El advenimiento del gobierno revolucionario impuesto en Argentina en 1943 se vio favorecido por varios elementos: las perspectivas de continuismo del llamado fraude patriótico; el escepticismo popular derivado de una malsana práctica política; la pérdida de la confianza en los preceptos legales que amparaban los derechos teóricos de los ciudadanos, escarnecidos en la vida real; la incertidumbre que acuciaba a los sectores industriales ante el posible final de la segunda guerra mundial; la probabilidad de un retorno a la política económica tradicional, dominada por el sector primario exportador; y las necesidades insatisfechas de los grupos obreros. El nuevo gobierno denunció la corrupción que había imperado en la política argentina, decretó la disolución de los partidos políticos e implantó la enseñanza religiosa obligatoria, pues el movimiento militar dirigente se había colocado bajo la advocación de Dios. Entre los jefes del movimiento pronto se destacó Perón, que en sucesivas manifestaciones públicas dio muestras de conocer las aspiraciones de los sectores industriales, las necesidades de industrialización del país, el desamparo en que se encontraban los obreros y las causas desencadenantes de la política fraudulenta. Perón se presentó a sí mismo como el ejecutor de los postulados de la doctrina católica. Se mostró dispuesto a llevar a la práctica las doctrinas sociales expuestas en las encíclicas papales “Rerum Novarum” y “Quadragesimo Anno”. Acusó a los partidos políticos anteriores de haber falseado la moral y de haber provocado que los argentinos estuviesen a punto de perder la esperanza y la fe.
Con premura Perón, que fue nombrado en 1944 ministro de guerra, vicepresidente y secretario de trabajo y previsión, desplegó una amplia política social, atendiendo así las reclamaciones del grupo asalariado. Sus medidas laborales fueron tan osadas y populistas que generaron incluso las protestas del partido socialista, que temía un descalabro económico. El prestigio de Perón creció cuando éste se convirtió en abanderado de un nacionalismo moderado que rechazaba el fascismo, el racismo y el imperialismo. Perón satisfizo buena parte de las necesidades perentorias de los obreros, y se dirigió a los mismos en términos por los que éstos se sentían redimidos y considerados como seres humanos. La Iglesia católica brindó su apoyo tanto a la revolución de 1943 como a la figura emblemática de Perón. Los portavoces de la Iglesia afirmaron por entonces que un gobierno que disuelve los partidos no es necesariamente totalitario, ya que la base de la dignidad humana no consiste en la libertad política y social, sino en el afianzamiento del bien común. Esta polémica aseveración fue concretamente realizada por monseñor Franceschi, que quería así criticar los supuestos teóricos en que se había amparado el liberalismo argentino, netamente distanciado de la dura realidad social. Pero tras el posicionamiento de monseñor Franceschi se escondía en cierta medida la malversada voluntad de considerar como totalitarios sólo los regímenes que ponían trabas a la libertad de acción de la Iglesia.
La Iglesia católica argentina consideró que la lamentable situación por la que atravesaba el país tenía como culpables a todos los partidos políticos que habían funcionado con anterioridad a la revolución de 1943. La Iglesia acusó a estos partidos de interesarse por el pueblo sólo con motivo de las campañas electorales, imponiendo luego desde el poder un capitalismo desalmado, basado en la explotación económica de los sectores sociales más desfavorecidos. Para la Iglesia, las nefastas prácticas políticas de los representantes de la vieja escuela liberal habían contribuido a extender, por filiación o por reacción, teorías sociales peligrosas para la estabilidad del país. La crítica de la Iglesia fue injusta al englobar a todos los partidos prerrevolucionarios, pues algunos de ellos sí que habían luchado contra la corrupción y contra el intelectualismo que despreciaba a las masas. Éstas eran llamadas “cabecitas negras” o “descamisados” por los viejos partidos, que creían que se movían exclusivamente por su estómago y que supuestamente encarnaban la perversión moral. Desmarcándose de estas actitudes, la Iglesia argentina consideró que los partidos políticos de época reciente habían impedido el cumplimiento de lo establecido por la constitución, implantando en cambio un capitalismo feroz que favorecía más a los agentes extranjeros que al conjunto de la nación.
