Por las características de esta pieza consideré
inicialmente que podría tratarse de una tésera romana para el acceso
privilegiado al teatro. Pero alguien por internet amablemente me indicó que
seguramente estamos ante una medalla religiosa de la Santa Faz, según apuntan
otras piezas mejor conservadas y de iconografía similar. Damos por buena esta
interpretación, que nos situaría por tanto ante un objeto devocional relacionado
con la tradición de Verónica, mujer que, según un episodio no recogido en los
evangelios canónicos, secó el sudor y la sangre del rostro de Cristo camino del
Calvario con un paño en el que milagrosamente quedó impresa su imagen. Uno de
los pliegues de este paño se correspondería según la devoción popular con el
lienzo de la Santa Faz, traído a España en el siglo XV, y conservado en un
monasterio de religiosas clarisas en la ciudad de Alicante. También en la
catedral de Jaén se guarda desde el siglo XIV una tela conocida como “Rostro Santo”,
por la posibilidad de haber quedado allí reflejada la imagen del rostro de
Jesús. Entre las reliquias italianas de carácter similar destaca el “Volto
Santo” de Manoppello, mientras que la llamada “Santa Faz” de Génova se
desvincula del gesto piadoso de Verónica, remitiendo en cambio al “Mandylion”
de Edesa, imagen que pudo haber sido tomada en plena actividad predicadora de
Cristo con una finalidad curativa.
A la pequeña pieza de bronce que ahora analizamos le
falta una parte debido a su rotura. Se intuye a pesar de ello que originalmente
debió presentar simetría bilateral. El anverso lo constituye una amplia tela de
pliegues bien marcados y con un reborde vuelto, el cual se acompañaría de otro
similar en el extremo opuesto. Emerge en relieve hacia el centro de la tela una
cabeza, la cual podemos asociar con la representación de Cristo sufriente, coronada
de espinas entrelazadas y con la boca abierta expresando dolor. Presenta dos
cascadas laterales de pelo largo y liso, sobresaliendo también el cabello
ligeramente por encima de la corona de espinas. El anverso del objeto descrito
lleva una especie de pasta blanca en sus espacios más interiores, por encima de
la cual iría una capa de pintura roja, de la que quedan aún algunos restos. El
color rojo estaría relacionado con la sangre y la pasión de Cristo, tiñendo la
blancura inicial del lienzo. La pieza aludida de estar completa mediría
aproximadamente unos cuatro centímetros de ancho. La altura máxima de la parte
que se conserva no alcanza por poco los tres centímetros. El tipo de fractura
de su zona superior podría revelar que inicialmente la pieza contaba con una
perforación intencionada para facilitar su uso como colgante, si bien esto no
deja de ser tan sólo una especulación. En el reverso de esta posible medalla religiosa
se aprecian varias líneas de escritura, las cuales tal vez recogen una oración.
Están separadas unas de otras mediante puntos colocados a distancias regulares.
Los signos parecen de varios tipos, conviviendo letras de distinto porte. Se
repite en el interior de varias líneas un guión largo situado a una altura
intermedia con respecto a las demás letras, actuando quizás como elemento de
separación en la enumeración de ideas. El reverso de la pieza se encuentra algo
rehundido justo por detrás de la cabeza del anverso, quizás debido al método
usado por el artesano para dar mayor relieve a ésta con el metal todavía
maleable.
El nombre de Verónica parece imbricado con la
expresión latina “vera icon” (imagen verdadera), aunque se valora también su
posible procedencia del nombre griego Berenice. La acción piadosa que se le
atribuye a Verónica tuvo un amplio desarrollo iconográfico en el arte cristiano
desde fines de la Edad Media. Aparece en la sexta estación del viacrucis
tradicional, oración centrada en las penalidades por las que pasó Jesús en sus
últimos instantes de vida terrena. El nuevo viacrucis de 1991, usado
alternativamente con el tradicional, suprimió el episodio en el que Verónica
limpiaba el rostro de Cristo, al haber sido tomado de los evangelios apócrifos.
Verónica está muy presente en las detalladas visiones que acerca de la vida de
Jesús tuvo la beata alemana Ana Catalina Emmerick (1774-1824), monja contemporánea
del auge del movimiento romántico. Estas visiones fueron recogidas al dictado durante
varios años por el escritor romántico alemán Clemens Brentano, que pasó muchos
momentos escuchando a la monja enferma. Según Ana Catalina Emmerick, el nombre
real de la mujer que después fue llamada Verónica por los cristianos era
Serafia. Veía poco a su marido Sirac, el cual estaba socialmente bien
considerado por los hebreos, ocupando un puesto de relevancia en el Consejo del
Templo. Serafia tenía una edad parecida a la de la Virgen María. Conocía a la
Sagrada Familia desde hacía bastante tiempo, pues por ejemplo cuando Jesús se
quedó en el Templo con doce años, ella le dio de comer. El cáliz usado por
Jesús durante la última cena fue según la beata entregado a los apóstoles Pedro
y Juan por Serafia. Este cáliz había pasado muchos años en el Templo junto a
otros objetos preciosos, siendo luego comprado por Serafia a un aficionado a
las antigüedades. Jesús lo había usado ya antes de la última cena en otras celebraciones,
pasando tras su muerte a ser custodiado por la joven comunidad cristiana.
