martes, 1 de diciembre de 2009

GITANA EMERITENSE


Impresiona el mirar un retrato antiguo, hecho con pretensiones realistas por las manos de un artista anónimo. Si no hay testimonio fotográfico del aspecto real de la persona, pueden sobrevenirnos las dudas acerca del grado de semejanza del retrato que miramos con respecto al modelo original, especialmente si sólo se posee ese retrato de dicha persona, lo que invalidaría el criterio comparativo. La escultura, al reproducir los volúmenes, aumenta la sensación de veracidad en la transmisión histórica de los rasgos físicos del sujeto, pero en muchos casos no recurre a la policromía, factor de la realidad en que la pintura le aventaja. Si tenemos en cuenta el número de individuos que han existido desde el origen de nuestra especie, el porcentaje de personas retratadas antes de la invención de la fotografía es ínfimo. Y mucho menor aún si seleccionamos sólo los retratos efectuados con la capacidad técnica necesaria para mostrar los rasgos reales de los sujetos, aunque haya siempre cierto alejamiento involuntario o provocado en su captación, por querer por ejemplo embellecer o afear su esencia material, idealizándola o mundanizándola. Un retrato de características fieles tiene la facultad de revivir en cierto modo a la persona, de sacarla de sus coordenadas espacio-temporales para ser contemplada en otro contexto histórico. Es una superación iconográfica de la muerte, lo que explica que muchos retratos antiguos fueran realizados por motivos religiosos o funerarios, cuando la persona enfermaba de gravedad, se hacía anciana o moría, a veces con intención de santificarla, heroizarla o deificarla. Este tipo de retratos buscaba normalmente reflejar a la persona en cierto esplendor vital, aun dentro de la vejez, ocultando la debilidad que acababa con su vida. Algunos retratos se realizaban como reconocimiento hacia alguien que por sus actos o creaciones se había hecho digno del recuerdo, o como muestra de la vanidad de los gobernantes del momento. Se incurría con frecuencia en el error de identificar la grandeza de un alma con la belleza de su presencia física, cuando no tiene por qué haber correspondencia entre ambos elementos. O se caía en el extremo opuesto, intentando reflejar la vileza de un individuo mediante la deformación de su imagen. En ocasiones el retrato era críptico, cuando por ejemplo servía en realidad con fines alegóricos o para mostrar a un personaje religioso o de otro tipo. Es decir, se usaba un modelo real para hacer de otro individuo o deidad, despersonalizando su esencia.

Un tipo de retrato específico que se presta a hacer conjeturas sobre él es el realizado por un artista desconocido con un modelo desconocido. Intuimos o es casi seguro que se trata de un retrato, pero sin que podamos poner nombre ni al autor ni a la persona reproducida. Se trata en cierta forma del tiempo retenido en el rostro y en los miembros de una persona que realmente existió, y de cuya existencia ha quedado constancia. Habrá quien piense que un retrato de quien no conocemos el nombre pierde gran parte de su valor como retrato, como si encontrásemos la fotografía de un desconocido caída en la calle. Pero este misterio acerca de la identidad del modelo no hace sino reforzar el carácter esencialmente humano del retrato. A la vez, cuanto más antiguo es el retrato, más llamativa se nos hace la comparación de los rasgos que son consustanciales a toda persona con los elementos sometidos a las alteraciones diacrónicas, susceptibles de ser estudiados en análisis iconológicos (peinados, atuendos, joyas…). El salto temporal dado por la imagen de la persona retratada desafía al olvido, y nos traslada en cierta manera a la época en que se desarrolló el conjunto de sus circunstancias personales. El retrato de una joven hispanorromana es el retrato de quien nunca ha montado en avión y de quien nunca ha ido al cine, pero sí de quien tiene nuestra misma conformación ósea, un envase humano y todo un conglomerado de aspiraciones, vivencias y sentimientos. Debemos considerar que su forma física es única, parecida a la de todos, pero única. Ahí radica la capacidad para conmover de su retrato, a pesar del vacío que pueda haber en su mirada, al remitirnos a alguien concreto de hace mucho tiempo, de código genético similar al de todos pero único, y a la vez imbricado con el nuestro.

