jueves, 1 de junio de 2000

LA CONMOCIÓN ROMÁNTICA ANTE LAS RUINAS


Ante las ruinas el romántico sentía conmoción. Su silencio, como el de los cementerios, invitaba a la reflexión acerca de las vivencias de las personas ya desaparecidas. El romántico miraba detenidamente las estructuras deterioradas por el tiempo, e incluso sentía alegría al pensar que la naturaleza había derrotado a los hombres. Podía sentarse a dibujar los edificios derrumbados, envolviéndolos en cielos grises o de colores casi imposibles. No dudaba de que a todos aquellos restos se les podía aplicar un tratamiento científico, pero no era eso lo que le interesaba. Cualquier texto real o legendario ya le sugería las escenas que podían haberse dado en el complejo ruinoso que contemplaba. Retenía en su mente tanta destrucción para ambientar luego sus fantasiosos relatos. Era capaz de viajar de modo infatigable para descubrir nuevos restos dejados por los hombres en páramos inhóspitos o en cerros olvidados. No despreciaba al aldeano, en el que veía retenida mágicamente la cultura ancestral del territorio patrio, sino que solicitaba su ayuda para localizar castillos o ermitas abandonados. Soñaba encontrar tesoros manchados con la sangre de viejas ambiciones. Se imaginaba inmerso en lides medievales mientras tosía por su tuberculosis. Se burlaba del gusto neoclásico antes imperante recordando el supuesto juramento de Aníbal o acudiendo a las palabras apocalípticas del visionario de Patmos: “¡Cayó, cayó Babilonia la grande!”. Agradecía a los bárbaros el regreso al misterio prerromano, y la formación de naciones ajenas al yugo del imperio. El romántico no sabía que su exaltación sería convertida en veneno de escolares, en germen del fascismo.

Ante las ruinas el romántico lloraba y reía. Eran para él un contraste con respecto a las urbes que comenzaban a metalizarse, a despedir humos fabriles. Proyectaba en aquellas ruinas su visión idealizada del pasado, de la que extraía modelos de comportamiento y actitudes deplorables. En su pasado había héroes y villanos, pues aunque era consciente de que la política podía manipular la historia, no por ello le parecían menos valientes los numantinos. Donde los historiadores verían vínculos sociales onerosos, el romántico veía señores justos y vasallos fieles. Se equivocaba encontrando Camelot en cada torreón vacío. Ni él mismo actuaba de modo acorde con sus visiones historicistas. La cruz que cada romántico tenía grabada en el pecho adoptaba siempre formas distintas, agotando las variantes empleadas por las órdenes militares. Era una cruz que le quemaba y que le podía llevar al suicidio. Vagando por los claustros arruinados de los monasterios creía escuchar cánticos que le angustiaban profundamente. Se preguntaba si su desconocida amada no habría pertenecido a otra época. Tal vez fuese ya una santa, por lo que enfebrecido se arrodillaba para rezarle. Inspirado por las ruinas, el romántico creaba símbolos. De su fantaseada historia sacaba un código de símbolos, cuyo conocimiento le convertía en iniciado. Frente al historicismo de salón comentado socarronamente bajo abultadas pelucas, el romántico paseaba de noche entre los muros antiguos para sentir el amor, el miedo y el sufrimiento de quienes ya no vivían. Encontraba un placer diabólico en el derramamiento de sangre, pues pensaba que con ella se lavaban las ofensas y se destruían las tiranías.

Ante las ruinas el romántico recibía escalofríos. Miraba las tierras en que otros trabajaron, y esas tierras le traían todas las miradas que antaño recibieron. El paisaje le unía con los hombres que alguna vez lo recorrieron. Creaba un mito étnico, identificándose con ciertos pueblos del pasado, bien autóctonos o bien foráneos natalizados. Escribía bajo los efectos del alcohol o del ensueño versos, cartas y relatos cortos para quemarlos luego o para que fuesen póstumos. Sus incursiones en el campo de la ciencia histórica se hacían altamente sospechosas por sus excesos de subjetividad, ya que según una norma novalisiana tan válidos eran los cuentos como la historia para el aprendizaje del pasado. Entre las ruinas el romántico deseaba encontrar espíritus, o al menos escucharlos. Cualquier estatua o busto femenino causaba su perdición, como si la piedra o el bronce conservasen el alma de su modelo. Aceptaba la existencia de las ruinas desde la incomprensión de los ataques providentes, de modo que cualquier reconstrucción la consideraba como un intento de profanar la memoria de los muertos. Las ruinas le servían al romántico para traducir la cultura, para forjarla no con ingenio novedoso y ocurrente, sino con las sensaciones provocadas por los testimonios humanos. Pensaba elevar la cultura popular a las cátedras, y convertir la cultura provinciana en cultura nacional. Las ruinas eran para él un santuario en el que toda acción debía tener un fin noble, como la aproximación al conocimiento de las formas de vida antiguas. Su gusto por lo fragmentario le acerca al actual arqueólogo. Éste, aunque recrea a los muertos de forma verdadera, no lo hace con la viveza de la mente del romántico.