugar ay una cueva donde muchos de
la tierra han visto ciertas visiones y fantasmas que ponen mucho espanto a la
gente y se temen les venga algun daño dello, porque se cree de cierto que debe
haber en ella alguna congregacion de bruxas como en otras partes se ha sabido
la acostumbran tener. Y desea el dicho pueblo para remedio dello hazer una
hermita de Sant Anton en la misma cueva, porque a su intercession se quite el
poder del enemigo y se aparte de alli. Para ayuda de lo qual suplican a Vuestra
Magestad que de los mismos bienes de algunas bruxas ya condenadas, pues es
justo de quien procede el daño se siga el remedio, que Vuestra Magestad les
ayude con alguna quantidad para hedificar la dicha hermitta, donde se cree, segun
la necesidad y temor en que se vee toda la tierra, habia mucha devocion y se
hara mucho servicio a nuestro Señor y recevyra en ello el dicho Concejo y toda
la tierra muy señalada merced”.
El dibujante alemán
Cristoph Weiditz, que destacó también como grabador de medallas, recorrió
España entre 1528 y 1529, llevándose consigo numerosos bocetos que le sirvieron
luego para elaborar su precioso “Trachtenbuch”, libro en el que plasma la
manera de vestir característica de distintas regiones, no sólo de la Península
Ibérica, sino también de otros territorios europeos. Incluyó además en este
tratado algunas de las primeras descripciones de la indumentaria de los
indígenas americanos, que en ciertos casos aparecen practicando deportes y
mostrando una excelente forma física. En el libro, conservado en el Museo
Nacional Germano de Núremberg y disponible por entero a través de internet, aparecen
oficios y costumbres, intentando hacer así más dinámicas y narrativas las
imágenes, superando el mero posado con la intención de reflejar multitud de
aspectos sociales, sin ocultar los más tenebrosos, como la esclavitud, la
pobreza, las condenas lacerantes... Nos encontramos con los esfuerzos
implicados en determinadas profesiones, con el ejercicio orgulloso de las
armas, con la presencia estratificada del clero… A pesar de todo la profundidad
psicológica alcanzada en este muestrario de personajes no es muy alta,
adquiriendo primacía los vestidos y los tocados sobre los rasgos físicos de las
personas representadas, pertenecientes a muy variadas clases.
En cuanto a los tocados
femeninos hispanos del libro de Cristoph Weiditz, aparecen tanto los más comunes,
como las trenzas, las tocas, las cofias, los sombreros, las redecillas, los
velos, los mantos sobrepuestos, los turbantes… como los más impactantes tocados
septentrionales, bien corniformes o bien con otras formas voluminosas. En el
caso de un tocado vasco de gran altura, el dibujante anota que es fantástico,
no porque sea irreal, sino porque denota una gran imaginación. También
impresiona el dibujo de una doncella vasca medio rapada, más teniendo en cuenta
que podía ser un peinado nupcial. Este rito de corte radical del pelo podía
acompañar al inicio de la vida matrimonial, en la que ya el pelo de la joven
iría creciendo libremente. La mujer recién casada pasaría a ocultar su pelo
cada vez más largo a la gran mayoría de la gente, recurriendo para ello a
varios metros de lienzo con el que crear diseños caprichosos, pero a la vez
relacionados con tradiciones comarcales. Todavía actualmente persiste un ritual
de corte acusado para las mujeres que hacen sus votos de monja, a las que se
les deja el pelo muy corto como signo de renuncia a las vanidades del mundo y
para remarcar su entrada en una nueva vida que enfatiza lo espiritual. Pero ni
siquiera este peinado queda a la luz como elemento identificativo, sino que
permanece bajo la toca, que es la que se convierte en marcador social.
Los estudios etnológicos
realizados por los folkloristas vascos muestran que ya a finales del Siglo XVI
los tocados corniformes empezaron a ser mal vistos por crecientes sectores,
redoblándose las presiones del clero más intransigente para intentar hacer
disminuir su uso. Los visitadores enviados a los pueblos desde las sedes
diocesanas instaban a que no se permitiera entrar a las mujeres en la iglesia
con ese tipo de tocados, por considerarlos indecentes. Se perdió o no se quiso
ver el significado atávico de estos tocados, de mantenimiento de las prácticas
seculares de los antepasados, reduciendo su campo semántico al de la incitación
sexual. En su crónica de aquel período, el padre Alonsótegui vincula la forma
apuntada de los tocados femeninos vascos con la representación de las montañas
en que antiguamente se daba culto a fuerzas supuestamente demoníacas.