Algunos sectores eclesiásticos argentinos empuñaron un lenguaje fuertemente combativo en contra del liberalismo, el marxismo y la fantasmagórica masonería, defendiendo a la vez el llamado nacionalismo católico. Por nacionalismo católico entendía García de Loydi “el acervo doctrinario cristiano de nuestra raza, que es nuestra herencia hispánica y el alma de nuestra argentinidad”. La Iglesia argentina no consideró el gobierno revolucionario como totalitario porque éste no buscaba el provecho personal ni pretendía absorber la personalidad de los individuos. El apoyo eclesiástico a Perón encerraba otros matices. Le presentaba a la Iglesia la oportunidad de participar en un movimiento social de vastas proporciones, ya que hasta entonces se había mantenido alejada de las vicisitudes de los obreros y de las luchas sociales, salvo para aplacarlas. La situación era propicia para acercar las ideas cristianas a las masas asalariadas. Según los sacerdotes, los obreros argentinos no eran ateos, pero vivían como si Dios no existiera. La clase obrera era en su mayoría anticapitalista, y sospechaba que la Iglesia era aliada del capitalismo, por lo que miraba a la misma con desconfianza. Los resortes eclesiásticos se dispusieron a cristianizar con ilusión los sentimientos sencillos del pueblo.
El movimiento social impulsado por Perón era visto por la Iglesia como el más trascendente de la historia argentina, por lo que la Iglesia se aprestó a cristianizar este movimiento. Las autoridades eclesiásticas intentaron presentar al pueblo sus reivindicaciones tradicionales de justicia social para que el pueblo dejase de percibir a la Iglesia como una entidad opulenta aliada siempre a los poderosos. Fue desenmascarado el viejo deseo liberal de que el pueblo siguiese siendo religioso para que así se apartase sumisamente de las ideas revolucionarias. La Iglesia, ante la despreocupación social mostrada por los partidos anteriores, quiso hacerse revolucionaria para reconquistar las almas de obreros cuyo trabajo fuese por fin dignificante. El apoyo eclesiástico se mantuvo una vez que Perón accedió al poder, y contribuyó a impulsar la legislación del trabajo, la organización de los sindicatos y las mejoras salariales. Lo que es más problemático es dilucidar si el apoyo eclesiástico fue excesivamente personalista o si más bien se sustentó en el programa de redención social esgrimido por Perón. El padre Filippo, en su primera intervención en la Cámara de Diputados, dijo con palabras premonitorias : “Maldito el hombre que en el hombre confía. Estamos, pues, con las ideas de los hombres. El día que esos hombres, cualesquiera fuesen, no defendieran ideas nobles, nosotros no estaríamos con su posición”.
El pueblo se encandiló con las proclamas e iniciativas de Perón, encaminadas a satisfacer las necesidades ineludibles de los hombres concretos. Perón cobró un extraño ascendiente sobre las masas, que se sentían totalmente representadas e identificadas con el líder. El pueblo seguía a Perón no por los conocimientos políticos de éste, sino porque el líder intuía cuáles eran sus sentimientos. La instauración del peronismo hizo que la gente se sintiese partícipe de las decisiones políticas. Las palabras de Perón resultaban cuanto menos esperanzadoras : “La revolución del 4 de junio no ha sido un acto intrascendente, no pudo serlo para los trabajadores, porque si no la revolución ya habría muerto y habría sido enterrada. Su contenido fundamental ha sido de carácter social, por la simple razón de que el mundo evoluciona hacia lo social, y el gobierno de los pueblos va siendo cada vez menos político para ser cada día más social. Ello implica una grave responsabilidad para la masa trabajadora, que conquistará en el futuro el derecho de intervenir en la administración y en la dirección del Estado”. Es probable que el apoyo eclesiástico se confundiese indisolublemente con el carisma de Perón, y no sólo con sus ideas. Cuando Perón sea derrocado, los trabajadores no se volcarán a favor del partido demócrata cristiano, a pesar de que éste era la expresión política continuadora de la doctrina social católica. Por lo tanto, el catolicismo se había visto más beneficiado por su apoyo a la figura concreta de Perón que por haber asumido la herencia de su política social.
La oposición antirrevolucionaria, representada por la Unión Democrática, integraba sectores políticos comunistas que mantenían malas relaciones con la Iglesia. Poco antes de las elecciones de 1946, la jerarquía eclesiástica emitió una carta pastoral que incluía una serie de recomendaciones hacia el clero y los fieles de la república. Esta carta pastoral indicaba que ningún católico podía afiliarse o votar a partidos que defendiesen el laicismo escolar, el divorcio y la separación de la Iglesia con respecto al Estado. La Iglesia se opuso a la hipotética supresión de las disposiciones legales que reconocían los derechos de la religión y particularmente del juramento religioso y de las palabras en que la constitución invocaba la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia. La Iglesia consideraba que tal supresión equivaldría a una profesión pública de ateísmo nacional. Como la Unión Democrática incorporaba en su programa electoral muchas medidas dañinas para el clero, éste no dudó en apoyar a Perón, evitando así el ascenso comunista. En detrimento de la Iglesia argentina hay que decir que la misma atribuyó, sin hacer las necesarias y justas distinciones, a todos los partidos opositores una responsabilidad conjunta en la situación que agobiaba a la nación antes de 1943, cuando en realidad algunos sectores políticos habían luchado contra el fraude y la corrupción, buscando la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores.