En ocasiones queda la duda de si el retratado es el propio artista, aunque el carácter anónimo de sus realizaciones no invita a pensar en su deseo de inmortalizarse a sí mismo. Quien hacía algo bello y trabajoso sin ponerle su propio nombre contribuía también a enfatizar el carácter universal de su creación. Pero aun así él no tenía mil manos, sino sólo dos, o tal vez una. Es decir, era un individuo concreto sumergiéndose en la oscuridad de la historia, para que quedase sólo el testimonio físico de las características de lo realizado. El retratista se dedicaba a atrapar esencias, a convertir la carne en piedra, metal o color capaz de enfrentarse al devenir. En sus prácticas le saldrían retratos poco acordes con el original. Pero… ¿Y si tenemos la suerte de mirar su mejor retrato, el más próximo al modelo? Que parezca que en cualquier momento va a pestañear o a echarse a andar. No una persona abstracta, sino la persona retratada, un individuo que existió. Esta obsesión de fidelidad con respecto al modelo no tiene por qué ser paradigma de una mayor calidad artística, pero sí que tiene mayor poder evocador, mayor capacidad para recrear el pasado. El canon de belleza de una imagen esteriotipada de Venus contrasta históricamente con el retrato de una desconocida mujer lusitana. Ambas piezas tienen un destacado valor artístico y documental, pero la segunda incorpora el atractivo de hacer referencia a una desaparecida mujer real.

En el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida se conserva un amplio repertorio escultórico que incluye el busto de mármol blanco de una mujer joven conocida como “la gitana”. Este sobrenombre le fue dado por su peculiar corte de pelo, de largas patillas curvadas hacia delante, parecidas a las de algunos peinados dilatadamente mantenidos en el Sur peninsular. Es un tipo de patillas que se usó también en peinados femeninos de la década de 1920, conforme a modelos de reflujo difundidos desde París. El corte de pelo que luce esta dama hispanorromana está bastante aplastado, contribuyendo a definir la forma de la cabeza. Incluye flequillo corto y aladares algo rizados. En la mitad anterior de la cabeza el pelo está acusadamente peinado hacia delante, mientras que en la mitad posterior, cuyo inicio se marca mediante un resalte, el pelo de la joven se peina hacia atrás, formando un mazo largo en su terminación, que cae sobre el cuello hasta el arranque de la espalda. Es un peinado característico de la época julio-claudia (27 a.C. – 68), período que engloba a los emperadores Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Los retratos realizados en esa época dan muestras por lo general de un menor realismo que en el período republicano, suavizándose los rasgos, que se redondean, marcando menos los huesos faciales. Son elementos técnicos presentes en el retrato de “la gitana”, de carita intensamente pulimentada, que aun así se ajusta a criterios bastante realistas, como la inclusión de pequeñas marcas de expresión, todo lo cual permite fechar el busto hacia el cambio de era. Los lóbulos de sus orejas, las cuales quedan totalmente visibles, llevan unas perforaciones que permitirían insertar pendientes. Como divertimento la mujer retratada podía ponerle a su busto sus propios pendientes, dando así al mismo mayor sensación de viveza, combinando la piedra con el metal. Este tipo de perforaciones en las orejas de las esculturas femeninas se documenta también en otros bustos aproximadamente contemporáneos, como el de Julia Agripina “la menor” (15 – 59), también hallado en Mérida, uno de Azaila (Teruel) y uno de Pollentia (Baleares). Su mirada de grandes ojos no tiene mucha expresividad por no marcarse en ellos el iris y la pupila, pero sí que están bien definidos los párpados, las cejas arqueadas y los lacrimales. La pieza presenta diversos golpes y rasguños (cicatrices de la historia), así como la nariz rota. Bajo su fuerte cuello se marca la túnica mediante varias estrías curvas a modo de someros pliegues. La parte inferior de la pieza está simplemente desbastada sin tallar, sirviendo así de base cuadrangular para poder ser insertada en un soporte de fijación. El retrato de “la gitana” parece corresponder a una joven lusitana de familia aristocrática. Pudo ser hecho para reafirmar su presencia en un contexto en el que ella estuviese o no de manera cotidiana. Es decir, pudo estar expuesto en su propia casa o en la de unos familiares, o pudo mandarse hacer con motivo del ritual funerario. Sus llamativas patillas dan a la imagen cierto carácter autóctono, como si se hubiesen querido mezclar en el peinado elementos metropolitanos con otros de raigambre indígena, de rusticidad hispana (Una aristócrata de villa en la capital de la Lusitania). No parece sólo un rostro creíble, ligeramente idealizado, sino un encargo privado para inmortalizar a una mujer que existió de verdad.