Según la visionaria, cuando se habían andado unos
doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Cristo a llevar la cruz camino del
Gólgota, Serafia, una mujer alta y de aspecto imponente, salió de su bella
casa, con una niña de la mano, arrodillándose ante Jesús y presentándole un
paño extendido. Jesús tomó el paño, lo puso sobre su cara ensangrentada y se lo
devolvió agradecido. La niña de nueve años que acompañaba a Serafia y que había
sido adoptada por ésta hizo un tímido gesto ofreciendo un vaso de excelente
vino aromatizado a Jesús, pero los soldados no permitieron que bebiera. Se
originó entre la gente un tumulto de unos dos minutos por el brusco trato
dispensado al reo, golpeándose a éste de nuevo. Serafia volvió a entrar en su
casa, extendió el paño sobre una mesa y se desmayó al ver el rostro de Jesús
estampado en el mismo. Al volver en sí manifestó querer dejarlo todo por haber
recibido aquel portentoso recuerdo. Según Ana Catalina Emmerick, el paño era de
lana fina, tres veces más largo que ancho, del tipo que se solía llevar
alrededor del cuello, usándose a veces para mostrar compasión hacia los
afligidos. Serafia guardó siempre el lienzo a la cabecera de su cama, siendo
tras su muerte para la Virgen María y luego para la Iglesia a través de los
apóstoles. Serafia decidió subir al monte Calvario junto con otras mujeres,
manteniéndose a cierta distancia del lugar de la crucifixión. Algunas de estas
mujeres dieron dinero a un hombre para que lograse que Jesús pudiera beber en
su suplicio el vino preparado por Serafia, pero los alguaciles se quedaron con
este vino, dando a Jesús una mezcla de vino y mirra. Jesús mojó sus labios en
esta mezcla, pero sin llegar a beber de la misma. Según las visiones de la
beata, Serafia estuvo también en la comitiva que acompañó el cuerpo muerto de
Jesús hasta el sepulcro en que fue depositado.
Queremos a través de la posible medalla religiosa comentada
introducir una reflexión acerca de si los objetos antiguos permiten no sólo
tener un mayor conocimiento del contexto histórico en que fueron utilizados,
sino también de las personas concretas que los fabricaron o los tuvieron
prolongadamente consigo. En el caso de las monedas, que figuran entre los
objetos antiguos más corrientes, el nivel de conexión que se da con el pasado
es más bien a nivel de sociedad o grupo amplio, puesto que normalmente las
monedas pasan rápidamente de mano en mano para obtener a cambio diversos bienes
tangibles. Es decir, las personas no se solían apegar demasiado a ellas, sino
que estaban deseando entregarlas para conseguir otras cosas que verdaderamente
deseaban. En cambio otro tipo de objetos antiguos pueden tener incorporada una
mayor carga vivencial, emotiva y espiritual referida a individuos concretos de
otras épocas. Un buen ejemplo podría ser un rosario de cuentas muy desgastadas,
utilizado para rezar por la misma persona muchos años. En el caso de un objeto
totalmente artesanal, diferente a todos los demás, podríamos rastrear rasgos de
la personalidad de quien lo produjo o de quien lo encargó. Si se trata de un
objeto de gran belleza o valor lo normal es que fuese cuidado con mimo por una
determinada familia, pudiéndose aquí abrir la discusión de si el objeto queda o
no impregnado por quienes tantas veces lo contemplaron o lo tuvieron en sus
manos, considerándolo especial. Los anillos serían en este sentido objetos de
fuerte contenido personal, al sellar el vínculo estrecho entre dos personas.
Los anillos son en definitiva la materialización de un fuerte impulso,
normalmente pasional, lo que ha llevado en algunas películas a hipotetizar
acerca de las sensaciones y sucesos desencadenados por quien se hace con un
anillo antiguo, antes perdido o empeñado por necesidad.