Los jefes militares prepararon la prolongación de la revolución por medio de un régimen legal liderado por Perón. Éste, desde el poder, desarrolló una estructura de organizaciones obreras que alcanzaron hasta las actividades empresariales, pero que impedían una verdadera participación de los sectores interesados en la dilucidación de los problemas que los aquejaban. Se definió un aparato montado con rigidez y verticalidad que ofrecía a Perón el máximo control sobre las bases, sirviéndole de eficaz ayuda el adiestramiento de una serie de cuadros intermedios que le eran incondicionalmente adictos. Pronto se observaron entre los miembros del partido peronista los mismos vicios que habían sido considerados como patrimonio propio de los partidos opositores. Se empezaron a aplicar formas pervertidas de democracia política. En la confección de su estrategia política, Perón demostró que no tenía unos principios fijos, sino que estaba dispuesto a oscilar en función de las circunstancias, aunque ello le hiciera caer en claras contradicciones. La Iglesia tuvo ocasión de sufrir este modo de actuar. Tuvo roces con Perón desde el comienzo de su gobierno, pero no le retiró su apoyo hasta que la tensión mutua se hizo insostenible. Perón, que en 1946 había puesto en manos de la Iglesia las almas de los obreros argentinos, optó algunos años después por dificultar severamente la misión apostólica del clero. Los sacerdotes convirtieron entonces cada púlpito en cátedra desde la cual defender su libertad de acción.
Según Félix Roberto Loñ, la Iglesia argentina no estuvo acertada al adherirse a la expresión política de la justicia social que representaba Perón. Los beneficios iniciales obtenidos por el clero se difuminaron a la vez que el predominio político del carismático líder. Al afirmar que la base de la dignidad humana no consiste en la libertad política y social, los portavoces eclesiásticos dieron un apoyo excesivo a un régimen que, a pesar de haberse legitimado con actuaciones sociales concretas, podía invertir en cualquier momento sus posiciones, como en efecto ocurrió. Los errores políticos no sólo provinieron del gobierno peronista y de la Iglesia nacional, sino también de la oposición. Los socialistas se mostraron demasiado apegados a los preceptos de corte liberal. Los comunistas atendían más a la consolidación del régimen ortodoxo stalinista que a la problemática sociopolítica nacional. Los radicales no supieron incorporar hasta 1948 principios programáticos ajustados a las reivindicaciones sociales. Se fue configurando en Argentina una marcada bipolaridad entre peronistas y antiperonistas que sobrevivió ampliamente al gobierno de Perón. La superación de este antagonismo se presentó como un elemento necesario para que pudiera continuar el desarrollo nacional. La controvertida experiencia peronista demostró que la socialización de la actividad política debía realizarse a través de fórmulas democráticas y no por medio de la arbitrariedad en el uso del poder.
Para poder dirigirse hacia los intelectuales, Perón había revestido sus ideas de un ropaje filosófico. Llegó a enviar una ponencia al Congreso de Filosofía de Mendoza, donde trató de presentar una doctrina que él denominó justicialismo. Este cuerpo doctrinal tenía un cierto poso ideológico de filosofía cristiana. Sabemos que un amplio sector del catolicismo votó por Perón en las elecciones de 1946. Los electores católicos habían tenido que elegir entre la Unión Democrática, cuyos planteamientos políticos atentaban contra la carta pastoral emitida por el clero, y el Partido Peronista, fuerza política casi improvisada que aparentemente estaba hermanada con la Iglesia argentina. Pero el Partido Peronista tampoco era del todo ortodoxo desde la perspectiva cristiana, pues incluía ya algunos principios políticos cuyo desarrollo futuro podía entrar en abierto conflicto con la religión. En el voto de algunos católicos pudo influir, más que los planteamientos de la jerarquía eclesiástica, el asesoramiento sacerdotal en la confesión, o bien el consejo de los directores espirituales. Y en este campo se nos escapan las posibilidades de rastreo sociológico o empírico. La mayor parte de los católicos se decantó en favor del peronismo, si bien dentro de la Unión Democrática militó desde el primer momento también una fuerza católica, incluso con algunos eclesiásticos.