Deberíamos hablar más bien de prácticas panteístas con un repertorio mitológico
de seres vinculados a la exuberancia de la naturaleza, manifestada a través de
los bosques y los arroyos. Alonsótegui aporta en pocas líneas densa
información, haciendo referencia a que los tocados podían llevar cuernos
parecidos a los del caracol, o tener forma de genitales, proas de barco, calabazas
cilíndricas, morteros redondos y pirámides caprichosas, siendo a veces tan feos
y ridículos que su uso parecía incomprensible. No se trataba de un carnaval,
encerrado en determinadas fechas como vía de escape para el divertimento común,
sino de prácticas habituales vistas con naturalidad. Otra observación
interesante de Alonsótegui es el pleito que asegura que poco antes se había
dado en Guipúzcoa entre las mujeres y sus maridos, los cuales quisieron
prohibirles el llevar tocados tan espectaculares. Este argumento sí que parece
indicar que en el territorio vasco, a diferencia del asturiano, los tocados
raros eran percibidos como signo de una mayor libertad femenina.
Confluyen en los tocados
femeninos exagerados de la España septentrional dos tendencias de pensamiento
contrapuestas. Por un lado, tienen algo de retrógrado, en cuanto a que ocultan
el pelo largo de las mujeres casadas, reservando su contemplación para los
maridos. Esta tendencia, de influencia islámica, se daba también en otros
muchos de los tocados que usaban las mujeres del Siglo XVI en la península,
aunque fuesen menos vistosos. En la misma línea, los tocados norteños pueden
ser vistos como marcadores del estado civil, clasificando a las mujeres de
manera agobiante como ya casadas o aún sin casar. En el caso de las viudas,
también sus tocados señalaban claramente que eran viudas, por ejemplo
recurriendo al color negro para los paños en lugar de al blanco habitual. Si
las mujeres los llevaban sólo por no desentonar en su contexto social o por
mantener las antiguas tradiciones de su merindad, entonces su comportamiento no
sería plenamente libre. Por otra parte, los tocados provocativos parece que
servían para señalar un estatus sexual, el estar dentro de una fase de
conocimiento afectivo profundo, exaltando visualmente todo lo relacionado con
la fecundidad. Así parece sugerirlo el que las mozas sin casar, al estar
todavía en una fase previa, fueran muchas veces pelonas, como monjas sin toca,
con la salvedad de poder lucir algunos mechones sueltos largos. Se
invisibilizaba socialmente a las muchachas, preservándolas aún, y se
sobreexponía a las casadas y a las viudas, acentuando su sensualidad. En otras
áreas de la península las doncellas podían lucir el pelo largo sin que
estuviese mal visto.
Otra vertiente de los
tocados excesivamente llamativos sería reclamar la vigencia de supersticiones
antiguas, relacionadas con la protección personal encomendada a fuerzas
dominadoras de la naturaleza ajenas al credo cristiano. Los tocados altos del
arte escultórico ibérico y la pervivencia de la mantilla y la peineta apuntan a
que siempre en territorio hispano hubo peinados femeninos impactantes,
diseñados para concentrar todas las miradas. El geógrafo Artemidoro de Éfeso, a
principios del Siglo I a.C., al hablar sobre las mujeres del Norte de Hispania,
refiere que algunas se colocaban sobre lo alto de la cabeza una columnilla de
un pie de largo, entrelazando en ella los cabellos, cubriéndolos luego con un
velo negro. Es una información recogida un siglo más tarde por Estrabón, el
cual menciona también la costumbre de otras mujeres de la zona, consistente en
raparse la parte delantera del cráneo, que quedaba así muy brillante. Los
tocados de gran desarrollo vertical hacían parecer a la mujer más alta, servían
para expresar su alcurnia, le daban más prestancia. Este fenómeno puede
rastrearse a través de la pintura en buena parte de la Europa renacentista,
especialmente en los retratos de las clases elevadas. En el caso de las monjas,
sus tocas presentaban en épocas pasadas más vuelo y amplitud que en la
actualidad, no faltando algunos ejemplos de estructura apuntada. Era normal que
las tocas se hiciesen con telas finas y ligeras, tomando a veces su nombre de
los tipos de telas empleados en su elaboración.
El pintor y escritor
alavés Francisco de Mendieta, cuya obra artística y genealógica trasluce un
gran amor por su tierra, realizó dos obras de inestimable valor etnográfico y
gran trasfondo político. La primera de ellas, datada en 1607 y conservada en la
Diputación Foral de Guipúzcoa, es conocida como “Los esponsales” o “Boda de
hidalgos en Begoña”. La segunda, fechada en 1609 y adscrita a las Juntas
Generales de Vizcaya, se titula “El besamanos” o “La jura de los fueros de
Fernando el Católico”. En “Los esponsales”, una pareja realiza su promesa de
matrimonio, con entrega de arras y anillos, en el interior de la Basílica de
Nuestra Señora de Begoña, con asistencia de un nutrido grupo de hombres y mujeres.