Una base de creencias similar está presente en el
asunto de las reliquias. Con frecuencia las ropas u objetos personales de los
recién fallecidos con fama de santidad eran repartidos y conservados con
devoción por quienes esperaban mantener algún signo de unión con él y obtener
así algún favor espiritual. E incluso se esperaba a la momificación natural o a
la corrupción de los miembros del santo para llevarse de él algún tejido o
algún hueso. Cuando alguien se muda a una casa ya anteriormente ocupada por
otros habitantes, la reacción con respecto a los objetos que éstos dejaron allí
puede ser diversa, de querer conservarlos o de querer deshacerse cuanto antes
de ellos. En la resolución tomada influye mucho curiosamente nuestra percepción
del ambiente que nos precedió en el lugar, si había discusiones frecuentes o si
reinaba la paz. Estos objetos, figuras e imágenes dicen a veces mucho de
quienes los compraron, otorgándoles un rol decorativo o funcional en su vida
diaria. Si de repente esos objetos llegan a nosotros, inmediatamente pensamos
en la conveniencia o no de quedárnoslos, no sólo por nuestros gustos
personales, estado de conservación o utilidad real, sino también porque
consideramos que retienen algo de su anterior propietario, bien el churre
superficial o bien algo inmaterial. Los objetos descartados terminan a veces en
la basura y otras veces en los mercadillos de segunda mano, desarraigados hasta
que aparece un nuevo comprador, el cual los vivifica atribuyéndoles nuevas
connotaciones, en general positivas.
Los arqueólogos, ya vocacionalmente, están predispuestos a experimentar erizamientos del vello de los brazos al sacar a la luz un objeto antiguo, o al abrir una caja de cosas viejas y encontrarse con una pieza cuya tipología sólo habían visto en los libros. Esa reacción tiene bastante de fetichismo, bien entendido, ya que el objeto no sólo permite conocer más de la sociedad en que estuvo inmerso su antiguo dueño, sino que también parece conservar algo intangible de él. A pesar de ello no debemos sobrestimar la importancia de los objetos en el análisis arqueológico, ya que si el objeto llega descontextualizado hasta los investigadores aporta bastante menos información que si es encontrado in situ, dentro de su estrato. La procedencia del hallazgo sirve por ejemplo para insertar el objeto en un mapa de distribución de piezas similares, lo que se traduce en un estudio más exhaustivo del alcance de una determinada cultura material. Una diferencia importante entre la disciplina arqueológica y el ámbito del anticuariado es que este último tiende a despreciar los objetos que no se encuentran en buenas condiciones, mientras que para un arqueólogo el estado de conservación es secundario con respecto a la información que el objeto pueda aportar sobre las formas de vida en el pasado. Incluso se podría decir que un objeto antiguo que está hecho trizas se convierte para el investigador en un reto mayor, de modo que si a partir de unos pocos elementos característicos puede adscribirlo cronológica o culturalmente, la satisfacción personal generada es muy grande. En los rastrillos que venden antigüedades de distintas épocas, las miradas suelen centrarse en los objetos mejor conservados que quedarían bien como elementos decorativos en los hogares. Pero alguien con formación arqueológica empezaría instintivamente a rebuscar entre los pequeños fragmentos metálicos o cerámicos, sintiendo en sus dedos el vértigo del paso del tiempo. Aunque se trate de piezas rotas, pueden aportar datos novedosos, no deben desecharse a la ligera. Sirven para perfeccionar nuestro conocimiento del pasado, sirven para conectar con quien las hizo, sirven para despertar del olvido a quien las utilizó.
Los arqueólogos, ya vocacionalmente, están predispuestos a experimentar erizamientos del vello de los brazos al sacar a la luz un objeto antiguo, o al abrir una caja de cosas viejas y encontrarse con una pieza cuya tipología sólo habían visto en los libros. Esa reacción tiene bastante de fetichismo, bien entendido, ya que el objeto no sólo permite conocer más de la sociedad en que estuvo inmerso su antiguo dueño, sino que también parece conservar algo intangible de él. A pesar de ello no debemos sobrestimar la importancia de los objetos en el análisis arqueológico, ya que si el objeto llega descontextualizado hasta los investigadores aporta bastante menos información que si es encontrado in situ, dentro de su estrato. La procedencia del hallazgo sirve por ejemplo para insertar el objeto en un mapa de distribución de piezas similares, lo que se traduce en un estudio más exhaustivo del alcance de una determinada cultura material. Una diferencia importante entre la disciplina arqueológica y el ámbito del anticuariado es que este último tiende a despreciar los objetos que no se encuentran en buenas condiciones, mientras que para un arqueólogo el estado de conservación es secundario con respecto a la información que el objeto pueda aportar sobre las formas de vida en el pasado. Incluso se podría decir que un objeto antiguo que está hecho trizas se convierte para el investigador en un reto mayor, de modo que si a partir de unos pocos elementos característicos puede adscribirlo cronológica o culturalmente, la satisfacción personal generada es muy grande. En los rastrillos que venden antigüedades de distintas épocas, las miradas suelen centrarse en los objetos mejor conservados que quedarían bien como elementos decorativos en los hogares. Pero alguien con formación arqueológica empezaría instintivamente a rebuscar entre los pequeños fragmentos metálicos o cerámicos, sintiendo en sus dedos el vértigo del paso del tiempo. Aunque se trate de piezas rotas, pueden aportar datos novedosos, no deben desecharse a la ligera. Sirven para perfeccionar nuestro conocimiento del pasado, sirven para conectar con quien las hizo, sirven para despertar del olvido a quien las utilizó.