Antiguamente las puertas podían incorporar un llamador metálico, la aldaba, que a la vez servía para facilitar su cierre. Los modelos más arcaicos consistían en una argolla que pendía de una cabeza humana, animalística o quimérica. Primando entre las distintas variantes la cabeza de león. La argolla o el elemento móvil utilizado en cada caso golpeaba sobre otro saliente metálico, que podía ser la cabeza de un clavo u otra pieza algo más elaborada. Todavía algunas puertas conservan sus aldabas o las marcas dejadas por las mismas, si bien su carácter funcional ha sido superado por un valor meramente decorativo. Normalmente las aldabas se realizan en hierro o en bronce. Uno de los ejemplares mas antiguos, hallado en la ciudad romana de Pompeya, se compone de una argolla colgada de una cabeza de Mercurio. En los periodos bajomedieval y renacentista, las aldabas fueron objeto de un destacado desarrollo artístico, multiplicándose sus motivos ornamentales curvos. Por entonces asirse a una aldaba servía para solicitar expresamente el beneficio de asilo. Las aldabas podían asumir un significado de protección mostrado iconográficamente mediante el gesto feroz de un animal o mediante el recurso a algún ser mítico o deidad, como la Gorgona. La expresión castellana “agarrarse a buenas aldabas” alude a la acción de acogerse a la protección de algún amigo poderoso o influyente. El simbolismo más hospitalario es el de la aldaba con forma de mano. Se trata de una mano de rasgos finos, con anillo o sin él, que sostiene lánguidamente un fruto, como si fuese a dejarlo caer en la mano que se dispone a llamar a la puerta. La simplificación de esta aldaba convirtió el fruto en una sencilla esfera. La mano metálica parece por tanto una mano amable, que al menos teóricamente avisa de la actitud acogedora de los moradores de la casa.