Mientras que en ellos no hay mucha variedad en la vestimenta, en el caso de
ellas, la descripción de los atuendos y especialmente de los tocados es
minuciosa. A cada tocado corresponde un número que conduce a la leyenda
explicativa, en la que aparecen distintas localidades del País Vasco y de otras
áreas limítrofes. El propio pintor señala que no todos esos tocados estaban aún
en uso por entonces, pues mientras que algunos son contemporáneos suyos, otros los
considera ya antiguos. Quizás Francisco de Mendieta intuía que se iba a ir
produciendo la desaparición de esa riqueza y pluralidad en favor de la
convergencia en unos pocos modelos más discretos. Cada mujer representa su
territorio de origen, beneficiándose sus hijos del derecho de hidalguía universal.
El contexto sagrado refuerza la idea del pacto comunitario vigente entre todos
estos lugares. Ellas son las grandes protagonistas del cuadro, las que con las
telas blancas de sus complejos tocados, símbolos claramente identitarios, iluminan
la ceremonia de promesa de adhesión.
“El besamanos” es una
pintura historicista que nos traslada al penúltimo día de julio de 1476,
jornada en la que Fernando “el Católico” juró los fueros de Vizcaya en la
iglesia de Santa María la Antigua de Guernica. Después, ya en el exterior, bajo
el emblemático roble, se produjo una ceremonia de compromiso vasallático en la
que participaron los representantes de los distintos linajes vascos y los
alcaldes de las diferentes villas. A cambio de respetar el ordenamiento y las
libertades del territorio, la sociedad vasca ofrecía al rey su fidelidad. El
repertorio de ropas y tocados, tanto de hombres como de mujeres, es muy amplio
y colorista. En la fila inferior es donde se concentran mayormente los hombres,
con sus armas y escudos pintados, denotando la importancia concedida a la
conciencia genealógica, al conocimiento del origen familiar de cada individuo. En
la fila superior, los alcaldes y otras autoridades locales son mucho menos
numerosos que las mujeres, las cuales actúan como alegorías de sus respectivas
villas. No se trata de meras y frías alegorías, sino que estas mujeres representan
a las mujeres reales de la época, concediéndose a las mismas un fuerte
simbolismo en la construcción de la identidad colectiva. Una de las mujeres
parece estar embarazada, y otra sostiene a un niño en sus brazos, dando así un
mayor sentido humano a la ostentosa exhibición heráldica. Nuevamente Francisco
de Mendieta recurre a una gran diversidad de tocados femeninos, expresando las
mujeres el ensamblaje comunitario de los distintos valles. La sustitución de
los alcaldes de la ceremonia histórica por mujeres tiene en el cuadro
intencionalidad política y un toque utópico, dignificando a las mismas.
En las Juntas Generales
celebradas en Deba (Guipúzcoa) en 1434 se intentó disminuir la cantidad de tela
empleada en cada tocado corniforme, para que de esa forma no fuese tan voluminoso.
Se prohibió que, en el caso de emplear lienzo fino, se superasen los 26 metros,
y que, en el caso de emplear lienzo grueso, se rebasasen los 7. Esto nos da
idea de la cantidad de vueltas que se daba a la tela para envolver el pelo de
las mujeres. En 1525 al diplomático italiano Navaggero los tocados vascos le
sorprendieron por su forma, que le recordaba el pecho, cuello y pico de una
grulla, no faltando en muchos de ellos una cresta que podía adoptar mil formas
caprichosas. El término euskera “buruko”, empleado con probabilidad desde hace
siglos, hace referencia al tocado, a la toca, al pañuelo para la cabeza y al
adorno de la misma. Una disposición del año 1623, quizás precedida y seguida
por otras similares, quiso prohibir el uso de un tipo de tocado vasco llamado
tontorra, aludiendo a que era feo y a que supuestamente existía un deseo amplio
de sustituirlo por otro ya más de moda. Los textos conservados permiten
corroborar que los llamativos tocados vascos siguieron usándose hasta bien
entrado el Siglo XVIII, si bien fueron perdiendo mucha fuerza por el asedio
institucional y eclesiástico, siendo sustituidos por otros menos originales, en
los que destacaba igualmente la blancura de los paños. El historiador Juan
Ramón Iturriza señala que en 1783 sólo vio llevar uno de estos espectaculares
tocados en las fiestas de la Virgen de Cenarruza a la mujer del Regidor de
Arbácegui. Sin duda esta dama vizcaína sería ese día el centro de atención,
exhibiendo su poder, riqueza, personalidad fuerte y gusto por la tradición.
En las dos primeras
décadas del Siglo XVI, los dos tocados con más éxito entre las españolas fueron
el “tranzado” (escrito con a y no con e) y las tocas de tradición bajomedieval.