Perón transplantó al justicialismo la doctrina social cristiana, tomando para ello como referencia las encíclicas de los pontífices. Las autoridades eclesiásticas supieron aprovechar el hecho de que ya con el gobierno inmediatamente anterior al gobierno de Perón se había implantado la enseñanza de la religión católica en las escuelas oficiales. La Iglesia consideró que esto no era una dádiva, sino el reconocimiento de su derecho de magisterio. El mantenimiento de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa contribuyó a que la Iglesia apoyase el peronismo, pues éste tendría cuanto menos algo de la doctrina social cristiana. El peronismo triunfó en gran parte por el apoyo de los católicos. Con el transcurso de los años fueron apareciendo todos los rasgos que alejaron al peronismo no sólo de la Iglesia, sino también de los conceptos cristianos. El peronismo fue incurriendo en cada una de las situaciones en que podían haberse encontrado antes los adversarios, y fue realizando cada uno de aquellos puntos que de acuerdo con la pastoral del episcopado impedían el voto al partido opositor. El gobierno peronista privó a la Iglesia de algunas de sus libertades, aprobó el divorcio y suprimió la enseñanza religiosa. Desató además en ciertos sentidos una persecución religiosa como jamás se había dado antes en Argentina. El malestar causado en el seno de la Iglesia repercutió en algunos sectores militares, que aceleraron la caída de Perón. En sus declaraciones, el episcopado argentino laceró al régimen peronista, ayudando así a su derrocamiento.
Según Bidart Campos, fue lógico el que la Iglesia argentina intentase orientar la voluntad política de los ciudadanos antes de las elecciones de 1946, pues del resultado de las mismas dependían elementos no sólo políticos, sino también otros que podían afectar socialmente para bien o para mal a los cometidos espirituales de los religiosos. Para este mismo autor, la Iglesia no llegó a enfrentarse con el peronismo, sino que simplemente condenó las actitudes y los principios en los que había desembocado, tremendamente distintos a las ideas católicas asumidas inicialmente por el movimiento. La Unión Democrática había querido evitar el apoyo electoral de los católicos al peronismo intentando demostrar que su hipotético gobierno no perjudicaría a la Iglesia. El candidato de la Unión Democrática a vicepresidente, Mosca, desconocía la constitución santafesina de 1921, en la cual se establecía la desvinculación de la Iglesia y el Estado. El acuerdo de la Iglesia con el triunfante peronismo subsistió hasta 1954. Antes ya habían existido voces disidentes dentro del catolicismo, pero las mismas fueron acalladas o no tuvieron resonancia efectiva, a pesar de que crecía el número de católicos contrarios a Perón. Algo así ocurrió con las críticas vertidas hacia el peronismo por parte del padre Dunphy y el periódico Estrada.
Lurá Villanueva pone en duda el que la motivación del apoyo eclesiástico a Perón residiera en el deseo de la Iglesia de impulsar la justicia social. Este autor considera que a pesar de las encíclicas progresistas, la mayor parte del clero argentino estaba bastante despreocupada de la problemática social. La legislación social argentina, según Lurá Villanueva, no tenía una inspiración precisamente religiosa, si bien Perón dio a sus reformas sociales un barniz cristiano. Para el autor aludido, la Iglesia, a pesar de apoyar el peronismo, no obtuvo gran éxito en su tarea de evangelización de los trabajadores, pues muchos de ellos fueron tendiendo hacia el comunismo. Las iglesias protestantes se opusieron a que en las escuelas se enseñara exclusivamente el catolicismo. Dos periódicos evangélicos se negaron a colocarse una franja negra en señal de luto por el fallecimiento de Eva Perón. Y es que las iglesias protestantes consideraron que en la sociedad argentina se estaba extendiendo un culto casi idolátrico hacia Perón y su esposa, y de ese culto participaron al parecer muchos católicos. Algunas iglesias protestantes apoyaron a Perón cuando éste se indispuso con la jerarquía eclesiástica argentina, dando así muestras de querer obtener beneficios de manera oportunista. En opinión de Lurá Villanueva, tanto la Iglesia católica como las protestantes estaban algo atrasadas en responsabilidad social, pues en ellas se había arraigado cierto aburguesamiento, alimentado en el caso católico por la alianza con el gobierno. Quizás en el apoyo de la Iglesia hacia el peronismo podemos ver tanto un interés meramente institucional como una voluntad sincera de robustecer económica y espiritualmente al pueblo. Lo que es indudable es que desde que Perón se enemistó con la Iglesia argentina, ésta vio debilitados sus apoyos sociales, a pesar de lo cual se revolvió enfurecida para contribuir a la caída del líder.