Mientras que el “tranzado” era preferido por las más jóvenes, las tocas eran de
mayor uso entre las mujeres de más edad y entre las que querían parecer más
recatadas. El “tranzado”, rastreable ya a fines del Siglo XIV, se llevaba con
el pelo peinado hacia abajo, pegado a la cara, y recogido detrás en una trenza
que formaba una sola onda sobre cada mejilla, pudiendo adornarse mediante
cintas entrecruzadas y generando a veces una larga cola, que algunas muchachas
se enrollaban alrededor de la cabeza. Se fue tendiendo a que la onda bajase
hasta cerca de los hombros, de modo que la trenza de pelo y su funda comenzasen
no pegadas a la nuca como antes, sino a la altura de los hombros. En cuanto a
las tocas, conocidas desde al menos los inicios del Siglo XIII, solían constar
de dos piezas. Una cubría la cabeza y el cuello, mientras que la otra iba por
encima, cayendo sobre los hombros. Una u otra podían faltar, especialmente la
pieza de abajo en el caso de las mujeres jóvenes. La pieza superior podía ser
casi transparente en las mujeres adineradas. Se fue poniendo de moda el fruncir
en las tocas el borde que encuadraba el rostro, sobre todo por parte de las
casadas. Probablemente a través de los Países Bajos llegaron los llamados
tocadillos alemanes y las grandes tocas anudadas con el pelo. Otros peinados
eran el que dejaba colgar un mechón por delante de cada oreja y el que anudaba
el pelo como si se tratase de una cinta, mostrando un nudo o lazo sobre la
frente.
En la década de 1520
aumentaron las variedades del “tranzado”, tanto en la forma del casquete como en
la funda que envolvía la trenza. Por entonces se introdujeron las mantellinas
con pinjantes. En la década siguiente nació la cofia de papos, surgida de
añadir dos protuberancias laterales a la toca fruncida. Estas protuberancias
eran necesarias para poder cobijar dos moños abultados de pelo rizado a los
lados de la cabeza. Las grandes tocas anudadas en el pelo fueron sustituidas
por tocas o bandas anudadas sobre la frente. Entre las mujeres de la nobleza
fue además frecuente el uso de algunos tipos de gorras. Los sombreros y las
gorras no eran tocados exclusivamente masculinos, si bien las mujeres los
empleaban menos. Cuando las damas llevaban sombrero, éste se disponía sobre
otro tocado inferior o sobre el manto. Ya a mediados del Siglo XVI, decayó
mucho la presencia del “tranzado”, afianzándose en cambio la cofia de papos.
Ésta evolucionó, cayendo sobre el pecho en un pronunciado pico. Las
protuberancias laterales se hacían más pequeñas y más altas para adaptarse a un
nuevo peinado. Los lados de cabellos encrespados se convirtieron en dos moños
apretados y altos, los cuales dejaban al descubierto las orejas. En algunos
retratos cortesanos ya próximos a 1560 las damas aparecen con cofias o rolletes
muy pequeños sobre dos moños altos. La crespina era una redecilla de hilo
trenzado de uno o varios colores, que servía tanto para recoger el pelo largo
como para adornarlo, pudiendo ir directamente sobre el mismo o sobre telas,
formando parte en este último caso de tocados más complejos.
De origen e influencia
andalusí era la albanega, cofia para recogerse el pelo y cubrirse la cabeza,
hecha de lienzo fino, normalmente pequeña y redonda, bien ceñida. Las moriscas
empleaban habitualmente alharemes y tocas de camino, enrolladas a la cabeza a
modo de turbante, con parte de su tela cubriendo el cuello. El nombre dado a
las tocas de camino parece revelar que eran idóneas para las jornadas duras y
los largos viajes, lo que explica el que se pusieran también de moda entre las
cristianas. El alemán Jerónimo Münzer, que conoció en 1494 la Granada recién
reconquistada, indica que las moriscas, al salir de casa, iban cubiertas por
una tela blanquísima de lino, algodón o seda, tapándose la cabeza y la cara
hasta el punto de no vérseles más que los ojos. Navaggero, que estuvo en España
en 1525 como embajador de Venecia, al describir la indumentaria de las moriscas
señala que llevaban una capa de tela blanca que les cubría hasta llegar al
suelo, con la cual se envolvían de tal manera que si no querían no eran
conocidas. El resto de las ropas que lucían en público las moriscas estaban en
sintonía con esta discreción, pudiendo citarse las camisas largas, los chalecos
algo más cortos por encima y los abultados zaragüelles, medias anchas con
multitud de arrugas. Todo ello evitaba que las formas del cuerpo quedasen bien
definidas en los lugares concurridos, haciendo que las mujeres tuvieran un aire
exótico y misterioso. Al visitar la ciudad marroquí de Fez en 1573, pocos años
después de la revuelta de las Alpujarras, Mármol de Carvajal comenta que los
trajes tanto de hombres como de mujeres que pueden verse allí son iguales que
los de los moriscos hispanos.
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